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domingo, 24 de noviembre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 34º Domingo del Tiempo Ordinario: Jesucristo, Rey del Universo

 

«A aquel que nos amó, nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre..., la gloria y el poder por los siglos de los siglos» (Ap 1, 5-6).

La solemnidad de hoy, puesta al fin del año litúrgico, aparece como la síntesis de los misterios de Cristo conmemorados durante el año, y como el vértice desde donde brilla con mayor luminosidad su figura de Salvador y Señor de todas las cosas. En las dos primeras lecturas domina la idea de la majestad y la potestad regia de Cristo. La profecía de Daniel (7, 13-14) prevé su aparición «entre las nubes del cielo» (lb 13), fórmula tradicional que indica el retorno glorioso de Cristo al fin de los tiempos para juzgar al mundo. Pues «a él se le dio poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su poder es eterno, no cesará. Su reino no acabará» (ib 14). Dios -«el Anciano» (ib 13)- lo ha constituido Señor de toda la creación confiriéndole un poder que rebasa los confines del tiempo.

Este concepto es corroborado en la segunda lectura (Ap 1, 5-8) con la famosa expresión: «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso» (ib 8). Cristo-Verbo eterno es «el que es» y ha sido siempre, principio y fin de toda la creación; Cristo-Verbo encarnado es el que viene a salvar a los hombres, principio y fin de toda la redención, y es además el que vendrá un día a juzgar al mundo. «¡Mirad! El viene en las nubes. Todo ojo lo verá; también los que le atravesaron. Todos los pueblos de la tierra se lamentarán por su causa» (ib 7). De este modo a la visión grandiosa de Cristo Señor universal se une la de Cristo crucificado, y ésta reclama la consideración de su inmenso amor: «nos amó, nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre» (ib 5).

Rey y Señor, no ha escogido otro camino para librar a los hombres del pecado que lavarlos con su propia sangre. Sólo a ese precio los ha introducido en su reino, donde son admitidos no tanto como súbditos cuanto como hermanos y coherederos, como copartícipes de su realeza y de su señorío sobre todas las cosas, para que con él, único Sacerdote, puedan ofrecer y consagrar a Dios toda la creación. «Nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre» (ib 6). Hasta ese punto ha querido Cristo Señor hacer partícipe al hombre de sus grandezas.

También el Evangelio (Ji 18, 33b-37) presenta la realeza de Cristo en relación con su pasión y a la vez la contrapone a las realezas terrestres. Todo ello a base de la conversación entre Jesús y Pilatos. Mientras que el Señor siempre se había sustraído a las multitudes que en los momentos de entusiasmo querían proclamarlo rey, ahora que está para ser condenado a muerte, confiesa su realeza sin reticencias. A la pregunta de Pilatos: «Con que ¿tú eres rey?», responde: «Tú lo dices: Soy Rey» (ib 37). Pero había declarado de antemano: «Mi reino no es de este mundo» (ib 36).

La realeza de Cristo no está en función de un dominio temporal y político, sino en un señorío espiritual que consiste en anunciar la verdad y conducir a los hombres a la Verdad suprema, liberándolos de toda tiniebla de error y de pecado. «Para esto he venido al mundo -dice Jesús-; para ser testigo de la verdad» (ib 37). El es el «Testigo fiel» (2.° lectura) de la verdad -o sea del misterio de Dios y de sus designios para la salvación del mundo-, que ha venido a revelar a los hombres y a testimoniar con el sacrificio de la vida. Por eso únicamente cuando está para encaminarse a la cruz, se declara Rey; y desde la cruz atraerá a todos a sí (Jn 12, 32). Es impresionante que en el Evangelio de Juan, el evangelista teólogo, el tema de la realeza de Cristo esté constantemente enlazado con el de su pasión. En realidad la cruz es el trono real de Cristo; desde la cruz extiende los brazos para estrechar a sí a todos los hombres y desde la cruz los gobierna con su amor. Para que reine sobre nosotros, hay que dejarse atraer y vencer por ese amor.

 

Dios todopoderoso y eterno, que quisiste fundar todas las cosas en tu Hijo muy amado, Rey del universo; haz que toda la creación, liberada de la esclavitud del pecado, sirva a tu Majestad y te glorifique sin fin. (Misal Romano, Colecta).

Rey sois, Dios mío, sin fin, que no es reino prestado el que tenéis. Cuando en el Credo se dice: «Vuestro reino no tiene fin», casi siempre me es particular regalo. Aláboos, Señor, y bendígoos para siempre; en fin, vuestro reino durará para siempre (Santa Teresa de Jesús, Camino, 22, 1).

¡Oh Jesús mío! ¡Quién pudiese dar a entender la majestad con que os mostráis! Y cuán Señor de todo el mundo y de los cielos y de otros mil mundos y sin cuento mundo y cielos que vos creasteis, entiende el alma, según con la majestad que os representáis, que no es nada para ser Vos Señor de ello. Aquí se ve claro, Jesús mío, el poco poder de todos los demonios en comparación del vuestro, y cómo quien os tuviere contento puede repisar el infierno todo... Veo que queréis dar a entender al alma mía cuán grande es [vuestra majestad] y el poder que tiene esta sacratísima Humanidad junto con la Divinidad. Aquí se representa bien qué será el día del Juicio ver esta majestad de este Rey, y verle con rigor para los malos. Aquí es la verdadera humildad que deja en el alma, de ver su miseria, que no la puede ignorar. Aquí la confusión y verdadero arrepentimiento de los pecados, que, aun con verle que muestra amor, no sabe adónde se meter, y así se deshace toda. (Santa Teresa de Jesús, Vida, 28, 8-9).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

  

domingo, 17 de noviembre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 33º Domingo del Tiempo Ordinario: La venida del Hijo del hombre

 

«Señor, que esté yo atento y vigilante a tu espera» (Mc 14, 33).

Estando el año litúrgico para terminar, la Liturgia invita a los fieles a meditar sobre el fin del tiempo que coincidirá con la parusía, el retorno glorioso de Cristo, y la restauración en él de todas las cosas. El gran acontecimiento escatológico es ilustrado por las lecturas de hoy, en especial por la profecía de Daniel (12, 1-3; 1.ª lectura) y por el Evangelio (Mc 13, 24-32).

Estos textos pueden ser considerados como paralelos, por más que en el Evangelio está todo iluminado por una luz nueva proveniente de la perspectiva escatológica. Ambos anuncian una época de grandes sufrimientos que señalará el fin del mundo actual: «Serán tiempos difíciles como no los ha habido», dice Daniel (12, 1); «aquellos días habrá una tribulación como no la hubo igual desde el principio de la creación» (Mc 13, 19.24), confirma el Evangelio. Es verdad que la profecía de Daniel como la de Jesús se refieren también a hechos históricos inminentes -la persecución de los judíos por parte de los reyes paganos y la destrucción de Jerusalén-, pero en sentido pleno se refieren al fin de los tiempos. Las pruebas y los sufrimientos de aquella hora serán la última llamada a conversión a los pecadores y la última purificación de los elegidos. Cuándo y cómo sucederá esto, es inútil indagarlo; es secreto de Dios. Importa más reflexionar que desde la muerte y resurrección de Cristo en adelante toda la historia está orientada a la parusía y, por ello, debe servir de preparación a la vuelta gloriosa del Señor.

Las vicisitudes y tribulaciones de hoy como las de mañana, bien de los individuos bien de los pueblos, tienen como único objeto disponer a los hombres para la venida final de Cristo y para su glorificación en él: «Entonces -dice el profeta- se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro (de la vida)» (Dn 12, 1), o sea los contados entre los elegidos. La liberación será plena, participando también en ella la materia por la resurrección de los cuerpos. Pues los justos resucitarán «para vida perpetua» y «brillarán como el fulgor del firmamento»; los que más hayan contribuido a la salvación de los hermanos serán «como estrellas por toda la eternidad» (ib 2-3). Bella distinción que prevé la gloria particular reservada a la Iglesia, a los apóstoles. Pero estará también la contrapartida: cuantos hayan resistido a la gracia resucitarán «para ignominia perpetua», consumándose así la ruina que ellos quisieron con su obstinada oposición a Dios. Otro punto de contacto de ambos textos es la intervención de los ángeles en favor de los elegidos. Daniel habla de Miguel, el arcángel que vela por el pueblo de Dios; el Evangelio, de ángeles en general, que estarán encargados de «reunir a sus elegidos a los cuatro vientos, del extremo de la tierra al extremo del cielo» (Mc 13, 27). Ninguno será preterido; todos -ángeles y hombres- serán convocados para el retorno glorioso del Salvador. «Entonces verán al Hijo del Hombre venir sobre las nubes con gran poder y majestad» (ib 26). Cristo, que vino por vez primera al mundo en humildad, reserva y dolor para redimirlo del pecado, volverá al fin de los siglos en todo el esplendor de su gloria a recoger los frutos de su obra redentora.

Se comprende así cómo la Iglesia primitiva, enamorada de Cristo y deseosa de volver a ver su rostro glorioso, esperase con ansia la parusía. «Ven, Señor Jesús» (Ap 21, 20) era la invocación ardiente de los primeros cristianos que vivían con el corazón vuelto a él como si estuviese ya a la puerta. Esa misma debe ser la actitud de quien ha comprendido el sentido profundo de la vida cristiana: una espera de Cristo, un caminar hacia él con la lámpara de la fe y el amor encendida.

 

“Ya sabéis, Señor mío, que muchas veces me hacía a mí más temor acordarme de si había de ver vuestro divino rostro airado contra mí en este espantoso día del, juicio final que todas las penas y furias del infierno que se me representaban; y os suplicaba me valiese vuestra misericordia de cosa tan lastimosa para mí, y así os lo suplico ahora, Señor. ¿Qué me puede venir en la tierra que llegue a esto? Todo Junto lo quiero, mi Dios, y libradme de tan grande aflicción. No deje yo, mi Dios, no deje de gozar de tanta hermosura en paz. Vuestro Padre nos dio a Vos; no pierda yo, Señor mío, joya tan preciosa. Confieso, Padre eterno, que la he guardado mal; mas, aún remedio hay, Señor, remedio hay, mientras vivimos en este destierro.” (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones, 14, 2).

“Haz, Señor, que sea admitida en el número de las vírgenes sabias y permanezca a la espera del Esposo celestial con la lámpara encendida y llena de aceite, de modo que no me turbe por la llegada improvisa del Rey, sino que, segura con la luz de las buenas obras, salga al encuentro festiva con el coro de las vírgenes que me han precedido... en el séquito del Cordero.” (Santa Gertrudis, Ejercicios, 3).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

  

domingo, 10 de noviembre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 32º Domingo del Tiempo Ordinario: Dar y darnos del todo

 

«Señor, que llore con el que llora» (Rm 12, 15).

De las lecturas de hoy emergen dos figuras femeninas, dos viudas pobres, notables por su fe y generosidad. La primera (1ra lectura: 1 Re 17, 10-16) es una mujer de Sarepta de buena posición, pero reducida a la miseria por la sequía y el hambre. Con todo, a la demanda del profeta Elías no sólo le da agua para beber, sino hasta el pan que había hecho con el último puñado de harina que le quedaba y que estaba destinado para ella y para su hijo. «Nos lo comeremos y luego moriremos» (ib 12), había dicho la mujer expresando su dramática situación. A pesar de ser pagana, demuestra una fe sorprendente en la palabra del profeta que le asegura de parte del Dios de Israel: «La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra» (ib 14). Bajo esta promesa cede su pan. Un pan no es gran cosa, pero es mucho, o mejor, lo es todo cuando es el único sustento; para darlo entonces a otro hace falta una generosidad nada común.

Un gesto semejante, narrado por el Evangelio (Mc 12, 38-44), fue sorprendido por Jesús mientras observaba a la gente que echaba dinero en el tesoro del templo. Entre los ricos que «echaban en cantidad», se esconde una viuda que deja caer «dos moneditas» (ib 42). Nadie la nota, pero Jesús mostrándola a los discípulos les dice: «Esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra; pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir» (ib 43-44). Dios no mira la cuantía del don, sino el corazón y la situación del que da. La viuda que por amor suyo se priva de todo lo que tiene, da mucho más que los ricos que ofrecen grandes sumas sin sustraer nada a su comodidad. Su gesto no tiene explicación sin una fe inmensa, mayor aún que la de la mujer de Sarepta, porque no se apoya en la promesa de un profeta, sino únicamente en Dios y obra sin más móvil que el de servirle con todo el corazón.

Tal conducta está en contraste estridente con la de los escribas y doctores de la ley, que Jesús había condenado poco ha: «Devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos» (ib 40). Ellos habían hecho de la religión un pedestal para sus ambiciones y en lugar de tutelar la causa de los débiles e indefensos, se aprovechaban de su autoridad y doctrina para depredar sus bienes. Buen punto de reflexión. Si el hombre no es profundamente recto y sincero, puede llegar a servirse de la religión para sus intereses egoístas. La verdadera religión es servir a Dios con pureza de corazón y honrarlo «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 24), acompañando la plegaria con el don de sí mismo hasta consumir por él la última moneda. Es también servir a Dios en el prójimo con una caridad que no calcula lo que da a base de lo que le sobra, sino de la necesidad del otro. La limosna no es cristiana si no es donación de sí, y el don de sí es imposible sin sacrificio, sin renuncia, sin privarse de algo. Caridad cristiana es llorar con el que llora (Rm 12, 15), es participar en las condiciones del pobre, compartir sus privaciones y, en un caso extremo, hasta su misma hambre. Así lo hizo la viuda de Sarepta ofreciendo su último pan, y así lo hizo la viuda judía entregando todo su haber.

Pero el modelo supremo será siempre Jesús, el cual vino al mundo para dar la vida a los hombres, «para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo» (Hb 9, 24-28). El cristiano salvado por este sacrificio debe participar en él con la entrega de sí mismo para la salvación temporal y eterna de los hermanos.

 

Dios, omnipotente y misericordioso, aparta de nosotros los males, para que, bien dispuesto nuestro cuerpo y nuestro espíritu, podamos libremente cumplir tu voluntad (Oración Colecta).

Te hacemos presente, Señor, nuestra acción de gracias, implorando de tu misericordia que el Espíritu Santo mantenga siempre viva la gracia de la sinceridad en quienes han recibido la fuerza de lo alto (Oración Después de la Comunión).

Tú, Señor, trajiste del cielo el suave maná y el dulce alimento de la caridad, que tiene en sí tal vigor que hace soportar cualquier suplicio; y así lo hemos visto por experiencia, primero en ti, dulce Maestro nuestro, Señor y guía, y luego en tus santos.

¡Oh, cuántas cosas han hecho y soportado ellos con gran paciencia con ese tu amor infundido en sus corazones, del que quedaban tan encendidos y unidos contigo que ningún tormento los podía separar de ti!...

No hay camino ni más corto, ni mejor, ni más seguro para nuestra salvación que este vestido nupcial y dulce de la caridad, la cual da tanta confianza y tanto vigor al alma, que ésta se presenta a ti sin ningún temor. Y al contrario, si se encuentra desnuda de caridad al tiempo de la muerte, queda tan abyecta y vil que se iría a cualquier otro lugar, triste y malo cuanto se quiera, para no comparecer ante la divina presencia. Y con razón, pues siendo tú, oh Dios, sencillo y puro, no puedes recibir en ti nada que no sea puro y sencillo amor. (Santa Catalina de Génova, Diálogo).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

  

domingo, 3 de noviembre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 31º Domingo del Tiempo Ordinario: “Escucha: nuestro Dios, es el único Señor”

 

«Te amo, Señor, tú eres mi fortaleza; Dios mío, refugio mío» (Salmo 17, 2-3).

La Liturgia de hoy demuestra la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y a la vez la novedad de éste. Del Deuteronomio (6, 2-6) se toma la primera enunciación del mandamiento del amor: «Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas» (ib 4-5). El mismo texto se repite en el Evangelio del día (Mc 12, 28-34), como respuesta de Jesús al letrado que le pregunta acerca del mandamiento «primero de todos» (ib 28). Era un texto muy conocido de los judíos que lo repetían dos veces al día como plegaría de la mañana y de la tarde. La palabra inicial «Escucha» —de la que esta plegaria tomaba nombre—es una invitación a meditar el precepto del Señor y a ordenar según él la vida. Pues orar no significa sólo invocar a Dios y pedirle sus mercedes, sino, sobre todo, escucharle: oír su palabra, meditarla y obedecerla. Jesús insistió también sobre este concepto pleno y vital de la oración: «No todo el que me diga: "Señor, Señor", entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7, 21).

Reasumiendo el mandamiento antiguo, Jesús le da un toque nuevo; ante todo lo aísla del contexto de prescripciones secundarias y lo coloca por encima de cualquier otro precepto, y luego le yuxtapone el del amor al prójimo, afirmando con autoridad: «No hay mandamiento mayor que éstos» (Mc 12, 31). El letrado que le ha interrogado aprueba y concluye sabiamente que amar a Dios con todas las fuerzas y al prójimo como a sí mismo «vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (ib 33). En sus palabras resuena la voz de los profetas que repetidamente habían denunciado la vaciedad de un culto no animado por el amor. Dios debe ser honrado con la plegaria y los sacrificios, pero éstos no le son agradables si no brotan de corazones que le amen sinceramente y a la vez amen al prójimo.

Dios es amor; toda la creación es fruto de su amor. El hombre creado por amor, vive del amor divino que lo conserva en la existencia y lo colma de sus dones. Y pues el amor es el manantial de su vida, el hombre no puede menos de amar, el amor es para él exigencia fundamental y deber imprescindible en razón de su naturaleza. Ante todo, debe amar al Amor, que lo ha creado, a Dios; y habiendo recibido todo de el, es, lógico que lo ame no con algún suspiro, sino «con todo el corazón, con todo el entendimiento, y con todo el ser» (ib). Además, hecho a imagen de un Dios que, ama todas las criaturas, el hombre debe ensanchar su amor a todos sus semejantes. En efecto, al ligar Jesús el, amor al prójimo con el amor a Dios, suprimió toda restricción: enseñó que prójimo no es sólo el pariente, el amigo, el vecino o el connacional, sino hasta el enemigo, el extranjero, el desconocido, o sea cualquier hombre.

Dios demostró con sus palabras, pero mucho, más con su ejemplo al dar la vida por todos los hombres, muriendo por ellos cuando todavía eran enemigos (Rm 5, 8). «Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debernos amarnos unos a otros... Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su, plenitud» (1 Jn 4, 11-12). La conclusión de San Juan profundiza la excelente del letrado y la completa. El Apóstol ha comprendido todo el alcance del mandamiento del amor y el nexo vital entre amor a Dios y amor al prójimo, hasta llegar a afirmar que el primero es perfecto sólo cuando va acompañado del segundo. El que comprende y vive así el precepto de la caridad no sólo «no está lejos del Reino de Dios» (Mc 12, 34), como dice Jesús al letrado, sino que lo lleva en sí, porque «quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16).

 

Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza... Seguí los caminos del Señor y no me rebelé contra mi Dios, porque tuve presentes tus mandamientos y no me aparté de tus preceptos. Perfecto es, el camino de Dios, acendrada es la promesa del Señor; él es escudo para los que a él se acogen. ¡Viva el Señor! ¡Bendita sea mi Roca! Sea ensalzado mi Dios y Salvador. (Salmo 17, 2. 22-23. 31. 47).

Muy ancho es tu mandamiento, Señor... Y me enseñas que este mandamiento amplio es la caridad, porque donde hay caridad no hay estrecheces... Señor, hazme morar donde hay amplitud de espacios... Concédeme amar lo que el hombre no, puede dañar: que te ame a ti, Dios mío, ame la hermandad, ame tu ley, ame tu Iglesia; que ame con ese amor que será eterno...

Concédenos, oh Dios, armarnos mutuamente. Haz que amemos a todos los hombres, aun a nuestros enemigos, no porque sean hermanos, sino para que lleguen a serio; y haz que siempre estemos encendidos de ese amor fraterno, tanto para con el que lo fue, cuanto para con el enemigo, para que por el amor venga a ser hermano. Hazme comprender que siempre que amo a un hermano, amo a un amigo. Ya está conmigo, ya me es próximo en la unidad que se extiende a todos los hombres... Haz, Señor, que ame por mi parte, y ame con amor fraterno... Que todo mi amor se dirija a los cristianos, a todos tus miembros, oh Cristo Jesús... Haz que se extienda mi caridad a todo el mundo, por amor tuyo, porque tus miembros se extienden a todo el mundo. (San Agustín, In 1 Jn 10, 6-a).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

  

domingo, 27 de octubre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 30º Domingo del Tiempo Ordinario: “Tu fe te ha salvado”

 

«El que te sigue, Señor, tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12).

Liturgia de luz, de alegría y de fe es la celebrada hoy por la Iglesia. Luz y alegría por la vuelta del pueblo elegido del destierro (1ª lectura: Jr 31, 7-9). Dios se ha acordado del «resto de Israel» que le ha permanecido fiel y él mismo se ha hecho su guía para la repatriación. Vuelven todos, hasta los lisiados y dolientes, hasta los «ciegos y cojos» (ib 8), porque cuando es Dios el que guía, los ciegos quedan iluminados y los cojos caminan sin dificultad. Es una bella figura de la conversión interior de las tinieblas y extravíos del pecado. Superada la ceguera espiritual y el continuo cojear entre el bien y el mal, el hombre, iluminado por la luz divina, puede proceder por el camino recto que lo conduce a Dios. Su retorno es gozoso, como el de Israel. «Los guiaré entre consuelos, los llevaré a torrentes de agua, por un camino llano en el que no tropezarán. Seré un padre para Israel» (ib 9). Así dice el Señor a su pueblo, y así a todo hombre que se convierte en él. Si los primeros pasos del retorno pueden ser penosos y difíciles, Dios, como padre amoroso, sale al encuentro de su criatura, la reconforta con el agua viva de la gracia, la sostiene en la lucha y le facilita el camino.

El Evangelio de hoy (Mc 10, 46-52) reasume ese tema bajo el doble aspecto de la curación y de la conversión a Cristo de un ciego. Jesús sale de Jericó, cuando Bartimeo, que mendiga sentado a la vera del camino, le grita: «Hijo de David, ten compasión de mí» (ib 47). Quieren hacerle callar, pero él grita más, porque, ciego en el cuerpo pero vidente en el espíritu, reconoce en Jesús al Mesías, al «Hijo de David». La fe no le deja callar; está seguro de que encontrará en Jesús la salvación. Y es tal su tensión hacia él, que apenas el Maestro lo llama, arroja el manto, salta en pie y se le pone delante. El Señor le pregunta: «¿Qué quieres que haga por ti?», y él responde: «Maestro, que pueda ver» (ib 51).

Diálogo conciso pero esencial, revelador por una parte de la omnipotencia de Jesús y por otra de la fe del ciego. El encuentro de estas dos fuerzas produce el milagro: «Y al momento recobró la vista» (ib 52). Los ojos apagados del ciego se iluminan y ven a Jesús; verlo y seguirlo es todo uno. A la luz exterior le corresponde otra interior, y Bartimeo resuelve seguir al Señor. Como él, todo cristiano es un «iluminado» por Cristo; la fe le ha abierto los ojos; le ha dado a conocer a Dios y al Hijo de Dios hecho hombre. Pero esta fe ¿es en él lo bastante viva como para comprometerlo seriamente en el servicio de Dios y en el seguimiento de Cristo?

La segunda lectura (Hb 5, 1-6) trata otro argumento: el sacerdocio y en particular el sacerdocio de Cristo. Cristo es sumo y eterno Sacerdote por voluntad del Padre que le ha conferido esta dignidad haciéndolo mediador entre él y los hombres. No es posible llegar a Dios sin pasar por ese puente que une la tierra con el cielo, ese camino real que es Jesús el Señor. No es posible vivir en la fe sin dependencia de él que es «iniciador y consumador de la fe» (Hb 12, 2). Fuente y alimento de la fe es la palabra de Jesús; ella ilumina al mundo y le da «la luz de la vida» (Jn 8, 12); es la Eucaristía en la que se ofrece en manjar tonificante e iluminador su Carne inmolada por la salvación de los hombres. Toda celebración eucarística es un misterio de fe por el cual el creyente se encuentra con Jesús Sacerdote y víctima, que lo alimenta y lo conduce al Padre.

 

Oh Dios, si ofreces esta luz corpórea a los ojos del cuerpo, ¿no podrás también ofrecer a los corazones limpios aquella luz que permanece siempre en toda su fuerza e integridad, aquella luz indeficiente?...

«En ti está la fuente de la vida y en tu luz veremos la luz»... La fuente aquella es la misma luz; es fuente para el que tiene sed y es luz para el que está ciego. Ábranse los ojos para que vean la luz: ábranse las fauces del corazón para que beban en la fuente. Lo que bebo es lo mismo que lo que veo, es lo mismo que lo que entiendo. Dios mío, eres todo para mí; eres todas las cosas que amo... Eres todo para mí: si tengo hambre, eres mi pan; si tengo sed, eres mi agua; si estoy en oscuridad, eres mi luz, que permanece siempre incorruptible, y si estoy desnudo, serás mi vestido de inmortalidad, cuando todo lo que es corruptible se vista de incorruptibilidad y lo que es mortal se vista de inmortalidad. (San Agustín, In lo 13, 5).

Señor Jesús, pon tus manos en mis ojos, para que comience a ver no las cosas que se ven, sino las que no se ven. Ábreme los ojos, para que no se fijen tanto en el presente cuanto en el futuro; haz limpia la mirada del corazón que contempla a Dios en espíritu. (Orígenes, Plegarias de los primeros cristianos, 55).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 20 de octubre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 29º Domingo del Tiempo Ordinario: “El que quiera llegar a ser grande, será vuestro servidor”

 

«Nosotros aguardamos al Señor; él es nuestro auxilio y nuestro escudo» (SaImo 32, 20).

La Liturgia eucarística es siempre sacrificial, porque es memorial y celebración del Sacrificio de la cruz. Pero este su carácter queda hoy evidenciado especialmente por la Liturgia de la Palabra, centrada enteramente en el misterio de la pasión y muerte de Jesús. La primera lectura (Is 53, 10- 11) un anuncio de ella en breves versículos que revelan el plan divino acerca del «Siervo de Yahvé», figura de Cristo. «El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento» (ib 10); tal fue la voluntad de Dios, que quiso entregar a su Unigénito por la salvación del mundo; y tal será la voluntad de Cristo «cuando entregue su vida como expiación» (ib). Ese sacrificio voluntario «justificará a muchos» (ib 11), o sea salvará la multitud de los hombres, salvará a todos los que acepten ser salvados. El precio será su muerte, con la cual expiará «los crímenes de ellos» (ib). En verdad no es una fruslería el pecado, como tampoco el amor de Dios a los hombres una chanza ni una figura literaria, si para redimirlos ha querido Dios que su Hijo muriese en cruz. Muerte que terminó, es cierto, en la gloria de la resurrección, pero sólo pasando por los rigores y las angustias más crueles.

El Evangelio del día (Mc 10, 35-45) deja oír la petición de los hijos de Zebedeo en contraste estridente con el discurso sobre la Pasión, que por tercera vez anuncia Jesús: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda» (ib 37). El hombre intenta siempre evadirse del sufrimiento y asegurarse en cambio, el honor. Pero Jesús lo desengaña; el que quiera tener parte en su gloria deberá beber con él el amargo cáliz del sufrimiento: «¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?» (ib 38). Aunque los dos apóstoles no hayan comprendido aún el misterio de la cruz, responden afirmativamente: «Lo somos» (ib), y su respuesta es una profecía. Un día, en efecto, cuando hayan comprendido ya las profundas exigencias del seguimiento de Cristo, sabrán sufrir y morir por él; mas para hacerlo, habrán debido renunciar a toda pretensión de primacía.

En la Iglesia de Cristo no hay lugar para las mezquinas competiciones del orgullo, para los manejos de la ambición, para el afán de triunfo, gloria o preeminencia sobre los otros. El que se deja dominar de tales deseos desordenados, se porta no como cristiano sino como pagano: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los gentiles, los gobiernan como señores absolutos -dice Jesús-. Vosotros nada de eso: el que quiera ser grande sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero sea esclavo de todos» (ib 42-43). Si puede haber una competición entre cristianos será por adueñarse del puesto de mayor servicio, pero sin ostentación, procurando no sobresalir sino desaparecer. Jesús da el ejemplo: él «no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar la vida en rescate por todos» (ib 45). Así, pues, a servir llevando la cruz por sí y por los otros, sufriendo para expiar las culpas propias y las ajenas, ofreciéndose junto con Jesús «en rescate por todos».

Para animar a los creyentes a llevar la cruz, san Pablo (2.a lectura: Hb 4, 14- 16) les recuerda que tienen en Jesús «un Sumo Sacerdote grande», el cual, habiéndose hecho en todo semejante a los hombres, conoce sus debilidades, pues las experimentó «en todo exactamente... menos en el pecado». El, que ora está sentado a la diestra del Padre para interceder por ellos, fue pasible como ellos, agonizó y temió como ellos frente al sufrimiento y a la muerte, y así puede compadecerse de ellos y socorrerlos. «Por eso, acerquémonos con seguridad al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia que nos auxilie oportunamente» (ib 16).

 

¡Oh Señor mío! Cuando pienso por qué de maneras padecisteis y cómo por ninguna lo merecíais, no sé qué me diga de mí, ni dónde tuve el seso cuando no deseaba padecer, ni adónde estoy cuando me disculpo. Ya sabéis Vos, Bien mío, que si tengo algún bien, que no es dado por otras manos sino por las vuestras. Pues ¿qué os va, Señor, más en dar mucho que poco? Si es por no lo merecer yo, tampoco merecía las mercedes que me habéis hecho. ¿Es posible que he yo de querer que sienta nadie bien de cosa tan mala, habiendo dicho tantos males de Vos, que sois bien sobre todos los bienes? No se sufre, no se sufre, Dios mío -ni querría yo lo sufrieseis Vos-, que haya en vuestra sierva cosa que no contente a vuestros ojos. Pues mirad, Señor, que los míos están ciegos y se contentan de muy poco. Dadme Vos luz y haced que con verdad desee que todos me aborrezcan, pues tantas veces os he dejado a Vos, amándome con tanta fidelidad.

Es el caso que, como somos inclinadas a subir -aunque no subiremos por aquí al cielo-, no ha de haber bajar. ¡Oh Señor, Señor! ¿Sois Vos nuestro dechado y Maestro? Sí, por cierto. ¿Pues en qué estuvo vuestra honra, Honrador nuestro? No la perdisteis, por cierto, en ser humillado hasta la muerte; no, Señor, sino que la ganasteis para todos. (Santa Teresa de Jesús, Camino, 15, 5; 36, 5).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 13 de octubre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 28º Domingo del Tiempo Ordinario: “Jesús, fijando en él su mirada, le amó”

 

«Enséñame, Señor, a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato» (SaImo 89, 12).

Los textos escriturísticos de hoy giran en torno al valor de la sabiduría en oposición a la riqueza como inmensamente preferible a ella. La primera lectura (Sb 7, 7-11) reproduce el elogio de la sabiduría puesto en boca de Salomón, que la pide a Dios sobre todo otro bien. «Supliqué y se me concedió un espíritu de sabiduría. La preferí a los cetros y a los tronos, y en su comparación tuve en nada la riqueza. No le equiparé la piedra más preciosa, porque todo el oro a su lado es un poco de arena» (ib 7-9). La riqueza es un valor puramente terreno y, por tanto, caduco; la sabiduría, en cambio, posee un «resplandor que no tiene ocaso» (ib 10), que permanece eternamente. Es claro que no se trata de la sabiduría humana, sino de la que procede de Dios, irradiación de su sabiduría infinita.

La sabiduría divina se comunica a los hombres por medio de la palabra de Dios que es su vehículo seguro y cuyas prerrogativas presenta la segunda lectura (Hb 4, 12-13). «La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu... Juzga los deseos e intenciones del corazón» (ib 12). El que quiere dejarse guiar por la sabiduría divina, debe meditar la palabra de Dios, debe aceptar que ésta escudriñe su corazón para iluminarlo y purificarlo, para juzgarlo y espolearlo y hacerle desprenderse de todo lo que no está conforme con ella. Es imposible permanecer indiferentes ante la palabra de Dios; ella fuerza al hombre a declararse en pro o en contra y, por ende, a revelarse tal cual es en su interior.

El Evangelio (Mc 10, 17-30) da un paso adelante y presenta la encarnación de la sabiduría, primero en Jesús, Sabiduría del Padre, y luego en sus enseñanzas. Un joven que asegura haber guardado los mandamientos y, por lo tanto, haber vivido sabiamente según la palabra de Dios «desde pequeño» (ib 20), se presenta al Maestro deseoso de hacer más aún. «Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres -así tendrás un tesoro en el cielo-, y luego sígueme» (ib 21). Jesús le propone la sabiduría suprema: renunciar a todos los bienes terrenos para seguirle a él, Sabiduría infinita. No es una obligación, sino una invitación concreta a «estimar en nada la riqueza» en comparación con los bienes eternos y del seguimiento de Cristo. La palabra del Señor penetra en el corazón del joven y lo aboca a una crisis; mas, por desgracia el joven no se pronuncia afirmativamente: «frunció el ceño y se marchó triste, porque era muy rico» (ib). También Jesús parece entristecerse y comenta: ¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!» (ib 23).

Aquí como en otros pasajes del Evangelio, aparece la riqueza como un obstáculo casi insuperable para la salvación. No porque sea en sí misma mala, sino porque el hombre es demasiado proclive a atarse a ella hasta el punto de preferirla a Dios. «Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios» (ib 2, 5). Los discípulos se quedan extrañados; la frase del Maestro parece exagerada; sin embargo, él no la retira. Procura, con todo, infundir confianza. Si para todo hombre, no sólo para los ricos, es difícil salvarse, «Dios lo puede todo» (ib 27). Dios no niega esa gracia a quien la pide con humilde confianza y recurre al auxilio divino para vencer los obstáculos que se le atraviesan. Dichosos los Apóstoles, pues, teniendo poco, no han vacilado en dejarlo todo: casa, redes o tierras, padre y madre, hermanos y hermanas, por Cristo y por el Evangelio.

 

Supliqué y se me concedió la prudencia, invoqué y vino a mí un espíritu de sabiduría. La preferí a los cetros y a los tronos, y en su comparación tuve en nada la riqueza. No le equiparé la piedra más preciosa, porque todo el oro a su lado es un poco de arena y junto a ella la plata vale lo que el barro. La preferí a la salud y a la belleza, me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Todos los bienes juntos me vinieron con ella, había en sus manos riquezas incontables...

Porque es para los hombres un tesoro inagotable y los que le adquieren se granjean la amistad de Dios. (Sabiduría, 7, 7-11. 14).

¡Oh hermanas mías, que no es nada lo que dejamos, ni es nada cuanto hacemos ni cuanto pudiéremos hacer por un Dios que así se quiere comunicar con un gusano! Y si tenemos esperanza de aun en esta vida gozar de este bien, ¿qué hacemos?, ¿en qué nos detenemos? ¿qué es bastante para que un momento dejemos de buscar a este Señor, como lo hacía la Esposa por barrios y plazas? ¡Oh, que es burlería todo lo del mundo, si no nos llega y ayuda a esto, aunque duraran siempre sus deleites y riquezas y gozos, cuantos se pudieren imaginar, que es todo asco y basura comparado a estos tesoros que se han de gozar sin fin! Ni aun éstos no son nada en comparación de tener por nuestro al Señor de los tesoros del cielo y de la tierra.

¡Oh ceguedad humana! ¿Hasta cuándo, hasta cuándo se quitará esta tierra de nuestros ojos? Por amor de Dios, hermanas, que nos aprovechemos de estas faltas para conocer nuestra miseria y ellas nos den mayor vista, como la dio el lodo del ciego que sanó nuestro Esposo; y así, viéndonos tan imperfectas, crezca más el suplicarle saque bien de nuestras miserias, para en todo contentar a Su Majestad (Santa Teresa de Jesús, Moradas, VI, 4, 10-11).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

domingo, 6 de octubre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 27º Domingo del Tiempo Ordinario: “Lo que Dios unió, no lo separe el hombre”

 


«¡Dichoso el que teme al Señor, y sigue sus caminos!» (Salmo 127, 1).

La primera lectura, el salmo responsorial y el Evangelio convergen en el tema de la familia. Del Antiguo Testamento se lee la estupenda página del Génesis (2, 18-24) en la que Dios hace desfilar ante el hombre «Todas las bestias del campo y todos los pájaros del cielo» (ib 19) para que le dé a cada uno un nombre y vea si entre ellos encuentra una «ayuda adecuada». Adán pone nombre a cada animal, pero ninguno de ellos satisface su necesidad de compañía y amor. Entre tanta variedad de seres el hombre se encuentra solo, distanciado de ellos por el don altísimo de la inteligencia y de la voluntad que le hace «imagen» de Dios. Dios entonces provee a llenar su soledad: «No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda adecuada» (ib 18).

Crea entonces a la mujer y cuando se la presenta, Adán prorrumpe en una exclamación de alegría, reconociendo en ella a la compañera del todo semejante: «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!» (ib 23). Creada para ser ayuda del varón, la mujer lo completa, lo mismo que ella es completada por él. Idéntica naturaleza humana la de ambos, pero diferenciada en dos sexos que en plan de Dios tienen la gran función de integrarse, sostenerse mutuamente y colaborar con él a la multiplicación de la especie humana. Concluye, pues, el texto: «Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (ib 24). La indisolubilidad del matrimonio tiene aquí su raíz y su razón profunda y sagrada.

Cuando los fariseos interrogaron a Jesús acerca del divorcio (Mc 10, 2-16) que Moisés había permitido en ciertos casos, no hizo distinción alguna y lo abrogó del modo más absoluto refiriéndose justamente a este texto de la Escritura. El Señor declara que las normas mosaicas fueron dadas por la «terquedad» de los hombres (ib 5), mientras que al principio de la creación no había sido así, pues al crear al hombre y a la mujer, Dios los quiso unidos «de modo que no fuesen dos, sino una sola carne». Y concluye: «Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre» (ib 9). Y remacha luego esta enseñanza a sus discípulos que le piden explicaciones ulteriores. De este modo la indisolubilidad del matrimonio ya afirmada en los albores de la humanidad es restablecida plenamente por Jesús. Ella asegura la estabilidad y la santidad de la familia no sólo para bien de los cónyuges, sino también de los hijos.

Muy oportunamente el Evangelio del día termina con el trozo referente a los niños. Jesús dice a los discípulos que, molestos por el continuo asedio de los pequeños al Maestro, querían alejarlos: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el Reino de Dios» (ib 14); y al abrazarlos y bendecirlos, cierto que acogía y bendecía a las madres que se los presentaban. El cometido de los padres cristianos es precisamente «inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos amorosamente recibidos de Dios» (LG 41). Repitiendo el gesto de las mujeres judías, los padres deben llevar a sus Hijos ante Jesús para que, bendecidos por él y creciendo en su escuela, conserven la inocencia y sean un día introducidos en el Reino de los cielos preparado para ellos. Así el matrimonio coopera a la difusión del Reino de Dios, como coopera también, pero por otros caminos, la virginidad consagrada. Dos vocaciones diferentes, pero igualmente necesarias y complementarias. Lo que hacen los padres en el ámbito de la familia para la educación cristiana de sus hijos, cumplen los consagrados en la sociedad en favor de los hijos ajenos, especialmente de los más abandonados y necesitados de guía para encontrar a Jesús y vivir según el Evangelio.

 

Oh Dios, que con tu poder creaste todo de la nada, y, desde el comienzo de fa creación hiciste al hombre a tu imagen y le diste la ayuda inseparable de la mujer, de modo que ya no fuesen dos, sino una sola carne, enseñándonos que nunca será lícito separar lo que quisiste fuera una sola cosa.

Oh Dios, que al consagrar la unión conyugal, le diste un significado tan grande, que en ella prefiguraste la unión de Cristo con la Iglesia. Por tu voluntad la mujer se une al hombre, y la sociedad familiar, la primera en ser instituida, goza de aquella bendición que nunca fue abolida ni por la pena del pecado original, ni por el castigo del diluvio.

Mira con bondad a toda esposa cristiana que al unirse a su esposo quiere ser fortalecida con tu bendición. Abunde en ella la unión y la paz, y siga siempre los ejemplos de las santas mujeres, cuyas alabanzas canta la Escritura. Confíe en ella el corazón de su esposo y, teniéndola por digna compañera y coheredera de la gracia de la vida, la respete y ame siempre como Cristo ama a su Iglesia.

También te pedimos Señor, que los esposos permanezcan firmes en la fe y amen tus preceptos; que, unidos en matrimonio, sean ejemplo por la integridad de sus costumbres; y, fortalecidos por el poder del Evangelio, manifiesten a todos el testimonio de Cristo; que su unión sea fecunda, sean padres de probada virtud, vean ambos los hijos de sus hijos y, después de una feliz ancianidad, lleguen a la vida de los bienaventurados en el reino celestial. (Misal Romano, Oración en la Misa de Esposos A).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

 

domingo, 29 de septiembre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 26º Domingo del Tiempo Ordinario: “El que no está contra nosotros, está con nosotros"

 

«¿Quién conoce sus faltas? Absuélveme, Señor, de lo que se me oculta» (SaImo 18, 13).

La primera lectura de hoy (Nm 11, 25-29) reproduce uno de esos raros textos véterotestamentarios que revelan la intención de Dios de derramar su Espíritu no sólo sobre algunos grupos escogidos, sino sobre todos los hombres. Cuando Dios, a instancias de Moisés que no se sentía con fuerzas para llevar solo la carga de todo el pueblo, «apartando algo del espíritu que poseía, se lo pasó a los setenta ancianos» (ib 25) congregados en torno a la Tienda de Reunión, acaeció que otros dos extraños se pusieron a profetizar al igual que ellos. El joven Josué, indignado por esa irregularidad, protestó diciendo a Moisés que no se lo permitiese; pero éste, más iluminado y prudente, respondió: «¿Estás celoso por mí? Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor» (ib 29). Quien tiene experiencia de la grave responsabilidad que implica hablar y obrar en nombre del Espíritu, lejos de encelarse por ella, se alegra en compartirla con otros y está pronto a admitir —como sea auténtico— el don de profecía dondequiera se encuentre. Las irregularidades comienzan cuando son los particulares quienes se las dan de profetas, siendo a la Iglesia a quien le pertenece reconocerlos como tales, según hizo Moisés con aquellos dos hombres del campamento.

El Evangelio del día (Mc 9, 38-48) presenta un hecho semejante. Los discípulos, más celosos que Josué, viendo a uno que echaba demonios en el nombre de Jesús, se lo prohíben, por el simple hecho de que no es de ellos. Se trata en el fondo de celotipia de grupo. Pero Jesús, como Moisés, lo desaprueba, porque todo el que obra el bien en nombre suyo, aunque no pertenezca a la Iglesia, demuestra que está espiritualmente cerca de ella y que tiene al menos un germen de fe; por eso se le ha de respetar y tratar con benevolencia esperando confiadamente que ese germen madurará. «El que no está contra nosotros está a favor nuestro» (ib 40), dice el Señor. Y para atestiguar que cuanto se hace en su nombre tiene siempre un valor, añade: «El que os dé a beber un vaso de agua porque seguís al Mesías, os aseguro que no se quedará sin recompensa» (ib). La menor obra buena hecha por respeto a Cristo no se perderá, aunque la haga quien no pertenece aún a la comunidad de los creyentes. Y si se hace en favor de los hermanos o de quien representa en la Iglesia al Señor, él la tendrá y recompensará como hecha a sí mismo (Mt 10, 40.42).

Después de haber hablado de los deberes de los discípulos para con los extraños, habla Jesús de los que tienen para con los creyentes y para consigo mismos. Dentro de la comunidad los discípulos son especialmente responsables de la fe de los «pequeños», o sea de la gente sencilla; ¡ay si en vez de sostenerla y tutelarla, la escandalizan! Jesús tiene a este propósito palabras terribles, entre las más duras que haya nunca pronunciado: «El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar» (Mc 9, 42). No hay que pasar superficialmente sobre la propia conducta, sino meditarla con seriedad y gobernarla, para que no haya en ella palabras o actitudes que puedan turbar la paz de los pequeños, o sea del buen Pueblo de Dios. La última reflexión se refiere a la guarda de sí mismo de los escándalos precedentes tanto del exterior como de las propias pasiones. También aquí habla Jesús con energía: «Si tu mano te escandaliza, córtatela; más te vale entrar manco en la vida que ir con las dos manos al abismo» (ib 43). La misma paradoja se repite para el pie y para el ojo, con el intento de dar a entender que el discípulo de Cristo debe estar pronto a toda renuncia con tal de evitar el pecado que lo separa del Maestro y puede causarle la separación eterna.

 

Escúchame, escúchame, Señor Dios mío, para que tus ojos estén atentos sobre tus hijos día y noche. Extiende piadoso tus alas y protégelos; infunde en sus corazones tu Espíritu Santo, que les conserve en la unidad del espíritu y en el vínculo de la paz, en la castidad de la carne y en la humildad del alma.

Que este mismo Espíritu asista a los que oran, que la abundancia de tu amor los colme en su interior y la suavidad de la compunción recree sus mentes, que la luz de tu gracia ilumine sus corazones; la esperanza los levante, el temor los humille y la caridad los inflame. Que él mismo les sugiera las plegarias que tú propicio quieres oír...

Dulce Señor, que con la ayuda de tu Espíritu, estén en paz, modestos y benévolos consigo mismos, con los hermanos y conmigo; que se obedezcan, sirvan y soporten mutuamente. Que sean fervientes en el espíritu y gozosos en la esperanza. Que en la pobreza, abstinencia, trabajos y vigilias, silencio y quietud tengan una constancia incansable... Permanece entre ellos según tu fiel promesa y pues sabes lo que necesitan, te suplico robustezcas lo que de débil hay en ellos y no rechaces lo que en ellos hay de flaco; sana lo que está enfermo, alegra sus tristezas, reanima sus tibiezas, confirma lo que es inestable; de modo que todos se sientan ayudados por tu gracia en sus necesidades y tentaciones. (Elredo de Rievaulx, Oratio pastoralis, 8).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


 

domingo, 22 de septiembre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 25º Domingo del Tiempo Ordinario: “Si uno quiere ser el primero, sea el último y el servidor de todos"

 

«Dame, Señor, la sabiduría que viene de arriba, que es amante de la paz, dócil, llena de misericordia» (Sant 3, 17).

La primera lectura de hoy (Sb 2, 17-20) deja oír las palabras de escarnio y odio que los pecadores profieren contra el justo tramando su perdición: «Si es el justo hijo de Dios, lo auxiliará, y lo librará del poder de sus enemigos. Lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura...; lo condenaremos a muerte ignominiosa» (ib). La conducta del justo sabe a reproche continuo de los malvados, los cuales reaccionan maquinando contra él para denigrarlo y quitarlo del medio. Siempre fue así, antiguamente como ahora; y lo fue de modo muy especial para nuestro Señor Jesucristo. Condenado a una «muerte ignominiosa», se vio ultrajado con palabras idénticas a las registradas tantos siglos antes: «Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: "Soy Hijo de Dios"» (Mt 27, 43). Se comprende así que en ese trozo del libro de la Sabiduría haya visto siempre la cristiandad una profecía de la pasión del Señor.

Hasta la Liturgia lo usa en este sentido poniéndolo como fondo del Evangelio de hoy (Mc 9, 30-37) que continúa el discurso sobre la pasión (cf. Domingo precedente). «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará» (ib 31). El Señor no separa nunca el anuncio de su pasión del de su resurrección, que es el epílogo de aquélla e ilumina su valor. Los discípulos, en cambio, se quedan sólo en la primera y, aterrorizados, procuran huirla. El evangelista nota que «les daba miedo preguntarle» (ib 32) sobre ese tema: prefieren evitarlo, ignorarlo. Y llama la atención que, por el contrario, se ponen a discutir entre sí «quién era el más importante» (ib 34). Es la mentalidad del hombre terreno que huye de la cruz, para procurarse, en cambio, un poco de gloria y asegurarse un puesto elevado por encima tal vez de los otros. Los discípulos intuyen que tales sentimientos no agradan al Señor y se los quieren ocultar; pero él, que lee en sus corazones, les dice: «quien quiera ser el primero, que sea el último de todos» (ib 35).

Es lo que él mismo hará en su pasión: se reducirá a siervo o esclavo de los hombres hasta morir por ellos como el último malhechor; pero resucitando será el primero, el primogénito de muchos hermanos adquiridos al precio de su sangre. Y para concretar mejor su enseñanza, Jesús acercó «a un niño, lo puso en medio de ellos y lo abrazó» (ib 36). Demostraba así que las preferencias de Dios no son para los grandes, sino para los pequeños y últimos, a los cuales se les asegura no la gloria terrena, sino el Reino de los Cielos (Mt 19, 14); que para hacerse siervo, hay que servir sobre todo a los pequeños, débiles, pobres y necesitados, en los que quiere ser reconocido. «El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y quien me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado» (Mc 9, 37). El camino seguro para encontrarse con Jesús y en él encontrarse con el Padre, es siempre el de la humildad y el servicio amoroso a los pequeños, humildes y pobres, sin retroceder cuando en este camino se encuentra la cruz como se la encontró el Señor.

La humildad, el espíritu de sacrificio y el amor libran al hombre de la envidia y del espíritu de contienda de que habla Santiago en la segunda lectura (Sant 3, 16-4, 3); le libran de las pasiones que son el origen de todas las luchas y conflictos, también de los que se tienen por acaparar los primeros puestos. Y por el contrario le hacen partícipe de «la sabiduría que viene de arriba», la cual es «amante de la paz, comprensiva, dócil, llena de misericordia y buenas obras» (ib 17).


¿Se vio nunca tanta humildad como en ver a Dios humillado hasta el hombre, la suma alteza abajada a tanta abyección como es nuestra humanidad? Oh dulce y enamorado Verbo, fuiste obediente hasta la oprobiosa muerte de cruz, paciente y tan manso que no se oyó tu voz para murmuración alguna... Oh dulce y enamorado Verbo, fuiste saciado de penas y revestido de oprobios, deleitándote en las injurias, escarnios y befas; soportando hambre y sed, tú que sacias a todo hambriento, con tanto fuego y deleite de amor. Tú eres nuestro dulce Dios que no necesitas de nosotros. Y no amainaste en procurar nuestra salud, sino perseveraste, no dejando de hacerlo por nuestra ignorancia e ingratitud...

Esta es, pues, la doctrina y la vida que tú hiciste: y nosotros pobres miserables, llenos de defectos..., hacemos todo lo contrario... Oh santo e inmaculado Cordero, embriágame con tu sangre... Y como tú, Cristo bendito, no dejaste por ningún trabajo de obrar nuestra salud, haz también que tu esposa no deje... por ninguna pena, ni fatiga, ni hambre, ni sed, ni necesidad alguna, de emplearse continuamente en honor tuyo..., ni deje de servir a su prójimo, ni de procurar su salvación, aunque éste por ingratitud o ignorancia no reconociese tal servicio. (Santa Catalina de Siena, Epistolario, 79, v 2).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 15 de septiembre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 24º Domingo del Tiempo Ordinario: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?”

 

«Mi Señor me ayuda, por eso no quedo defraudado» (Is 50, 7).

Una vez más se presenta en la Liturgia dominical la paradoja de la cruz, misterio de dolor y de salvación, de muerte y de vida. Lo introduce la primera lectura (Is 50, 5-9a) con el canto tercero del Siervo de Yahvé, celebración patética pero llena de esperanza de los sufrimientos expiatorios. Dos son las actitudes del Siervo subrayadas por el fragmento de hoy: su espontánea y mansa aceptación del dolor y su abandono confiado en Dios. «Yo no me he rebelado ni me he echado atrás. Ofrecí la espalda a los que me la golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No escondí el rostro a insultos y salivazos» (ib 5-6).

Descripción anticipada e impresionante de la actitud de Jesús, que irá voluntariamente al encuentro de la pasión y de la muerte para estar al mandato del Padre. Pero también es expresión profética de la confianza serena con que afrontará el sufrimiento extremo, porque estará plenamente seguro del auxilio del Padre: «Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido, por eso ofrecí el rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado» (ib 7). Es un preludio del triunfo final, de la resurrección y de la gloria, y además, de la salvación del hombre.

Sobre este fondo la lectura del Evangelio (Mc 8, 27-35) resulta particularmente luminosa. Después de haber provocado el reconocimiento de su mesianidad por parte de sus discípulos, Jesús corrige y completa la idea que los Doce, como todos sus connacionales, tenían de ella. El pueblo judío, en efecto, dando de lado a las profecías del Siervo de Yahvé y basándose únicamente sobre las que representaban al Mesías como libertador y restaurador de Israel, lo imaginaba cumpliendo su misión mediante el triunfo y la gloria. Jesús mismo desdeña esa concepción y anuncia claramente su pasión: «Y empezó a instruirles: "El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho... y ser ejecutado"» (ib 31). Pedro, el que primero y con tanto aplomo había proclamado: «Tú eres el Mesías» (ib 29), es también el primero en reaccionar: «se lo llevó aparte y se puso a increparlo» (ib 32). Precisamente porque reconoce en él al Mesías, el Hijo de Dios vivo, no puede admitir que Jesús deba sucumbir a la persecución y a la muerte. Como verdadero judío se escandaliza él también de la cruz y la considera una necedad, un absurdo.

Pero Jesús no condesciende, antes lo trata como había tratado al tentador en el desierto: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» (ib 33). Palabras duras de las que resulta evidente que toda tentativa de alejar la cruz, de forjarse un cristianismo sin Crucificado y de eliminar el sufrimiento de la propia vida está inspirada por Satanás. Por eso Jesús, después de haber hablado a sus íntimos de la pasión, convoca a la muchedumbre y les anuncia a todos la necesidad de la cruz. «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». Mirad, el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio, la salvará» (ib 34-35). Los apóstoles irán comprendiendo gradualmente esta lección; todos ellos, de un modo u otro, llevarán la cruz y darán su vida por Cristo; y Pedro morirá por amor de él en esa cruz que tanto le había escandalizado.

Una última reflexión sugerida por la lectura segunda (Sant 2, 14-18), en la que se dice que la fe sin obras es muerta. Si el cristiano no testimonia su fe en Cristo aceptando llevar con él la cruz, esa fe es vana.

 

Hijos de Dios, transformémonos juntos en el Dios Hombre paciente que nos mostró tanto amor que murió por nosotros de modo tan ignominioso, doloroso y amargo. ¡Y sólo por el amor que nos tuvo!

Oh Dios Hombre, haz que sepamos considerar cuán pura y fielmente nos amaste, y sin medida, ofreciéndote enteramente por nuestro amor. Y quieres que esa pureza de amor y fidelidad humildísima te sea de algún modo correspondida por tus hijos. Haznos, pues, constantes para ti que eres fidelísimo.

Oh Dios Hombre, que probaste todos los tormentos, tú nos amaste con amor puro, sincero y fiel y nos diste testimonio clarísimo de él con tu nacimiento, con tu vida y con tu muerte. Mas por nuestra infidelidad olvidamos que naciste pobre, en el dolor y en el desprecio. Y tu muerte, aunque tan miserable y abatida, tan sumamente dolorosa, vilipendiada e ignominiosa, no nos decide a morir continuamente y del todo.

¿Quién de nosotros corresponde a tan fiel y divina fidelidad con una fe, tal vez pequeña, pero viva y continua? Por desgracia, cada cual está siempre pronto a echar a un lado la carga, como si el llevarla no fuese deber estricto. Oh Dios Hombre doliente, que nos fuiste tan fiel, danos serte todos fieles a tí. (Cf. Santa Ángela de Foligno, II libro della B. Angela, II, 125-6).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 8 de septiembre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 23º Domingo del Tiempo Ordinario: “Todo lo ha hecho bien”

 

«No temáis; mirad a vuestro Dios, que… os salvará» (Is 35, 4).

La Liturgia de hoy es toda ella un mensaje de esperanza en Dios-Salvador. En un momento de desconcierto general por las tribulaciones del destierro, Isaías (35,4-7a; 1.ª lectura) exhorta a Israel a buscar sólo en Dios la salvación: «Mirad a vuestro Dios, que os salvará» (ib 4). Parece como si el profeta viese ya la salvación presente; en realidad no la ve, pero cree y está seguro de que Dios intervendrá en favor de su pueblo. Isaías contempla la obra salvadora bajo dos aspectos: curaciones milagrosas que devolverán al hombre su integridad física «se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán..., la lengua del mudo cantará» (ib 5-6), y transformación del desierto que se convertirá en un lugar delicioso abundante en agua «han brotado aguas en el desierto» (ib). Todo ello simboliza la transformación profunda que operará Cristo en el hombre y en la misma creación, transformación que se completará al final de los tiempos cuando todo sea renovado perfectamente en él.

El Evangelio (Mc 7, 31-37) presenta la actuación de esas promesas mesiánicas. Las curaciones prodigiosas obradas por Jesús arrancan a la multitud este grito: «Hace oír a los sordos y hablar a los mudos» (ib 37). Tales milagros atestiguan que las profecías no fueron palabras huecas, y al mismo tiempo son «signos» de una obra de salvación más profunda, que mira a renovar al hombre en lo más íntimo. Son «signos» del perdón del pecado, de la gracia, de la vida nueva comunicada por Cristo. En particular, la curación del sordomudo narrada por el Evangelio de hoy ha sido tomada desde los primeros siglos de la Iglesia como símbolo del bautismo, en cuyo rito se repite el gesto de Jesús -el tocar los oídos y la boca-, mientras ora el celebrante: «El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo, escuchar su Palabra y proclamar la fe» (Bautismo de los niños). Librando al hombre del pecado, el bautismo suelta su oído para escuchar la Palabra de Dios y su lengua para confesar y alabar al Señor. Si la sordera, la mudez física y tantas otras enfermedades continúan afligiendo al género humano, el cristiano regenerado en Cristo no es ya sordo espiritualmente, ni mudo, ni ciego o cojo; su espíritu está abierto a la fe, capaz como es de conocer a Dios y de recorrer sus caminos.

La segunda lectura (Sant 2, 1-5) se relaciona con las otras por cuanto propone al cristiano una línea de conducta semejante a la de Dios, que en su obra de salvación no hace distinción de personas, y si alguna preferencia tiene es para los humildes, pobres y necesitados. El Señor «hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos, liberta a los cautivos, abre los ojos al ciego, endereza a los que ya se doblan...» canta el salmo responsorial (SaImo 143), reasumiendo el tema de Isaías y del Evangelio de hoy, e introduciendo el fragmento de Santiago. En este último se lee, en efecto: «Queridos hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe?» (ib).

Imposible entonces hacer distinciones de trato entre ricos y pobres, potentados y gente humilde. La comunidad donde tal sucediese no podría llamarse cristiana, pues no estaría basada en las enseñanzas de Cristo, sino inspirada en la mentalidad del mundo; y por desgracia no es difícil ser víctima de ese veneno. Con todo -es bueno recordarlo-, la pobreza material es preciosa por cuanto dispone al hombre a la pobreza interior, o sea, a reconocer la propia insuficiencia, miseria y debilidad, y a poner sólo en Dios la esperanza de la salvación. Esos son los pobres que el Señor quiere hacer «ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que le aman» (ib 5).

 

Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad; mantén mi corazón entero en el temor de tu nombre. Te alabaré de todo corazón, Dios mío, daré gloria a tu nombre por siempre, por tu gran piedad para conmigo... Tú, Señor, Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal, mírame, ten compasión de mí. Da fuerza a tu siervo, salva al hijo de tu esclava. (Salmo 85, 11-16).

Oh Dios, tuyo es el poder, tuyo el perdón, tuya la curación, tuya la liberalidad... Vuélvete a mí, que tiemblo de frío en la prisión sin fondo de mi fosa llena de fango, cargado de las cadenas de mis pecados...

Oh Señor, tú que eres siempre bienhechor, luz en las tinieblas, tesoro de bendición, misericordioso, compasivo, amigo de los hombres...; tú que haces posible con extrema facilidad lo que es imposible; fuego que devoras las malezas de los pecados, rayo que abrasas y atraviesas el universo en un gran

misterio, acuérdate de mí en tu misericordia y no en tu justicia... Líbrame, pecador que soy del viento, de mi turbación mortal, para que repose en mí, Señor omnipotente, tu espíritu de paz. (San Gregorio de Narek, Le Iivre de priéres, 116-8).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

  

domingo, 1 de septiembre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 22º Domingo del Tiempo Ordinario: La verdadera pureza es la del corazón

 

«Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?... El que procede honradamente y practica la justicia» (Salmo 14, 1-2).

El tema de la ley de Dios está tratado en la Liturgia de este domingo con singular riqueza. La primera lectura (Dt 4, 1-2. 6-8) presenta la fidelidad a la ley como condición esencial para la alianza con Dios y por ende como respuesta a ese su amor por el que se ha acercado tanto a su pueblo, que es accesible a todo el que le busca o invoca (ib 7). La observancia de los preceptos divinos no oprime ni esclaviza, sino da la verdadera vida fundada en una relación de amistad con Dios para terminar en la posesión de la tierra prometida, figura de la felicidad eterna. «Ahora, Israel, escucha los mandatos... que yo os mando cumplir. Así viviréis y entraréis a tomar posesión de la tierra que el Señor Dios... os va a dar» (ib 1). La práctica de la ley, además, ennoblece al hombre haciéndole partícipe de la sabiduría de Dios que la ha establecido (ib 6), le da la seguridad de caminar en la verdad y en el bien, y el gozo de ser admitido a su presencia. «Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda? -canta el salmo responsorial-. El que procede honradamente y practica la justicia..., no calumnia con su lengua..., no hace mal a su prójimo». En una palabra, el que observa los mandamientos divinos.

La segunda lectura (Sant 1, 17-18. 21b-22. 27) pone el acento en el aspecto interior de la ley, presentándola como «Palabra de la verdad» sembrada en el corazón del hombre para conducirlo a la salvación. «Aceptad dócilmente la Palabra que ha sido plantada y es capaz de salvarnos» (ib 21). La misma palabra divina que ha llamado al hombre a la existencia está impresa en su corazón como norma y guía de su vida. El hombre debe por eso estar interiormente a la escucha para percibirla y llevarla luego fielmente «a la práctica» (ib 22).

Se engañaría a sí mismo el que se contentase con conocer los preceptos divinos sin preocuparse de traducirlos en obras. De ahí se sigue la conclusión de que el punto central de la ley es el amor al prójimo como expresión concreta del amor a Dios: «La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo» (ib 27).

El Evangelio (Mc 7, 1-8a. 14-15. 21-23) corrobora y completa los conceptos expresados en las lecturas precedentes. Moisés había dicho: «no añadiréis nada ni quitaréis nada, al guardar los mandamientos del Señor vuestro Dios» (Dt 4, 2). Sin embargo, un celo indiscreto había acumulado en torno a la ley muchísimas prescripciones minuciosas que hacían perder de vista los preceptos fundamentales, hasta el punto de que los contemporáneos de Jesús se escandalizaban porque sus discípulos descuidaban ciertos lavados de manos, «vasos, jarras y ollas» (Mc 7, 4). Jesús reacciona con energía frente a esa mentalidad formalista: «hipócritas..., dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres» (ib 6.8). Condena todo legalismo, pero quiere la observancia sincera de la ley que es una realidad más esencial e interior, porque «nada que entra de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre» (ib 15). Es hipocresía lavarse escrupulosamente las manos o dar importancia a cualquier otra exterioridad, mientras el corazón está lleno de vicios. Lo interior del hombre es lo que hay que purificar, porque de ahí «salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad» (ib 21-22). Sin purificación del corazón no hay observancia de la ley de Dios, porque ésta mira precisamente a librar al hombre de las pasiones y del vicio para hacerlo capaz de amar a Dios y al prójimo.


Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda, y habitar en tu monte santo? El que procede honradamente y practica la justicia; el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua; el que no hace mal. a su prójimo ni difama al vecino; el que considera despreciable al impío y honra a los que temen al Señor; el que no retracta I Q qué juró aun en daño propio; el que no presta dinero a usura ni acepta soborno contra el inocente. El que así obra nunca fallará. (Salmo 14).

Danos, Señor hambre y sed de la divina Palabra, que ella es vida para las almas, luz para las mentes, soplo vivificador. Tú lo has proclamado: «Las palabras que os digo son espíritu y vida».

¡Oh Biblia santa, oh libro divino! Se encuentran y se funden en ti sublimidad y santidad. Recorrer tus páginas es como pasar a través de las más bellas y seductoras armonías... Pero el punto central en el que sublimidad y santidad se encuentran y desbordan en su plenitud es el Nuevo Testamento, es tu Evangelio, oh Jesús.

La sublimidad del Evangelio no es torrente que pasa e hinche con su voz potente los ecos de las montañas de donde se precipita, sino río tranquilo siempre abundante en sus aguas y siempre maravilloso en su majestad; no es estallido de rayo al que sigue la tormenta, sino el expandirse gradual y plácido de la luz serena, que avanza a su paso, hasta inundar la tierra y los cielos. (San Juan XXIII, Breviario).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.