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domingo, 5 de mayo de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 6º Domingo de Pascua: “Dar la vida por los amigos”

 

«Señor, que yo permanezca en tu amor» (Jn 15,9).

“La caridad procede de Dios… Dios es amor” (1 Jn 4, 7-8). Estas palabras de San Juan sintetizan el mensaje de la Liturgia del día.

Es amor el Padre que “envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por él” (ib. 9; segunda lectura). Es amor el Hijo que ha dado la vida no sólo “por sus amigos” (Jn 15,13; Evangelio), sino también por sus enemigos. Es amor el Espíritu Santo en quien “no hay acepción de personas” (Hc 10, 34; primera lectura) y que está como impaciente por derramarse sobre todos los hombres. El amor divino se ha adelantado a los hombres sin algún mérito por parte de ellos: “En eso está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó” (1 Jn 4, 10). Sin el amor proveniente de Dios que ha sacado al hombre de la nada y luego lo ha redimido del pecado, nunca hubiera sido el hombre capaz de amar. Así como la vida no viene de la criatura sino del Criador, tampoco el amor viene de ella, sino de Dios, la sola fuente infinita.

El amor de Dios llega al hombre a través de Cristo. “Como el Padre me amó, yo también os he amado” (Jn 15, 9). Jesús derrama sobre los hombres el amor del Padre amándolos con el mismo amor con que de él es amado; y quiere que vivan en este amor: “Permaneced en mi amor” (ib.). Y así como Jesús permanece en el amor del Padre cumpliendo su voluntad, del mismo modo los hombres deben permanecer en su amor observando sus mandamientos. Y aquí aparece de nuevo en primera fila lo que Jesús llama su mandamiento: “que os améis unos a otros como yo os he amado” (ib. 12). Jesús ama a sus discípulos como es amado por el Padre y ellos deben amarse entre sí como son amados por el Maestro. Cumpliendo este precepto se convierten en sus amigos: “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando” (ib. 14). La amistad exige reciprocidad de amor: se corresponde al amor de Cristo amándolo con todo el corazón y amando a los hermanos con los cuales él se identifica cuando afirma ser hecho a él lo que se ha hecho al más pequeños de aquellos (Mt 25, 40).

Es conmovedora e impresionante la insistencia con que Jesús recomienda a sus discípulos en el discurso de la Cena el amor mutuo: sólo mira a formar entre ellos una comunidad compacta, cimentada en su amor, donde todos se sientan hermanos y vivan los unos para los otros. Lo cual no significa restringir el amor al círculo de los creyentes; al contrario: cuando más fundidos estén en el amor de Cristo, tanto más capaces serán de llevar este amor a los demás hombres. ¿Cómo podrían los fieles ser mensajeros de amor en el mundo si no se amasen entre sí? Ellos deben demostrar con su conducta que Dios es amor y que uniéndose a él se aprende a amar y se hace uno en el amor; que el Evangelio es amor y que no en vano Cristo ha enseñado a los hombres a amarse; que el amor fundado en Cristo vence las diferencias, anula las distancias, elimina el egoísmo, las rivalidades, las discordias. Todo esto convence más y atrae más a la fe que cualquier otro medio, y es parte esencial de aquella fecundidad apostólica que Jesús espera de sus discípulos, a los cuales ha dicho: “os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn 15, 16). Sólo quien vive en el amor puede dar al mundo el fruto precioso del amor.

 

“Tú eres amor, ¡oh, Dios! En esto se ha manifestado tu amor en nosotros, en que has enviado a tu Hijo unigénito al mundo, para que pudiéramos vivir por medio de Él. El Señor mismo lo ha dicho: nadie tiene mayor amor que aquel que da la vida por sus amigos; el amor de Cristo por nosotros se demuestra en que murió por nosotros. ¿Cuál es la prueba, ¡oh, Padre de tu amor por nosotros? El que has enviado a tu Hijo único a morir por nosotros…

No fuimos nosotros los primeros que te amamos; pero nos has amado para que nosotros te amásemos… Si tú nos has amado así, también nosotros nos debemos amar mutuamente… Tú eres amor. ¿Cuál es el rostro del amor? ¿Su forma, su estatura, sus pies, sus manos? Nadie lo puede decir. El tiene pies que conducen a la Iglesia, manos que socorren a los pobres, ojos con los que se conoce al que está necesitado… Estos distintos miembros no están separados en lugares diversos; quien tiene caridad, ve con la mente todo y al mismo tiempo. ¡Oh, Señor, haz que yo viva en la caridad para que ella habite en mi, que permanezca en ella para que ella permanezca en mi”. (San Agustín, In Jn, 81. 3-4).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.

 

domingo, 28 de abril de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 5º Domingo de Pascua: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos”

 

«Señor, que yo permanezca en ti y tú en mí» (Jn 15,4).

La liturgia de la Palabra presenta hoy en síntesis el itinerario de la vida cristiana: conversión, inserción en el misterio de Cristo, desarrollo de la caridad.

La primera lectura (Hc 9, 26-31) narra la llegada de Saulo a Jerusalén donde “todos le temían, no creyendo que fuese discípulo” (ib. 27) y que, iluminado de modo extraordinario por la gracia, de feroz enemigo se había convertido en ardiente apóstol de Cristo. La conversión no es tan repentina para todos; normalmente requiere un largo trabajo para vencer las pasiones y las malas costumbres, para cambiar mentalidad y conducta. Pero para todos es posible, y no sólo como paso de la incredulidad a la fe, del pecado a la vida de la gracia, sino también como ejercicio de las virtudes, desarrollo de la caridad y ascesis hacia la santidad.  Bajo este aspecto la conversión no es un mero episodio, sino un empeño que compromete toda la vida.

La conversión ratificada por el sacramento, injerta al hombre en Cristo para que viva en él y viva su misma vida. Es el tema del Evangelio del día (Jn 15, 1-8). “Permaneced en mí y yo en vosotros -dice el Señor-. Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros si no permaneciereis en mí” (ib. 4-5). Sólo unido a la cepa puede vivir y fructificar el sarmiento; del mismo modo sólo permaneciendo unido a Cristo puede vivir el cristiano en la gracia y en el amor y producir frutos de santidad. Esto declara la impotencia del hombre en cuanto se refiere a la vida sobrenatural y la necesidad de su total dependencia de Cristo; pero declara igualmente la positiva voluntad de Cristo de hacer al hombre vivir de su misma vida.

Por eso el cristiano no debe desconfiar nunca; los recursos que no tiene en sí los encuentra en Cristo, y cuanto más experimenta la verdad de sus palabras: “sin mí no podéis hacer nada” (ib. 5), tanto más confía en su Señor que quiere ser todo para él. El bautismo y la inserción en Cristo que él produce son dones gratuitos; pero toca al cristiano vivirlos manteniéndose unido a Cristo por medio de la fidelidad personal, como indica la expresión tantas veces repetida: “permaneced en mí”. El grande medio para permanecer en Cristo es que sus palabras permanezcan en el creyente (ib. 7) mediante la fe que le ayuda a aceptarlas y el amor que se las hace poner en práctica.

Entre las palabras del Señor hay una de especial importancia que se recuerda en la segunda lectura (1 Jn 3, 18-24): “su precepto es que… nos amemos mutuamente” (ib. 23). El ejercicio de la caridad fraterna es la señal distintiva del cristiano, precisamente porque atestigua su comunión vital con Cristo; pues es imposible vivir en Cristo, cuya vida es esencialmente amor, sin vivir en el amor y producir frutos de amor. Y como Cristo ha amado al Padre y en él ha amado a todos los hombres, así el amor del cristiano para con Dios tiene que traducirse en amor sincero para con los hermanos. Por eso san Juan encarga con tanto ardor: “Hijitos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad” (ib. 18). Quien no tiene nada que temer delante de Dios, no porque sea impecable, sino porque Dios, “que es mejor que nuestro corazón y todo lo conoce” (ib. 20), en vista de su caridad para con los hermanos le perdonará con gran misericordia todos los pecados.


“¡Oh, Verdad! Yo soy la vida y vosotros los sarmientos. El que está en mí y yo en él, éste da mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer. Y para evitar que alguno pudiera pensar que el sarmiento puede producir algún fruto, aunque escaso, después de haber dicho que éste daré mucho fruto, no dice que sin mí, poco podéis hacer, sino que dijo: Sin mí nada podéis hacer. Luego, sea poco, sea mucho, no se puede hacer sin Aquel sin el cual no se puede hacer nada. Y si el sarmiento no permanece unido a la vid, no podrá producir de suyo fruto alguno.

Estando unido a ti, ¿qué puedo querer sino aquello que no es indigno de Cristo?

Queremos unas cosas por estar unidos a Cristo y queremos otras por estar en este mundo… Sólo entonces permanecen en nosotros sus palabras, cuando cumplimos sus preceptos y vamos en pos de sus preceptos. Pero cuando sus palabras están sólo en la memoria, sin reflejarse en nuestro modo de vivir, somos como el sarmiento fuera de la vid, que no recibe sabia de la raíz”. (San Agustín, In Jn, 81. 3-4).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.

 

domingo, 21 de abril de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 4º Domingo de Pascua: “Yo soy el buen pastor”

 

«¡Oh Jesús!, buen pastor!, que conoces a tus ovejas, hay que yo te conozca a ti» (Jn 10,14).

El misterio pascual se nos presenta hoy bajo la figura de Jesús, buen Pastor, y piedra angular de la Iglesia.

El buen Pastor no abandona el rebaño en la hora del peligro, como hace el mercenario, sino que para ponerlo a salvo se entrega a sí mismo a los enemigos y a la muerte: “El buen pastor da su vida por las ovejas” (Jn 10,11). Es el gesto espontáneo del amor de Cristo por los hombres: “Nadie me quita la vida, soy yo quien la doy por mí mismo” (ib. 18). En este misterio de misericordia infinita el amor de Jesús se entrelaza y se confunde con el amor del Padre. El Padre es quien lo ha enviado para que los hombres tengan en él al Pastor que los guarde y les asegure la vida verdadera: “Ved que amor -dice san Juan en la segunda lectura- nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos” (1 Jn 3,1).

Este amor el Padre nos lo ha dado en el Hijo, que por medio de su sacrificio ha librado a los hombres del pecado, y los ha hecho participantes no sólo de un nombre, sino de un nuevo modo de ser, de una nueva vida: el ser y la vida de hijos de Dios. En virtud de la obra redentora de Cristo todo hombre está llamado a formar parte de una única familia que tiene a Dios por padre, de un único rebaño que tiene a Cristo por pastor. Esta familia y rebaño se identifican con la Iglesia, de la cual, como dice Pedro en la primera lectura, Jesús es la piedra fundamental. “El es la piedra rechazada por vosotros los constructores, que ha venido a ser piedra angular” (Hc 4,11). El primer pueblo de Dios lo ha rechazado, pero por el misterio de su muerte y resurrección Jesús se ha convertido en el sostén de un nuevo edificio: la Iglesia.

Cristo buen Pastor, Cristo piedra angular son dos figuras diversas pero que expresan una misma realidad: él es la única esperanza de salvación para todo el género humano. “Pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo… por el cual podamos ser salvos” (ib 12).

De aquí la urgencia para todos los hombres de pertenecer a la única Iglesia regida por Cristo, al único rebaño gobernado por él. Pero también hoy repite Jesús: “Tengo otras ovejas que no son de este aprisco, y es preciso que yo las traiga” (Jn 10,16). De hecho son innumerables todavía las ovejas lejanas del aprisco, y sin embargo de ellas ha dicho expresamente Jesús: “oirán mi voz” (ib). Pero, ¿cómo pueden escucharla si no hay quien se la lleve anunciándoles el Evangelio? Todo creyente está comprometido en esta misión: con la oración, el sacrificio, la palabra debe trabajar para conducir al redil de Cristo a las ovejas olvidadizas y lejanas, a las extraviadas y errantes, para que de todas se haga “un solo rebaño” y todas tengas “un solo pastor” (ib).

El Evangelio del día nos sugiere aún una última reflexión: “Conozco a mis ovejas -dice el Señor- y las mías me conocen a mí, como el Padre me conoce y yo conozco a mi Padre” (ib. 14-15). No se trata de un simple conocimiento teórico, sino de un conocimiento vital que lleva consigo relaciones de amor y de amistad entre el buen Pastor y sus ovejas, relaciones que Jesús no duda en parangonar a las que existen entre él y el Padre. De la humilde comparación campestre del pastor y de las ovejas, Jesús se levanta a proponer la de la vida de comunión que lo une al Padre insertando en tal perspectiva sus relaciones con los hombres. Esta es la verdadera vida de los hijos de Dios, que comienza en la tierra con la fe y el amor y culminará en el cielo, donde “seremos semejantes a Dios, porque le veremos tal cual es” (1 Jn 3, 2).

 

“¡Oh Señor!, tú dices: “Como el Padre me conoce a mí, yo conozco al Padre y doy mi vida por las ovejas” (Jn 10, 15). Es como si dijeras: en esto se manifiesta que yo conozco al Padre y soy conocido por él, en que doy mi vida por las ovejas… La caridad que te hace morir por tus ovejas, demuestra tu amor al Padre…

Y dices también: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna” (ib. 27-28). Y poco antes habías dicho: “El que por mí entrare se salvará, y entrará y saldrá y hallará pasto” (ib. 9). Entrará con la fe, pero saldrá pasando de la fe a la visión, de la facilidad de creer a la contemplación y hallará los pastos del eterno festín.

Tus ovejas hallarán pastos, porque quien te sigue con corazón sencillo es apacentado con pastos eternamente abundosos. ¿Y cuáles son esos pastos sino las alegrías íntimas de un paraíso siempre fresco y ameno? Pues el pasto de tus elegidos es la faz de Dios siempre presente. Contemplándolo indefectiblemente, el alma se sacia de un manjar eterno de vida…

Haz, Señor, que yo busque estos pastos para gozar con todos los ciudadanos del cielo… Se llene de ardor mi deseo por las cosas celestiales: amar así es ya ponerse en camino”. (San Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia, 14, 4-6).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.

 

domingo, 14 de abril de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 3º Domingo de Pascua: “Vosotros sois testigos”

 
«¡Oh Jesús!, tú eres nuestra paz» (Ef 2,14).

En los domingos después de Pascua las lecturas del Antiguo testamento son sustituidas por los Hechos de los Apóstoles, que a través de la predicación primitiva testimonian la resurrección del Señor y demuestran cómo la Iglesia nació en nombre del Resucitado.

En la primera lectura de hoy Pedro presenta la resurrección de Jesús encuadrada en la historia de su pueblo como cumplimiento de todas las profecías y promesas hechas a los Padres: “El Dios de Abraham… el Dios de nuestros padres ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis en presencia de Pilato… Dios lo resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos” (He 3, 13. 15.). Y por si su testimonio y el de cuantos vieron al Resucitado no fuera suficiente, nos ofrece una “señal” en la curación milagrosa del tullido que acaba de realizarse a la puerta del templo. Para hacer resaltar la Resurrección, Pedro no duda en recordar los hechos dolorosos que la precedieron: “vosotros negasteis al Santo y al Justo y pedisteis que se os hiciera gracia de un homicida. Disteis muerte al príncipe de la vida” (ib 14-15).

Las acusaciones son apremiantes, casi despiadadas; pero Pedro sabe que él está también incluido en ellas por haber renegado del Maestro; lo están igualmente todos los hombres que pecando siguen negando al “Santo” y rechazando “al autor de la vida”, posponiéndole a las propias pasiones, que son causa de muerte. Pedro no ha olvidado su culpa que llorará toda la vida, pero ahora siente en el corazón la dulzura del perdón del Señor. Esto le hace capaz de pasar de la acusación a la excusa: “Ahora bien, hermanos, ya sé que por ignorancia habéis hecho esto, como también vuestros príncipes” (ib 17), y luego al llamamiento a la conversión: “Arrepentíos, pues, y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados” (ib 19). Como él ha sido perdonado, también lo será su pueblo y cualquier otro hombre, con tal de que todos reconozcan sus propias culpas y hagan el propósito de no pecar más.

A esto mismo se refiere la conmovedora exhortación de Juan (segunda lectura): “Hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis” (1 Jn 2, 1). ¿Cómo volverá al pecado quien ha penetrado en el significado de la pasión del Señor? Sin embargo, consiente de la fragilidad humana, el Apóstol prosigue: “Pero si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo, justo” (ib). Juan, que había oído en el Calvario a Jesús agonizante pedir el perdón del Padre para quien lo había crucificado, sabe hasta qué punto Jesús defiende a los pecadores. Víctima inocente de los pecados de los hombres, Jesús es también su abogado más valedero, pues “el es la propiciación por nuestros pecados” (ib. 2).

El mismo pensamiento se trasluce en el Evangelio del día. Apareciéndose a los Apóstoles después de la Resurrección, Jesús les saluda con estas palabras: “La paz sea con vosotros” (Lc 24, 36). El Resucitado da la paz a los Once atónitos y asustados por su aparición, pero no menos llenos de confusión y de arrepentimiento por haberlo abandonado durante la pasión. Muerto para destruir el pecado y reconciliar a los hombres con Dios, él les ofrece la paz para asegurarles su perdón y su amor inalterado. Y antes de despedirse de ellos los hace mensajeros de conversión y de perdón para todos los hombres: “será predicado en su nombre la penitencia para la remisión de los pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén” (ib 47). De esta manera la paz de Cristo es llevada a todo el mundo precisamente porque “él es la propiciación por nuestros pecados”. ¡Misterio de su amor infinito!

 

“¡Oh Cristo, nuestra Pascua!, te has inmolado por nuestra salvación. Rey de gloria, no cesas de ofrecerte por nosotros, de interceder por todos ante el Padre; inmolado, ya no vuelves a morir; sacrificado, vives para siempre”. (Cfr. Misal Romano, Prefacio Pascual, III).

“¿Qué nos darás, pues, Señor, qué nos darás? Os doy la paz, dice, mi paz os dejo (Jn 14,27). Eso me basta, Señor; te agradezco lo que me dejas y te dejo lo que retienes. Esta participación me agrada, y no dudo de que me es sumamente ventajosa… Quiero la paz, deseo tu paz, y nada más. Aquel a quien la paz no basta, tú mismo no le bastarás. Porque tú eres nuestra paz, pues nos has reconciliado contigo (Ef 2, 14). Eso me es necesario; a mi me basta estar reconciliado contigo, para estar reconciliado conmigo mismo porque desde que me hice tu contrario híceme también gravoso a mí mismo (Jb 7, 20). Cuidaré ya de no ser ingrato al beneficio de la paz que me has dado… Quede para ti, Señor, quede para ti toda la gloria; yo seré muy feliz si logro conservar la paz.

Líbrame, ¡oh, Señor! Del ojo soberbio y del corazón insaciable que busca inquieto la gloria que te pertenece a ti solo, no pudiendo por eso conservar la paz ni alcanzar la gloria eterna” (San Bernardo, en Comentario al Cantar de los Cantares 13, 4-5).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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domingo, 17 de marzo de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 5º Domingo de Cuaresma: “Queremos ver a Jesús”

 

«¡Oh Jesús!, que yo te sirva y te siga; y que donde estés tú, esté también yo» (Jn 12, 26).

A medida que la Cuaresma camina a su término, la pasión del Señor se acerca y llena toda la Liturgia. Hoy es Jesús mismo quien habla de ella a través del Evangelio

de Juan, presentándola como el misterio de su glorificación y de su obediencia a la voluntad del Padre. El discurso viene provocado a requerimiento de algunos griegos, gentiles, deseosos de ver al Señor; su presencia parece sustituir a la de los hebreos, que se han alejado decididamente de él y traman su ruina. Jesús puede ya declararse abiertamente el Salvador de todos los hombres: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Os aseguro, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 23- 24). Su glorificación se realizará a través de la muerte comparada con la muerte del grano de trigo que muere para dar vida a la nueva espiga.

De su muerte, en efecto, nacerá el nuevo pueblo de Dios que acogerá a los griegos y a los hebreos y a hombres de toda raza y país, todos igualmente redimidos por él. Jesús lo sabe, y por eso ve con alegría acercarse la hora de su cruz, pero al mismo tiempo, ante ella, su humanidad experimenta horror: «Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora» (ibid 27). Es un anticipo del gemido de Getsemaní: «Me muero de tristeza» (Mc 14, 34). Estas palabras hacen comprender la cruda realidad de la pasión del Hijo de Dios, el cual, por ser verdadero hombre, saboreó el tormento en toda su plenitud. Pero no se echó atrás ya que había venido al mundo en carne pasible para ofrecérsela al Padre como sacrificio expiatorio: «Por esto he venido, para esta hora» (Jn 12, 27). A la voz del Hijo responde desde el cielo la voz del Padre que confirma la hora de la pasión como hora de glorificación. Precisamente, cuando sea elevado sobre la tierra, en la cruz, Jesús atraerá hacia sí a todos los hombres y al mismo tiempo rendirá al Padre la máxima gloria.

En la carta a los Hebreos san Pablo vuelve sobre este tema describiendo de un modo humanísimo las angustias de Cristo «en los días de su vida mortal», cuando «a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte» (Heb 5, 7); clara alusión al lamento de Getsemaní y al grito del Calvario (Mc 15, 34). El es «Hijo», pero el Padre no le perdona porque le ha «entregado» para la salvación del mundo (Jn 3, 16); y el Hijo acepta voluntariamente la voluntad del Padre «aprendiendo, sufriendo, a obedecer» (Heb 5, 8). Siendo Hijo de Dios, no tenía necesidad alguna de someterse a la muerte ni de obedecer a través del sufrimiento, pero abrazó ambas cosas para convertirse «para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna» (ibid 9). La pasión revela así, del modo más elocuente, la sublimidad del amor del Padre y de Cristo hacia los hombres; y revela también que para ser salvados por aquel que consumó el holocausto de la obediencia en la muerte de cruz, es necesario obedecer negándose a sí mismo.

Por su extrema consumación, Cristo es el «Sumo Sacerdote» (ibid 10) que reconcilia con la propia sangre a los hombres con Dios, estipulando de este modo aquella «nueva alianza» de la que habla Jeremías (31, 1; 1.a lectura). Por medio de ella, el hombre se renueva en su ser más íntimo; la ley de Dios no es ya una simple ley externa grabada en tablas de piedra, sino una ley interior escrita en el corazón por el

amor y con la sangre de Cristo. Por la pasión de Cristo, en efecto, llegaron los días de los que Dios había dicho: «Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones... perdonaré sus crímenes, y no recordaré sus pecados» (ibid 33-34).


“Te damos gracias, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro.

Estamos preparando, en el ayuno y en el arrepentimiento, su paso a la muerte; ante él nos postramos llorando. Porque se acerca el día de nuestra redención, el día de su pasión, cuando él, Salvador y Señor nuestro, entregado por nosotros a los judíos, sufrió el suplicio de la cruz, fue coronado de espinas, fue abofeteado, objeto de múltiples sufrimientos en su carne, para resucitar, por último, en virtud de su mismo poder.

En nuestro deseo de llegar con el corazón enteramente purificado a esos días santos, te suplicamos, ¡oh Dios, Padre nuestro!, que nos laves de todo pecado por amor de su pasión, vistiéndonos con la túnica inconsútil que simboliza la caridad que tú derramas sobre todos. Por medio de la caridad, te preparas, a ti mismo, en nosotros, un sacrificio, y por medio de la abstinencia harás que nos acerquemos a la sagrada Mesa con serenidad, libres de nuestros pecados.

Quiera el Cristo obtenernos todo esto, él, a quien pertenece toda alabanza, todo poder y gloria por los siglos de los siglos”. (Prefacio mozárabe, Liturgia CAL 52).

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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domingo, 10 de marzo de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 4º Domingo de Cuaresma: “Dios mandó su Hijo al mundo para salvarlo”

 

«Alabad al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Sal 136, 1).

La Liturgia de la Palabra sigue sacando de la historia de Israel enseñanzas concretas sobre la necesidad de la conversión y sobre la misericordia de Dios que persigue al hombre para conducirle a la salvación. No obstante las continuas infidelidades de los hebreos, y hasta de sus jefes y sacerdotes, Dios no dejó de enviar constantemente avisos «por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo... Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas, hasta que subió la ira del Señor contra su pueblo a tal punto, que ya no hubo remedio» (2Par 36, 15-16). Llegó entonces el castigo con la destrucción del templo y la deportación a Babilonia.

Es la misma historia que aún hoy, después de tan amargas experiencias, sigue repitiéndose en la vida de los pueblos, de las familias, de los individuos. Cuanto más se deja dominar el hombre por las pasiones, tanto más se cierra a la palabra de Dios, rechaza a sus mensajeros, tergiversa la verdad, sofoca la voz de la conciencia y termina por vivir en desacuerdo con Dios, consigo mismo, con el prójimo. De aquí nacen los antagonismos, las divisiones, las luchas a todos los niveles. Y es una gracia cuando el hombre llega a reconocer, en medio de tantas calamidades, el castigo divino por sus desórdenes. «La ira del Señor», de la que habla la Escritura, es también una manifestación de la misericordia que castiga al hombre para reducirle al arrepentimiento.

Pero el Nuevo Testamento atestigua que ahora Dios castiga al hombre sólo después de haber agotado para con él los supremos recursos de su amor infinito. «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo» (Ef 2, 4-5). Es éste el gesto extremo de la misericordia de Dios: en lugar de castigar en el hombre ingrato y reincidente sus pecados, los castiga en su Unigénito, a fin de que creyendo en Cristo Crucificado se salve el hombre. «Por pura gracia estáis salvados -exclama san Pablo-. Porque estáis salvados por su gracia y mediante la fe. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios» (ibid 5-8). Don absolutamente gratuito, que ninguna criatura habría podido nunca ni esperar, ni merecer. Y sin embargo, desde hace dos mil años este don ha sido otorgado a toda la humanidad, y para beneficiarse de él el hombre no tiene más que creer en Cristo, aceptando ser salvado por Cristo y adhiriéndose a su Evangelio.

También a los hebreos les había ofrecido Dios dones gratuitos de salvación, como cuando para inmunizarles de las serpientes venenosas, había ordenado a Moisés que elevara en el desierto una serpiente de cobre, mirando a la cual, el que había sido mordido era salvado de la muerte. Pero aquélla no era más que una pálida figura de la salvación traída por Jesús, que fue elevado sobre la cruz «para que todo el que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3, 15). «Porque Dios —prosigue el Evangelio del día— no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (ibid 18). Sin embargo, existirá una condenación, pero será la que el hombre se imponga a sí mismo, porque así como el que cree en Cristo «no será condenado», así «el que no cree, ya está condenado» (ibid 18). El que rechaza a Cristo redentor, el que le recusa, se excluye a sí mismo de la salvación, y el juicio de Dios no hará otra cosa que ratificar su libre elección. «La inmensa riqueza» de la gracia y de la bondad de Dios «para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 7) manifiesta cuán grande es la responsabilidad del que recusa el don divino o abusa de él con ligereza. En realidad, nunca el hombre hará demasiado para acogerlo con la gratitud, la fe y el amor de que ese don es merecedor.

 

Te alabamos, Padre Santo, porque eres grande, porque hiciste todas las cosas con sabiduría y amor. A imagen tuya creaste al hombre y le encomendaste el universo entero, para que, sirviéndote sólo a ti, su creador, dominara todo lo creado.

Y cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte: sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca. Reiteraste, además, tu alianza a los hombres; por los profetas los fuiste llevando con la esperanza de salvación.

Y tanto amaste al mundo, Padre Santo, que, al cumplirse la plenitud de los tiempos, nos enviaste como salvador a tu único Hijo. El cual se encarnó por obra del Espíritu Santo, nació de María la Virgen, y así compartió en todo nuestra condición humana menos en el pecado; anunció la salvación a los pobres, la liberación a los oprimidos y a los afligidos el consuelo. Para cumplir tus designios, él mismo se entregó a la muerte, y, resucitando, destruyó la muerte y nos dio nueva vida. (Misal Romano, Plegaria eucarística, 4).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.

 

domingo, 3 de marzo de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 3º Domingo de Cuaresma: “No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado”

 

«Asegura mis pasos con tu promesa, que ninguna maldad me domine» (Salmo 119, 133).

Poco después de la «pascua», es decir el paso libertador del pueblo de Israel de Egipto al desierto a través del cual habría de alcanzar la tierra prometida, Dios establece con él la Alianza, que se concreta en el don del decálogo. «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí» (Ex 20, 2-3). El amor de Dios hacia Israel, demostrado por sus intervenciones extraordinarias en la historia de este pueblo, es el fundamento de la fidelidad de éste a su Señor. El decálogo no se presenta como una fría ley moral impuesta desde lo alto por pura autoridad, sino como una ley que brota del amor de Dios, el cual, después de haber libertado a su pueblo de la esclavitud material de Egipto, quiere libertarlo de toda esclavitud moral de las pasiones y del pecado para unirlo a sí, en una amistad que por parte suya se expresa con bondad omnipotente y auxiliadora y por parte del hombre con fidelidad a la voluntad divina.

Por lo demás, el decálogo no hace más que manifestar explícitamente la ley del amor -hacia Dios y hacia el prójimo- que desde la creación Dios había impreso en el corazón del hombre, pero que éste había pronto olvidado y torcido. El mismo Israel no respondió a la fidelidad prometida en el Sinaí; muchos fueron sus abandonos, sus desviaciones, sus traiciones. Y muchas han sido, a través de los siglos, las interpretaciones materiales, las supraestructuras formalísticas que han vaciado el decálogo de su contenido genuino y profundo.

Era necesario que viniese Jesús a restaurar la ley antigua, a completarla, a perfeccionarla, sobre todo en el sentido del amor y de la interioridad. El gesto valiente de Cristo de echar a los profanadores del templo puede ser considerado desde esta perspectiva. Dios debe ser servido y adorado con pureza de intención; la religión no puede servir de escabel a los propios intereses, a miras egoístas o ambiciosas. «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre» (Jn 2, 16). Las relaciones con Dios, como con el prójimo, han de ser sumamente rectas, sinceras; puede acontecer que en el culto divino o en la observancia de un punto cualquiera del decálogo se mire más el lado exterior, legalístico, que el interior, y entonces se puede llegar a ser, en poco o en mucho, profanadores del templo, de la religión, de la ley de Dios.

Juan hace notar que Jesús purificó el templo, librándolo de los vendedores y de sus mercancías, cuando estaba próxima la «Pascua de los Judíos» (ibid. 13). Y la Iglesia, próxima ya la «Pascua de los cristianos», parece repetir el gesto de Jesús, invitando a los creyentes a que purifiquen el templo del propio corazón, para que de él se eleve a Dios un culto más puro. Pero Jesús habló de otro templo, infinitamente digno, el «templo de su cuerpo» (ibid 21). A éste aludía al afirmar: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (ibid 19); tales palabras, que escandalizaron a los judíos, fueron comprendidas por los discípulos sólo después de la muerte y de la resurrección del Señor.

Mediante su misterio pascual Jesús ha sustituido el templo de la Antigua Alianza por su cuerpo —templo vivo y digno de la Trinidad—, el cual, ofrecido en sacrificio por la salvación del mundo, sustituye y anula todos los sacrificios de «bueyes, ovejas y palomas» (ibid 14-15) que se ofrecían en el templo de Jerusalén, el cual, por lo tanto, ya no tiene razón de ser. El centro de la Nueva Alianza ya no es un templo de piedra, sino «Cristo Crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos; pero para los llamados a Cristo -judíos o griegos-: fuerza de Dios y sabiduría de Dios...» (1Cor 1, 23-24).

 

Ninguna injuria, ninguna clamorosa condena logró apartarte del camino señalado por tu voluntad, ¡oh Señor misericordioso!, que restaurabas lo que estaba perdido y abismado en la ruina. De esta manera, era ofrecida a Dios, por la salvación del mundo, la víctima singular, y tu muerte, ¡oh Cristo, verdadero cordero!, pronosticada a lo largo de todos los siglos, trasladaba los hijos de la promesa a la libertad de los hijos de Dios. La Nueva Alianza era ratificada, y con tu sangre, ¡oh Cristo!, eran puestos por escrito los herederos del reino eterno. Tú, sumo Pontífice, entrabas en el sanctasanctórum, y, sacerdote inmaculado, mediante la envoltura de tu carne, entrabas a propiciar a Dios... Entonces fue cuando se realizó el paso de la ley al Evangelio, de la sinagoga a la Iglesia, de los muchos sacrificios a la única víctima (San León Magno, Sermón 68, 3).

«Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado»: por medio de ti, ¡oh Cristo!, y contigo, la comunión en la pasión y en la resurrección eterna es única para todos los que creen en ti y han renacido en el Espíritu Santo, según lo que dice el Apóstol: «Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis gloriosos con él» [Col 3, 3-4] (San León Magno, Sermón 69, 4).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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domingo, 25 de febrero de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 2º Domingo de Cuaresma: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”

 

«Confío en ti, Cristo, que moriste y resucitaste, y que estás a la diestra del Padre intercediendo por nosotros» (Rm 8, 34).

 

La liturgia de este domingo tiene un carácter agudamente pascual al destacar el sacrificio y la glorificación de Jesús. Los primeros pasos se inician, como siempre, en el Viejo Testamento y exactamente en el sacrificio de Abrahán. Por obedecer a Dios, Abrahán a sus setenta y cinco años había tenido la valentía de abandonar tierra, casa, costumbres, todo; ahora, ya cargado de larga ancianidad, aventura su fe hasta el mismo sacrificio de su único hijo: «Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, Isaac; vete... y ofrécelo en holocausto...» (Gn 22, 2). Era éste un precepto doloroso para el corazón de un padre, y no menos terrible para la fe de un hombre que de ninguna manera quiere dudar de su Dios. Isaac es la única esperanza para que se puedan cumplir las promesas divinas; y no obstante esto Abrahán obedece y sigue creyendo que Dios mantendrá la palabra dada. Verdaderamente merece el título de «nuestro padre en la fe» (Plegaria Eucarística I).

Dios no quería la muerte de Isaac, pero sí ciertamente la fe y la obediencia sin discusión de Abrahán. Isaac va a tener un papel singular en la historia de la salvación: anticipar la figura de Jesús, el Hijo único de Dios que un día será sacrificado por la redención del mundo. Lo que Abrahán, por intervención divina, ha dejado sin cumplir, lo cumplirá Dios mismo, «el que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32; 2.a lectura). Isaac que sube al monte llevando sobre sus espaldas la leña del sacrificio y que se deja atar dócilmente sobre el montón de leña, es figura de Cristo que sube al Calvario cargando el leño de la Cruz y sobre aquel madero extiende su cuerpo «ofreciéndose libremente a su pasión» (Plegaria Eucarística II). Así como en Isaac, liberado de la muerte, se cumplieren las promesas divinas, también en Cristo resucitado de la muerte brotan la vida y la salvación para toda la humanidad. Nadie puede dudarlo, porque «Jesús que murió, más aún, que resucitó, está a la diestra de Dios e intercede por nosotros» (Rm 8, 34).

El Evangelio del día (Mc 9, 2-10), presentando a Jesús transfigurado en el monte Tabor, nos ofrece una visión anticipada de la gloria del Señor resucitado y de su poder delante del Padre. Sólo los tres discípulos más íntimos -Pedro, Santiago y Juan- fueron sus testigos privilegiados, los mismos que días más tarde asistirán a la agonía de Getsemaní, como para convencernos que gloria y pasión son dos aspectos inseparables del único misterio que es Cristo. «Y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo» (lb 2-3). Esta comparación es un detalle típico del relato de Marcos que exprime con grande realismo la impresión profunda que los tres y especialmente Pedro sintieron delante del Señor resplandeciente de gloria.

Acostumbrados ellos a verle siempre en su aspecto humano, un hombre más entre los hombres, ahora contemplan su divinidad y descubren el rostro luminoso del Hijo de Dios: «Dios de Dios, Luz de Luz» (Credo). En aquel momento una voz desde el cielo garantiza la verdad de la visión: «Este es mi Hijo amado, escuchadle» (ib 7). Es necesario que los hombres le escuchen para vivir según sus mandamientos; Dios mismo le escucha porque en atención a su sacrificio salvará a todos los hombres. Pero lo divino supera de tal manera todo lo humano que cuando se revela a la creatura la oprime y debilita: los tres discípulos fueron invadidos por el miedo y Pedro, sin saber lo que decía, propone a Jesús hacer tres tiendas allí: «una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (ib 5). No sabía que aquella visión no tenía otro fin que fortalecer su fe y que antes de llegar a la visión eterna era necesario descender del monte con Jesús, oírle hablar aún muchas veces de pasión y seguirle llevando con él la cruz. Esto es lo que significa vivir el misterio pascual de Cristo.

 

“¡Qué maravillosa es la obediencia de Abrahán! ¡Qué ejemplo nos das, Dios mío en ella!... Tanto más admirable es, en tanto que tu siervo no obra solamente contra la inclinación del corazón... Le mandas que haga lo contrario de lo que parecía justo... Pero él tiene fe en ti, y sabiendo que eres tú quien le habla, obedece, y con razón, pues tú eres esencialmente la justicia y la santidad... ¡Qué unidas están la fe y la obediencia! La fe es el principio de todo bien y la obediencia es su consumación.

¡Que Dios te bendiga, Abrahán! ¡Que Dios te bendiga, Isaac, que tan dulcemente te dejaste atar sobre el altar! ¡Te bendecimos, Dios mío, por los siglos de los siglos, a ti, que haces germinar entre los hombres tales virtudes! El amor consiste en obedecerte, obedecerte con esa prontitud, con esa fe que desgarra el corazón y desconcierta la mente...; el amor es el sacrificio inmediato, absoluto, de lo que más se quiere, a tu voluntad, es decir, a tu gloria... Es lo que tú haces de un modo maravilloso, ¡oh Abrahán!, levantándote de improviso durante la noche para ir a sacrificar a tu propio hijo. Es lo que tú harás, ¡oh Hijo de Dios!, bajando del cielo a la tierra para vivir esta vida y para morir esta muerte... Señor mío y Dios mío, haz que yo también lo haga, según tu santísima voluntad”. (Carlos de Foucauld, Meditaciones sobre el Antiguo Testamento).

“Cristo Señor nuestro, después de anunciar tu muerte a los discípulos, les mostraste en el monte santo el esplendor de tu gloria, para testimoniar de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección”. (Misal Romano, cf. Prefacio).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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domingo, 18 de febrero de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 1º Domingo de Cuaresma: “Convertíos y creed en el Evangelio”

 

«Que te sirva, Señor, con una conciencia buena, por medio de la Resurrección de Jesucristo» (1 Pt 3, 21).

La Liturgia cuaresmal se desarrolla sobre un doble binario: de una parte se marcan las etapas fundamentales de la historia de la salvación ilustradas por el Antiguo Testamento y de otra se destacan los hechos más sobresalientes de la vida de Jesús hasta su muerte y resurrección presentados por el Evangelio.

A partir del pecado de Adán que ha roto la amistad del hombre con Dios, éste inicia la larga serie de intervenciones con que pretenderá volver al hombre a su amor. Entre estos sobresale la alianza establecida con Noé al final del diluvio (Gn 9, 8-15; 1.° lectura), cuando el patriarca, bajando a la tierra seca, ofreció al Señor un sacrificio en agradecimiento por haberle salvado junto con sus hijos: «Dijo Dios a Noé y a sus hijos con él: He aquí que Yo establezco mi alianza con vosotros... y no volverá nunca más a ser aniquilada toda carne por las aguas del diluvio, ni habrá más diluvio para destruir la tierra» (ib 8-11).

Los castigos de Dios llevan siempre el germen de la salvación: Adán arrojado del Paraíso oyó que el Señor le prometía un Salvador; Noé, salvado de las mismas aguas que habían arrasado innumerables hombres, recibe de Dios la promesa de que el diluvio no volverá jamás a hundir a la humanidad. Y como señal de su alianza, el Señor pone su arco en las nubes (ib 13), arco de paz que une la tierra con el cielo. Y sin embargo todo esto no es más que el símbolo de una alianza inmensamente superior que será pactada en la sangre de Cristo.

San Pedro lectura: 1 Ped 3, 18-22), recordando a los primeros cristianos «el arca en la que unos pocos, es decir ocho personas, fueron salvados», explica: «A ésta ahora corresponde el bautismo que os salva» (ib 20-21). Las aguas del bautismo destruyendo el pecado -lo mismo que las aguas del diluvio arrasaron a los hombres pecadores- salvan al creyente «por medio de la Resurrección de Jesucristo». Más que Noé, es ciertamente el cristiano un salvado por medio del agua; y no sobre la madera del arca sino sobre el madero de la Cruz del Señor, en virtud de su muerte y resurrección. La Cuaresma intenta especialmente despertar en el cristiano el recuerdo del bautismo, que le purificó del pecado y le comprometió a vivir «con una buena conciencia» (ib 21), siendo fiel a la promesa de renunciar a Satanás y servir a Dios solo.

Para animarlo en este serio propósito viene muy oportuno el evangelio del día (Mc 1, 12-15), con la tradicional escena del desierto donde Jesús lucha contra Satanás rechazando todas sus sugerencias. Separándose de los otros sinópticos, Marcos no se detiene a describir las diversas tentaciones, sino que resume muy brevemente: «A continuación, el Espíritu le impulsa al desierto, y permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás» (lb 12-13). Esto sucede inmediatamente después del bautismo en el Jordán: lo mismo que allí Jesús quiso mezclarse entre los pecadores como si fuese uno más, necesitado de purificación, también ahora en el desierto quiere hacerse semejante a ellos hasta el límite máximo que permite su santidad, la tentación.

Aceptando la lucha con Satanás, de la cual ha de salir absolutamente victorioso, Jesús enseña que ha venido a liberar al mundo del dominio del Maligno y al mismo tiempo merece para todo hombre la fuerza con la que pueda vencer sus insidiosas tentaciones. El cristiano, aunque bautizado, no está inmune de ellas; al contrario, a veces cuanto más se empeña en servir a Dios con fervor, más procura Satanás trancarle el camino, como hubiera querido trancársele a Jesús, para impedirle que cumpliera su misión redentora. Entonces, es necesario acudir a las mismas armas que usó Cristo: penitencia, oración, conformidad perfecta con la voluntad del Padre: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame» (Mt 4, 4). Quien es fiel a la palabra de Dios, quien se alimenta constantemente de ella, no podrá ser vencido por el Maligno.

 

¡Oh agua, que lavaste al universo bañado en sangre humana, agua que prefiguraste la actual purificación! ¡Oh agua, que mereciste ser signo del sacramento de Cristo, que lo lavas todo sin ser lavada! Apareces la primera y completas, luego, la perfección de los misterios... Has dado tu nombre a profetas y apóstoles, has dado tu nombre al Salvador: aquéllos son nubes del cielo, sal de la tierra, éste es fuente de vida...

Cuando fluiste del costado del Salvador, los verdugos te vieron y creyeron, y por eso tú eres uno de los tres testigos de nuestro renacer: de hecho, tres son los testigos en la tierra: el Espíritu, el agua y la sangre». El agua para el lavado, la sangre para el rescate, y el Espíritu para la resurrección. (San Ambrosio, Comentarios al Evangelio de San Lucas, X, 48).

Cristo Señor nuestro, tú que inauguraste la práctica de nuestra penitencia cuaresmal, al abstenerte durante cuarenta días de tomar alimento, y al rechazar las tentaciones del enemigo, nos enseñaste a sofocar la fuerza del pecado, concédenos que, celebrando con sinceridad el misterio de esta Pascua, podamos pasar un día a la Pascua que no acaba (Cf. Prefacio, Misal Romano).

¡Oh Señor!, haznos sentir hambre de Cristo, pan vivo y verdadero, y enséñanos a vivir constantemente de toda palabra que sale de tu boca. (Cf. Después de la comunión, Misal Romano).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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domingo, 11 de febrero de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 6º Domingo del Tiempo Ordinario: “Si quieres, puedes”

 

«¡Dichoso el que es perdonado de su culpa, y le queda cubierto su pecado!» (Salmo 32, 1).

La ley de Moisés prescribía: El leproso «habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada (Lv 13, 26). Precepto duro que se explica por la preocupación de evitar el contagio y por la idea que de la lepra tenían los hebreos como castigo de Dios a los pecadores. En consecuencia el leproso era huido de todos y tenido por «impuro», «herido» de Dios y maldito.

Jesús, venido a redimir al hombre del pecado y de sus consecuencias, tenía pleno derecho a contravenir la ley antigua y lo hace con el gesto resuelto de quien tiene plenos poderes. «Se acercó a Jesús un leproso suplicándole de rodillas: Si quieres puedes limpiarme» (Mc 1, 40). ¡Fe maravillosa! Aquel pobrecito, abandonado de los hombres y tenido por abandonado de Dios, tiene más fe que muchos que se consideran seguidores de Cristo. La fe auténtica no se pierde en razonamientos sutiles; tiene una lógica simplicísima: Dios puede hacer todo lo que quiere, basta, pues, que lo quiera. A la atrevida demanda que expresa una confianza ilimitada, Jesús responde con un gesto inaudito para un pueblo al que se le había prohibido cualquier contacto con los leprosos: «extendió la mano y lo tocó». Dios es señor de la ley y puede contravenirla. «Quiero -dice como calcando la expresión del leproso-; queda limpio» (ib 11).

Si acogiendo y tocando al leproso, Jesús contraviene la ley, luego la cumple diciendo: «ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés» (ib 44). La caridad puede legitimar las infracciones de determinados preceptos, pero no autoriza nunca la actitud de quienes, bajo pretexto de mayor libertad en el ejercicio del amor, querrían liberarse de toda ley. La primera ley, ciertamente la del amor, pero el amor no es auténtico si no va ordenado según Dios y si no pone a Dios y su voluntad por encima de todo.

Marcos precisa que Jesús hizo el milagro «sintiendo lástima» (ib 41); frase que retorna muchas veces en el Evangelio. Jesús tiene lástima de la lepra que destroza el cuerpo, pero más aún de la que destroza las almas. Curando la primera, demuestra que quiere y puede curar la segunda; así demuestra su misión de Salvador, que él actuará plenamente cuando, tomando sobre sí la lepra del pecado, aparecerá él también «despreciado y evitado de los hombres..., como un leproso, herido de Dios y humillado» (Is 53, 3-4).

 

¡Dichoso el que es perdonado de su culpa y le queda cubierto su pecado! Dichoso el hombre a quien el Señor no imputa falta y en cuyo espíritu no hay fraude... Mi pecado te reconocí y no oculté mi culpa. Dije: Me confesaré al Señor de mis rebeldías. Y tú absolviste mi culpa, perdonaste mi pecado. (Salmo 32, 1-2. 5).

Bienhechor de todos los que se vuelven a ti, luz de quien está en tinieblas, principio creador de todo germen, jardinero de todo crecimiento espiritual, ten piedad de mí, Señor, y haz de mí un templo sin mancha. No mires mis pecados. Si pones tus ojos en mis culpas, no podré resistir tu presencia; pero con tu inmensa misericordia y con tu compasión infinita borra mis manchas, por nuestro Señor Jesucristo, tu único Hijo, santísimo, médico de nuestras almas. (Oraciones de los primeros cristianos, 89).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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domingo, 4 de febrero de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 5º Domingo del Tiempo Ordinario: “Todos te buscan”

 

«Alabad al Señor, que es bueno..., sana a los de roto corazón y venda sus heridas» (Sal 147, 1. 3).

En el dolor de sus tribulaciones se lamenta Job: «¿No es una milicia lo que hace el hombre en la tierra? Como esclavo que suspira por la sombra..., así meses de desencanto son mi herencia, y mi suerte noches de dolor» (Job 7, 1-3). Job es el símbolo de la humanidad oprimida y angustiada por un cúmulo de males físicos y morales. El sufrimiento llega al paroxismo, roza la desesperación, pero Job cree en Dios y lo invoca: «Recuerda que mi vida es un soplo» (ib 7). Este gemido, destello de esperanza en un mar de dolor, no es vano. Dios se inclinará sobre el hombre y le mandará un Salvador, que suavice su sufrimiento y le abra el corazón a una mayor esperanza.

El Evangelio presenta a Jesús en este marco, rodeado de una muchedumbre de dolientes: «le trajeron todos los enfermos y endemoniados; la ciudad entera estaba agolpada a la puerta. Jesús curó a muchos que adolecían de diversas enfermedades y expulsó muchos demonios» (Mc 1, 29-39). El Salvador está a la obra, el Salvador está en acto. Y recorrió toda la Galilea, predicando en sus sinagogas «y expulsando los demonios» (ib 39). Para levantar a la humanidad de su estado de sufrimiento físico y moral en que se debate, Cristo predica y da la salud. Con su predicación ilumina los espíritus, revela el amor de Dios, induce a la fe, da sentido al dolor y muestra el camino de la salvación. Con sus milagros sana los cuerpos dolientes y arroja los demonios. Cristo quiere salvar a todo el hombre, alma y cuerpo; sana la carne para que esto venga a ser signo y medio de la salud del espíritu. Y cuando no suprime el sufrimiento, enseña a llevarlo con esperanza y amor para que produzca frutos de vida eterna.

La obra de salvación iniciada por Cristo está todavía en acto, y para que se perpetúe hasta el fin de los tiempos, ha dejado el mandato de hacerlo a la Iglesia y, en la Iglesia, a todo creyente. El apóstol Pablo, sensibilísimo a este deber y empeñado en él con todas sus fuerzas, declaraba a los Corintios: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe; y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Cor 9, 16). Todo cristiano que tiene el privilegio de haber recibido el Evangelio, tiene que sentirse responsable de él frente a los que no tienen ese don y hacer lo posible por comunicárselo. El que está ya en órbita de salvación no puede mirar con indiferencia a los que están fuera de ella; a él le incumbe el deber de arrastrar el mayor número posible de hermanos.

 

Gloria a ti, oh Cristo, luz de verdad y sol de justicia, que has venido a morar en tu Iglesia y ella ha quedado Iluminada, has venido a tu creación y ella refulge toda entera. Los pecadores se han acercado a ti y han sido purificados. Los fugitivos y dispersos se han vuelto a encontrar. Los ciegos te han visto y sus ojos se han abierto; hasta las almas tenebrosas se han aproximado a la luz. Los muertos han oído tu voz y se han levantado; los prisioneros y esclavos han sido liberados; los pueblos dispersos se han reunido. Tú eres luz sin ocaso; eres mañana esplendorosa que no conoce atardecer. Que se abran los ojos de nuestros corazones a tu luz y la aparición de tu aurora sea para nosotros guía hacia el bien. Sean prisioneros de tu amor nuestros sentidos; y pues que nos has hecho dignos, por tu misericordia, de huir de las tinieblas nocturnas y de acercarnos a la luz matinal, haz que, por tu palabra viva y todopoderosa, disipemos como humo las aflicciones que nos asedian, y por la sabiduría que nos viene de ti, triunfemos de todas las astucias del Maligno, nuestro enemigo, que busca presentársenos como ángel de luz. Protégenos, Señor; haz que no seamos tentados a hacer obras de oscuridad y de muerte; sino que nuestra mirada no se aparte nunca de tu luz fulgurante y nuestra conducta esté regulada por tus preceptos. (Liturgia Oriental, de I giorni del Signore).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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domingo, 28 de enero de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 4º Domingo del Tiempo Ordinario: “Cállate y sal de él”

 


«Señor, que escuche yo tu voz y no endurezca mi corazón» (Sal 95, 7-8).

«El Señor tu Dios suscitará, de en medio de ti, entre tus hermanos, un profeta como yo, a quien escucharéis... Pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande» (Deut 18, 15-18). Así lo prometió Dios a Moisés; y en realidad la serie de los profetas siguió ininterrumpida anunciando al mundo la palabra de Dios y se cerró con el que no es un profeta, sino el Profeta: Cristo Jesús. El no sólo tiene en la boca las palabras de Dios, sino que es su Palabra encarnada; «con su presencia y manifestación» (DV 4), con toda su vida y obras revela a Dios. Refiere a los hombres todo lo que el Padre le ordena, todo lo que ha oído al Padre (Jn 15, 15).

Marcos cuenta que cuando Jesús fue a la sinagoga de Cafarnaúm y «se puso a enseñar», sus oyentes «quedaron asombrados... porque les enseñaba como quien tiene autoridad». Hasta el espíritu inmundo presente en un pobre poseso lo advierte y, mientras grita para hacer callar a Jesús, no puede menos de reconocer en él al «Santo de Dios». Luego, cuando el Señor arroja al demonio liberando al poseso, el asombro de los presentes se trueca en temor. «¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva expuesta con autoridad! Manda a los espíritus inmundos y le obedecen» (Mc 1, 21-28).

Jesús enseña una doctrina nueva: Piénsese, por ejemplo, en las bienaventuranzas, en el mandamiento del amor, en los consejos evangélicos. Y tiene un poder nuevo: arroja a los demonios sin recurrir a exorcismos, con un simple mandato que es inmediatamente eficaz. Él es el Hombre nuevo que renueva al mundo, precisamente porque es el Hombre-Dios. En él la revelación y la comunión de Dios con los hombres alcanza su grado máximo.

Esta novedad y plenitud del don de Dios exige novedad y plenitud de respuesta de parte del hombre. ¿Cómo regatear a Dios que se da tan plenamente a los hombres, el derecho de primacía en su corazón y en su vida? Esto es un deber indeclinable de todo creyente; si bien admite grados. San Pablo, observando que los casados, sujetos a los deberes familiares, no pueden darse al servicio de Dios con la libertad que los célibes, alaba y aconseja la virginidad que permite ocuparse de las cosas de Dios con corazón indiviso y sin preocupaciones (1Cor 7, 35). La virginidad consagrada es una forma típica de la novedad de la respuesta que deben a Dios los seguidores de Cristo, y tienen al mismo tiempo la función de recordar a todos los creyentes que el primer puesto en todo pertenece a Dios.

 

Después de haber hablado en muchas veces y de muchos modos en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas, en la plenitud de los tiempos, oh Dios, nos has hablado por medio de tu Hijo, tu Verbo; por él fueron hechos los cielos y por el soplo de su boca todas sus mesnadas (Sal 33, 6). Hablar por medio de tu Hijo ha sido como manifestar a plena luz cuánto y cómo nos has amado. Tú no has perdonado a tu Hijo, sino que por nosotros todos has entregado al que nos ha amado y se ha ofrecido a sí mismo en sacrificio por nosotros.

Este es tu Verbo, Señor, la Palabra omnipotente que nos diriges. Ella, mientras el silencio envolvía todas las cosas —el silencio profundo del error— bajó del trono real (Sab 18, 14-15) para combatir con fuerza las tinieblas del pecado y traernos el amor. En todo lo que hizo, en todo lo que dijo sobre la tierra, hasta en los oprobios que soportó, hasta en los salivazos y bofetadas, hasta en la cruz y en el sepulcro, has querido hablarnos por tu Hijo, para suscitar y despertar con tu amor, nuestro amor hacia ti. (Guillermo de Stthierry, Tractatus de contemplando Deo, 6, 12-13).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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domingo, 21 de enero de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 3º Domingo del Tiempo Ordinario: “Convertíos y creed en el Evangelio”

 

«Muéstrame, Señor, tus caminos» (Sal 25, 4).

«Marchó Jesús a Galilea, y proclamaba la Buena Nueva de Dios: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva"» (Mc 1, 14-15). El modo con que Marcos presenta el comienzo de la actividad apostólica de Jesús, no varía mucho del de Mateo; con todo, tiene detalles muy significativos. Ante todo la declaración: «El tiempo se ha cumplido». Ha pasado ya el tiempo de las promesas y de la espera: el Mesías ha llegado y está comenzando su ministerio. Es su presencia lo que colma los tiempos haciéndolos vehículo de la misericordia de Dios e historia de la salvación.

Por eso, «el Reino de Dios está cerca»; tan cerca que el Hijo de Dios está en medio de los hombres para enseñarles y abrirles el camino que lleva a él. El Reino está «cerca», pero todavía no es una realidad completa, sino que está en fase de actuación; la cercanía vendrá a ser presencia actual y posesión personal, cuando el hombre, acogiendo la invitación de Jesús, realice en sí las condiciones necesarias para entrar en él.

Condición primaria es la conversión, el cambio profundo de la vida, que exige ante todo lucha contra el pecado y el rechazo de cuanto puede desviarle del amor y de la ley de Dios. Conversión semejante a la que Dios exigió a Nínive por medio de Jonás y que los ninivitas practicaron abandonando «su mala conducta» (Jo 3, 10). Pero abstenerse del pecado no es más que la fase primera de la conversión predicada por Jesús, la cual exige otra segunda fase bien evidenciada por el evangelista Marcos: «creed en la Buena Nueva». El cristiano tiene que adherirse positivamente al Evangelio con una fe vivificada por el amor que no se contenta con aceptarlo en teoría, sino que lo traduce en vida, lo pone en práctica.

Es necesario, pues, deponer la mentalidad terrena, por la que el hombre vive y obra únicamente con la mira en los intereses y en la felicidad temporales. «Pasa la figura de este mundo», amonesta san Pablo (1 Cor 7, 31); no es cristiano apegarse a él como ostras a la roca. Hay que formarse una mentalidad evangélica capaz de suscitar deseos, intenciones, hábitos y comportamientos totalmente conformes con el Evangelio de Cristo. Esto es tanto más urgente cuanto que «el tiempo es corto» (ib. 29), brevedad determinada precisamente por la venida de Cristo, por la que no resta más que una fase de la historia, la que separa el hoy de la venida final de Cristo. El tiempo ya no tiene más que un sentido: rimar el paso del hombre -individuo o colectividad- en su camino hacia lo eterno.

 

¡Oh amor inicuo y perverso, que me ató y me empujó a mí, infeliz pecador, a rechazar y despreciar el amor verdadero y a abrazar en cambio con todo el corazón el amor falso, a desearlo, estrecharlo y usarlo con todas mis fuerzas!...

¡Oh Misericordiosísimo Señor Jesucristo, único digno de ser amado! ¿Qué haré yo pecador?... No puedo salvarme solo, ni me atrevo a recurrir a ti, pues no te amé... Recurro a tu inmensa ternura, ¡oh Amor, que reconduces a la salvación a los extraviados! Tú eres compasivo y misericordioso y no quieres que nadie perezca, sino que salvas a los que esperan en ti. Ven, pues, en mi ayuda y concédeme el perdón de mis pecados; hazme la gracia de que nunca me mire sólo a mí mismo, sino únicamente a ti, o bien a mí en ti. (R. Jordan, Contemplación sobre el amor divino, 33).

 

Señor, tú solo tienes palabras de vida eterna... Creemos que eres el Verbo de Dios, venido a la tierra para instruirnos; eres Dios que habla a nuestras almas, porque cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios nos habló por medio de su Hijo... Creemos en ti, oh Cristo, y en todo lo que nos revelas acerca de los secretos divinos; y porque aceptamos tu palabra, nos abandonamos a ti, para vivir según tu Evangelio... Sé tú nuestra guía, oh luz indefectible, ya que ponemos en ti nuestra más firme esperanza. Tú no nos rechazarás, porque venimos a ti para ir al Padre. (Dom Columba Marmion, Cristo ideal del monje, 2).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD. 

 

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