«¡Dichoso el que teme al Señor, y sigue sus caminos!» (Salmo 127, 1).
La primera lectura, el salmo responsorial y el Evangelio convergen en el tema de la familia. Del Antiguo Testamento se lee la estupenda página del Génesis (2, 18-24) en la que Dios hace desfilar ante el hombre «Todas las bestias del campo y todos los pájaros del cielo» (ib 19) para que le dé a cada uno un nombre y vea si entre ellos encuentra una «ayuda adecuada». Adán pone nombre a cada animal, pero ninguno de ellos satisface su necesidad de compañía y amor. Entre tanta variedad de seres el hombre se encuentra solo, distanciado de ellos por el don altísimo de la inteligencia y de la voluntad que le hace «imagen» de Dios. Dios entonces provee a llenar su soledad: «No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda adecuada» (ib 18).
Crea entonces a la mujer y cuando se la presenta, Adán prorrumpe en una exclamación de alegría, reconociendo en ella a la compañera del todo semejante: «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!» (ib 23). Creada para ser ayuda del varón, la mujer lo completa, lo mismo que ella es completada por él. Idéntica naturaleza humana la de ambos, pero diferenciada en dos sexos que en plan de Dios tienen la gran función de integrarse, sostenerse mutuamente y colaborar con él a la multiplicación de la especie humana. Concluye, pues, el texto: «Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (ib 24). La indisolubilidad del matrimonio tiene aquí su raíz y su razón profunda y sagrada.
Cuando los fariseos interrogaron a Jesús acerca del divorcio (Mc 10, 2-16) que Moisés había permitido en ciertos casos, no hizo distinción alguna y lo abrogó del modo más absoluto refiriéndose justamente a este texto de la Escritura. El Señor declara que las normas mosaicas fueron dadas por la «terquedad» de los hombres (ib 5), mientras que al principio de la creación no había sido así, pues al crear al hombre y a la mujer, Dios los quiso unidos «de modo que no fuesen dos, sino una sola carne». Y concluye: «Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre» (ib 9). Y remacha luego esta enseñanza a sus discípulos que le piden explicaciones ulteriores. De este modo la indisolubilidad del matrimonio ya afirmada en los albores de la humanidad es restablecida plenamente por Jesús. Ella asegura la estabilidad y la santidad de la familia no sólo para bien de los cónyuges, sino también de los hijos.
Muy
oportunamente el Evangelio del día termina con el trozo referente a los niños. Jesús
dice a los discípulos que, molestos por el continuo asedio de los pequeños al
Maestro, querían alejarlos: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo
impidáis; de los que son como ellos es el Reino de Dios» (ib 14); y al
abrazarlos y bendecirlos, cierto que acogía y bendecía a las madres que se los
presentaban. El cometido de los padres cristianos es precisamente «inculcar la
doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos amorosamente
recibidos de Dios» (LG 41). Repitiendo el gesto de las mujeres judías, los
padres deben llevar a sus Hijos ante Jesús para que, bendecidos por él y
creciendo en su escuela, conserven la inocencia y sean un día introducidos en
el Reino de los cielos preparado para ellos. Así el matrimonio coopera a la
difusión del Reino de Dios, como coopera también, pero por otros caminos, la
virginidad consagrada. Dos vocaciones diferentes, pero igualmente necesarias y
complementarias. Lo que hacen los padres en el ámbito de la familia para la
educación cristiana de sus hijos, cumplen los consagrados en la sociedad en
favor de los hijos ajenos, especialmente de los más abandonados y necesitados
de guía para encontrar a Jesús y vivir según el Evangelio.
Oh Dios, que con tu poder creaste todo de la nada, y, desde el comienzo de fa creación hiciste al hombre a tu imagen y le diste la ayuda inseparable de la mujer, de modo que ya no fuesen dos, sino una sola carne, enseñándonos que nunca será lícito separar lo que quisiste fuera una sola cosa.
Oh Dios, que al consagrar la unión conyugal, le diste un significado tan grande, que en ella prefiguraste la unión de Cristo con la Iglesia. Por tu voluntad la mujer se une al hombre, y la sociedad familiar, la primera en ser instituida, goza de aquella bendición que nunca fue abolida ni por la pena del pecado original, ni por el castigo del diluvio.
Mira con bondad a toda esposa cristiana que al unirse a su esposo quiere ser fortalecida con tu bendición. Abunde en ella la unión y la paz, y siga siempre los ejemplos de las santas mujeres, cuyas alabanzas canta la Escritura. Confíe en ella el corazón de su esposo y, teniéndola por digna compañera y coheredera de la gracia de la vida, la respete y ame siempre como Cristo ama a su Iglesia.
También te pedimos Señor, que los esposos permanezcan firmes en la fe y amen tus preceptos; que, unidos en matrimonio, sean ejemplo por la integridad de sus costumbres; y, fortalecidos por el poder del Evangelio, manifiesten a todos el testimonio de Cristo; que su unión sea fecunda, sean padres de probada virtud, vean ambos los hijos de sus hijos y, después de una feliz ancianidad, lleguen a la vida de los bienaventurados en el reino celestial. (Misal Romano, Oración en la Misa de Esposos A).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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