«Eres, Señor, sublime, pero te fijas en el humilde, mientras al soberbio lo conoces de lejos» (SI 137, 6).
El episodio de la aparición nocturna de Jesús en el lago, cuando Pedro fue hacia él caminando sobre el agua, se había cerrado con la confesión espontánea de los discípulos: «Realmente eres Hijo de Dios» (Mt 14, 33). Pero en Cesárea de Filipo (Mt 16, 13-20) Jesús provoca otra confesión más completa y oficial. Pregunta a sus discípulos qué dice la gente sobre él, para inducirlos a reflexionar y a superar la opinión pública mediante el conocimiento más directo e íntimo que tienen de su persona.
Algunos del pueblo piensan que es «Juan Bautista, otros que Elías, otras que Jeremías» (ib 14); no se podía pensar en personajes más ilustres. Sin embargo entre los tales y el Mesías hay una distancia inmensa que nadie ha osado salvar. Lo hace Pedro sin titubear respondiendo en nombre de los compañeros: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (ib 16). Los discípulos han comprendido. Son ellos la gente sencilla a la que el Padre se ha complacido en revelar el misterio. Y como un día había exclamado Jesús: «Te doy gracias, Padre..., porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla» (Mt 11, 25), así dice ahora a Pedro: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne o hueso, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17).
Sin una iluminación interior dada por Dios no sería posible un acto de fe tan explícito en la divinidad de Cristo. La fe es siempre un don. Y a Pedro que se ha abierto con presteza singular a este don, le predice Jesús la gran misión que le será confiada: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del Infierno no la derrotará» (ib 18). El humilde pescador vendrá a ser la roca firme sobre la que Cristo construirá su Iglesia, como un edificio tan sólido que ningún poder, ni aun diabólico, podrá abatirlo. Y añade: «Te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo» (ib 19). En lenguaje bíblico las llaves indican poder: «Colgaré de su hombro las llaves del palacio de David» se lee hoy en la primera lectura (Is 22, 19-23) a propósito de Eliacín, mayordomo del palacio real. El poder conferido a Pedro es inmensamente superior; a él se le dan las llaves no de un reino terreno, sino del Reino de los Cielos, o sea del reino que ha venido Jesús a instaurar con su Iglesia, en la cual Pedro tiene el poder «de atar y de desatar», esto es, de condenar y de absolver, de excluir y de acoger, no sólo las personas, sino las doctrinas y las costumbres. Potestad tan grande que sus decisiones son ratificadas «en el cielo» por el mismo Dios.
Es desconcertante un tal poder otorgado
a un hombre y sería inadmisible si Cristo al confiarlo a Pedro, no le hubiese
asegurado una asistencia particular. Así Jesús ha querido edificar su Iglesia;
y así la Iglesia debe ser aceptada aceptándose juntamente el primado de Pedro
que, al igual que ella, es de institución divina. Si esto puede ser objetado
por una sociedad excesivamente racionalista e insumisa a toda autoridad, el
cristiano auténtico reconoce —y con gratitud— lo que Cristo ha establecido para
hacer más seguro a los hombres el camino de la salvación. Por lo demás el
hombre no puede pretender en ningún campo juzgar los planes y las acciones de
Dios, sino que debe repetir con S. Pablo: «¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría
y de conocimiento el de Dios!» (Rm 11, 33; 2.8 lectura).
“En tu luz y con tu gracia, Padre que estás en los cielos, proclamó Pedro la inefable naturaleza de tu único Hijo bienaventurado, y mereció llegar a ser la piedra contra la cual no prevalecerán las puertas del Infierno.
Señor, has elegido al bienaventurado Pedro, sobre los otros apóstoles, como cabeza de la fe y fundamento de tu Iglesia. Por sus oraciones, Cristo, ten piedad de nosotros”. (Cf. Plegarias eucarísticas, 120).
“Yo clamo hoy a ti, amor mío, Dios eterno, que tengas
misericordia de este mundo y que le des la luz para conocer a tu Vicario con
pureza de la fe, de la cual te ruego los revistas, Dios mío; y dale la luz,
para que todo el mundo lo siga. Dale la luz sobrenatural; desde el momento que
has dotado a tu Vicarios de un corazón varonil, que sea adornado de tu santa
humildad; por eso no cesaré nunca de llamar a la puerta de tu benignidad, amor
mío, para que tú lo exaltes. Manifiestas, pues, en él tu virtud, para que su
corazón varonil arda siempre con tu santo deseo y esté revestido de tu
humildad; y con tu benignidad, caridad, pureza y sabiduría proceda en sus
acciones y de ese modo
atraiga a sí a todo el mundo”. (Santa Catalina de Siena, Oraciones y
elevaciones, 23).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena,
OCD.
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