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lunes, 7 de abril de 2025

UNA LUZ EN TU VIDA (audios): "Vía Matris"

 


¿Conocen la devoción del “Vía Matris”? ("Camino de la Madre") Ésta es una práctica piadosa que sigue el modelo del Viacrucis, pero referida a los Siete dolores de María. El rezo del Vía Matris es habitual en Cuaresma, especialmente el Viernes de Dolores, y en Semana Santa.



domingo, 6 de abril de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 5º Domingo de Cuaresma - Ciclo C: “¿Ninguno te ha condenado?, Tampoco yo”

 

«Señor, has estado grande con nosotros» (Sal 126, 3).

La Liturgia de la Palabra propone hoy la consideración de la Pascua, ya muy próxima, bajo el aspecto de la liberación del pecado. Merecida, una vez para siempre y para todos, por Cristo, esta liberación debe, todavía, actuarse en cada hombre; es más, este hecho exige un continuo repetirse y renovarse, porque durante toda la vida los hombres están expuestos a caer y nadie puede considerarse impecable.

Dios, que, tiempo atrás, había multiplicado los prodigios para librar al pueblo elegido de la esclavitud egipcia, los promete nuevos y mayores para liberarlo de la cautividad babilónica (1ª lectura). «Mirad que realizo, algo nuevo... Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo, para apagar la sed de mi pueblo» (Is 43, 19-20). Dejando aparte las vicisitudes históricas de Israel, la profecía ilumina el futuro mesiánico, en el que Dios hará en favor del nuevo Israel -la Iglesia- cosas absolutamente nuevas. No un camino material, sino que entregará su Unigénito al mundo para que sea el «camino» de la salvación; no agua para apagar la sed en las fauces resecas, sino el agua viva de la gracia que brota del sacrificio de Cristo para purificar al hombre del pecado y saciar la sed que tiene de lo infinito.

Esta novedad de cosas viene ilustrada, de un modo concreto, por el episodio evangélico de la adúltera, mujer arrastrada a los pies de Jesús para que éste la juzgue: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?» (Jn 8, 4). Y el Salvador hace algo absolutamente nuevo, no contemplado por la ley antigua; no pronuncia una sentencia, sino que tras de una pausa silenciosa, cargada de tensión por parte de los acusadores y de la acusada, dice sencillamente: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra» (ibid 7). Todos los hombres son pecadores; nadie, por lo tanto, tiene el derecho de erigirse en juez de los demás.

Sólo uno lo tiene: el Inocente, el Señor; más ni siquiera él lo usa, prefiriendo ejercer su poder de Salvador: «¿Ninguno te ha condenado?... Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (ibid 10-11). Sólo Cristo, que vino para dar su vida por la salvación de los pecadores, puede librar a la mujer de su pecado y decirle: «no peques más». Su palabra lleva en sí la gracia que se deriva de su sacrificio. En el sacramento de la penitencia se renueva, para cada uno de los creyentes, el gesto liberador de Cristo, que confiere al hombre la gracia para luchar contra el pecado, para «no pecar más».

La segunda lectura sugiere un ahondamiento de estas reflexiones. San Pablo, que ha sacrificado las tradiciones, la cultura, el sistema de vida que le ligaban a su pueblo, estimando todo esto «basura con tal de ganar a Cristo» (Flp 3, 8), anima al cristiano a que renuncie, por el mismo fin, a todo lo que no conduce al Señor, a todo lo que está en contraste con el Señor. Este es el camino para librarse completamente del pecado y para asemejarse progresivamente a Cristo «muriendo su misma muerte, para llegar un día a la resurrección» (ibid 10. 11). Es un camino que lleva consigo continuas y nuevas superaciones, y nuevas liberaciones, para alcanzar una adhesión cada vez más profunda a Cristo. Nadie puede pensar «estar en la meta», sino que debe lanzarse, seguir corriendo «para conseguirla»: para ganar a Cristo como él mismo fue ganado por Cristo (ibid 12).

 

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo nuestro Señor. Porque se acercan ya los días santos de su pasión salvadora y de su resurrección gloriosa; en ellos celebramos su triunfo sobre el poder de nuestro enemigo y renovamos el misterio de nuestra redención. Porque en la salvación redentora de tu Hijo el universo aprende a proclamar tu grandeza y, por la fuerza de la cruz, el mundo es juzgado como reo y el crucificado exaltado como juez poderoso. (MISAL ROMANO, Prefacio de la Pasión, II, I).

¡Oh Jesús mío!, ¿qué he hecho yo? ¿Cómo he podido abandonarte y despreciarte? ¿Cómo he podido olvidar tu nombre, pisotear tu ley, trasgredir tus mandatos? ¡Oh Dios mío, Criador mío! ¡Salvador mío, vida mía y todo mi bien! ¡Infeliz de mí! ¡Miserable de mil! Infeliz, porque he pecado..., porque me he convertido en un animal irracional. Jesús mío, tierno pastor, dulce Maestro, socórreme, levanta a tu ovejita abatida, extiende tu mano para sostenerme, borra mis pecados, cura mis llagas, fortalece mi debilidad, sálvame o pereceré. Confieso ser indigno de vivir, indigno de la luz, indigno de tu socorro; sin embargo, tu misericordia es muy grande, ten piedad de mí, ¡oh Dios que tanto amas a los hombres! Ultima esperanza mía, ten piedad de mí, conforme a la grandeza de tus misericordias. (Beato Luis de Blois, Guía espiritual, 4).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 30 de marzo de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 4º Domingo de Cuaresma - Ciclo C: “Padre, pequé contra el cielo y ante ti”

 

«Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias» (Sal 34, 7).

El pensamiento de la Pascua antigua y nueva, rubricada por la reconciliación del hombre con Dios, se hace cada vez más presente en la Liturgia cuaresmal. La primera lectura presenta al pueblo elegido, el cual, tras de una larga purificación sufrida durante cuarenta años de peregrinación en el desierto, entra finalmente en la tierra prometida, y en ella celebra jubiloso la primera pascua. Dios ha perdonado sus infidelidades y mantiene las antiguas promesas, dando a Israel una patria en la que podrá levantarle un templo.

Pero «lo antiguo ha pasado -dice la segunda lectura-. lo nuevo ha comenzado» (2Cor 5, 17). La gran novedad es la Pascua cristiana que suple a la antigua, la Pascua en la que Cristo ha sido inmolado para reconciliar a los hombres con Dios. Ya no es la sangre de un cordero la que salva a los hombres, ni el rito de la circuncisión o la ofrenda de los frutos de la tierra los que les hacen agradables a Dios; es el mismo Dios, que se compromete personalmente en la salvación de la humanidad dando a su Hijo Unigénito: «Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados» (ibid 19).

Sólo Dios podía tomar esta iniciativa, sólo su amor podía inspirarla, sólo su misericordia era capaz de realizarla. Cristo inocente sustituye al hombre pecador; la humanidad se ve libre del enorme peso de sus culpas y éstas caen sobre los hombros del «que no había pecado» y al que Dios «hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios» (ibid 21). Una vez más, la Cuaresma invita a contemplar la misericordia divina revelada en el misterio pascual, por el que el hombre se hace en Cristo «una criatura nueva», libre del pecado, reconciliada con Dios, de vuelta ya a la casa del Padre.

De retorno habla precisamente la parábola de la que Jesús se sirve para hacer comprender a los que se creen justos -los escribas y los fariseos- el misterio de la misericordia de Dios.

Se trata de la parábola del hijo pródigo que abandona la casa del padre, exige la parte que le toca de la fortuna para vivir independiente y libre, y pierde, sin embargo, en el vicio el dinero y la libertad, viéndose reducido a ser esclavo de las pasiones y convirtiéndose en despreciable guardián de cerdos. Los reproches de la conciencia, eco de la voz de Dios, provocan su retorno. Dios es el padre que espera sin cansarse a los hijos que le han abandonado y les incita a que vuelvan permitiendo que les hiera el aguijón de los desengaños y de los remordimientos, Y cuando les ve venir por el camino del arrepentimiento, corre a su encuentro para hacer más rápida la reconciliación, para ofrecerles el beso del perdón, para festejarles.

En esta fiesta deben participar también los hijos que quedaron en casa, fieles al deber, pero tal vez más por costumbre que por amor, y, por lo tanto, incapaces de comprender el amor del Padre para con los hermanos, de gozarlo y compartirlo. Todos los hombres, por lo demás, aunque en medida y formas diversas, son pecadores; dichosos los que reconociéndolo humildemente sienten la necesidad de reconciliarse con Dios, de convertirse cada vez más a su amor y al amor de los hermanos.

 

Señor, que por tu Palabra hecha carne reconciliaste a los hombres contigo, haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe viva y entrega generosa, a celebrar las próximas fiestas pascuales. (Misal Romano, Oración Colecta).

¡Oh Jesús!, yo soy la oveja perdida y tú eres el buen Pastor, que corriste solícito y ansiosamente en busca de mí, me encontraste por fin, y después de prodigarme mil caricias, me llevaste alegre sobre tus hombros y me condujiste al redil... Verdaderamente soy, ¡ay de mí!, el hijo pródigo. He disipado tus bienes, los dones naturales y sobrenaturales, y me he reducido a la más miserable de las condiciones, porque huí lejos de ti, que eres el Verbo por quien todas las cosas fueron hechas y sin ti todas las cosas son malas, porque son nada. Y tú eres el Padre amorosísimo que me acogiste con alegría cuando, enmendado de mis errores, volví a tu casa, busqué de nuevo refugio a la sombra de tu amor y de tu abrazo. Tú volviste a tenerme por hijo, me admitiste de nuevo a tu mesa, me hiciste otra vez partícipe de tus alegrías, me nombraste como en otro tiempo heredero tuyo...

Tú eres mi buen Jesús, el mansísimo cordero que me llamaste tu amigo, que me miraste amorosamente en mi pecado, que me bendijiste cuando yo te maldecía; desde la cruz oraste por mí, y de tu corazón traspasado por la lanza hiciste brotar un chorro de sangre divina que me lavó de mis inmundicias, limpió mi alma de sus iniquidades; me arrancaste de la muerte muriendo por mí, y venciendo a la muerte me trajiste la vida, me abriste el paraíso.

¡Oh amor, oh amor de Jesús! A pesar de todo, y por fin, este amor ha vencido: estoy contigo, ¡oh Maestro mío, oh Amigo mío, oh Esposo mío, oh Padre mío! ¡Heme aquí en tu corazón! Dime, ¿qué quieres que haga? (JUAN XXIII, El diario de mi alma, 1900).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

  

domingo, 23 de marzo de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 3º Domingo de Cuaresma - Ciclo C: La infinita paciencia de Dios

 

«¡Bendice, alma mía al Señor, y no olvides ninguno de sus favores!» (Sal 103, 2).

La llamada a la conversión constituye el centro de la Liturgia de este domingo. El encaminamiento viene señalado por el relato del llamamiento de Moisés para ser guía de su pueblo y organizar su salida de Egipto. El hecho se realiza a través de una teofanía, es decir una manifestación de Dios, el cual se hace patente en la zarza que arde, le hace oír a Moisés su voz, le llama por su nombre: «¡Moisés! ¡Moisés!» (Ex 3, 4), le revela el plan que ha trazado para la liberación de Israel y le ordena que se ponga al frente de la empresa. Inicia así la marcha de los hebreos a través del desierto, que no tiene el único significado de liberarlo de la opresión de un pueblo extranjero, sino que significa, más profundamente, la decisión de separarlo del contacto con gentes idólatras, de purificar sus costumbres, de despegar su corazón de los bienes terrenos para conducirlo a una religión más pura, a un contacto más íntimo con Dios, y de ahí a la posesión de la tierra prometida.

El éxodo del pueblo elegido es figura del itinerario de desapego y de conversión que el cristiano está llamado a realizar de un modo especial durante la Cuaresma. Al mismo tiempo, las vicisitudes de este pueblo, que pasa cuarenta años en el desierto sin decidirse nunca a una total fidelidad a aquel Dios que tanto le había favorecido, sirven de advertencia al nuevo pueblo de Dios. San Pablo, recordando los beneficios extraordinarios de que gozaron los hebreos en el desierto, escribe: «todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual... Pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto» (1Cor 10, 3-5). Tal fue el triste epílogo de una historia de infidelidades y de prevaricaciones.

Pertenecer al pueblo de Dios, disponer a voluntad del agua viva de la gracia, del alimento espiritual de la Eucaristía y de todos los demás sacramentos no es garantía de salvación, si el cristiano no se compromete en un trabajo profundo de conversión y de total adhesión a Dios. Nadie puede presumir, ni en virtud de su posición en la Iglesia, ni en virtud de la propia virtud o de los buenos servicios prestados: «el que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga» (ibid 12).

Es la misma enseñanza que la comunidad de los fieles recibe hoy de la boca de Jesús. A quien le refería el hecho de una represión política que había segado la vida de varias víctimas, el Señor decía: «¿Pensáis que esos Galileos eran más pecadores que los demás Galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo» (Lc 13, 2-3). Palabras severas que dan a comprender que con Dios no se puede jugar; y sin embargo, palabras que proceden del amor de Dios, quien promueve por todos los medios la salvación de sus criaturas.

Dios no habla ya hoy a su pueblo por medio de Moisés, sino por medio de su Hijo divino; se hace patente, no en una zarza que arde sin consumirse, sino en su Unigénito, el cual, llamando a los hombres a penitencia, personifica la misericordia infinita, que nunca mengua. Con esta misericordia, Jesús suplica al Padre que prolongue el tiempo y espere todavía, hasta que todos se enmienden; como hace el viñador de la parábola, el cual, frente a la higuera infructuosa, dice al amo: «Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás» (ibid 8-9). Jesús ofrece a todos los hombres su gracia, les vivifica con los méritos de su Pasión, les nutre con su Cuerpo y con su Sangre, suplica para ellos la misericordia del Padre; ¿qué más podría hacer? Le corresponde al hombre no abusar de tantos de ellos cada vez mejor para dar cristiana.

 

Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios. El perdona todas tus culpas, y cura todas tus enfermedades... El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos. Enseñó sus caminos a Moisés y sus hazañas a los hijos de Israel. El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles. (Salmo 103, 2-3. 6-8. 11).

Vuélvete, Señor, y libra mi alma.. hazme volver, porque siento dificultad y trabajo en mi conversión...

Está escrito: en el mundo estaba, y el mundo fue hecho por él, y el mundo no le conoció. Luego si estabas en este mundo y el mundo no te conoció, nuestra inmundicia no tolera tu mirada. Pero cuando nos volvemos a él, es decir, cuando renovamos nuestro espíritu por el cambio de la vida vieja, experimentamos lo duro y trabajoso que es, Señor, retroceder de la oscuridad de los deseos terrenos a la serenidad y sosiego de la luz divina. En tal embarazo decimos: vuélvete, Señor, para que la vuelta se lleve a cabo en nosotros, la cual te encuentra preparado y ofreciéndote a ser gozado de tus amadores...

Libra mi alma, que está como adherida a las perplejidades de este siglo y soporta ciertas espinas de los deseos desgarrantes en la misma conversión... Sáname, en fin, no por mis méritos, sino por tu misericordia. (San Agustín, Enarraciones sobre los Salmos, 6, 5).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

   

domingo, 16 de marzo de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 2º Domingo de Cuaresma - Ciclo C: “Este es mi Hijo, mi Elegido: escuchadle”

 

«Señor, tú eres mi luz y mi salvación... No me ocultes tu rostro» (SI 27, 1-9).

La liturgia de este domingo está iluminada por los resplandores de la transfiguración del Señor, preludio de su resurrección y garantía de la del cristiano. A modo de introducción, la primera lectura (Gn 15, 5-12. 17-18) narra la alianza de Dios con Abrahán. Después de haberle profetizado por tercera vez una numerosa descendencia: «Mira el cielo y cuenta las estrellas... Así será tu descendencia» (ib 5), Dios le señala la tierra que le dará en posesión; y Abrahán con humilde confianza le pide una garantía de esas promesas.

El Señor condesciende benévolamente y hace con él un contrato según las costumbres de los pueblos nómadas de aquellos tiempos; Abrahán prepara un sacrificio de animales sobre el cual baja de noche el Señor en forma de fuego, sellando así la alianza: «A tu descendencia he dado esta tierra...» (ib 18). Es una figura de la nueva y definitiva alianza que un día Dios establecerá sobre la sangre de Cristo, en virtud de la cual el género humano tendrá derecho no a una patria terrena sino a la patria celestial y eterna.

La segunda lectura (Flp 3, 17-4, 1) es una fervorosa exhortación a llevar con amor la cruz de Cristo, a fin de ser un día partícipes de su gloria. «Muchos viven según os dije tantas veces, y ahora os repito con lágrimas, como enemigos de la cruz de Cristo» (lb 18). El Apóstol se queja de los cristianos que se entregan a los placeres terrenos, a las satisfacciones de la carne con el pensamiento preocupado solamente de las cosas de la tierra. Y he aquí que el Apóstol toma el vuelo hacia la altura y nos recuerda la visión del Tabor: Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (ib 20-21). La transfiguración del cristiano será realmente plena sólo en la vida eterna, pero ya se inicia aquí abajo por medio del bautismo; la gracia de Cristo es la levadura que desde las entrañas nos transforma y transfigura en su imagen, si aceptamos llevar con él nuestra cruz.

Sobre el Tabor (Evangelio: Lc 9, 28-36) ante Jesús transfigurado el Señor una vez más se compromete en favor de los hombres a quienes presenta a su Hijo muy amado: «Este es mi Hijo, mi Elegido: escuchadle» (ib 35); se lo entrega como Maestro; pero en el Calvario se lo entregará como Víctima. San Lucas precisa que la transfiguración aconteció sobre el monte mientras Jesús oraba: «Y mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante» (ib 29). Jesús permite que por un momento su divinidad resplandezca a través de las apariencias humanas, y así se presenta a los ojos estáticos de sus discípulos como realmente es: «resplandor de la gloria del Padre, imagen de su sustancia» (Hb 1, 3).

Contemplar el rostro de Dios fue siempre el anhelo de los justos del Antiguo Testamento y de los santos del Nuevo: «Señor, yo busco tu rostro. No me ocultes tu rostro» (Salmo Resp.). Pero cuando Dios concede semejante gracia, no deja de ser más que un instante, que, lo mismo que en la visión del Tabor, está ordenada a robustecer la fe y a infundir nuevo valor para llevar la cruz. Junto al Señor transfigurado aparecen dos hombres: Moisés y Elías; el primero representa a la ley; el segundo a los profetas; la ley que Cristo ha venido a perfeccionar, los profetas cuyas enseñanzas y vaticinios ha venido a completar y realizar respectivamente.

La presencia de estos personajes históricos demuestra la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Su conversación se refería a la pasión de Jesús: «y hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén» (Lc 9, 31). Lo mismo que Moisés y Elías habían sufrido y habían sido perseguidos por causa de Dios, así también tendrá que padecer Jesús. La Transfiguración es una visión de gloria que se entremezcla con diálogos de pasión, de dolor: dos aspectos opuestos pero no contrastantes del único misterio pascual de Cristo. Muerte y resurrección, cruz y gloria.

 

Señor, busco tu rostro, tu rostro deseo, Señor. Enséñame, pues, ahora, Señor Dios mío, dónde y cómo buscarte, dónde y cómo encontrarte. Señor, si no estás aquí, ¿dónde te buscaré ausente? Y si estás en todas las partes, ¿por qué no te veo presente? Mas, ciertamente, tú habitas en una luz inaccesible... ¿Quién me llevará e introducirá en esa luz para que yo te vea?

Señor, enséñame a buscarte y muéstrate a mí, que te busco, pues no puedo buscarte, si tú no me enseñas a hacerlo, ni puedo encontrarte, si tú no te manifiestas. ¡Oh Señor!, que yo le busque deseando, que te desee buscando, que te encuentre amando, que te ame encontrándote. (San Anselmo, Prostogium 1).

¡Unas veces gemimos, otras oramos! El gemido es propio de los infelices, la oración es propia de los menesterosos. Pasará la oración y vendrá la alabanza; pasará el llanto y vendrá la alegría. Por lo tanto, mientras nos hallamos en los días de la prueba, que no cese nuestra oración a ti, ¡oh Dios!, a quien dirigimos una sola petición; y haz que no cesemos de dirigirte esta petición hasta que no logremos que se cumpla, gracias a que tú nos la concedas y nos guie.

Una sola cosa pido, después de tanto orar, llorar y gemir: no pido más que una cosa... Mi corazón te ha dicho: he buscado tu rostro, tu rostro seguiré buscando, Señor. Una cosa te he pedido, Señor, y esa cosa seguiré buscando: ¡tu rostro! (San Agustín, Enarraciones sobre los Salmos, 36, II, 14-16).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 9 de marzo de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 1º Domingo de Cuaresma - Ciclo C: A servir a Dios como el único Señor

 

«Todo el que crea en él no será confundido» (Rm 10, 11).

En el primer domingo de Cuaresma los cristianos son trasladados para vivir un momento de intensa oración, al desierto (Lc 4, 1-13), a donde Jesús «fue llevado por el Espíritu». El desierto, en la Sagrada Escritura, es el lugar privilegiado para encontrarse con Dios; así fue para Israel que habitó en él durante cuarenta años, para Elías que en él trascurrió cuarenta días, para el Bautista que se retiró a él desde la adolescencia. Jesús consagra esta costumbre y vive en la soledad durante cuarenta días. Para Jesús, sin embargo, el desierto no es sólo el lugar del retiro y de la intimidad con Dios, sino también el campo de la lucha suprema, «donde fue tentado por el diablo» (ib 2).

Satanás propone al Salvador un mesianismo de triunfo y de gloria. ¿Para qué sufrir hambre? Si él es el Hijo de Dios, que convierta las piedras en panes. ¿Para qué vivir como un miserable vagabundo por los caminos de Palestina, rodeado de gente desesperada por la pobreza y la opresión política? Si se postra a los pies de Satanás, recibirá de él reinos y poder. ¿Para qué padecer la oposición de los sacerdotes, de los doctores de la ley, de los jefes del pueblo? Si se arroja desde el alero del templo, los ángeles le llevarán en sus manos y todos le reconocerán como Mesías. No podían venir de Satanás, precipitado en los abismos por causa de su orgullo, otras sugerencias que no fueran éstas.

Pero Jesús, el Hijo de Dios que «se despojó de sí mismo tomando condición de siervo» (FI 2, 7) sabe muy bien que para reparar el pecado del hombre -rebeldía y soberbia- solamente hay un camino: humillación, obediencia, cruz. Precisamente porque él es el verdadero Mesías salvará al mundo no con el triunfo sino con el sufrimiento, «obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (ib 8). Las tentaciones del desierto enseñan que donde se fomentan intenciones ambiciosas, ansias de poder, de triunfo, de gloría, allí se esconde la intriga de Satanás. Y para destruir éstas y otras posibles incitaciones al mal es necesario mantener la palabra de Jesús: «Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto» (Lc 4, 8); es decir, es indispensable estar decididos a rechazar cualquier proposición que obstaculice reconocer y servir a Dios como el único Señor.

El concepto de fidelidad a Dios se desarrolla en las dos primeras lecturas del día, de las cuales una (Dt 26, 4-10) presenta la profesión de fe del antiguo pueblo de Dios, y otra (Rm 10, 8-13) la del nuevo. Llegado a la tierra prometida, todo hebreo debía presentar a Dios las primicias de su cosecha pronunciando una fórmula que sintetizaba la historia de Israel en tres puntos: la elección de los patriarcas y jefes de familia de un pueblo numeroso, el desarrollo del pueblo en Egipto y su éxodo a través del desierto, y finalmente el regalo de la tierra prometida. De esta manera el israelita piadoso reavivaba su fe en el Dios de los padres, le manifestaba su propio reconocimiento por los beneficios recibidos, su adhesión personal y la voluntad de servirle. Diríamos que era una forma de «credo», expresado con la palabra y con la vida.

Igualmente, aunque en otro contexto, san Pablo invita al cristiano a hacer profesión de su fe: «Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10, 9). Sobre dos puntos el Apóstol centra la atención: creer que Jesús es el Señor y creer en su resurrección. La fe después exige un doble acto: el interior -adhesión de la mente y del corazón a Cristo-, que es el que justifica al hombre; y el exterior -profesión pública de la fe, sea en la oración litúrgica, sea delante del mundo confesando a Cristo como lo hicieron los mártires-. Quien se apoye en Jesús no ha de temer, porque «todo el que crea en él no será confundido» (ib 11), y en su nombre vencerá toda batalla.

 

¡Oh Señor Jesús!, que al empezar tu vida pública te retiraste antes al desierto, atrae a todos los hombres al recogimiento del alma, que es el principio de la conversión y de la salud. Apartándote de la casa de Nazaret y de tu dulcísima Madre, quisiste probar la soledad, el sueño, el hambre; y al tentador, que te proponía la prueba de los milagros, tú le contestaste con la firmeza de la eterna palabra, que es prodigio de la gracia celestial.

¡Tiempo de Cuaresma! ¡Oh Señor!, no permitas que acudamos a los aljibes agrietados (Jer 2, 13), ni que imitemos al siervo infiel, ni a la virgen necia; no permitas que el goce de los bienes de la tierra torne insensible nuestro corazón al lamento de los pobres, de los enfermos, de los niños huérfanos, y de los innumerables hermanos nuestros a quienes todavía falta el mínimo necesario para comer, para cubrir sus miembros desnudos, para reunir y cobijar a la propia familia bajo un solo y mismo techo. (San Juan XXIII, Breviario).

¡Oh Jesús!, creemos en el amor, en la bondad; creemos que tú eres nuestro Salvador, que puedes lo que a los demás les está vedado y no pueden realizar. Creemos que tú eres la luz, la verdad, la vida; un solo deseo tenemos: permanecer siempre unidos. a ti; y ser cristianos, no sólo de nombre, sino cristianos convencidos, apóstoles, celadores. (San Pablo VI, Enseñanzas, V, 4)

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 17 de marzo de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 5º Domingo de Cuaresma: “Queremos ver a Jesús”

 

«¡Oh Jesús!, que yo te sirva y te siga; y que donde estés tú, esté también yo» (Jn 12, 26).

A medida que la Cuaresma camina a su término, la pasión del Señor se acerca y llena toda la Liturgia. Hoy es Jesús mismo quien habla de ella a través del Evangelio

de Juan, presentándola como el misterio de su glorificación y de su obediencia a la voluntad del Padre. El discurso viene provocado a requerimiento de algunos griegos, gentiles, deseosos de ver al Señor; su presencia parece sustituir a la de los hebreos, que se han alejado decididamente de él y traman su ruina. Jesús puede ya declararse abiertamente el Salvador de todos los hombres: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Os aseguro, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 23- 24). Su glorificación se realizará a través de la muerte comparada con la muerte del grano de trigo que muere para dar vida a la nueva espiga.

De su muerte, en efecto, nacerá el nuevo pueblo de Dios que acogerá a los griegos y a los hebreos y a hombres de toda raza y país, todos igualmente redimidos por él. Jesús lo sabe, y por eso ve con alegría acercarse la hora de su cruz, pero al mismo tiempo, ante ella, su humanidad experimenta horror: «Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora» (ibid 27). Es un anticipo del gemido de Getsemaní: «Me muero de tristeza» (Mc 14, 34). Estas palabras hacen comprender la cruda realidad de la pasión del Hijo de Dios, el cual, por ser verdadero hombre, saboreó el tormento en toda su plenitud. Pero no se echó atrás ya que había venido al mundo en carne pasible para ofrecérsela al Padre como sacrificio expiatorio: «Por esto he venido, para esta hora» (Jn 12, 27). A la voz del Hijo responde desde el cielo la voz del Padre que confirma la hora de la pasión como hora de glorificación. Precisamente, cuando sea elevado sobre la tierra, en la cruz, Jesús atraerá hacia sí a todos los hombres y al mismo tiempo rendirá al Padre la máxima gloria.

En la carta a los Hebreos san Pablo vuelve sobre este tema describiendo de un modo humanísimo las angustias de Cristo «en los días de su vida mortal», cuando «a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte» (Heb 5, 7); clara alusión al lamento de Getsemaní y al grito del Calvario (Mc 15, 34). El es «Hijo», pero el Padre no le perdona porque le ha «entregado» para la salvación del mundo (Jn 3, 16); y el Hijo acepta voluntariamente la voluntad del Padre «aprendiendo, sufriendo, a obedecer» (Heb 5, 8). Siendo Hijo de Dios, no tenía necesidad alguna de someterse a la muerte ni de obedecer a través del sufrimiento, pero abrazó ambas cosas para convertirse «para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna» (ibid 9). La pasión revela así, del modo más elocuente, la sublimidad del amor del Padre y de Cristo hacia los hombres; y revela también que para ser salvados por aquel que consumó el holocausto de la obediencia en la muerte de cruz, es necesario obedecer negándose a sí mismo.

Por su extrema consumación, Cristo es el «Sumo Sacerdote» (ibid 10) que reconcilia con la propia sangre a los hombres con Dios, estipulando de este modo aquella «nueva alianza» de la que habla Jeremías (31, 1; 1.a lectura). Por medio de ella, el hombre se renueva en su ser más íntimo; la ley de Dios no es ya una simple ley externa grabada en tablas de piedra, sino una ley interior escrita en el corazón por el

amor y con la sangre de Cristo. Por la pasión de Cristo, en efecto, llegaron los días de los que Dios había dicho: «Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones... perdonaré sus crímenes, y no recordaré sus pecados» (ibid 33-34).


“Te damos gracias, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro.

Estamos preparando, en el ayuno y en el arrepentimiento, su paso a la muerte; ante él nos postramos llorando. Porque se acerca el día de nuestra redención, el día de su pasión, cuando él, Salvador y Señor nuestro, entregado por nosotros a los judíos, sufrió el suplicio de la cruz, fue coronado de espinas, fue abofeteado, objeto de múltiples sufrimientos en su carne, para resucitar, por último, en virtud de su mismo poder.

En nuestro deseo de llegar con el corazón enteramente purificado a esos días santos, te suplicamos, ¡oh Dios, Padre nuestro!, que nos laves de todo pecado por amor de su pasión, vistiéndonos con la túnica inconsútil que simboliza la caridad que tú derramas sobre todos. Por medio de la caridad, te preparas, a ti mismo, en nosotros, un sacrificio, y por medio de la abstinencia harás que nos acerquemos a la sagrada Mesa con serenidad, libres de nuestros pecados.

Quiera el Cristo obtenernos todo esto, él, a quien pertenece toda alabanza, todo poder y gloria por los siglos de los siglos”. (Prefacio mozárabe, Liturgia CAL 52).

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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domingo, 3 de marzo de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 3º Domingo de Cuaresma: “No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado”

 

«Asegura mis pasos con tu promesa, que ninguna maldad me domine» (Salmo 119, 133).

Poco después de la «pascua», es decir el paso libertador del pueblo de Israel de Egipto al desierto a través del cual habría de alcanzar la tierra prometida, Dios establece con él la Alianza, que se concreta en el don del decálogo. «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí» (Ex 20, 2-3). El amor de Dios hacia Israel, demostrado por sus intervenciones extraordinarias en la historia de este pueblo, es el fundamento de la fidelidad de éste a su Señor. El decálogo no se presenta como una fría ley moral impuesta desde lo alto por pura autoridad, sino como una ley que brota del amor de Dios, el cual, después de haber libertado a su pueblo de la esclavitud material de Egipto, quiere libertarlo de toda esclavitud moral de las pasiones y del pecado para unirlo a sí, en una amistad que por parte suya se expresa con bondad omnipotente y auxiliadora y por parte del hombre con fidelidad a la voluntad divina.

Por lo demás, el decálogo no hace más que manifestar explícitamente la ley del amor -hacia Dios y hacia el prójimo- que desde la creación Dios había impreso en el corazón del hombre, pero que éste había pronto olvidado y torcido. El mismo Israel no respondió a la fidelidad prometida en el Sinaí; muchos fueron sus abandonos, sus desviaciones, sus traiciones. Y muchas han sido, a través de los siglos, las interpretaciones materiales, las supraestructuras formalísticas que han vaciado el decálogo de su contenido genuino y profundo.

Era necesario que viniese Jesús a restaurar la ley antigua, a completarla, a perfeccionarla, sobre todo en el sentido del amor y de la interioridad. El gesto valiente de Cristo de echar a los profanadores del templo puede ser considerado desde esta perspectiva. Dios debe ser servido y adorado con pureza de intención; la religión no puede servir de escabel a los propios intereses, a miras egoístas o ambiciosas. «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre» (Jn 2, 16). Las relaciones con Dios, como con el prójimo, han de ser sumamente rectas, sinceras; puede acontecer que en el culto divino o en la observancia de un punto cualquiera del decálogo se mire más el lado exterior, legalístico, que el interior, y entonces se puede llegar a ser, en poco o en mucho, profanadores del templo, de la religión, de la ley de Dios.

Juan hace notar que Jesús purificó el templo, librándolo de los vendedores y de sus mercancías, cuando estaba próxima la «Pascua de los Judíos» (ibid. 13). Y la Iglesia, próxima ya la «Pascua de los cristianos», parece repetir el gesto de Jesús, invitando a los creyentes a que purifiquen el templo del propio corazón, para que de él se eleve a Dios un culto más puro. Pero Jesús habló de otro templo, infinitamente digno, el «templo de su cuerpo» (ibid 21). A éste aludía al afirmar: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (ibid 19); tales palabras, que escandalizaron a los judíos, fueron comprendidas por los discípulos sólo después de la muerte y de la resurrección del Señor.

Mediante su misterio pascual Jesús ha sustituido el templo de la Antigua Alianza por su cuerpo —templo vivo y digno de la Trinidad—, el cual, ofrecido en sacrificio por la salvación del mundo, sustituye y anula todos los sacrificios de «bueyes, ovejas y palomas» (ibid 14-15) que se ofrecían en el templo de Jerusalén, el cual, por lo tanto, ya no tiene razón de ser. El centro de la Nueva Alianza ya no es un templo de piedra, sino «Cristo Crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos; pero para los llamados a Cristo -judíos o griegos-: fuerza de Dios y sabiduría de Dios...» (1Cor 1, 23-24).

 

Ninguna injuria, ninguna clamorosa condena logró apartarte del camino señalado por tu voluntad, ¡oh Señor misericordioso!, que restaurabas lo que estaba perdido y abismado en la ruina. De esta manera, era ofrecida a Dios, por la salvación del mundo, la víctima singular, y tu muerte, ¡oh Cristo, verdadero cordero!, pronosticada a lo largo de todos los siglos, trasladaba los hijos de la promesa a la libertad de los hijos de Dios. La Nueva Alianza era ratificada, y con tu sangre, ¡oh Cristo!, eran puestos por escrito los herederos del reino eterno. Tú, sumo Pontífice, entrabas en el sanctasanctórum, y, sacerdote inmaculado, mediante la envoltura de tu carne, entrabas a propiciar a Dios... Entonces fue cuando se realizó el paso de la ley al Evangelio, de la sinagoga a la Iglesia, de los muchos sacrificios a la única víctima (San León Magno, Sermón 68, 3).

«Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado»: por medio de ti, ¡oh Cristo!, y contigo, la comunión en la pasión y en la resurrección eterna es única para todos los que creen en ti y han renacido en el Espíritu Santo, según lo que dice el Apóstol: «Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis gloriosos con él» [Col 3, 3-4] (San León Magno, Sermón 69, 4).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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domingo, 25 de febrero de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 2º Domingo de Cuaresma: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”

 

«Confío en ti, Cristo, que moriste y resucitaste, y que estás a la diestra del Padre intercediendo por nosotros» (Rm 8, 34).

 

La liturgia de este domingo tiene un carácter agudamente pascual al destacar el sacrificio y la glorificación de Jesús. Los primeros pasos se inician, como siempre, en el Viejo Testamento y exactamente en el sacrificio de Abrahán. Por obedecer a Dios, Abrahán a sus setenta y cinco años había tenido la valentía de abandonar tierra, casa, costumbres, todo; ahora, ya cargado de larga ancianidad, aventura su fe hasta el mismo sacrificio de su único hijo: «Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, Isaac; vete... y ofrécelo en holocausto...» (Gn 22, 2). Era éste un precepto doloroso para el corazón de un padre, y no menos terrible para la fe de un hombre que de ninguna manera quiere dudar de su Dios. Isaac es la única esperanza para que se puedan cumplir las promesas divinas; y no obstante esto Abrahán obedece y sigue creyendo que Dios mantendrá la palabra dada. Verdaderamente merece el título de «nuestro padre en la fe» (Plegaria Eucarística I).

Dios no quería la muerte de Isaac, pero sí ciertamente la fe y la obediencia sin discusión de Abrahán. Isaac va a tener un papel singular en la historia de la salvación: anticipar la figura de Jesús, el Hijo único de Dios que un día será sacrificado por la redención del mundo. Lo que Abrahán, por intervención divina, ha dejado sin cumplir, lo cumplirá Dios mismo, «el que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32; 2.a lectura). Isaac que sube al monte llevando sobre sus espaldas la leña del sacrificio y que se deja atar dócilmente sobre el montón de leña, es figura de Cristo que sube al Calvario cargando el leño de la Cruz y sobre aquel madero extiende su cuerpo «ofreciéndose libremente a su pasión» (Plegaria Eucarística II). Así como en Isaac, liberado de la muerte, se cumplieren las promesas divinas, también en Cristo resucitado de la muerte brotan la vida y la salvación para toda la humanidad. Nadie puede dudarlo, porque «Jesús que murió, más aún, que resucitó, está a la diestra de Dios e intercede por nosotros» (Rm 8, 34).

El Evangelio del día (Mc 9, 2-10), presentando a Jesús transfigurado en el monte Tabor, nos ofrece una visión anticipada de la gloria del Señor resucitado y de su poder delante del Padre. Sólo los tres discípulos más íntimos -Pedro, Santiago y Juan- fueron sus testigos privilegiados, los mismos que días más tarde asistirán a la agonía de Getsemaní, como para convencernos que gloria y pasión son dos aspectos inseparables del único misterio que es Cristo. «Y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo» (lb 2-3). Esta comparación es un detalle típico del relato de Marcos que exprime con grande realismo la impresión profunda que los tres y especialmente Pedro sintieron delante del Señor resplandeciente de gloria.

Acostumbrados ellos a verle siempre en su aspecto humano, un hombre más entre los hombres, ahora contemplan su divinidad y descubren el rostro luminoso del Hijo de Dios: «Dios de Dios, Luz de Luz» (Credo). En aquel momento una voz desde el cielo garantiza la verdad de la visión: «Este es mi Hijo amado, escuchadle» (ib 7). Es necesario que los hombres le escuchen para vivir según sus mandamientos; Dios mismo le escucha porque en atención a su sacrificio salvará a todos los hombres. Pero lo divino supera de tal manera todo lo humano que cuando se revela a la creatura la oprime y debilita: los tres discípulos fueron invadidos por el miedo y Pedro, sin saber lo que decía, propone a Jesús hacer tres tiendas allí: «una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (ib 5). No sabía que aquella visión no tenía otro fin que fortalecer su fe y que antes de llegar a la visión eterna era necesario descender del monte con Jesús, oírle hablar aún muchas veces de pasión y seguirle llevando con él la cruz. Esto es lo que significa vivir el misterio pascual de Cristo.

 

“¡Qué maravillosa es la obediencia de Abrahán! ¡Qué ejemplo nos das, Dios mío en ella!... Tanto más admirable es, en tanto que tu siervo no obra solamente contra la inclinación del corazón... Le mandas que haga lo contrario de lo que parecía justo... Pero él tiene fe en ti, y sabiendo que eres tú quien le habla, obedece, y con razón, pues tú eres esencialmente la justicia y la santidad... ¡Qué unidas están la fe y la obediencia! La fe es el principio de todo bien y la obediencia es su consumación.

¡Que Dios te bendiga, Abrahán! ¡Que Dios te bendiga, Isaac, que tan dulcemente te dejaste atar sobre el altar! ¡Te bendecimos, Dios mío, por los siglos de los siglos, a ti, que haces germinar entre los hombres tales virtudes! El amor consiste en obedecerte, obedecerte con esa prontitud, con esa fe que desgarra el corazón y desconcierta la mente...; el amor es el sacrificio inmediato, absoluto, de lo que más se quiere, a tu voluntad, es decir, a tu gloria... Es lo que tú haces de un modo maravilloso, ¡oh Abrahán!, levantándote de improviso durante la noche para ir a sacrificar a tu propio hijo. Es lo que tú harás, ¡oh Hijo de Dios!, bajando del cielo a la tierra para vivir esta vida y para morir esta muerte... Señor mío y Dios mío, haz que yo también lo haga, según tu santísima voluntad”. (Carlos de Foucauld, Meditaciones sobre el Antiguo Testamento).

“Cristo Señor nuestro, después de anunciar tu muerte a los discípulos, les mostraste en el monte santo el esplendor de tu gloria, para testimoniar de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección”. (Misal Romano, cf. Prefacio).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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domingo, 18 de febrero de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 1º Domingo de Cuaresma: “Convertíos y creed en el Evangelio”

 

«Que te sirva, Señor, con una conciencia buena, por medio de la Resurrección de Jesucristo» (1 Pt 3, 21).

La Liturgia cuaresmal se desarrolla sobre un doble binario: de una parte se marcan las etapas fundamentales de la historia de la salvación ilustradas por el Antiguo Testamento y de otra se destacan los hechos más sobresalientes de la vida de Jesús hasta su muerte y resurrección presentados por el Evangelio.

A partir del pecado de Adán que ha roto la amistad del hombre con Dios, éste inicia la larga serie de intervenciones con que pretenderá volver al hombre a su amor. Entre estos sobresale la alianza establecida con Noé al final del diluvio (Gn 9, 8-15; 1.° lectura), cuando el patriarca, bajando a la tierra seca, ofreció al Señor un sacrificio en agradecimiento por haberle salvado junto con sus hijos: «Dijo Dios a Noé y a sus hijos con él: He aquí que Yo establezco mi alianza con vosotros... y no volverá nunca más a ser aniquilada toda carne por las aguas del diluvio, ni habrá más diluvio para destruir la tierra» (ib 8-11).

Los castigos de Dios llevan siempre el germen de la salvación: Adán arrojado del Paraíso oyó que el Señor le prometía un Salvador; Noé, salvado de las mismas aguas que habían arrasado innumerables hombres, recibe de Dios la promesa de que el diluvio no volverá jamás a hundir a la humanidad. Y como señal de su alianza, el Señor pone su arco en las nubes (ib 13), arco de paz que une la tierra con el cielo. Y sin embargo todo esto no es más que el símbolo de una alianza inmensamente superior que será pactada en la sangre de Cristo.

San Pedro lectura: 1 Ped 3, 18-22), recordando a los primeros cristianos «el arca en la que unos pocos, es decir ocho personas, fueron salvados», explica: «A ésta ahora corresponde el bautismo que os salva» (ib 20-21). Las aguas del bautismo destruyendo el pecado -lo mismo que las aguas del diluvio arrasaron a los hombres pecadores- salvan al creyente «por medio de la Resurrección de Jesucristo». Más que Noé, es ciertamente el cristiano un salvado por medio del agua; y no sobre la madera del arca sino sobre el madero de la Cruz del Señor, en virtud de su muerte y resurrección. La Cuaresma intenta especialmente despertar en el cristiano el recuerdo del bautismo, que le purificó del pecado y le comprometió a vivir «con una buena conciencia» (ib 21), siendo fiel a la promesa de renunciar a Satanás y servir a Dios solo.

Para animarlo en este serio propósito viene muy oportuno el evangelio del día (Mc 1, 12-15), con la tradicional escena del desierto donde Jesús lucha contra Satanás rechazando todas sus sugerencias. Separándose de los otros sinópticos, Marcos no se detiene a describir las diversas tentaciones, sino que resume muy brevemente: «A continuación, el Espíritu le impulsa al desierto, y permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás» (lb 12-13). Esto sucede inmediatamente después del bautismo en el Jordán: lo mismo que allí Jesús quiso mezclarse entre los pecadores como si fuese uno más, necesitado de purificación, también ahora en el desierto quiere hacerse semejante a ellos hasta el límite máximo que permite su santidad, la tentación.

Aceptando la lucha con Satanás, de la cual ha de salir absolutamente victorioso, Jesús enseña que ha venido a liberar al mundo del dominio del Maligno y al mismo tiempo merece para todo hombre la fuerza con la que pueda vencer sus insidiosas tentaciones. El cristiano, aunque bautizado, no está inmune de ellas; al contrario, a veces cuanto más se empeña en servir a Dios con fervor, más procura Satanás trancarle el camino, como hubiera querido trancársele a Jesús, para impedirle que cumpliera su misión redentora. Entonces, es necesario acudir a las mismas armas que usó Cristo: penitencia, oración, conformidad perfecta con la voluntad del Padre: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame» (Mt 4, 4). Quien es fiel a la palabra de Dios, quien se alimenta constantemente de ella, no podrá ser vencido por el Maligno.

 

¡Oh agua, que lavaste al universo bañado en sangre humana, agua que prefiguraste la actual purificación! ¡Oh agua, que mereciste ser signo del sacramento de Cristo, que lo lavas todo sin ser lavada! Apareces la primera y completas, luego, la perfección de los misterios... Has dado tu nombre a profetas y apóstoles, has dado tu nombre al Salvador: aquéllos son nubes del cielo, sal de la tierra, éste es fuente de vida...

Cuando fluiste del costado del Salvador, los verdugos te vieron y creyeron, y por eso tú eres uno de los tres testigos de nuestro renacer: de hecho, tres son los testigos en la tierra: el Espíritu, el agua y la sangre». El agua para el lavado, la sangre para el rescate, y el Espíritu para la resurrección. (San Ambrosio, Comentarios al Evangelio de San Lucas, X, 48).

Cristo Señor nuestro, tú que inauguraste la práctica de nuestra penitencia cuaresmal, al abstenerte durante cuarenta días de tomar alimento, y al rechazar las tentaciones del enemigo, nos enseñaste a sofocar la fuerza del pecado, concédenos que, celebrando con sinceridad el misterio de esta Pascua, podamos pasar un día a la Pascua que no acaba (Cf. Prefacio, Misal Romano).

¡Oh Señor!, haznos sentir hambre de Cristo, pan vivo y verdadero, y enséñanos a vivir constantemente de toda palabra que sale de tu boca. (Cf. Después de la comunión, Misal Romano).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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domingo, 26 de marzo de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 5º Domingo de Cuaresma: “Yo soy la Resurrección y la Vida”

 


“¡Oh Jesús!, tú eres la resurrección y la vida; haz que yo viva y crea en ti” (Jn 11, 25-26).

Este domingo está caracterizado por una liturgia de resurrección, en la que domina el concepto de Jesús fuente de la vida, capaz de devolverla aun a los muertos. “Os infundiré mi espíritu y viviréis” (Ez 37, 14). La profecía que se lee en Ezequiel se refiere directamente a la recuperación moral y política de Israel, diezmado y envilecido por la esclavitud; recuperación que bien podría comparase con una resurrección que volvería a constituirlo en pueblo libre, como en realidad aconteció tras la repatriación de Babilonia. Pero al mismo tiempo, la profecía preanuncia la era mesiánica, contramarcada por las resurrecciones espirituales y corporales realizadas por el Hijo de Dios, y no menos el fin de los tiempos, en el que se hará verdad la resurrección de la carne.

Entre las resurrecciones obradas por Jesús, la de Lázaro tiene una importancia capital, sea porque se trata de un muerto de cuatro días encerrado en el sepulcro, sea porque la acompañan hechos y discursos que la convierten en “signo” particular del poder mesiánico del Salvador. La respuesta que Jesús da a quienes le anuncian la enfermedad de Lázaro: “Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios” (Jn 11, 4); su demora en llegarse a Betania y, por último, la declaración imprevista: “Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que creáis” (ibid 14-15), manifiestan que el hecho estaba ordenado a glorificar a Jesús “resurrección y vida”, y al mismo tiempo a perfeccionar en la fe de quien creía en él y a suscitarla en quien no creía (ibid 42).

El Maestro insiste sobre estos dos puntos en el coloquio con Marta. La mujer cree: está convencida de que si Jesús hubiera estado presente, Lázaro no habría muerto; pero Jesús quiere llevarla a que reconozca en su persona al Mesías Hijo de Dios venido a dar la vida eterna a cuantos creen en él, por eso declara: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?” (ibid 25-26). He aquí hasta dónde tiene que llegar la fe: creer que el poder de resucitar a los muertos pertenece a Cristo, y que, así como puede usar de ese poder para resucitar inmediatamente a Lázaro de la muerte corporal, puede igualmente servirse de él para asegurar la vida eterna a cuantos viven en él por la fe.

El tema vuelve a ser tratado en la segunda lectura de la Misa por san Pablo en su carta a los Romanos: “Si Cristo está en vosotros [por la fe y el amor], el cuerpo está muerto por el pecado; pero el espíritu vive por la justicia” (Rom 8, 10). Jesús no ha abolido la muerte física -consecuencia del pecado-, pero librando al hombre del pecado, le ha hecho partícipe de su propia vida, que es vida eterna; por eso, la muerte no tiene poder alguno sobre el espíritu de quien vive “por la justicia”. Y no sólo esto: llegará un día -al fin de los tiempos- en que también los cuerpos de los que creyeron resucitarán gloriosos para nunca más morir, partícipes de la resurrección del Señor. Entonces Jesús será, en su pleno sentido, “la resurrección y la vida”, glorificado por los elegidos, resucitados y vivos para siempre por la gracia que brota de su misterio pascual.

Al aproximarse la Pascua, el relato de la resurrección de Lázaro es una exhortación a desatarnos cada vez más del pecado, confiando en el poder vivificador de Cristo, que quiere hacer a los hombres partícipes de su propia resurrección. Quiera Dios que sea Jesús, para todos y cada uno, “resurrección y vida” en el tiempo y en la eternidad.

 

“Te damos gracias, Señor, Padre santo… Porque Cristo nuestro Señor, que, como hombre mortal, lloró a su amigo Lázaro, y, como Dios y Señor de la vida, lo levantó del sepulcro, hoy extiende su compasión a todos los hombres y por medio de sus sacramentos los restaura a una vida nueva” (Misal Romano, Prefacio).

“¡Oh Amigo verdadero, qué mal os paga el que os es traidor! ¡Oh cristianos verdaderos! Ayudad a llorar a vuestro Dios, que no es por solo Lázaro aquellas piadosas lágrimas, sino por lo que no habían de querer resucitar, aunque su Majestad les diese voces. ¡Oh Bien mío, qué presentes teníais las culpas que he cometido contra Vos! Sean ya acabadas, Señor, sean acabadas, y las de todos. Resucitad a estos muertos; sean vuestras voces, Señor, tan poderosas que, aunque no os pidan la vida, se la deis para que después, Dios mío, salgan de la profundidad de sus deleites.

No os pidió Lázaro que le resucitaseis. Por una mujer pecadora lo hicisteis; veisla aquí, Dios mío, y muy mayor; resplandezca vuestra misericordia. Yo, aunque miserable, lo pido por las que no os lo quieren pedir. Ya sabéis, Rey mío, lo que me atormenta verlos tan olvidados de los grandes tormentos que han de padecer para sin fin, si no se tornan a vos” (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones, X, 2, 3).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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domingo, 19 de marzo de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 4º Domingo de Cuaresma: “Yo soy la luz del mundo”

 


“Jesús, luz del mundo, haz que siguiéndote, no ande yo en tinieblas, sino que tenga la luz de la vida” (Jn 8, 12).

El tema central de la Misa del día es Jesús “luz”, y por comparación con Jesús, el cristiano “hijo de la luz”. “Yo soy la luz del mundo -declara el Señor-, quien me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12); y poco después demuestra prácticamente la realidad de su afirmación dando la vista al ciego de nacimiento. El Señor realiza este milagro sin que se lo pidan, la iniciativa es exclusivamente suya, y lo obra por un fin muy determinado: “Mientras es de día tengo que hacer las obras del que me ha enviado… Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo” (Jn 9, 4-5).

El día luminoso, la luz que ahuyenta las tinieblas del mundo es él, Jesús, y para que los hombres se convenzan de ello, he aquí el milagro. Jesús hace barro con su saliva, se lo unta en los ojos al ciego, y le dice que vaya a lavarse a la piscina de Siloé. El ciego “va, se lava, y vuelve con vista” (ibid 7). El prodigio estrepitoso es sólo el principio de la transformación profunda que Jesús quiere obrar en este hombre. La luz física dada a los ojos apagados es un signo y medio de la luz del espíritu que el Señor le infunde provocando en él un acto de fe: “Crees tú en el Hijo del Hombre?... Creo, Señor. Y se postró ante él” (ibid 35.38).

Todo cambia en la vida del ciego de nacimiento. Adquirir la vista para quien siempre ha vivido en las tinieblas es como volver a nacer, es comenzar una nueva existencia: nuevos conocimientos, nuevas emociones, nuevas presencias. Pero mucho más es lo que acontece en el espíritu de este hombre iluminado por una fe tan viva, que resiste imperturbable a la disputa y a los insultos de los judíos, y hasta al hecho de verse “expulsado” de la sinagoga (ibid 34).

Es el símbolo de la transformación radical que se realiza en el bautizado. “En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor” (Ef 5, 8). Por medio del sacramento, el hombre pasa de las tinieblas del pecado a la luz de la vida en Cristo, de la ceguera espiritual al conocimiento de Dios mediante la fe, la cual ilumina toda la existencia humana, dándole sentidos y orientaciones nuevos. De donde se sigue esta consecuencia: “Caminad como hijos de la luz, toda bondad, justicia y verdad son frutos de la luz” (ibid 8-9). La conducta del cristiano debe dar testimonio del bautismo recibido, debe atestiguar con las obras que Cristo es para él no sólo luz de la mente, sino también “luz de vida”. No son las obras de las tinieblas -el pecado- las que corresponden al bautizado, sino las obras de la luz.

“Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz” (ibid 14). Estas palabras citadas por san Pablo y sacadas, según parece, de un himno bautismal, eran una invitación hecha a los catecúmenos a levantarse del sueño, mejor dicho de la muerte del pecado, para ser iluminados por Cristo. La misma exhortación sigue siendo válida -con mayor razón- también para los bautizados desde hace mucho tiempo; la vida cristiana debe ser para todos, en efecto, una incesante y progresiva purificación de toda sombra de pecado, a fin de abrirse cada vez más a la luz de Cristo.

Precisamente porque Cristo es la luz del mundo, la vocación del cristiano consiste en reflejar esa luz y hacerla resplandecer en su propia vida. Esta es la gracia que la comunidad de los fieles implora hoy en la oración final de la Misa: “Señor Dios, luz que alumbras a todo hombre que viene a este mundo, ilumina nuestro espíritu con la claridad de tu gracia, para que nuestros pensamientos sean dignos de ti y aprendamos a amarte de todo corazón” (Misal Romano, Oración después de la Comunión).

 

“¡Oh Cristo Señor nuestro!, te dignaste hacerte hombre para conducir al género humano, peregrino en tinieblas, al esplendor de la fe; y a los que nacieron esclavos del pecado, los hiciste renacer por el bautismo, transformándolos en hijos adoptivos del Padre. Por eso, Señor, todas tus criaturas te adoran cantando un cántico nuevo” (Misal Romano, Prefacio).

“Eres tú, luz eterna, luz de la sabiduría, quien hablando a través de las nubes de la carne dices a los hombres: ‘Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que poseerá la luz de la vida’.

Si sigo la dirección de este sol de la tierra, aunque yo no quiera dejarle, me deja él a mí cuando termina el día, que es su servicio necesario. Mas tú, Señor nuestro Jesucristo, aun mientras traes la nube de la carne no te dejabas ver de todos los hombres, lo regías todo con la potencia de tu sabiduría. Dios mío, tú estás todo en todas partes. Si de ti no me alejo, no te me ocultarás jamás.

¡Oh Señor!, ardo abrasado por el deseo de la luz: en tu presencia están todos mis deseos, y mis gemidos no se te ocultan. ¿Quién ve este deseo, ¡oh Dios mío!, sino tú? ¿A quién pediré Dios sino a Dios? Haz que mi alma ensanche sus deseos, y que, dilatado y hecho cada vez más capaz el interior de mi corazón, trate de llegar a la inteligencia de lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni llegó jamás al corazón del hombre” (Cr. San Agustín, In Ioan, 34, 5-7).

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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viernes, 17 de marzo de 2023

CUARESMA: “Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador”

 


La tarde de este viernes, 17 de marzo, el Santo Padre presidió la Celebración Penitencial en la parroquia romana de Santa María de Gracia, en el ámbito de la iniciativa “24 Horas para el Señor”.

Vatican News

“Repitamos durante unos instantes, con el corazón arrepentido y lleno de confianza: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. En este acto de arrepentimiento y confianza, nos abriremos a la alegría del don más grande, que es la misericordia de Dios”, lo dijo el Papa Francisco en su homilía en la Celebración Penitencial que presidió en el ámbito de la iniciativa de las “24 Horas para el Señor”, celebrado en la parroquia romana de Santa María de las  Gracias, este viernes 17 de marzo de 2023.

Las cosas que nos impiden encontrar a Cristo

Antes de iniciar el Rito de la Reconciliación con la confesión de los pecados, el Santo Padre comentando la primera lectura señaló que, el apóstol Pablo dejó de considerar fundamental en su vida las realidades materiales con tal de encontrar a Cristo, pero, sobre todo, dejó sus “riquezas religiosas”.

“Él era en verdad un hombre piadoso y con gran celo, un fariseo leal y observante (cf. vv. 5-6). Sin embargo, ese aspecto religioso, que podía constituir un mérito, un motivo de orgullo, una riqueza sagrada, era en realidad un impedimento. Y entonces, Pablo afirma: «He sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo» (v. 8)”.

Sólo quien es pobre de espíritu verá a Dios

En este sentido, el Papa Francisco dijo que, quien es demasiado rico de sí mismo y de su propia “valía” religiosa presume de ser justo y mejor que los demás, se complace en el hecho de que ha salvado las apariencias; se siente bien, pero de ese modo no puede darle lugar a Dios, porque no lo necesita.

“El lugar de Dios lo ha ocupado con su ‘yo’ y entonces, aunque recite oraciones y realice acciones sagradas, no dialoga verdaderamente con el Señor. Por eso la Escritura recuerda que sólo «la súplica del humilde atraviesa las nubes» (Si 35,17), porque sólo quien es pobre de espíritu, necesitado de la salvación y mendigo de la gracia, se presenta ante Dios sin exhibir méritos, sin pretensiones, sin presunción. No tiene nada y por eso encuentra todo, porque encuentra al Señor”.

Reflexionemos sobre estas dos posturas

Esta enseñanza, indicó el Pontífice, nos la ofrece Jesús en la parábola que hemos escuchado (cf. Lc 18,9-14). Es el relato de dos hombres, un fariseo y un publicano, que van al templo a rezar, pero sólo uno llega al corazón de Dios. Antes de lo que hacen, es su lenguaje corporal el que habla. El Evangelio dice que el fariseo oraba «de pie» (v. 11), mientras que el publicano, «manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo» (v. 13).

El fariseo está de pie

La primera postura sobre la que reflexionó el Papa Francisco fue la del fariseo que está de pie.

“Está seguro de sí, erguido y triunfante como alguien que debe ser admirado por sus capacidades. Con esta actitud reza a Dios, pero en realidad se celebra a sí mismo: yo voy al templo, yo cumplo los preceptos, yo doy limosna. Formalmente su oración es irreprochable, exteriormente se ve como un hombre piadoso y devoto, pero, en vez de abrirse a Dios presentándole la verdad del corazón, enmascara sus fragilidades con la hipocresía. No espera la salvación del Señor como un don, sino que casi la pretende como un premio por sus méritos. Avanza sin titubeos hacia el altar de Dios para ocupar su puesto, en primera fila, pero acaba por ir demasiado adelante y ponerse frente a Dios”.

El publicano, se mantiene a distancia

La segunda postura sobre la que reflexionó el Santo Padre, es la del publicano, que se mantiene a distancia.

“No trata de abrirse paso, se queda en el fondo. Pero precisamente esa distancia, que manifiesta su ser pecador respecto a la santidad de Dios, es lo que le permite experimentar el abrazo bendiciente y misericordioso del Padre. Dios puede alcanzarlo precisamente porque, permaneciendo a distancia, ese hombre le ha hecho espacio. ¡Qué cierto es esto también en nuestras relaciones familiares, sociales e incluso eclesiales! Hay verdadero diálogo cuando sabemos guardar un espacio entre nosotros y los demás, un espacio saludable que permite a cada uno respirar sin ser absorbido o anulado. Entonces ese diálogo, ese encuentro puede acortar la distancia y crear cercanía. Esto también sucede en la vida de ese publicano. Quedándose en el fondo del templo, se reconoce en verdad tal como es ante Dios: distante, y de este modo le permite a Dios acercarse a él”.

Tomar distancia de nuestro yo presuntuoso

A partir de estas dos posturas, el Papa Francisco recordó que, el Señor llega a nosotros cuando tomamos distancia de nuestro yo presuntuoso. Él puede acortar la distancia con nosotros cuando honestamente, sin falsedades, le presentamos nuestra fragilidad. Nos da la mano para levantarnos cuando sabemos “tocar fondo” y volvemos a Él con sinceridad de corazón.

“Así es Dios, nos espera en el fondo, porque en Jesús Él quiso “ir hasta el fondo”, ocupar el último lugar, haciéndose siervo de todos. Nos espera en el fondo, porque no tiene miedo de descender hasta los abismos que nos habitan, de tocar las heridas de nuestra carne, de acoger nuestra pobreza, los fracasos de la vida, los errores que cometemos por debilidad o negligencia. Dios nos espera allí, nos espera especialmente en el sacramento de la confesión”.

Tanto el fariseo como el publicano habitan en nuestro interior

A los fieles que se dieron cita en la parroquia romana de Santa María de Gracia, el Santo Padre los invitó a hacer un examen de conciencia, porque tanto el fariseo como el publicano habitan en nuestro interior.

“No nos escondamos detrás de la hipocresía de las apariencias, sino confiemos a la misericordia del Señor nuestras oscuridades, nuestros errores y nuestras miserias. Cuando nos confesamos, nos ponemos en el fondo, como el publicano, para reconocer también nosotros la distancia que nos separa entre lo que Dios ha soñado para nuestra vida y lo que realmente somos cada día. Y, en ese momento, el Señor se acerca, acorta las distancias y vuelve a levantarnos; en ese momento, mientras nos reconocemos desnudos, Él nos viste con el traje de fiesta. Y esto es, y debe ser, el sacramento de la reconciliación: un encuentro festivo, que sana el corazón y deja paz interior; no un tribunal humano al que tenemos miedo, sino un abrazo divino con el que somos consolados”.

«Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador»

Finalmente, el Santo Padre dijo que, en este tiempo cuaresmal, con la contrición del corazón, también nosotros supliquemos como el publicano: «Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador» (v. 13).

“Cuando me olvido de ti o te descuido, cuando antepongo mis propias palabras y las del mundo a tu Palabra, cuando presumo de ser justo y desprecio a los otros, cuando critico a los demás: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. Cuando no me ocupo de los que me rodean, cuando permanezco indiferente ante quien es pobre y sufre, es débil o marginado: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. Por los pecados contra la vida, por el mal testimonio que ensucia el rostro hermoso de la Madre Iglesia, por los pecados contra la creación: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. Por mis falsedades, por mi falta de honradez, por mi falta de transparencia y de rectitud: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. Por mis pecados ocultos, por el mal que he causado a los demás sin darme cuenta, por el bien que podría haber hecho y no hice: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador”.