Mostrando entradas con la etiqueta Cuaresma. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Cuaresma. Mostrar todas las entradas

domingo, 17 de marzo de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 5º Domingo de Cuaresma: “Queremos ver a Jesús”

 

«¡Oh Jesús!, que yo te sirva y te siga; y que donde estés tú, esté también yo» (Jn 12, 26).

A medida que la Cuaresma camina a su término, la pasión del Señor se acerca y llena toda la Liturgia. Hoy es Jesús mismo quien habla de ella a través del Evangelio

de Juan, presentándola como el misterio de su glorificación y de su obediencia a la voluntad del Padre. El discurso viene provocado a requerimiento de algunos griegos, gentiles, deseosos de ver al Señor; su presencia parece sustituir a la de los hebreos, que se han alejado decididamente de él y traman su ruina. Jesús puede ya declararse abiertamente el Salvador de todos los hombres: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Os aseguro, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 23- 24). Su glorificación se realizará a través de la muerte comparada con la muerte del grano de trigo que muere para dar vida a la nueva espiga.

De su muerte, en efecto, nacerá el nuevo pueblo de Dios que acogerá a los griegos y a los hebreos y a hombres de toda raza y país, todos igualmente redimidos por él. Jesús lo sabe, y por eso ve con alegría acercarse la hora de su cruz, pero al mismo tiempo, ante ella, su humanidad experimenta horror: «Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora» (ibid 27). Es un anticipo del gemido de Getsemaní: «Me muero de tristeza» (Mc 14, 34). Estas palabras hacen comprender la cruda realidad de la pasión del Hijo de Dios, el cual, por ser verdadero hombre, saboreó el tormento en toda su plenitud. Pero no se echó atrás ya que había venido al mundo en carne pasible para ofrecérsela al Padre como sacrificio expiatorio: «Por esto he venido, para esta hora» (Jn 12, 27). A la voz del Hijo responde desde el cielo la voz del Padre que confirma la hora de la pasión como hora de glorificación. Precisamente, cuando sea elevado sobre la tierra, en la cruz, Jesús atraerá hacia sí a todos los hombres y al mismo tiempo rendirá al Padre la máxima gloria.

En la carta a los Hebreos san Pablo vuelve sobre este tema describiendo de un modo humanísimo las angustias de Cristo «en los días de su vida mortal», cuando «a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte» (Heb 5, 7); clara alusión al lamento de Getsemaní y al grito del Calvario (Mc 15, 34). El es «Hijo», pero el Padre no le perdona porque le ha «entregado» para la salvación del mundo (Jn 3, 16); y el Hijo acepta voluntariamente la voluntad del Padre «aprendiendo, sufriendo, a obedecer» (Heb 5, 8). Siendo Hijo de Dios, no tenía necesidad alguna de someterse a la muerte ni de obedecer a través del sufrimiento, pero abrazó ambas cosas para convertirse «para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna» (ibid 9). La pasión revela así, del modo más elocuente, la sublimidad del amor del Padre y de Cristo hacia los hombres; y revela también que para ser salvados por aquel que consumó el holocausto de la obediencia en la muerte de cruz, es necesario obedecer negándose a sí mismo.

Por su extrema consumación, Cristo es el «Sumo Sacerdote» (ibid 10) que reconcilia con la propia sangre a los hombres con Dios, estipulando de este modo aquella «nueva alianza» de la que habla Jeremías (31, 1; 1.a lectura). Por medio de ella, el hombre se renueva en su ser más íntimo; la ley de Dios no es ya una simple ley externa grabada en tablas de piedra, sino una ley interior escrita en el corazón por el

amor y con la sangre de Cristo. Por la pasión de Cristo, en efecto, llegaron los días de los que Dios había dicho: «Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones... perdonaré sus crímenes, y no recordaré sus pecados» (ibid 33-34).


“Te damos gracias, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro.

Estamos preparando, en el ayuno y en el arrepentimiento, su paso a la muerte; ante él nos postramos llorando. Porque se acerca el día de nuestra redención, el día de su pasión, cuando él, Salvador y Señor nuestro, entregado por nosotros a los judíos, sufrió el suplicio de la cruz, fue coronado de espinas, fue abofeteado, objeto de múltiples sufrimientos en su carne, para resucitar, por último, en virtud de su mismo poder.

En nuestro deseo de llegar con el corazón enteramente purificado a esos días santos, te suplicamos, ¡oh Dios, Padre nuestro!, que nos laves de todo pecado por amor de su pasión, vistiéndonos con la túnica inconsútil que simboliza la caridad que tú derramas sobre todos. Por medio de la caridad, te preparas, a ti mismo, en nosotros, un sacrificio, y por medio de la abstinencia harás que nos acerquemos a la sagrada Mesa con serenidad, libres de nuestros pecados.

Quiera el Cristo obtenernos todo esto, él, a quien pertenece toda alabanza, todo poder y gloria por los siglos de los siglos”. (Prefacio mozárabe, Liturgia CAL 52).

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.

 

domingo, 3 de marzo de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 3º Domingo de Cuaresma: “No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado”

 

«Asegura mis pasos con tu promesa, que ninguna maldad me domine» (Salmo 119, 133).

Poco después de la «pascua», es decir el paso libertador del pueblo de Israel de Egipto al desierto a través del cual habría de alcanzar la tierra prometida, Dios establece con él la Alianza, que se concreta en el don del decálogo. «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí» (Ex 20, 2-3). El amor de Dios hacia Israel, demostrado por sus intervenciones extraordinarias en la historia de este pueblo, es el fundamento de la fidelidad de éste a su Señor. El decálogo no se presenta como una fría ley moral impuesta desde lo alto por pura autoridad, sino como una ley que brota del amor de Dios, el cual, después de haber libertado a su pueblo de la esclavitud material de Egipto, quiere libertarlo de toda esclavitud moral de las pasiones y del pecado para unirlo a sí, en una amistad que por parte suya se expresa con bondad omnipotente y auxiliadora y por parte del hombre con fidelidad a la voluntad divina.

Por lo demás, el decálogo no hace más que manifestar explícitamente la ley del amor -hacia Dios y hacia el prójimo- que desde la creación Dios había impreso en el corazón del hombre, pero que éste había pronto olvidado y torcido. El mismo Israel no respondió a la fidelidad prometida en el Sinaí; muchos fueron sus abandonos, sus desviaciones, sus traiciones. Y muchas han sido, a través de los siglos, las interpretaciones materiales, las supraestructuras formalísticas que han vaciado el decálogo de su contenido genuino y profundo.

Era necesario que viniese Jesús a restaurar la ley antigua, a completarla, a perfeccionarla, sobre todo en el sentido del amor y de la interioridad. El gesto valiente de Cristo de echar a los profanadores del templo puede ser considerado desde esta perspectiva. Dios debe ser servido y adorado con pureza de intención; la religión no puede servir de escabel a los propios intereses, a miras egoístas o ambiciosas. «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre» (Jn 2, 16). Las relaciones con Dios, como con el prójimo, han de ser sumamente rectas, sinceras; puede acontecer que en el culto divino o en la observancia de un punto cualquiera del decálogo se mire más el lado exterior, legalístico, que el interior, y entonces se puede llegar a ser, en poco o en mucho, profanadores del templo, de la religión, de la ley de Dios.

Juan hace notar que Jesús purificó el templo, librándolo de los vendedores y de sus mercancías, cuando estaba próxima la «Pascua de los Judíos» (ibid. 13). Y la Iglesia, próxima ya la «Pascua de los cristianos», parece repetir el gesto de Jesús, invitando a los creyentes a que purifiquen el templo del propio corazón, para que de él se eleve a Dios un culto más puro. Pero Jesús habló de otro templo, infinitamente digno, el «templo de su cuerpo» (ibid 21). A éste aludía al afirmar: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (ibid 19); tales palabras, que escandalizaron a los judíos, fueron comprendidas por los discípulos sólo después de la muerte y de la resurrección del Señor.

Mediante su misterio pascual Jesús ha sustituido el templo de la Antigua Alianza por su cuerpo —templo vivo y digno de la Trinidad—, el cual, ofrecido en sacrificio por la salvación del mundo, sustituye y anula todos los sacrificios de «bueyes, ovejas y palomas» (ibid 14-15) que se ofrecían en el templo de Jerusalén, el cual, por lo tanto, ya no tiene razón de ser. El centro de la Nueva Alianza ya no es un templo de piedra, sino «Cristo Crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos; pero para los llamados a Cristo -judíos o griegos-: fuerza de Dios y sabiduría de Dios...» (1Cor 1, 23-24).

 

Ninguna injuria, ninguna clamorosa condena logró apartarte del camino señalado por tu voluntad, ¡oh Señor misericordioso!, que restaurabas lo que estaba perdido y abismado en la ruina. De esta manera, era ofrecida a Dios, por la salvación del mundo, la víctima singular, y tu muerte, ¡oh Cristo, verdadero cordero!, pronosticada a lo largo de todos los siglos, trasladaba los hijos de la promesa a la libertad de los hijos de Dios. La Nueva Alianza era ratificada, y con tu sangre, ¡oh Cristo!, eran puestos por escrito los herederos del reino eterno. Tú, sumo Pontífice, entrabas en el sanctasanctórum, y, sacerdote inmaculado, mediante la envoltura de tu carne, entrabas a propiciar a Dios... Entonces fue cuando se realizó el paso de la ley al Evangelio, de la sinagoga a la Iglesia, de los muchos sacrificios a la única víctima (San León Magno, Sermón 68, 3).

«Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado»: por medio de ti, ¡oh Cristo!, y contigo, la comunión en la pasión y en la resurrección eterna es única para todos los que creen en ti y han renacido en el Espíritu Santo, según lo que dice el Apóstol: «Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis gloriosos con él» [Col 3, 3-4] (San León Magno, Sermón 69, 4).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.

 

domingo, 25 de febrero de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 2º Domingo de Cuaresma: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”

 

«Confío en ti, Cristo, que moriste y resucitaste, y que estás a la diestra del Padre intercediendo por nosotros» (Rm 8, 34).

 

La liturgia de este domingo tiene un carácter agudamente pascual al destacar el sacrificio y la glorificación de Jesús. Los primeros pasos se inician, como siempre, en el Viejo Testamento y exactamente en el sacrificio de Abrahán. Por obedecer a Dios, Abrahán a sus setenta y cinco años había tenido la valentía de abandonar tierra, casa, costumbres, todo; ahora, ya cargado de larga ancianidad, aventura su fe hasta el mismo sacrificio de su único hijo: «Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, Isaac; vete... y ofrécelo en holocausto...» (Gn 22, 2). Era éste un precepto doloroso para el corazón de un padre, y no menos terrible para la fe de un hombre que de ninguna manera quiere dudar de su Dios. Isaac es la única esperanza para que se puedan cumplir las promesas divinas; y no obstante esto Abrahán obedece y sigue creyendo que Dios mantendrá la palabra dada. Verdaderamente merece el título de «nuestro padre en la fe» (Plegaria Eucarística I).

Dios no quería la muerte de Isaac, pero sí ciertamente la fe y la obediencia sin discusión de Abrahán. Isaac va a tener un papel singular en la historia de la salvación: anticipar la figura de Jesús, el Hijo único de Dios que un día será sacrificado por la redención del mundo. Lo que Abrahán, por intervención divina, ha dejado sin cumplir, lo cumplirá Dios mismo, «el que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32; 2.a lectura). Isaac que sube al monte llevando sobre sus espaldas la leña del sacrificio y que se deja atar dócilmente sobre el montón de leña, es figura de Cristo que sube al Calvario cargando el leño de la Cruz y sobre aquel madero extiende su cuerpo «ofreciéndose libremente a su pasión» (Plegaria Eucarística II). Así como en Isaac, liberado de la muerte, se cumplieren las promesas divinas, también en Cristo resucitado de la muerte brotan la vida y la salvación para toda la humanidad. Nadie puede dudarlo, porque «Jesús que murió, más aún, que resucitó, está a la diestra de Dios e intercede por nosotros» (Rm 8, 34).

El Evangelio del día (Mc 9, 2-10), presentando a Jesús transfigurado en el monte Tabor, nos ofrece una visión anticipada de la gloria del Señor resucitado y de su poder delante del Padre. Sólo los tres discípulos más íntimos -Pedro, Santiago y Juan- fueron sus testigos privilegiados, los mismos que días más tarde asistirán a la agonía de Getsemaní, como para convencernos que gloria y pasión son dos aspectos inseparables del único misterio que es Cristo. «Y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo» (lb 2-3). Esta comparación es un detalle típico del relato de Marcos que exprime con grande realismo la impresión profunda que los tres y especialmente Pedro sintieron delante del Señor resplandeciente de gloria.

Acostumbrados ellos a verle siempre en su aspecto humano, un hombre más entre los hombres, ahora contemplan su divinidad y descubren el rostro luminoso del Hijo de Dios: «Dios de Dios, Luz de Luz» (Credo). En aquel momento una voz desde el cielo garantiza la verdad de la visión: «Este es mi Hijo amado, escuchadle» (ib 7). Es necesario que los hombres le escuchen para vivir según sus mandamientos; Dios mismo le escucha porque en atención a su sacrificio salvará a todos los hombres. Pero lo divino supera de tal manera todo lo humano que cuando se revela a la creatura la oprime y debilita: los tres discípulos fueron invadidos por el miedo y Pedro, sin saber lo que decía, propone a Jesús hacer tres tiendas allí: «una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (ib 5). No sabía que aquella visión no tenía otro fin que fortalecer su fe y que antes de llegar a la visión eterna era necesario descender del monte con Jesús, oírle hablar aún muchas veces de pasión y seguirle llevando con él la cruz. Esto es lo que significa vivir el misterio pascual de Cristo.

 

“¡Qué maravillosa es la obediencia de Abrahán! ¡Qué ejemplo nos das, Dios mío en ella!... Tanto más admirable es, en tanto que tu siervo no obra solamente contra la inclinación del corazón... Le mandas que haga lo contrario de lo que parecía justo... Pero él tiene fe en ti, y sabiendo que eres tú quien le habla, obedece, y con razón, pues tú eres esencialmente la justicia y la santidad... ¡Qué unidas están la fe y la obediencia! La fe es el principio de todo bien y la obediencia es su consumación.

¡Que Dios te bendiga, Abrahán! ¡Que Dios te bendiga, Isaac, que tan dulcemente te dejaste atar sobre el altar! ¡Te bendecimos, Dios mío, por los siglos de los siglos, a ti, que haces germinar entre los hombres tales virtudes! El amor consiste en obedecerte, obedecerte con esa prontitud, con esa fe que desgarra el corazón y desconcierta la mente...; el amor es el sacrificio inmediato, absoluto, de lo que más se quiere, a tu voluntad, es decir, a tu gloria... Es lo que tú haces de un modo maravilloso, ¡oh Abrahán!, levantándote de improviso durante la noche para ir a sacrificar a tu propio hijo. Es lo que tú harás, ¡oh Hijo de Dios!, bajando del cielo a la tierra para vivir esta vida y para morir esta muerte... Señor mío y Dios mío, haz que yo también lo haga, según tu santísima voluntad”. (Carlos de Foucauld, Meditaciones sobre el Antiguo Testamento).

“Cristo Señor nuestro, después de anunciar tu muerte a los discípulos, les mostraste en el monte santo el esplendor de tu gloria, para testimoniar de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección”. (Misal Romano, cf. Prefacio).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.


domingo, 18 de febrero de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 1º Domingo de Cuaresma: “Convertíos y creed en el Evangelio”

 

«Que te sirva, Señor, con una conciencia buena, por medio de la Resurrección de Jesucristo» (1 Pt 3, 21).

La Liturgia cuaresmal se desarrolla sobre un doble binario: de una parte se marcan las etapas fundamentales de la historia de la salvación ilustradas por el Antiguo Testamento y de otra se destacan los hechos más sobresalientes de la vida de Jesús hasta su muerte y resurrección presentados por el Evangelio.

A partir del pecado de Adán que ha roto la amistad del hombre con Dios, éste inicia la larga serie de intervenciones con que pretenderá volver al hombre a su amor. Entre estos sobresale la alianza establecida con Noé al final del diluvio (Gn 9, 8-15; 1.° lectura), cuando el patriarca, bajando a la tierra seca, ofreció al Señor un sacrificio en agradecimiento por haberle salvado junto con sus hijos: «Dijo Dios a Noé y a sus hijos con él: He aquí que Yo establezco mi alianza con vosotros... y no volverá nunca más a ser aniquilada toda carne por las aguas del diluvio, ni habrá más diluvio para destruir la tierra» (ib 8-11).

Los castigos de Dios llevan siempre el germen de la salvación: Adán arrojado del Paraíso oyó que el Señor le prometía un Salvador; Noé, salvado de las mismas aguas que habían arrasado innumerables hombres, recibe de Dios la promesa de que el diluvio no volverá jamás a hundir a la humanidad. Y como señal de su alianza, el Señor pone su arco en las nubes (ib 13), arco de paz que une la tierra con el cielo. Y sin embargo todo esto no es más que el símbolo de una alianza inmensamente superior que será pactada en la sangre de Cristo.

San Pedro lectura: 1 Ped 3, 18-22), recordando a los primeros cristianos «el arca en la que unos pocos, es decir ocho personas, fueron salvados», explica: «A ésta ahora corresponde el bautismo que os salva» (ib 20-21). Las aguas del bautismo destruyendo el pecado -lo mismo que las aguas del diluvio arrasaron a los hombres pecadores- salvan al creyente «por medio de la Resurrección de Jesucristo». Más que Noé, es ciertamente el cristiano un salvado por medio del agua; y no sobre la madera del arca sino sobre el madero de la Cruz del Señor, en virtud de su muerte y resurrección. La Cuaresma intenta especialmente despertar en el cristiano el recuerdo del bautismo, que le purificó del pecado y le comprometió a vivir «con una buena conciencia» (ib 21), siendo fiel a la promesa de renunciar a Satanás y servir a Dios solo.

Para animarlo en este serio propósito viene muy oportuno el evangelio del día (Mc 1, 12-15), con la tradicional escena del desierto donde Jesús lucha contra Satanás rechazando todas sus sugerencias. Separándose de los otros sinópticos, Marcos no se detiene a describir las diversas tentaciones, sino que resume muy brevemente: «A continuación, el Espíritu le impulsa al desierto, y permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás» (lb 12-13). Esto sucede inmediatamente después del bautismo en el Jordán: lo mismo que allí Jesús quiso mezclarse entre los pecadores como si fuese uno más, necesitado de purificación, también ahora en el desierto quiere hacerse semejante a ellos hasta el límite máximo que permite su santidad, la tentación.

Aceptando la lucha con Satanás, de la cual ha de salir absolutamente victorioso, Jesús enseña que ha venido a liberar al mundo del dominio del Maligno y al mismo tiempo merece para todo hombre la fuerza con la que pueda vencer sus insidiosas tentaciones. El cristiano, aunque bautizado, no está inmune de ellas; al contrario, a veces cuanto más se empeña en servir a Dios con fervor, más procura Satanás trancarle el camino, como hubiera querido trancársele a Jesús, para impedirle que cumpliera su misión redentora. Entonces, es necesario acudir a las mismas armas que usó Cristo: penitencia, oración, conformidad perfecta con la voluntad del Padre: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame» (Mt 4, 4). Quien es fiel a la palabra de Dios, quien se alimenta constantemente de ella, no podrá ser vencido por el Maligno.

 

¡Oh agua, que lavaste al universo bañado en sangre humana, agua que prefiguraste la actual purificación! ¡Oh agua, que mereciste ser signo del sacramento de Cristo, que lo lavas todo sin ser lavada! Apareces la primera y completas, luego, la perfección de los misterios... Has dado tu nombre a profetas y apóstoles, has dado tu nombre al Salvador: aquéllos son nubes del cielo, sal de la tierra, éste es fuente de vida...

Cuando fluiste del costado del Salvador, los verdugos te vieron y creyeron, y por eso tú eres uno de los tres testigos de nuestro renacer: de hecho, tres son los testigos en la tierra: el Espíritu, el agua y la sangre». El agua para el lavado, la sangre para el rescate, y el Espíritu para la resurrección. (San Ambrosio, Comentarios al Evangelio de San Lucas, X, 48).

Cristo Señor nuestro, tú que inauguraste la práctica de nuestra penitencia cuaresmal, al abstenerte durante cuarenta días de tomar alimento, y al rechazar las tentaciones del enemigo, nos enseñaste a sofocar la fuerza del pecado, concédenos que, celebrando con sinceridad el misterio de esta Pascua, podamos pasar un día a la Pascua que no acaba (Cf. Prefacio, Misal Romano).

¡Oh Señor!, haznos sentir hambre de Cristo, pan vivo y verdadero, y enséñanos a vivir constantemente de toda palabra que sale de tu boca. (Cf. Después de la comunión, Misal Romano).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.

 

domingo, 26 de marzo de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 5º Domingo de Cuaresma: “Yo soy la Resurrección y la Vida”

 


“¡Oh Jesús!, tú eres la resurrección y la vida; haz que yo viva y crea en ti” (Jn 11, 25-26).

Este domingo está caracterizado por una liturgia de resurrección, en la que domina el concepto de Jesús fuente de la vida, capaz de devolverla aun a los muertos. “Os infundiré mi espíritu y viviréis” (Ez 37, 14). La profecía que se lee en Ezequiel se refiere directamente a la recuperación moral y política de Israel, diezmado y envilecido por la esclavitud; recuperación que bien podría comparase con una resurrección que volvería a constituirlo en pueblo libre, como en realidad aconteció tras la repatriación de Babilonia. Pero al mismo tiempo, la profecía preanuncia la era mesiánica, contramarcada por las resurrecciones espirituales y corporales realizadas por el Hijo de Dios, y no menos el fin de los tiempos, en el que se hará verdad la resurrección de la carne.

Entre las resurrecciones obradas por Jesús, la de Lázaro tiene una importancia capital, sea porque se trata de un muerto de cuatro días encerrado en el sepulcro, sea porque la acompañan hechos y discursos que la convierten en “signo” particular del poder mesiánico del Salvador. La respuesta que Jesús da a quienes le anuncian la enfermedad de Lázaro: “Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios” (Jn 11, 4); su demora en llegarse a Betania y, por último, la declaración imprevista: “Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que creáis” (ibid 14-15), manifiestan que el hecho estaba ordenado a glorificar a Jesús “resurrección y vida”, y al mismo tiempo a perfeccionar en la fe de quien creía en él y a suscitarla en quien no creía (ibid 42).

El Maestro insiste sobre estos dos puntos en el coloquio con Marta. La mujer cree: está convencida de que si Jesús hubiera estado presente, Lázaro no habría muerto; pero Jesús quiere llevarla a que reconozca en su persona al Mesías Hijo de Dios venido a dar la vida eterna a cuantos creen en él, por eso declara: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?” (ibid 25-26). He aquí hasta dónde tiene que llegar la fe: creer que el poder de resucitar a los muertos pertenece a Cristo, y que, así como puede usar de ese poder para resucitar inmediatamente a Lázaro de la muerte corporal, puede igualmente servirse de él para asegurar la vida eterna a cuantos viven en él por la fe.

El tema vuelve a ser tratado en la segunda lectura de la Misa por san Pablo en su carta a los Romanos: “Si Cristo está en vosotros [por la fe y el amor], el cuerpo está muerto por el pecado; pero el espíritu vive por la justicia” (Rom 8, 10). Jesús no ha abolido la muerte física -consecuencia del pecado-, pero librando al hombre del pecado, le ha hecho partícipe de su propia vida, que es vida eterna; por eso, la muerte no tiene poder alguno sobre el espíritu de quien vive “por la justicia”. Y no sólo esto: llegará un día -al fin de los tiempos- en que también los cuerpos de los que creyeron resucitarán gloriosos para nunca más morir, partícipes de la resurrección del Señor. Entonces Jesús será, en su pleno sentido, “la resurrección y la vida”, glorificado por los elegidos, resucitados y vivos para siempre por la gracia que brota de su misterio pascual.

Al aproximarse la Pascua, el relato de la resurrección de Lázaro es una exhortación a desatarnos cada vez más del pecado, confiando en el poder vivificador de Cristo, que quiere hacer a los hombres partícipes de su propia resurrección. Quiera Dios que sea Jesús, para todos y cada uno, “resurrección y vida” en el tiempo y en la eternidad.

 

“Te damos gracias, Señor, Padre santo… Porque Cristo nuestro Señor, que, como hombre mortal, lloró a su amigo Lázaro, y, como Dios y Señor de la vida, lo levantó del sepulcro, hoy extiende su compasión a todos los hombres y por medio de sus sacramentos los restaura a una vida nueva” (Misal Romano, Prefacio).

“¡Oh Amigo verdadero, qué mal os paga el que os es traidor! ¡Oh cristianos verdaderos! Ayudad a llorar a vuestro Dios, que no es por solo Lázaro aquellas piadosas lágrimas, sino por lo que no habían de querer resucitar, aunque su Majestad les diese voces. ¡Oh Bien mío, qué presentes teníais las culpas que he cometido contra Vos! Sean ya acabadas, Señor, sean acabadas, y las de todos. Resucitad a estos muertos; sean vuestras voces, Señor, tan poderosas que, aunque no os pidan la vida, se la deis para que después, Dios mío, salgan de la profundidad de sus deleites.

No os pidió Lázaro que le resucitaseis. Por una mujer pecadora lo hicisteis; veisla aquí, Dios mío, y muy mayor; resplandezca vuestra misericordia. Yo, aunque miserable, lo pido por las que no os lo quieren pedir. Ya sabéis, Rey mío, lo que me atormenta verlos tan olvidados de los grandes tormentos que han de padecer para sin fin, si no se tornan a vos” (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones, X, 2, 3).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.

domingo, 19 de marzo de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 4º Domingo de Cuaresma: “Yo soy la luz del mundo”

 


“Jesús, luz del mundo, haz que siguiéndote, no ande yo en tinieblas, sino que tenga la luz de la vida” (Jn 8, 12).

El tema central de la Misa del día es Jesús “luz”, y por comparación con Jesús, el cristiano “hijo de la luz”. “Yo soy la luz del mundo -declara el Señor-, quien me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12); y poco después demuestra prácticamente la realidad de su afirmación dando la vista al ciego de nacimiento. El Señor realiza este milagro sin que se lo pidan, la iniciativa es exclusivamente suya, y lo obra por un fin muy determinado: “Mientras es de día tengo que hacer las obras del que me ha enviado… Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo” (Jn 9, 4-5).

El día luminoso, la luz que ahuyenta las tinieblas del mundo es él, Jesús, y para que los hombres se convenzan de ello, he aquí el milagro. Jesús hace barro con su saliva, se lo unta en los ojos al ciego, y le dice que vaya a lavarse a la piscina de Siloé. El ciego “va, se lava, y vuelve con vista” (ibid 7). El prodigio estrepitoso es sólo el principio de la transformación profunda que Jesús quiere obrar en este hombre. La luz física dada a los ojos apagados es un signo y medio de la luz del espíritu que el Señor le infunde provocando en él un acto de fe: “Crees tú en el Hijo del Hombre?... Creo, Señor. Y se postró ante él” (ibid 35.38).

Todo cambia en la vida del ciego de nacimiento. Adquirir la vista para quien siempre ha vivido en las tinieblas es como volver a nacer, es comenzar una nueva existencia: nuevos conocimientos, nuevas emociones, nuevas presencias. Pero mucho más es lo que acontece en el espíritu de este hombre iluminado por una fe tan viva, que resiste imperturbable a la disputa y a los insultos de los judíos, y hasta al hecho de verse “expulsado” de la sinagoga (ibid 34).

Es el símbolo de la transformación radical que se realiza en el bautizado. “En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor” (Ef 5, 8). Por medio del sacramento, el hombre pasa de las tinieblas del pecado a la luz de la vida en Cristo, de la ceguera espiritual al conocimiento de Dios mediante la fe, la cual ilumina toda la existencia humana, dándole sentidos y orientaciones nuevos. De donde se sigue esta consecuencia: “Caminad como hijos de la luz, toda bondad, justicia y verdad son frutos de la luz” (ibid 8-9). La conducta del cristiano debe dar testimonio del bautismo recibido, debe atestiguar con las obras que Cristo es para él no sólo luz de la mente, sino también “luz de vida”. No son las obras de las tinieblas -el pecado- las que corresponden al bautizado, sino las obras de la luz.

“Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz” (ibid 14). Estas palabras citadas por san Pablo y sacadas, según parece, de un himno bautismal, eran una invitación hecha a los catecúmenos a levantarse del sueño, mejor dicho de la muerte del pecado, para ser iluminados por Cristo. La misma exhortación sigue siendo válida -con mayor razón- también para los bautizados desde hace mucho tiempo; la vida cristiana debe ser para todos, en efecto, una incesante y progresiva purificación de toda sombra de pecado, a fin de abrirse cada vez más a la luz de Cristo.

Precisamente porque Cristo es la luz del mundo, la vocación del cristiano consiste en reflejar esa luz y hacerla resplandecer en su propia vida. Esta es la gracia que la comunidad de los fieles implora hoy en la oración final de la Misa: “Señor Dios, luz que alumbras a todo hombre que viene a este mundo, ilumina nuestro espíritu con la claridad de tu gracia, para que nuestros pensamientos sean dignos de ti y aprendamos a amarte de todo corazón” (Misal Romano, Oración después de la Comunión).

 

“¡Oh Cristo Señor nuestro!, te dignaste hacerte hombre para conducir al género humano, peregrino en tinieblas, al esplendor de la fe; y a los que nacieron esclavos del pecado, los hiciste renacer por el bautismo, transformándolos en hijos adoptivos del Padre. Por eso, Señor, todas tus criaturas te adoran cantando un cántico nuevo” (Misal Romano, Prefacio).

“Eres tú, luz eterna, luz de la sabiduría, quien hablando a través de las nubes de la carne dices a los hombres: ‘Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que poseerá la luz de la vida’.

Si sigo la dirección de este sol de la tierra, aunque yo no quiera dejarle, me deja él a mí cuando termina el día, que es su servicio necesario. Mas tú, Señor nuestro Jesucristo, aun mientras traes la nube de la carne no te dejabas ver de todos los hombres, lo regías todo con la potencia de tu sabiduría. Dios mío, tú estás todo en todas partes. Si de ti no me alejo, no te me ocultarás jamás.

¡Oh Señor!, ardo abrasado por el deseo de la luz: en tu presencia están todos mis deseos, y mis gemidos no se te ocultan. ¿Quién ve este deseo, ¡oh Dios mío!, sino tú? ¿A quién pediré Dios sino a Dios? Haz que mi alma ensanche sus deseos, y que, dilatado y hecho cada vez más capaz el interior de mi corazón, trate de llegar a la inteligencia de lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni llegó jamás al corazón del hombre” (Cr. San Agustín, In Ioan, 34, 5-7).

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.

 

viernes, 17 de marzo de 2023

CUARESMA: “Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador”

 


La tarde de este viernes, 17 de marzo, el Santo Padre presidió la Celebración Penitencial en la parroquia romana de Santa María de Gracia, en el ámbito de la iniciativa “24 Horas para el Señor”.

Vatican News

“Repitamos durante unos instantes, con el corazón arrepentido y lleno de confianza: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. En este acto de arrepentimiento y confianza, nos abriremos a la alegría del don más grande, que es la misericordia de Dios”, lo dijo el Papa Francisco en su homilía en la Celebración Penitencial que presidió en el ámbito de la iniciativa de las “24 Horas para el Señor”, celebrado en la parroquia romana de Santa María de las  Gracias, este viernes 17 de marzo de 2023.

Las cosas que nos impiden encontrar a Cristo

Antes de iniciar el Rito de la Reconciliación con la confesión de los pecados, el Santo Padre comentando la primera lectura señaló que, el apóstol Pablo dejó de considerar fundamental en su vida las realidades materiales con tal de encontrar a Cristo, pero, sobre todo, dejó sus “riquezas religiosas”.

“Él era en verdad un hombre piadoso y con gran celo, un fariseo leal y observante (cf. vv. 5-6). Sin embargo, ese aspecto religioso, que podía constituir un mérito, un motivo de orgullo, una riqueza sagrada, era en realidad un impedimento. Y entonces, Pablo afirma: «He sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo» (v. 8)”.

Sólo quien es pobre de espíritu verá a Dios

En este sentido, el Papa Francisco dijo que, quien es demasiado rico de sí mismo y de su propia “valía” religiosa presume de ser justo y mejor que los demás, se complace en el hecho de que ha salvado las apariencias; se siente bien, pero de ese modo no puede darle lugar a Dios, porque no lo necesita.

“El lugar de Dios lo ha ocupado con su ‘yo’ y entonces, aunque recite oraciones y realice acciones sagradas, no dialoga verdaderamente con el Señor. Por eso la Escritura recuerda que sólo «la súplica del humilde atraviesa las nubes» (Si 35,17), porque sólo quien es pobre de espíritu, necesitado de la salvación y mendigo de la gracia, se presenta ante Dios sin exhibir méritos, sin pretensiones, sin presunción. No tiene nada y por eso encuentra todo, porque encuentra al Señor”.

Reflexionemos sobre estas dos posturas

Esta enseñanza, indicó el Pontífice, nos la ofrece Jesús en la parábola que hemos escuchado (cf. Lc 18,9-14). Es el relato de dos hombres, un fariseo y un publicano, que van al templo a rezar, pero sólo uno llega al corazón de Dios. Antes de lo que hacen, es su lenguaje corporal el que habla. El Evangelio dice que el fariseo oraba «de pie» (v. 11), mientras que el publicano, «manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo» (v. 13).

El fariseo está de pie

La primera postura sobre la que reflexionó el Papa Francisco fue la del fariseo que está de pie.

“Está seguro de sí, erguido y triunfante como alguien que debe ser admirado por sus capacidades. Con esta actitud reza a Dios, pero en realidad se celebra a sí mismo: yo voy al templo, yo cumplo los preceptos, yo doy limosna. Formalmente su oración es irreprochable, exteriormente se ve como un hombre piadoso y devoto, pero, en vez de abrirse a Dios presentándole la verdad del corazón, enmascara sus fragilidades con la hipocresía. No espera la salvación del Señor como un don, sino que casi la pretende como un premio por sus méritos. Avanza sin titubeos hacia el altar de Dios para ocupar su puesto, en primera fila, pero acaba por ir demasiado adelante y ponerse frente a Dios”.

El publicano, se mantiene a distancia

La segunda postura sobre la que reflexionó el Santo Padre, es la del publicano, que se mantiene a distancia.

“No trata de abrirse paso, se queda en el fondo. Pero precisamente esa distancia, que manifiesta su ser pecador respecto a la santidad de Dios, es lo que le permite experimentar el abrazo bendiciente y misericordioso del Padre. Dios puede alcanzarlo precisamente porque, permaneciendo a distancia, ese hombre le ha hecho espacio. ¡Qué cierto es esto también en nuestras relaciones familiares, sociales e incluso eclesiales! Hay verdadero diálogo cuando sabemos guardar un espacio entre nosotros y los demás, un espacio saludable que permite a cada uno respirar sin ser absorbido o anulado. Entonces ese diálogo, ese encuentro puede acortar la distancia y crear cercanía. Esto también sucede en la vida de ese publicano. Quedándose en el fondo del templo, se reconoce en verdad tal como es ante Dios: distante, y de este modo le permite a Dios acercarse a él”.

Tomar distancia de nuestro yo presuntuoso

A partir de estas dos posturas, el Papa Francisco recordó que, el Señor llega a nosotros cuando tomamos distancia de nuestro yo presuntuoso. Él puede acortar la distancia con nosotros cuando honestamente, sin falsedades, le presentamos nuestra fragilidad. Nos da la mano para levantarnos cuando sabemos “tocar fondo” y volvemos a Él con sinceridad de corazón.

“Así es Dios, nos espera en el fondo, porque en Jesús Él quiso “ir hasta el fondo”, ocupar el último lugar, haciéndose siervo de todos. Nos espera en el fondo, porque no tiene miedo de descender hasta los abismos que nos habitan, de tocar las heridas de nuestra carne, de acoger nuestra pobreza, los fracasos de la vida, los errores que cometemos por debilidad o negligencia. Dios nos espera allí, nos espera especialmente en el sacramento de la confesión”.

Tanto el fariseo como el publicano habitan en nuestro interior

A los fieles que se dieron cita en la parroquia romana de Santa María de Gracia, el Santo Padre los invitó a hacer un examen de conciencia, porque tanto el fariseo como el publicano habitan en nuestro interior.

“No nos escondamos detrás de la hipocresía de las apariencias, sino confiemos a la misericordia del Señor nuestras oscuridades, nuestros errores y nuestras miserias. Cuando nos confesamos, nos ponemos en el fondo, como el publicano, para reconocer también nosotros la distancia que nos separa entre lo que Dios ha soñado para nuestra vida y lo que realmente somos cada día. Y, en ese momento, el Señor se acerca, acorta las distancias y vuelve a levantarnos; en ese momento, mientras nos reconocemos desnudos, Él nos viste con el traje de fiesta. Y esto es, y debe ser, el sacramento de la reconciliación: un encuentro festivo, que sana el corazón y deja paz interior; no un tribunal humano al que tenemos miedo, sino un abrazo divino con el que somos consolados”.

«Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador»

Finalmente, el Santo Padre dijo que, en este tiempo cuaresmal, con la contrición del corazón, también nosotros supliquemos como el publicano: «Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador» (v. 13).

“Cuando me olvido de ti o te descuido, cuando antepongo mis propias palabras y las del mundo a tu Palabra, cuando presumo de ser justo y desprecio a los otros, cuando critico a los demás: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. Cuando no me ocupo de los que me rodean, cuando permanezco indiferente ante quien es pobre y sufre, es débil o marginado: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. Por los pecados contra la vida, por el mal testimonio que ensucia el rostro hermoso de la Madre Iglesia, por los pecados contra la creación: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. Por mis falsedades, por mi falta de honradez, por mi falta de transparencia y de rectitud: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador. Por mis pecados ocultos, por el mal que he causado a los demás sin darme cuenta, por el bien que podría haber hecho y no hice: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador”.

domingo, 12 de marzo de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 3º Domingo de Cuaresma: “¡Señor, dame esa agua!”

 


“Señor, dame esa agua: así no tendré más sed” (Jn 4, 15).

“Danos agua para beber” (Ex 17, 2), decía a Moisés el pueblo torturado por la sed en el desierto privado de agua. Moisés, siguiendo órdenes de Dios, golpeó la peña, y de ella salió en abundancia. “Y la roca era Cristo”, afirma san Pablo (cfr. 1 Cor 10, 4); era prefiguración del Mesías, el cual será surtidor, no de agua material, sino espiritual, “agua viva”, ofrecida no a un solo pueblo, sino a todos los pueblos, para que todo hombre tenga con qué apagar su sed y “nunca más tenga sed” (Jn 4, 14).

En el Evangelio de Juan esta realidad viene ilustrada con toda precisión. La samaritana cree que Jesús se burla de ella cuando éste, sentado junto al manantial, le declara: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva” (ibid 10), y se pone a discutir. Pero el Señor afirma gravemente: “El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (ibid 14). Quien reciba esta agua poseerá en sí un principio permanente de vida eterna, la gracia santificante que Cristo comunica a cuantos creen en él.

Él es la fuente inagotable de esa gracia; basta acercarse a él, para sacar esa agua. Se saca, ante todo, por medio del bautismo, que es el signo sacramental que repite el simbolismo del agua. Pero para beber de esta agua viva y vivificante es necesario creer. En efecto, Jesús prolonga su discurso con la mujer hasta conducirla a la fe, hasta el punto de que ella, desconfiada al principio, vuelve entusiasmadamente a la ciudad para anunciar al Maestro. Bautismo y fe son dos dones íntimamente conexos: el que cree puede ser bautizado y el bautismo infunde la fe. El bautismo sumerge al hombre en el agua viva que brota del corazón desgarrado de Cristo, agua que purifica, quita la sed, vivifica y se convierte dentro del corazón del creyente “en un surtidor” que vuelve a subir con ímpetu hasta la vida eterna y a ella conduce.

Hablando de la fe y de la gracia que dan al hombre el derecho a esperar una comunión vital y eterna con Dios. San Pablo presenta las más seguras garantías que lo fundamentan: “la esperanza no quedará defraudada” (Rom 5, 5). La gracia, participación de la naturaleza divina, no se puede separar del amor de Dios, que es la esencia de su ser, de su vida. Este amor derramado con la gracia en el bautizado no es abstracto, sino concreto y compromete al creyente en el río de aquella caridad infinita que llevó a Cristo a morir por los pecadores. ¿Se puede dudar de semejante amor? “En verdad, apenas habrá quien muera por un justo –afirma el Apóstol-; sin embargo, por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir. Más la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (ibid 7-8).

El misterio pascual, que la liturgia se prepara a celebrar, demuestra que Cristo se convierte para todos los hombres en surtidor de agua viva que salta hasta la vida eterna, precisamente a través de ese amor infinito que le induce a morir por lo salvación de los hombres. Y para corresponder a tal amor, el cristiano no puede hacer otra cosa mejor que dejarse invadir y transformar por la gracia y por el amor hasta asemejarse a Cristo Crucificado.

 

“¡Oh Señor!, para ofrecernos el misterio de tu humildad, te sentaste cansado, junto al manantial y pediste de beber a la mujer de Samaría. Tú, que habías hecho nacer en ella el don de la fe, te dignaste tener sed de su fe; le pediste agua, y encendiste en ella el fuego del amor de Dios. Por eso, pedimos a tu inmensa clemencia que podamos abandonar las profundas tinieblas del vicio, dejar el agua de las pasiones nocivas, para sentir incesantemente sed de ti, que eres la fuente viva de la vida y el manantial de la bondad” (Prefacio Ambrosiano, de Oraciones de los primeros cristianos, 326).

“¡Oh piadoso y amoroso Señor de mi alma! También decís Vos: ‘Venid a mí todos lo que tenéis sed, que yo os daré a beber’. Pues, ¿cómo dejar de tener sed el que se está ardiendo en vivas llamas en las codicias de estas cosas miserables de la tierra? Hay grandísima necesidad de agua para que en ella no se acabe de consumir.

Ya sé yo, Señor mío, de vuestra bondad que se lo daréis; Vos mismo lo decís; no pueden faltar vuestras palabras. Pues si de acostumbrados a vivir en este fuego y de criados en él, ya no lo sienten ni atinan de desatinados a ver su gran necesidad, ¿qué remedio, Dios mío? Vos vinisteis al mundo para remediar tan grandes necesidades como éstas. Comenzad, Señor; en las cosas más dificultosas se ha de demostrar vuestra piedad” (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones, 9, 1).

Hablando a la Samaritana, dijisteis que quien bebiere del agua que Vos le dierais no tendría jamás sed. ¡Y con cuánta razón y verdad, como dicho de la boca de la misma Verdad, que no la tendrá de cosa de esta vida, aunque crece muy mayor de lo que acá podemos imaginar de las cosas de la otra por esta sed natural! ¡Con qué sed, Señor, deseo tener esta sed, cuyo gran valor me hacéis comprender! (Santa Teresa de Jesús, Camino, 19, 2).

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.


viernes, 10 de marzo de 2023

CUARESMA: Ayunar de críticas y cotilleos

 


“¿A eso lo llamáis ayuno, día agradable al Señor?... Este es el ayuno que yo quiero: soltar las cadenas injustas, liberar a los oprimidos, partir tu pan con el hambriento (...)” (cf. Isaías 58, 5-7). A este conocido texto del profeta Isaías, bien podríamos añadir, en plena sintonía con su mismo espíritu: ¡El ayuno que agrada a Dios es controlar nuestra lengua!

Comencemos por reconocer que llama la atención la “cruzada” que el Papa Francisco ha emprendido contra el vicio de la crítica y el cotilleo: “Las murmuraciones matan, igual o más que las armas”; “Los que viven juzgando y hablando mal del prójimo son hipócritas, porque no tienen la valentía de mirar los propios defectos”; “Cuando usamos la lengua para hablar mal del prójimo, la usamos para matar a Dios” ; “El mal de la cháchara, la murmuración y el cotilleo, es una enfermedad grave que se va apoderando de la persona hasta convertirla en sembradora de cizaña, y muchas veces en homicida de la fama de sus propios colegas y hermanos”; “Cuidado con decir solo esa mitad de la realidad que nos conviene”; “¡Cuántos chismorreos hay en el seno de la propia Iglesia!”… Ciertamente, no creo que haya habido nunca un Papa tan comprometido con la denuncia y la erradicación de esta lacra.

La crítica y el cotilleo están tan extendidos en nuestra sociedad —sin que la Iglesia sea una excepción—, que no son pocos quienes consideran que se trata de un mal insuperable, cuando no necesario. A esto contribuye el hecho de que la percepción suele cambiar dependiendo de que seamos sujetos activos o pasivos de dicha práctica. El cotilla y el murmurador tiende a justificarse diciendo que se limitan a informar, y que en esta vida es necesario tener un juicio crítico.

Pues bien, para dejar de murmurar no solo se requiere controlar la lengua, sino que hay que cambiar la mentalidad. No estamos ante un vicio superficial o epidérmico, como a veces solemos suponer equivocadamente. Bajo las críticas y los cotilleos se camuflan pecados como el rencor, la envidia o la vanidad. Pero no solo esto, sino que también se esconden nuestros complejos, inseguridades y heridas. En realidad, lo moral y lo psicológico suelen caminar por el mismo carril. O dicho de otro modo, el demonio sabe dónde nos aprieta el zapato, y tiende a pisarnos en el mismo lugar…

Todos sabemos que la crítica esconde con frecuencia envidia y celos, y que estos encierran falta de autoestima. Y si pudiésemos remontarnos al origen de esa falta de autoestima, muy posiblemente nos encontraríamos con la carencia de amor… No cabe duda de que los males morales, psicológicos y educacionales están implicados. Así, por ejemplo, decía San Francisco de Sales: “Cuanto más nos gusta ser aplaudidos por lo que decimos, tanto más propensos somos a criticar lo que dicen los demás”.

Dicho lo cual, no es de recibo tomar excusa de las implicaciones psicológicas y educacionales, para eludir nuestra lucha contra este vicio. Nuestra responsabilidad moral puede estar condicionada, ciertamente, pero no hasta el punto de estar determinada. Somos sujetos libres, aunque nuestra libertad esté herida; y por lo tanto, somos responsables de las palabras que salen de nuestra boca. Sin olvidar que en no pocas ocasiones las críticas y los cotilleos son puestos al servicio, con notable malicia, de la ideología de quien los utiliza, con el objetivo de denigrar a quienes no piensan como nosotros.

Me viene a la memoria una cita evangélica que suele pasar inadvertida, en la que queda patente la indisimulada incomodidad del Señor Jesús ante este vicio moral. Me refiero a Juan 21, 23. El contexto de este episodio es el encuentro final entre Jesús y Pedro, en el que este es perdonado por su triple negación, además de confirmado en su misión. A punto de concluir el diálogo, cuando Jesús ha revelado a Pedro su futuro martirio, este vuelve su mirada a Juan —el discípulo al que el Señor amaba especialmente— y le pregunta a Jesús: “Señor, y este, ¿qué?”. A lo que el Señor, en una respuesta sin precedentes, contesta: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme”. ¡¡Es impresionante escuchar a Jesús decirle a Pedro: “¿a ti qué?” (expresión equivalente a nuestro popular “¿a ti qué te importa?”)!! Y es que, mientras estamos pendientes indebidamente de los demás, podemos permanecer ciegos ante nuestros problemas y responsabilidades. ¡Vemos la paja en el ojo ajeno y no vemos la viga en el nuestro! (cfr. Mt 7, 3).

Concluyo con un texto evangélico tan clarificador como incómodo, de esos a los que solemos poner sordina, por resultarnos demasiado exigente: “Porque de lo que rebosa el corazón habla la boca (…) En verdad os digo que el hombre dará cuenta en el día del juicio, de cualquier palabra inconsiderada que haya dicho. Porque por tus palabras serás declarado justo o por tus palabras serás condenado” (cfr. Mt 12, 34-37). Será por eso, tal vez, que le escuché a un hermano obispo decir que se podría elevar a los altares, sin necesidad de proceso de canonización, a aquel de quien pudiera decirse: “nunca le escuchamos hablar mal de nadie”. Ciertamente, ¡el ayuno que agrada al Señor es controlar nuestra lengua!

Mons. José Ignacio Munilla Aguirre

Obispo de Orihuela-Alicante

domingo, 5 de marzo de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 2º Domingo de Cuaresma: “Mi Hijo amado: escuchadle”

 

“Oh Señor, tú nos has llamado con una vocación santa” (2 Tm 1, 9).

El tema de las dos primeras lecturas de este domingo podría llevar este título: la vocación de los creyentes. Del Antiguo Testamento (Gn 12, 1-4a) se toma la historia de la vocación de Abrahán, cabeza-estirpe del pueblo elegido y padre de todos los creyentes. “El Señor dijo a Abrahán: Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré” (ib 1). Es maravillosa y misteriosa la fe de este hombre que procediendo de una tribu idólatra, cree con tanta fuerza y decisión en el único Dios verdadero que abandona todo -tierra y familia- para seguir la voz de alguien que lo empuja hacia un destino desconocido. Abrahán marcha, vivirá errante trasladándose de un lugar a otro según el Señor le va marcando, con la fe firme contra toda evidencia de que él cumplirá su promesa: “De ti haré una nación grande” (ib 2).

En la segunda lectura (2 Tm 1, 8b-10) san Pablo habla de la vocación del cristiano que tiene sus raíces en la vocación de Abrahán, pero iluminada y sublimada por la gracia de Cristo. “Dios nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa, no por nuestras obras, sino por su propia determinación y por su gracia que nos dio desde toda la eternidad en Cristo Jesús” (ib 9). Abrahán fue llamado en vista de Cristo, para quien debía preparar el pueblo del cual él habría de nacer; el cristiano es llamado al seguimiento de Cristo en virtud de la gracia que brota del misterio pascual de la muerte y resurrección.

Abrahán vio de lejos el día de Cristo (cfr. Jn 8, 56); el cristiano lo ve de cerca, al estar injertado en el tiempo y en el espacio santificados por su venida. Si Abrahán respondió con tanta plenitud a la llamada de Dios, más obligado y urgido está a hacerlo el cristiano ahora cuando Jesús “ha destruido la muerte y ha hecho irradiar luz de vida y de inmortalidad por medio del Evangelio” (2 Tm 1, 10).

Conforme a una tradición antigua, hoy se lee el evangelio de la Transfiguración (Mt 17, 1-9), síntesis del misterio de la muerte y de la resurrección del Señor y expresión característica de la vocación del cristiano. El hecho sucedió “seis días después” de la profesión de fe de Pedro en Cesárea, la cual había seguido inmediatamente al primer anuncio de la Pasión, y se presenta como una confirmación del testimonio: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo” (Mt 16, 16); la visión del Tabor será al mismo tiempo un fortalecimiento de los apóstoles que no han de abatirse ante los sufrimientos que Jesús ha de padecer. Es necesario que comprendan cómo la Pasión en lugar de ser aniquilamiento de la gloria del Hijo de Dios es el paso obligado que conduce a ella. “Y se transfiguró delante de ellos; su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos blancos como la luz” (Mt 17, 2). Ante este espectáculo Pedro salta: él que había reaccionado con violencia contra el discurso sobre la Pasión, ahora ofuscado por la gloria del Maestro exclama entusiasta: “Señor, es bueno estarnos aquí” (ib 4).

La cruz le había horrorizado; la gloria por el contrario lo exalta y querría estar allí olvidando todo lo demás. Pero la visión beatificante del Tabor no es más que un anticipo de la gloria de la Resurrección y un viático para seguir con mayores fuerzas a Jesús en el camino del Calvario. Es esto lo que dijo claramente la voz que vino del cielo: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle” (ib 5). El Padre se complace en el Hijo porque compartiendo con él la naturaleza divina no obstante aceptó ocultar los resplandores bajo el velo de la carne humana y hasta bajo la ignominia de la cruz. Los discípulos tienen  que escucharle siempre y aún más atentamente cuando habla de cruz e indica el camino. La vocación del cristiano es conformarse a Cristo Crucificado para poder ser un día conformados y revestidos de su gloria.

 

“Señor, Padre Santo, tú que nos has mandado escuchar a tu Hijo, el predilecto, alégranos con el gozo interior de tu palabra; y, purificados por ella, contemplaremos con mirada limpia la gloria de tus obras. (Misal Romano, Oración Colecta).

“Escuchad a mi Hijo, en quien me complazco, cuya predicación me manifiesta y cuya humildad me glorifica. Él es la verdad y la vida, mi potencia y mi sabiduría. Escuchadle: a él, preanunciado por los misterios de la ley, celebrado por el lenguaje de los profetas. Escuchadle: a él que redime al mundo con su sangre… Escuchadle, a él, que abre el camino del cielo, y por medio del suplicio de la cruz va disponiendo para vosotros los peldaños que suben al Reino…

Haz, Señor, que se caliente mi fe, según la enseñanza de tu Evangelio, y que no se avergüence de tu cruz, por la que fue redimido el mundo. Que no tema padecer por la justicia ni desconfíe del premio prometido: a través de la fatiga se llega al descanso, y a través de la muerte se pasa a la vida.

Tú, ¡oh Cristo!, asumiste todas las enfermedades de nuestra humilde naturaleza, pero si perseveramos en ser testigos tuyos y en tributarte el honor que mereces, también nosotros venceremos lo que tú venciste y recibiremos lo que tú prometiste… Se trata de seguir tus mandamientos y de soportar las adversidades, haz que resuene siempre en nuestros oídos la voz de tu Padre que un día se hizo oír: ‘Este es mi Hijo amado, mi predilecto. Escuchadlo’.” (San León Magno, Sermón, 51, 7-13).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.

 

domingo, 26 de febrero de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 1º Domingo de Cuaresma: “Al Señor tu Dios adorarás”

 

La tentación de Jesucristo. Siglo XII.
Santa Maria Nuova. Monreale, Italia.

“Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto” (Mat 4, 10).

En el primer domingo de Cuaresma la Liturgia presenta los dos polos entre los que se desarrolla la historia de la salvación: el pecado del hombre y la redención de Cristo. El hombre acaba de ser creado por Dios (1º lectura: Gen 2, 7-9; 3, 1-7); ha salido de las manos de Dios puro e íntegro, plasmado a su imagen y semejanza; vive en la inocencia, en la alegría, en la amistad con su Creador. Pero el Maligno, envidioso del bien del hombre, está al acecho y lo hiere con tres tentaciones contra el orden establecido por Dios: “del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día en que comieras de él, morirás sin remedio” (Gen 2, 17).

Tentación de incredulidad en la palabra de Dios: “de ninguna manera morirás” (Gen 3, 4); tentación de soberbia: “seréis como dioses” (ib 5); y finalmente tentación de desobediencia. Las dos primeras abren el camino a la última, y el hombre cae transgrediendo el mandato divino. Atraído por las palabras engañosas que no supo rechazar, el hombre no resistió a la ilusión de levantarse a la categoría de Dios, y por buscar su propia grandeza fuera del plan divino se precipitó en la ruina arrastrando consigo a toda su descendencia. Pero Dios sabe que el hombre fue engañado; por eso aunque lo castiga, le promete un salvador que le liberará del error y del pecado.

Para cumplir esta obra el Hijo de Dios acepta hacerse en todo semejante al hombre menos en el pecado, sin descartar incluso que le tentase el Maligno, como se lee en el evangelio de este domingo (Mt. 4, 1-11). Es impresionante la frase con la que se introduce este relato: “Entonces Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo” (ib 1). Para Jesús el desierto no es sólo el lugar de retiro y de la oración tú a tú con el Padre; es el campo de batalla donde, antes de comenzar la vida apostólica, toma posiciones contra el eterno enemigo de Dios y del hombre. También aquí, lo mismo que en el Paraíso, el diablo se presenta con tres tentaciones: contra la sumisión, la obediencia y la adoración que sólo a Dios se tributa. “Si eres Hijo de Dios di que estas piedras se conviertan en panes… Si eres Hijo de Dios tírate abajo porque está escrito: a sus ángeles te encomendará… Todo esto te daré si te postras y me adoras” (ib 3. 6. 9).

Verdaderamente Jesús es el Hijo de Dios, su poder es infinito, pero el Padre no quiere que lo use en beneficio propio. El Mesías no ha de ser un triunfador, sino “el siervo de Yahvé”, que es enviado a salvar a los hombres con la humildad, la pobreza, la obediencia, la cruz. Y Jesús no se aparta ni un ápice del camino que el Padre le ha trazado. La victoria que el diablo consiguiera en el Paraíso se cambia ahora, en el desierto de Palestina con una total derrota: “Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto” (ib 10).

En la segunda lectura (Rom 5, 12-19) san Pablo resume en una síntesis fuerte y precisa toda la historia de la salvación: “Así como por la desobediencia de un solo hombre, todos los hombres fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos” (ib 19). La desobediencia, la falta de fe en la palabra de Dios, la soberbia de los primeros padres han sido reparadas por la obediencia de Jesús, por su fidelidad a la palabra y a la voluntad del Padre, por la humildad con la que rechazó toda insinuación de un mesianismo glorioso y con que por el contrario se sometió a la vergüenza de la cruz.

La reparación, es cierto, se cumplirá en el Calvario, pero se inicia ya en el desierto cuando Jesús rechaza a Satanás. Así, “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (ib 20), y la salvación se ofreció a todo el género humano. Mediante la fe, la humildad y la obediencia puede todo hombre vencer las tentaciones del enemigo y entrar en la órbita de Jesús Salvador.

 

“¡Oh Señor!, el hombre que en el paraíso se extravió del camino que se le había señalado, ¿cómo habría podido, sin guía, volver a encontrar en el desierto de la vida la ruta perdida, cuando las tentaciones son muchísimas, difícil es el esfuerzo por practicar la virtud, y fácil la caída en el error?...

¿Quién podía ser un guía tan experto como para poder ayudarnos a todos nosotros, sino tú, ¡oh Señor!, que estás por encima de todos? ¿Quién habría podido situarse por encima del mundo, sino tú, que eres mayor que el mundo? ¿Quién podía ser un guía tan seguro como para poder conducir en la misma dirección al hombre y a la mujer, al judío y al griego, al bárbaro y al escita, al siervo y al hombre libre, sino tú, ¡oh Cristo!, el único que eres todo en todos?...

Concédenos, pues, seguirte, según lo que está escrito: ‘Caminarás tras el Señor tu Dios, y te mantendrás unido a él’… Haz que sigamos tus huellas, para poder volver del desierto al paraíso.” (San Ambrosio, Comentarios al Evangelio de san Lucas, IV, 8, 9; 12).

Dios todopoderoso, te pedimos que las celebraciones y penitencias cuaresmales nos lleven a la verdadera conversión; así conoceremos y viviremos con mayor plenitud el misterio de Cristo. (Misal Romano, Oración Colecta).

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.