«Que comiendo de ti, viva por, ti, Señor» (Jn 6, 57).
En línea con los domingos precedentes, continúa hoy el discurso del «pan de vida» (Jn 6, 51-59) presentado explícitamente en términos sacramentales: carne y sangre de Cristo dados en alimento a los hombres. La primera lectura (Pr 9, 1-6) anticipa su figura en la de un espléndido banquete dado por la sabiduría, personificada en una rica matrona que invita a su mesa especialmente a los más desprovistos de ella como son los jóvenes inexpertos y los ignorantes. «Venid a comer mi pan y a beber el vino que he mezclado» (ib 5). En ese contexto pan y vino son sinónimos de consejos sabios y prudentes dispensados con largueza por la sabiduría. Pero esto no quita que el lector cristiano pueda ver ahí -como insinúa la Liturgia del día- una prefiguración del pan y el vino eucarísticos ofrecidos por Cristo a todos los creyentes.
Al decir Jesús: «el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo» (Jn 6, 51) manifiesta su intención de llevar el don de sí a los hombres hasta dejarles en comida su carne y su sangre. La Eucaristía se presenta así no sólo en relación estrecha con la muerte del Señor sino también con su Encarnación, como prolongación mística de la misma. La carne tomada por el Verbo para hacer de ella una oblación al Padre en la cruz, continuará siendo sacrificada místicamente en el Sacramento eucarístico y ofrecida a los creyentes en alimento. A proposición tan inaudita los judíos se rebelaron vivamente: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» (ib 52).
Protesta justificable; pues ¿puede un hombre normal no estremecerse a la idea de tener que comer la carne de un semejante? Jesús, con todo, no retracta ni atenúa lo dicho, antes lo recalca con énfasis, evidenciando además la necesidad de esa «comida»: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna... Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida» (ib 53-55). El Señor no da explicaciones que hagan el misterio más accesible; quien no cree en él no las aceptaría. El quiere la fe. Pero los creyentes, que han recibido el don de la fe, ¿cómo y hasta qué punto creen en este admirable misterio? Tal vez el mundo moderno es tan escéptico frente a la Eucaristía porque con demasiada frecuencia tratan este Sacramento con una superficialidad y ligereza espantosas. Hay que postrarse, suplicar perdón, pedir una fe viva, profundizar en oración las palabras del Señor, adorar su Sacramento, comer de él con estremecimiento y con amor.
Entonces
se comprenderán también las sublimes afirmaciones de Jesús: «El que come mi
carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha
enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo el que me come, vivirá por mí»
(ib 56-57). La Eucaristía está destinada a nutrir al cristiano para que sea
siempre sarmiento vivo de Cristo, criatura conformada con su Señor, de tal modo
abismada en él que de su ser y su obra se trasluzca la presencia de Aquel que, alimentándolo
con su carne y con su sangre, lo asemeja a sí. La conducta del cristiano debe
demostrar que no vive ya por sí mismo encerrado en estrechos horizontes
terrenos, sino para Cristo, abierto a inmensos horizontes eternos, y que sus
obras llevan ya la impronta de la vida eterna de que la Eucaristía le nutre.
Sólo así puede el creyente ser en el mundo un testimonio vivo de la realidad
inefable del misterio eucarístico.
Dios eterno, suma y eterna pureza, te has unido al barro de nuestra humanidad movido por el fuego de tu caridad, con el que te has quedado para alimento nuestro... Comida de los ángeles, suma y eterna pureza; por eso requiere tanta pureza en el alma que te recibe en este dulcísimo sacramento... ¿Cómo se purifica el alma? En el fuego de tu caridad, lavando su rostro en la sangre de tu unigénito Hijo...
Me despojaré de mi vestido hediondo, y con la luz de la fe santísima... conoceré que tú, trinidad eterna, eres nuestro alimento, mesa y servidor. Tú, Padre eterno, eres la mesa que nos da el alimento del Cordero, tu Unigénito Hijo; él es nuestra comida suavísima, sea por su doctrina que nos nutre en tu voluntad, sea por el sacramento que recibimos en la santa comunión, el cual nos apacienta y reconforta mientras somos peregrinos y viandantes en esta vida. El Espíritu Santo es el que nos sirve la comida, porque nos provee esta doctrina iluminando el ojo de nuestro entendimiento e inspirándonos seguirla. Nos da también la caridad para con el prójimo y el hambre de dar de comer a las almas y de la salvación de todo el mundo, para honra tuya, oh Padre. (Santa Catalina de Siena, Plegarias y elevaciones, 18).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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