Mostrando entradas con la etiqueta Intimidad Divina - Semana Santa. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Intimidad Divina - Semana Santa. Mostrar todas las entradas

domingo, 9 de abril de 2023

SEMANA SANTA: DOMINGO DE PASCUA, ¡Cristo ha resucitado, Aleluya!

 


“Alabad al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal 118, 1).

“Este es el día que hizo el Señor: alegrémonos y regocijémonos en él, ¡aleluya!” (Salmo responsorial) Este es el día más alegre del año, porque “el Señor de la vida había muerto, y ahora triunfante se levanta” (Secuencia). Si Jesús no hubiera resucitado, vana habría sido su encarnación, y su muerte no habría dado la vida a los hombres. “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe” (1 Cr 15, 17), exclama san Pablo. Porque ¿quién puede creer y esperar en un muerto? Pero Cristo no es un muerto, sino uno que vive. “Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado –dijo el ángel a las mujeres- ha resucitado, no está aquí” (Mc 16, 6).

El anuncio de la resurrección produjo en un primer tiempo temor y espanto, de tal manera que las mujeres “huían del monumento… y a nadie dijeron nada, tal era el miedo que tenían” (ib. 8). Pero con ellas, y quizá habiéndolas precedido algún tanto, se encontraba María Magdalena que “viendo quitada la piedra del monumento” corrió en seguida a comunicar la noticia a Pedro y a Juan: “Han tomado al Señor del monumento y no sabemos dónde le han puesto” (Jn 20, 1-2). Los dos van corriendo hacia el sepulcro y entrando en la tumba “ven las fajas allí colocadas y el sudario… envuelto aparte” (ib. 6-7). Es el primer acto de fe de la Iglesia naciente en Cristo resucitado, provocado por la solicitud de una mujer y por la señal de las fajas encontradas en el sepulcro vacío.

Si se hubiera tratado de un robo, ¿quién se hubiera preocupado de desnudar al cadáver y de colocar los lienzos con tanto cuidado? Dios se sirve de cosas sencillas para iluminar a los discípulos que “aún no se habían cuenta de la Escritura, según la cual era preciso que él resucitara de entre los muertos” (ib. 9), ni comprendían todavía lo que Jesús mismo les había predicho acerca de su resurrección. Pedro, cabeza de la Iglesia, y Juan “el otro discípulo a quien Jesús amaba” (ib. 2), tuvieron el mérito de recoger las “señales” del Resucitado: la noticia traída por una mujer, el sepulcro vacío, los lienzos depuestos en él.

Aunque bajo otra forma, las “señales” de la Resurrección se ven todavía presentes en el mundo: la fe heroica, la vida evangélica de tanta gente humilde y escondida; la vitalidad de la Iglesia, que las persecuciones externas y las luchas internas no llegan a debilitar; la Eucaristía, presencia viva de Jesús resucitado que continúa atrayendo hacía sí a los hombres. Toca a cada uno de los hombres vislumbrar y aceptar estas señales, creer como creyeron los Apóstoles y hacer cada vez más firme la propia fe.

La liturgia pascual recuerda en la segunda lectura uno de los discursos más llenos de conmoción de san Pedro sobre la resurrección de Jesús: “Dios le resucitó al tercer día, y le dio manifestarse… a los testigos de antemano elegidos por Dios, a nosotros, que comimos y bebimos con él después de resucitado de entre los muertos” (Hc 10, 40-41). Todavía vibra en estas palabras la emoción del jefe de los apóstoles por los grandes hechos de que ha sido testigo, por la intimidad de que ha gozado con Cristo resucitado, sentándose a la misma mesa y comiendo y bebiendo con él.

La Pascua invita a todos los fieles a una mesa común con Cristo resucitado, en la cual él mismo es la comida y la bebida: “Ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo. Así pues, celebremos la Pascua” (Versículo del Aleluya). Este versículo está tomado de la primera carta a los Corintios, en la cual san Pablo, refiriéndose al rito que mandaba comer el cordero pascual con pan ácimo –sin levadura- exhorta a los cristianos a eliminar “la vieja levadura… de la malicia y la maldad” para celebrar la Pascua “con los ácimos de la pureza y la verdad” (1 Cr 5, 7-8). A la mesa de Cristo, verdadero Cordero inmolado por la salvación de los hombres, tenemos que acercarnos con corazón limpio de todo pecado, con el corazón renovado en la pureza y en la verdad; en otras palabras, con corazón propio de resucitados.

La resurrección del Señor, su “paso” de la muerte a la vida, debe reflejarse en la resurrección de los creyentes, actuada con un “paso” cada vez más radical de las debilidades desde el hombre viejo a la vida nueva en Cristo. Esta resurrección es manifiesta en el anhelo profundo por las cosas del cielo. “Si fuiste resucitados con Cristo –dice el Apóstol- buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Cl 3, 1-2). La necesidad de ocuparse de las realidades terrenas, no debe impedir a los “resucitado con Cristo” el tener el corazón dirigido a las realidades eternas, las únicas definitivas.

Siempre nos está acechando la tentación de asentarnos en este mundo como si fuera nuestra única patria. La resurrección del Señor es una fuerte llamada; ella nos recuerda siempre que estamos en este mundo como acampados provisionalmente y que estamos en viaje hacia nuestra patria eterna. Cristo ha resucitado para arrastrar a los hombres a la resurrección y llevarlos adonde él vive eternamente, haciéndolos partícipes de su gloria.

 

“Es la pascua, la pascua del Señor… Es la pascua, no figurada, sino real; no es ya la sombra, sino la pascua del Señor en toda verdad.

En verdad, Jesús, tú nos has protegido contra un desastre sin nombre, has extendido tus manos paternales, nos has abrigado bajo tus alas, has derramado la sangre de un Dios sobre la tierra, para sellar la sangrienta alianza, en favor de los hombres que amas. Has alejado las amenazas de la cólera y nos has devuelto la reconciliación de Dios… ¡Oh tú, único entre los únicos, todo en todos, tengan los cielos tu espíritu y tu alma el paraíso, pero que tu sangre pertenezca a la tierra!...

¡Oh pascua de Dios que desciende a la tierra del cielo y que vuelve a subir al cielo de la tierra! ¡Oh gozo universal, honor, festín, delicias, tinieblas de la muerte disipadas: vuelve la vida a todos y se abren las puertas de los cielos! Dios se ha hecho hombre y el hombre se ha hecho Dios…

¡Oh pascua de Dios!, el Dios del cielo, en su liberalidad se ha unido a nosotros en el Espíritu, y la inmensa sala de las bodas se ha llenado de convidados: todos llevan el vestido nupcial, y ninguno es arrojado fuera por no haberlo revestido… Las lámparas de las amas no volverán a apagarse. En todos arde el fuego de la gracia de manera divina, en el cuerpo y en el espíritu, pues lo que arde es el aceite de Cristo.

Te rogamos, Dios soberano, Cristo, Rey del espíritu y la eternidad, que extiendas tus grandes manos sobre tu Iglesia sagrada, y sobre tu pueblo santo que sigue perteneciéndote: defiéndele, guárdale, consérvale, combate, da la batalla por él, somete todos los enemigos a tu poder… Concédenos poder cantar con Moisés el canto triunfal. Pues tuya es la victoria y el poder por los siglos de los siglos”. (San Hipólito de Roma, Himno pascual, en Oraciones de los primeros cristianos, 44).

“¡Oh Cristo resucitado!, contigo tenemos que resucitar también nosotros; tú nos escondiste de la vista de los hombres, y nosotros tenemos que seguirte; volviste al Padre, y tenemos que procurar que nuestra vida esté escondida contigo en Dios. Es deber y privilegio de todos tus discípulos, Señor, ser levantados y transfigurados contigo; es privilegio nuestro vivir en el cielo con nuestros pensamientos, impulsos, aspiraciones, deseos y afectos, aún permaneciendo todavía en la tierra. Enséñanos a buscar las cosas de arriba demostrando con ello que pertenecemos a ti, que nuestro corazón ha resucitado contigo y que contigo y en ti está escondida nuestra vida”. (Cfr. J. H. Newman, Maturità cristiana, pp. 190-194).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

sábado, 8 de abril de 2023

SEMANA SANTA: SÁBADO SANTO, en espera de la resurrección

 


«Mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación» (Is 12, 2).

El sábado santo es el día más indicado para contemplar en síntesis el misterio pascual de la pasión muerte-resurrección del Señor, en el que converge y actúa toda la historia de la salvación. A esto invita la Liturgia proponiendo una serie de lecturas escriturísticas que (tocan las etapas más importantes de esta historia maravillosa, para después concentrarse en el misterio de Cristo. Ante todo, viene presentada la obra de la creación (1.a lectura), salida de las manos de Dios y por él contemplada con complacencia: «Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno» (Gen 1, 31). De Dios, bondad infinita, no pueden salir más que cosas buenas, y si, demasiado pronto, el pecado viene a trastornar toda la creación, Dios, fiel en su bondad, planifica inmediatamente la restauración, que realizará por medio de su Hijo divino. De éste aparece una figura profética en Isaac, a quien Abrahán se dispone a inmolar para obedecer el mandato divino (2.a lectura); y si Isaac fue liberado, Cristo, después de haber sufrido la muerte, resucitará glorioso.

Otro hecho notable es el milagroso «paso» del Mar Rojo (3.a lectura) realizado, con la intervención de Dios, por el pueblo de Israel, símbolo del bautismo, mediante el cual los que creen en Cristo «pasan» de la esclavitud del pecado y de la muerte a la libertad y a la vida de hijos de Dios. Siguen bellísimos textos proféticos sobre la misericordia redentora del Señor, quien, a pesar de las continuas infidelidades de los hombres, no cesa de desear su salvación. Después de haber castigado las culpas de su pueblo, Dios lo llama a sí con el cariño de un esposo fiel hacia la esposa que lo ha traicionado:

«Por un instante te abandoné, pero con gran cariño te reuniré…; con misericordia eterna te quiero —dice el Señor, tu redentor—» (Is 54, 7-8).  De ahí la apremiante invitación a no dejar pasar en vano la hora de la misericordia: «Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca; que el malvado abandone su camino, y el criminal sus planes; que regrese al Señor, y él tendrá piedad; que vuelva a nuestro Dios, que es rico en perdón» (Is 55, 6-7). Si todo esto es verdad para el pueblo de Israel, mucho más lo es para el pueblo cristiano, hacia el cual la misericordia de Dios ha alcanzado el vértice en el misterio pascual de Cristo. Y Cristo, «nuestra Pascua», Cordero inmolado por la salvación del mundo, incita a todos los hombres a que abandonen el camino del pecado y vuelvan a la casa del Padre, caminando «a la claridad de su resplandor», con la alegría de conocer y hacer «lo que agrada al Señor» (Bar 4, 2. 4).

La historia de la salvación culmina en el misterio pascual de Cristo, se hace historia de cada hombre mediante el bautismo que lo inserta en este misterio. De hecho, por este sacramento «fuimos sepultados con él [Cristo] en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos…, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rom 6, 4). Esto explica por qué ocupa tan alto lugar el bautismo en la Liturgia de la Vigilia pascual: en los textos escriturísticos y en las oraciones, especialmente en el rito de la bendición del agua y de la administración del sacramento a los neófitos, y por último en la renovación de las promesas bautismales.

Celebrar la Pascua significa «pasar» con Cristo de la muerte a la vida, «paso» iniciado con el bautismo, pero que debe ser realizado cada vez más plenamente durante toda la vida del cristiano. «Porque, si nuestra existencia está unida a él [Cristo] en una muerte como la suya —apremia san Pablo—, lo estará también en una resurrección como la suya» (ibid 5). No se trata de bellas expresiones, sino de realidades inmensas, de trasformaciones radicales obradas por el bautismo y de las cuales los creyentes se olvidan demasiado, inconscientemente. Participar en la muerte de Cristo quiere decir morir con él «al pecado de una vez para siempre» (ibid 10), y por lo tanto, morir cada día a las pasiones, a las malas inclinaciones, al egoísmo, al orgullo; quiere decir — según la triple renuncia de las promesas bautismales— renunciar cada vez más a Satanás, a sus obras, a sus seducciones. Y todo esto, no sólo con las palabras, ni por el tiempo que dura una función litúrgica, sino durante toda la vida. «Consideraos muertos al pecado —grita el Apóstol— y vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (ibid 11).

En virtud del bautismo, no sólo recibido, sino vivido, el pueblo cristiano se presenta como aquel pueblo preconizado por Ezequiel (36, 25-26; 7.a lectura), asperjado y purificado con un «agua pura» —agua que brota del costado traspasado de Cristo crucificado—, que recibe de Dios «un corazón nuevo» y «un espíritu nuevo», dones eminentemente pascuales. Con estas disposiciones, cada uno de los fieles puede considerarse preparado y dispuesto a cantar el Aleluya, a asociarse al gozo de la Iglesia ante el anuncio de la resurrección del Señor, considerándose también él resucitado con Cristo para gloria de Dios.

 

¡Oh Padre omnipotente!…, tú eres el Dios eterno  e incomprensible, que al ver al género humano muerto por la miseria de su  fragilidad,  movido solamente por amor y piedad clementísima, nos mandaste al verdadero Dios y Señor nuestro Jesucristo, Hijo tuyo, vestido con los harapos de nuestra carne mortal. Y quisiste que viniese, no con delicias y pompas de este mundo transitorio, sino con angustia, pobreza y tormentos, conociendo y cumpliendo tu voluntad en favor de nuestra redención…

Y tú, Jesucristo, Redentor nuestro…, has sufrido en tu cuerpo el castigo de nuestras iniquidades y de la desobediencia de Adán, haciéndote obediente hasta el oprobio de una muerte de cruz. En la cruz, Jesús, dulce amor…, satisficiste por nosotros, y al mismo tiempo reparaste en ti mismo la injuria hecha al Padre.

Peccavi, Domine, miserere mei. Adondequiera que me vuelva, hallo amor inefable: y no puedo excusarme de amar, puesto que sólo tú, Dios y Hombre, eres quien me amaste sin amarte yo; efectivamente, yo no existía y tú me hiciste. Todo lo que quiero amar, lo hallo en ti… Si quiero amar a Dios, hallo en ti la inefable Deidad; si quiero amar al hombre, tú eres el hombre…; si quiero amar al Señor, tú has pagado el precio de tu Sangre, sacándonos de la esclavitud del pecado. Tú eres Señor, Padre y Hermano nuestro por tu benignidad y desmesurada caridad. (Santa Catalina de Siena, Oraciones y Elevaciones).

¡Oh Dios!, a nosotros, que por el misterio pascual hemos sido sepultados con Cristo en el bautismo, concédenos vivir con él una vida nueva. Acepta, por tanto, la renovación de nuestras promesas bautismales, con las que en otro tiempo renunciamos a Satanás y a sus obras, y ahora prometemos de nuevo servirte fielmente en la Santa Iglesia católica.

Dios todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos regeneró por el agua y el Espíritu Santo y que nos concedió la remisión de los pecados, guárdanos en tu gracia para la vida eterna.  (Cf. Misal Romano, Vigilia pascual).

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

viernes, 7 de abril de 2023

SEMANA SANTA: VIERNES SANTO, traspasado por nuestros pecados

 


«A tus manos encomiendo mi espíritu: tú, el Dios leal, me librarás» (Sal 31, 6).

La Liturgia del viernes santo es una conmovedora contemplación del misterio de la Cruz, cuyo fin no es sólo conmemorar, sino hacer revivir a los fieles la dolorosa Pasión del Señor. Dos son los grandes textos que la presentan: el texto profético atribuido a Isaías (Is 52, 13; 53, 12) y el texto histórico de Juan (18, 1-19, 42). La enorme distancia de más de siete siglos que los separa queda anulada por la impresionante coincidencia de los hechos, referidos por el profeta como descripción de los padecimientos del Siervo del Señor, y por el Evangelista como relato de la última jornada terrena de Jesús. «Muchos se espantaron de él —dice Isaías—, porque desfigurado no parecía hombre… Despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos» (52, 14; 53, 3). Y Juan, con los demás evangelistas, habla de Jesús traicionado, insultado, abofeteado, coronado de espinas, escarnecido y presentado al pueblo como rey burlesco, condenado, crucificado.

El profeta precisa la causa de tanto sufrir: «Fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes», y se indica también su valor expiatorio: «Nuestro castigo saludable vino sobre él, y sus cicatrices nos curaron» (Is 53, 5). No falta ni siquiera la alusión al sentido de repulsa por parte de Dios -«nosotros lo estimamos herido de Dios y humillado» (ibid 4)- que  Jesús expresó en la cruz con este grito: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46). Pero, sobre todo, resalta claramente la voluntariedad del sacrificio: voluntariamente, el Siervo del Señor «entregó su vida como expiación» (Is 53, 7.  10); voluntariamente Cristo se entrega a los soldados después de haberlos hecho retroceder y caer en tierra con una sola palabra (Jn 18, 6) y libremente se deja conducir a la muerte, él, que había dicho: «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente» (Jn 10, 18).

El profeta vislumbró incluso la conclusión gloriosa de este voluntario padecer: «A causa de los trabajos de su alma, verá y se hartará… Por eso —dice el Señor— le daré una parte entre los grandes… porque expuso su vida a la muerte» (Is 53, 11. 12). Y Jesús, aludiendo a su pasión, dijo: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Todo esto demuestra que la Cruz de Cristo se halla en el centro mismo de la salvación, ya prevista en el Antiguo Testamento a través de los padecimientos del Siervo de Dios, figura del Mesías que salvaría a la humanidad, no con el triunfo terreno, sino con el sacrificio de sí mismo. Y es éste el camino que cada uno de los fieles debe recorrer para ser un salvado y un salvador.

Entre la lectura de Isaías y la de Juan, la Liturgia inserta un tramo de la carta a los Hebreos (4, 14-16; 5, 7-9). Jesús, Hijo de Dios, es presentado en su cualidad de Sumo y Único Sacerdote, no tan distante, sin embargo, de los hombres «que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo, igual que nosotros, excepto en el pecado». Es la prueba de su vida terrena, y, sobre todo, de su pasión, por la que ha experimentado en su carne inocente todas las agruras, los sufrimientos, las angustias, las debilidades de la naturaleza Así, a un mismo tiempo, él se hace Sacerdote y Víctima, y no ofrece en expiación de los pecados de los hombres sangre de toros o de corderos, sino la propia sangre.

«Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte». Es un eco de la agonía en Getsemaní: «¡Abba! (Padre): tú lo puedes todo, aparta de mí ese cáliz. Pero no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres» (Mc 14, 36). Obedeciendo a la voluntad del Padre, se entrega a la muerte, y, después de haber saboreado todas sus amarguras, se ve liberado de ellas por la resurrección, convirtiéndose, «para todos los que obedecen, en autor de salvación eterna» (Heb 5, 9). Obedecer a Cristo Sacerdote y Víctima significa aceptar como él la cruz, abandonándose con él a la voluntad del Padre: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46; cf. Salmo resp.).

Pero a la muerte de Cristo siguió inmediatamente su glorificación. El centurión de guardia exclama: «Realmente, este hombre era justo», y todos los presentes, «habiendo visto lo que ocurría, se volvían dándose golpes de pecho» (Lc 23, 47-48). La Iglesia sigue el mismo itinerario, y tras de haber llorado la muerte del Salvador, estalla en un himno de alabanza y se postra en adoración: «Tu cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos. Por el madero ha venido la alegría al mundo entero». Con los mismos sentimientos, la Liturgia invita a los fieles a nutrirse con la Eucaristía, que, nunca como hoy, resplandece en su realidad de memorial de la muerte del Señor. Resuenan en el corazón las palabras de Jesús: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19), y las de Pablo: «cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva» (1Cor 11, 26).

 

¡Oh Cristo Jesús, caído bajo el peso de la cruz, yo te adoro! «Fuerza de Dios», te mostraste abatido por la debilidad para enseñarnos la humildad y confundir nuestro orgullo. «¡Oh Sumo Sacerdote, lleno de santidad, que pasaste por nuestras mismas pruebas para asemejarte a nosotros y poder compadecerte de nuestras debilidades», no me abandones a mí mismo, porque no soy más que debilidad; dame tu fuerza para que no sucumba al pecado. (Columba Marmion, Cristo en sus misterios, 14).

Salve, cabeza ensangrentada, coronada de espinas, herida, rota, golpeada con una caña, cubierta de salivazos! ¡Salve! Sobre tu manso rostro se cierne el presagio de la muerte; tiene perdido el color, pero bajo esa espantosa palidez la corte celestial te adora.

¡Oh santo Rostro, así golpeado, casi abollado y atormentado por nuestros pecados, haz que a los ojos de este indigno pecador llegue y brille una señal de tu amor! ¡He pecado, perdóname! No me rechaces de tu lado. Mientras se acerca la muerte, inclina un poco hacia mí tu adorable cabeza y déjala reposar entre mis brazos.

Y cuando también yo tenga que morir, ven pronto, ¡oh Jesús! Que en la hora terrible, tu Sangre, ¡oh Jesús!, sea mi ayuda. ¡Protégeme y líbrame! Partiré cuando tú quieras, mi amado Jesús, pero en ese momento, acompáñame! Te estrecharé contra mí, porque me amas; ¡pero en ese momento, muéstrate a mí en esa cruz que nos salvó! (San Bernardo, atribuido, PL 184, c. 1323-1324).

¡Oh Cruz, indecible amor de Dios! Cruz, gloria del cielo! ¡Cruz, salvación eterna! ¡Cruz, terror de los malvados!

Apoyo de los justos, luz de los cristianos, ¡oh Cruz!, por ti, Dios hecho carne en la tierra se hizo también esclavo; por ti, en el cielo, el hombre ha sido hecho rey en Dios; por ti, y de ti, nació la verdadera luz, fue vencida la noche maldita…

Tú eres el vínculo de la paz que une a todos los hombres en Cristo mediador. Te has convertido en la escalera por la que el hombre sube hasta el cielo.

Sé siempre, para nosotros, tus fieles, áncora y columna. Gobierna nuestra morada, conduce nuestra barca. Que se afiance en la Cruz nuestra fe, que se prepare nuestra corona en la Cruz. (San Paulino de Nola, Poema 19, PL 61, 550, BC).

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD. 

jueves, 6 de abril de 2023

SEMANA SANTA: JUEVES SANTO, la Cena del Señor

 


«¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre» (Sal 116, 12-13).

La celebración del misterio pascual, centro y vértice de la historia de la salvación, se abre con la Misa vespertina del jueves santo, que conmemora la Cena del Señor.

Todas las lecturas se centran en el tema de la cena pascual. El tramo del Éxodo (12, 1-8; 11-14) nos recuerda la antigua institución, establecida cuando Dios ordenó a los Hebreos que inmolasen en cada familia «un animal sin defecto [macho, de un año, cordero o cabrito], que rociasen con la sangre las dos jambas y el dintel de las casas para librarse del exterminio de los primogénitos, y que lo comiesen a toda prisa y en atuendo de caminantes. En aquella misma noche, preservados por la sangre del cordero y nutridos con sus carnes, iniciarían la marcha hacia la tierra prometida. El rito había de repetirse cada año en recuerdo de tal hecho. «Es la Pascua [fiesta] en honor del Señor» (Ex 12, 11), que conmemora «el Paso del Señor» por en medio de Israel para liberarlo de la esclavitud de Egipto.

Jesús elige la celebración de la pascua judía para instituir la nueva, su Pascua, en la que él es el verdadero «cordero sin defecto» inmolado y consumado por la salvación del mundo. Y desde el momento en que se sienta a la mesa con los suyos, inicia el nuevo rito. «El Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo -se lee en la segunda lectura (1Cor 11, 23-26)- tomó pan y, pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros…» Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre»». Aquel pan milagrosamente trasformado en el Cuerpo de Cristo, y aquel cáliz que ya no contiene vino, sino la Sangre de Cristo, ambos ofrecidos, pero separadamente ofrecidos, eran, en aquella noche, el anuncio y anticipo de la muerte del Señor, en la que derramaría toda su Sangre, y son hoy su vivo memorial. «Haced esto en memoria mía».

Bajo esta luz presenta san Pablo la Eucaristía cuando dice: «cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor». La Eucaristía es «pan vivo» que da la vida eterna a los hombres (Jn 6, 51), porque es el «memorial» de la muerte de Cristo, porque es su Cuerpo «entregado» en sacrificio, y es su Sangre «derramada por todos para el perdón de los pecados» (Lc 22, 19; Mt 26, 28). Nutridos con el Cuerpo de Cristo y lavados con su Sangre, los hombres pueden soportar las asperezas del viaje terreno, pasar de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios, de la travesía fatigosa del desierto a la tierra prometida: la casa del Padre.

«Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo… Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi Sangre» (Misal Romano). Si la costumbre hubiera amortiguado en los creyentes la vitalidad de la fe, la Liturgia de este día les invita a reavivarse, a penetrar con la más profunda y amorosa de las miradas la inefable realidad del misterio que se realizó por vez primera en el cenáculo ante las miradas atónitas dé los discípulos y que hoy se renueva del mismo modo concreto que entonces. Sigue siendo el Señor Jesús quien, en la persona de su ministro, realiza el gesto consagratorio, y hoy, aniversario de la institución de la Eucaristía y vigilia de la muerte del Señor, todo eso adquiere una actualidad impresionante.

Jesús «habiendo amado a los suyos… los amó hasta el extremo», dice Juan prologando el relato de la última cena (3ra lectura: Jn 13, 1-15); «en la noche en que iban a entregarlo», precisa Pablo refiriendo la institución de la Eucaristía. Tremendo contraste: por parte de Cristo, el amor infinito, «hasta el extremo», hasta la muerte; por parte de los hombres, la traición, la negación, el abandono. La Eucaristía es la respuesta que da el Señor a la traición de sus criaturas. Parece estar impaciente por salvar a los hombres, tan débiles y perjuros, y anticipa místicamente su muerte ofreciéndoles como nutrimiento ese cuerpo que en breve sacrificará en la cruz y esa sangre que derramará hasta la última gota. Y si dentro de pocas horas la muerte le arrebatará de la tierra, en la Eucaristía, sin embargo, se perpetuará su presencia viva y real hasta el fin de los siglos.

Pero juntamente con el sacramento del amor, Jesús deja a la Iglesia el testamento del amor: su «mandato nuevo». De repente, los Doce ven que el Maestro se arrodilla delante de ellos en la actitud de un siervo: «echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos». La escena se concluye con una advertencia: «Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros». No se trata tanto de imitar el gesto material, cuanto la actitud de humildad sincera en las relaciones recíprocas, considerándose y comportándose los unos como siervos de los demás. Sólo esta humildad hace posible el cumplimiento del precepto que Jesús está a punto de dar: «Os doy el mandato nuevo: que os améis mutuamente corno yo os he amado» (ibid 34). El lavatorio de los pies, la institución de la Eucaristía, la muerte de cruz, indican cómo y hasta qué punto hay que amar a los hermanos para realizar y hacer verdad el precepto del Señor.

 

¡Oh buen Jesús!, para ejercitarnos en el amor tomaste la resolución de permanecer siempre entre nosotros… Sin embargo, ya preveías la suerte que te esperaba entre los hombres, los desacatos y ultrajes que habrías de sufrir. ¡Oh Eterno Padre!, ¿Cómo has podido permitir que tu Hijo permaneciese en medio de nosotros para sufrir cada día un nuevo género de injurias? ¡Oh Dios mío! ¡Qué exceso de amor en aquel Hijo! ¡Y qué exceso también en aquel Padre!

¡Oh Eterno Padre!, ¿Cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan enemigas como las nuestras? ¿Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos? ¿Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa? ¿No ha de haber quien hable por este amantísimo Cordero?

¡Oh Padre santo que estás en los cielos!…, si tu Hijo divino no dejó nada por hacer para darnos a nosotros, pobres pecadores, un don tan grande como el de la Eucaristía, no permitas, ¡oh misericordiosísimo Señor!, que sea tan maltratado. Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable, que le podemos ofrecer en sacrificio cuantas veces queramos. Pues bien, que por este augustísimo sacrificio se ponga fin a la muchedumbre de pecados e irreverencias que se cometen hasta en el lugar mismo donde mora este Santísimo Sacramento. (Cf. Santa Teresa de Jesús, Camino, 33, 2, 4; 35, 3).

Es justo y necesario darte gracias, Padre Santo, por Cristo nuestro Señor. El, verdadero y único sacerdote, al instituir el sacrificio de la eterna alianza, se ofreció a sí mismo como víctima de salvación, y nos mandó perpetuar esta ofrenda en conmemoración suya. Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica.

Te pedimos, ¡oh Padre!, que la celebración de estos santos misterios nos lleve a alcanzar la plenitud de amor y de vida. (Cf. Misal Romano, Prefacio y Colecta).

Ven, Jesús, tengo los pies sucios. Hazte siervo por mí. Echa agua en la jofaina; ven, lávame los pies. Lo sé, temerario lo que te digo, pero temo la amenaza de tus palabras: «Si no te lavo los pies, no tienes nada que ver conmigo». Lávame, pues, los pies, para que tenga algo que ver contigo. ¡Pero qué digo, ¿lávame los pies?! Eso lo pudo decir Pedro, que no necesitaba lavarse más que los pies, porque todo él estaba limpio. Yo, más bien, una vez lavado, necesito ese otro bautismo del que tú, Señor, dices: «Tengo que pasar por un bautismo». (Orígenes, de Oraciones de los primeros cristianos, 63).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

miércoles, 5 de abril de 2023

SEMANA SANTA: MIÉRCOLES SANTO, la hora de las tinieblas

 


«¡Señor, ten piedad de mí! ¡Sana mi alma, porque he pecado contra ti!» (Sal 41, 5).

«Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar» (Jn 13, 21; Mt 26, 21); las mismas palabras referidas por Juan, las relata Mateo, el cual añade otros detalles. No sólo era Pedro quien deseaba saber quién sería el traidor, sino también los demás estaban ansiosos por saberlo, y «consternados, se pusieron a preguntarle uno tras otro: ¿Soy yo acaso, Señor?» (Mt 26, 22). Hasta Judas se atreve a hacer la misma pregunta. Jesús se lo había indicado veladamente a Juan: «Aquél a quien yo le dé este trozo de pan untado» (Jn 13, 26). y a la pregunta de todos había contestado de un modo indirecto: «El que ha mojado en la misma fuente que yo, ése me va a entregar» (Mt 26, 23). Pero Judas, que con cínica desenvoltura se sienta a la mesa como amigo mientras trama la traición y acepta sin temblar el revelador trozo de pan untado, no consigue permanecer encubierto; él mismo provoca la denuncia. «¿Soy yo acaso, Maestro?»; y Jesús le responde: «Así es» (ibid 25). El Maestro se ve ahora obligado a decir abiertamente lo que hasta entonces había callado con piadosa delicadeza.

Aun conociendo las intenciones de Judas, Jesús le había escogido y amado como a los demás, y le había advertido también; las palabras pronunciadas cerca de un año antes: «¿No he elegido yo a los doce? Y uno de vosotros es un diablo» (Jn 6, 70), habían sido dichas por él para ponerle sobre aviso. Durante la cena, para designarlo, el Señor recurrió a un gesto de amistad -el trozo de pan untado y ofrecido- que quería ser un tácito llamamiento; y en el huerto de los olivos hará una última tentativa para apartarlo del abismo, no rechazando, antes bien aceptando el beso del traidor. Pero Judas está ya poseído por el Maligno al que se ha entregado por treinta monedas de plata. Y Jesús se ve obligado a declarar: «El Hijo del Hombre se va…, pero ¡ay del que va a entregar al Hijo del Hombre!» (Mt 26, 24).

Palabras graves, que revelan la tremenda responsabilidad del traidor. Judas ha seguido al Maestro, no por amor, sino por egoísmo, con la mira puesta en intereses materiales; la codicia le ha vuelto ladrón: comenzó robando algunas monedas, y luego por algunas monedas traicionó a quien no le interesaba ya porque no le daba esperanza alguna de ventajas terrenas. Así se hacían verdad las palabras del salmo: «Aun el que tenía paz conmigo, aquél en quien me confiaba y comía mi pan, alzó contra mí su calcañal» (Sal 41, 10).

«Por ti he aguantado afrentas, la vergüenza cubrió mi rostro… La afrenta me destroza el corazón, y desfallezco. Espero compasión, y no la hay, consoladores, y no los encuentro» (Sal 69, 8. 21). En los días consagrados al misterio de la Pasión, las palabras del salmista resuenan como un lamento de Cristo expuesto a la infamia, calumniado y torturado, abandonado por todos, traicionado por los amigos. «Esta es vuestra hora: la del poder de las tinieblas» (Lc 22, 53), dijo el Señor en el momento de su captura. La hora en la que la traición se hace entrega a los tribunales, condena a muerte, crucifixión. Pero es también la hora fijada por el Padre para la consumación de su sacrificio, y por lo tanto la hora esperada por Cristo con vivo deseo: «Tengo que pasar por un bautismo [el bautismo de sangre de su pasión], ¡y qué angustia hasta que se cumpla!» (Lc 12, 50). Y también: «He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros antes de padecer» (ibid 22, 15), y se trataba de la Pascua que anticipaba en la Cena eucarística su sacrificio.

El sacrificio de Cristo suponía un traidor. Esto estaba previsto por las Escrituras; éstas, sin embargo, no determinaron la traición, pero la anunciaron precisamente porque había de acaecer. Y aunque todo estaba preordenado por Dios, que tanto ha amado al mundo hasta entregar a su propio Hijo para salvarlo, no por eso está sin culpa el hombre que voluntariamente se hizo traidor. «¿Qué puede aducir Judas sino el pecado?, —dice san Agustín—. Al poner a Cristo en manos de los judíos, él no pensó, ciertamente, en nuestra salvación, por la cual, sin embargo, Cristo se dejó entregar al poder de sus enemigos. Judas pensó en el dinero que ganaría, y halló en él la ruina de su alma» (In loan 62, 4).

El acto infame sirvió a los planes de Dios para conducir a Cristo a su pasión. «Judas entregó a Cristo, y Cristo se entregó por sí mismo: Judas para realizar su horrible tráfico, Cristo para realizar nuestra redención» (ibid). La pasión de Cristo, aun en esta concurrencia de causas divinas y humanas, es un misterio inefable: es preferible contemplarlo en la oración a considerarlo según la lógica humana. Y cada uno queda advertido, pues en todo hombre puede, de alguna manera, esconderse un traidor. Pero el perdón concedido a Pedro y al buen ladrón está ahí, para testimoniar que en el corazón destrozado de Cristo hay un amor infinito, capaz de destruir cualquier pecado confesado y llorado.

 

¡Oh Jesús, qué excesiva fue tu bondad para con el duro discípulo!… Aunque no me expliques la impiedad del traidor, me impresiona infinitamente más tu dulcísima mansedumbre, ¡oh Cordero de Dios! Esta mansedumbre se nos da a nosotros por modelo… He aquí, ¡oh Señor!, que el hombre de las confidencias únicas, el hombre que parecía tan unido a ti, tu consejero y tu íntimo, el hombre que saboreó tu pan, el hombre que en la santa cena comió contigo las dulces viandas, ese hombre descargó contra ti el golpe de la iniquidad. Y no obstante…, tú, mansísimo Cordero…, no vacilaste en entregar tu rostro a la maliciosísima boca, a la boca que, en el momento de la traición, te besó… Nada le ahorraste, nada le negaste que pudiera suavizar la pertinacia de un corazón malo (El madero de la  vida, 17).

¡Cuántos son, buen Jesús, los que te golpean! Te golpea tu Padre, porque no te perdonó, sino que te entregó como víctima por todos nosotros. Y te golpeas tú mismo, ofreciendo a la muerte tu vida, la que ninguno puede quitarte, si tú no quieres. Te golpea, además, el discípulo que te traiciona con un beso. Te golpea el judío con patadas y bofetadas; y te golpean los gentiles con azotes y con clavos. ¡Mira, cuántas personas, cuántas humillaciones, cuántos verdugos!

¡Y cuántos los que te entregan! El Padre celestial te entregó por todos nosotros: y tú te entregaste a ti mismo, como gozosamente cantaba san Pablo: «Me amó hasta en regarse por mí». ¡Qué cambio realmente maravilloso! Se entregó a sí mismo el Señor por el siervo, Dios por el hombre, el Criador por la criatura, el Inocente por el pecador. (San Buenaventura, La vid mística. Opúsculos místicos).

Benigno Señor mío, ¿Cómo podré darte gracias por soportarme, a mí, que he obrado mil veces peor que Judas? A él le hiciste tu discípulo, y a mí tu esposa e hija… ¡Oh Jesús mío!, yo te he traicionado, no una sola vez como él, sino miles e infinitas veces… ¿Quién te crucificó? Yo. ¿Quién te azotó atado a la columna? Yo. ¿Quién te coronó de espinas? Yo. ¿Quién te dio a beber vinagre y hiel? Yo. Señor mío, ¿sabes por qué te digo todas estas cosas?  Porque he comprendido… con tu luz, que mucho más te afligieron y dolieron los pecados mortales que yo he cometido, que lo que te afligieron y dolieron todos aquellos tormentos. (Beata Camila Da Varano, Los dolores mentales de Jesús, 8).

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

martes, 4 de abril de 2023

SEMANA SANTA: MARTES SANTO, gloria y traición


«¡Oh Señor!, sé para mí «mi roca de refugio, el alcázar donde me salve»
 (Sal 71, 3).

Tras el confortable descanso en Betania, Jesús vuelve a Jerusalén, donde afronta los últimos agudizados debates con los fariseos y sigue instruyendo al «Hizo de mi boca una espada afilada… me hizo flecha bruñida»; la presentación que el Siervo del Señor hace de sí mismo por medio de Isaías (Is 49, 1-6) puede aplicarse a Cristo altercando y contendiendo con sus adversarios, no porque él sea espada o flecha que quiera destruirlos, ¡él, que ha venido a salvar, no a condenar! (Jn 3, 17), sino porque con libertad divina denuncia sus errores y les reprocha su malicia. Sin embargo, siempre habrá criaturas que, como los fariseos, rechacen el mensaje y el amor de Cristo.

Esta es la causa de las angustias más amargas de su pasión, y en las palabras del profeta puede vislumbrarse una alusión a las mismas: «En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas» (Is 49, 4). Pero la angustia de Cristo va siempre acompañada de la confianza en el Padre, que lo escondió «en la sombra de su mano» y que en él manifestará su gloria (ibid 2-3), compensación infinita a todas las repulsas de los hombres. Dios, en efecto, no abandonará para siempre a las humillaciones o a la muerte a su Hijo amado, sino que lo librará con la resurrección, mostrando de esta manera al mundo la propia gloria y la de su Cristo.

Jesús mismo se expresará en este sentido en la noche de la última cena, inmediatamente después de haber declarado que estaba a punto de ser traicionado: «Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él» (Jn 13, 31). «Ahora» porque la traición introduce a Cristo en la pasión y ésta le introduce en la gloria que el Padre le ha preparado, la cual se convertirá en glorificación del Padre mismo y en salvación de los hombres. La pasión se presenta siempre como camino para la exaltación de Cristo y para la salvación del mundo. También el profeta la había vislumbrado bajo esta luz cuando concluía las alusiones a los padecimientos del Siervo del Señor con esta grandiosa declaración: «Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra» (Is 49, 6).

En el tramo del Evangelio de Juan que la Liturgia propone hoy a la consideración de los fieles, se dan cita las declaraciones más tristes que Jesús haya hecho a los suyos: «Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar... no cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces» (Jn 13, 21. 38). Jesús sabe que le espera la traición, pero su presencia no le insensibiliza; al acercarse la hora, Juan atestigua que Jesús estaba «profundamente conmovido» (ibid 21). Es el estremecimiento de la humanidad del Redentor, que, aun siendo Dios, ama y sufre con corazón de hombre.

Aquella turbación de espíritu despierta un eco especial en Pedro, el apóstol ardiente e impetuoso, que quiere saber inmediatamente quién va a ser el traidor; tal vez para reprocharle su infame proyecto e impedírselo. Y no supone, ni siquiera remotamente, que también él puede quedar atrapado en el lazo de la tentación. Su amor al Maestro es grande y sincero, pero presuntuoso, demasiado seguro de sí mismo; Pedro necesita aprender que nadie puede considerarse mejor que los demás, ni siquiera mejor que los traidores. Y he ahí, que, en esa misma noche, pocas horas después de haber declarado al Señor: «Daré mi vida por ti», experimenta amargamente su debilidad. La experimenta por vez primera en Getsemaní, donde, como los demás, se deja tomar por el sueño mientras Jesús agoniza; la segunda vez, cuando capturan a Jesús y él huye, hecho un puro miedo; la tercera, la más dolorosa, en el patio del palacio de Caifás. Una criada le reconoce como discípulo del Nazareno, y Pedro, vencido por el pánico, niega: «Ni sé ni entiendo lo que quieres decir» (Mc 14, 68); así, por tres veces, es más, la última más expresamente, pues Marcos refiere que «se puso a echar maldiciones y a jurar: No conozco a ese hombre que decís» (ibid 71).

Marcos es el evangelista que más minuciosamente describe la negación de Pedro; es la humilde confesión de la propia deslealtad que el Cabeza de los Apóstoles hace por boca de su discípulo, para que sirva de advertencia a todos los creyentes. Nadie puede considerarse seguro de no caer. Tal vez al cantar el gallo, y, sobre todo, al recibir la mirada de Jesús, que se volvió hacia él y le miró (Lc 22, 61), Pedro recapacitó, y juntamente con la predicación del Maestro le volvieron al alma sus palabras, pronunciadas en aquella misma noche: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). Pedro no tiene ya necesidad de que el Maestro insista; ahora ha comprendido, y «saliendo afuera, lloró amargamente» (Lc 22, 62). ¡Benditas lágrimas de arrepentimiento que lavan y derriten la presunción en humildad!

 

¡Oh Dios de mi alma, qué priesa nos damos a ofenderos y cómo os la dais Vos mayor a perdonarnos! ¿Qué causa hay, Señor, para tan desatinado atrevimiento? ¿Si es el haber ya entendido vuestra gran misericordia y olvidarnos de que es justa vuestra justicia?

«Cercáronme los dolores de la muerte». — ¡Oh, oh, oh, qué grave cosa es el pecado, que bastó para matar a Dios con tantos dolores! ¡Y cuán cercado estáis, mi Dios, de ellos! ¿Adónde podéis ir que no os atormenten? De todas partes os dan heridas los mortales.

¡Oh, ceguedad grande, Dios mío! ¡Oh, qué grande ingratitud, Rey mío! ¡Oh, qué incurable locura, que sirvamos al demonio con lo que nos dais Vos, Dios mío! ¡Que paguemos el gran amor que nos tenéis con amar así a quien os aborrece y ha de aborrecer para siempre! ¡Que la sangre que derramasteis por nosotros, y los azotes y grandes dolores que sufristeis, y los grandes tormentos que pasasteis en lugar de vengar a vuestro Padre Eterno… tomamos por compañeros y amigos a los que así os trataron!…

¡Oh mortales!… ¿Es porque veis a esta Majestad atado y ligado con el amor que nos tiene? ¿Qué más hacían los que le dieron la muerte, sino después de atado darle golpes y heridas?

¡Oh, mi Dios, cómo padecéis por quien tan poco se duele de vuestras penas! (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones, 10, 1; 12, 3, 5).

¡Acuérdate, Jesús mío, qué cara te he costado! ¡Acuérdate, Dios piadoso, que por mí, pecadora, pagaste en el madero de la cruz amarga! ¡Acuérdate, benigno Redentor mío, de lo que he deseado hacer y no de lo que he hecho!…

¡Oh dulce Señor Jesucristo, cuántas veces te he dado la hiel amarga a cambio de la miel que tú me has dado! ¡Cuántos pecados contra tantos dones! ¡Cuántos males contra tantos bienes! ¡Oh cuántas veces, mientras he gozado de tus cosas…, te he ofendido con esas mismas cosas tuyas.

¡Oh cuántas veces, cobrando tu paga, he militado bajo el estandarte del demonio y del mundo! Concédeme, ahora ya, la gracia de devolverte… bien por bien y no mal por bien, gratitud y no ingratitud, y que sienta siempre amargura cuando haga o piense algo que sea contra tu Majestad; y que de aquí en adelante, te devuelva amor por amor, sangre por sangre, vida por vida. (Beata Camila Da Varano, Cartas).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

lunes, 3 de abril de 2023

SEMANA SANTA: LUNES SANTO, hacia Betania

 


«Salve, Rey nuestro: sólo tú has tenido compasión de nuestros pecados» (Misal Romano)

El primero de los célebres cantos del «Siervo del Señor» (Is 42, 1-7) nos lleva a considerar la actitud de Cristo en su pasión. Manso y silencioso, «no gritará… no voceará por las calles», no protestará contra los insultos, las acusaciones, las condenas; manso en las relaciones con sus enemigos, «cañas cascadas» que él no quiebra, «pabilos vacilantes», que él no apaga, a los que perdona y hasta el último momento trata de iluminar y salvar. La mansedumbre de Cristo hacia los hombres pecadores, a los que compadece y cuyas culpas se apronta a expiar, se trasforma en fortaleza al cumplir su misión, al proclamar la verdad y la justicia hasta la muerte: «no vacilará ni se quebrará, hasta implantar el derecho en la tierra».

Jesús trabaja por el advenimiento del reino del Padre, por afirmar los derechos de Dios sobre los hombres, por restablecer a los hombres en la justicia y en la santidad. En esta tarea no se rinde; su misma muerte será el supremo acto de fortaleza en el cumplimiento de la obra que el Padre le confió. Y porque la fortaleza de Cristo es divina, no será vencida ni siquiera por la muerte, antes, al contrario: Cristo vencerá a la muerte para dar a los hombres la vida. Jesús es verdaderamente el «Siervo del Señor» preconizado por Isaías, llamado «con justicia» y «hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones». En él todos los hombres hallan misericordia: «Salve, Rey nuestro:  sólo tú has tenido compasión de nuestros pecados» (Misal Romano). Cristo luchó contra el pecado, lo condenó; pero lo castigó solamente en sí mismo, mientras que a los culpables les concedió su perdón y les procuró el perdón del Padre.

«El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?  El Señor es la defensa de mi vida, ¿Quién me hará temblar?» (Sal 27, 1). La Liturgia reconoce en estas palabras la voz de Cristo, el cual, durante la pasión, invoca confiadamente el socorro del Padre; al mismo tiempo, el cristiano puede emplearlas para expresar al Salvador el propio reconocimiento y su propia inquebrantable confianza en él.  En Cristo crucificado el cristiano encuentra, junto con el remedio de los propios pecados, el refugio en las dificultades de la vida y la fuerza para llevar la cruz.

Antes de adentrarse en lo más denso del misterio de la Pasión, la Liturgia presenta una escena delicada y «Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos» (Jn 12, 1-11). El banquete en la casa hospitalaria, ofrecido por los amigos fieles al abrirse la semana que verá la muerte del Señor, tiene todo el aspecto de un último adiós, y como si fuera un anticipo de todo cuanto está por acaecer. Esto aparece de un modo particular en el gesto cariñoso de María, quien, sin pasársele por las mientes la idea de un derroche, unge los pies de Jesús con «una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso». Es el último homenaje de un corazón fiel que parece querer compensar al Maestro de la traición que le espera, y es, al mismo tiempo, un presagio de su muerte; según el uso hebreo, de hecho, sólo se ungían los pies a los cadáveres.

Por otra parte, en la presencia de Lázaro, el amigo a quien Jesús había resucitado, se halla también un presagio de la resurrección. No podía permanecer víctima de la muerte el que había llamado a la vida a un muerto de cuatro días y que había declarado: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25). Y tampoco falta este presagio en el gesto de María, si, como dicen los Sinópticos, el perfume fue derramado también en la cabeza del Señor (Mc 14, 3): la unción   de la cabeza, reservada a los reyes, está significando el reconocimiento de la divina realeza de Cristo que la resurrección hará resplandecer con pleno fulgor.

Pero en el delicado episodio no faltan las sombras oscuras de la crítica malévola, preludio de la traición. «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?»  La preocupación por los pobres es un pretexto en boca de Judas, que «era un ladrón; y como tenía la bolsa llevaba lo que iban echando» (Jn 12, 5-6).  Es la actitud de tantos que se escandalizan frente a valores consumados únicamente por amor a Dios. A sus ojos, la oración, la adoración, y más aún las vidas humanas gastadas en el amor y en la alabanza de Dios son un derroche inútil; el tiempo, el dinero, la vida misma sólo se emplean bien cuando se emplean directamente en servicio de los hombres. Y se olvidan de que si el interés por los pobres es un gran deber, por nadie más inculcado que por el mismo Cristo, el amor y el culto a Dios son deberes todavía mayores. Por lo demás, los pobres no sólo tienen necesidad de pan, sino también de quien, consumándose en la oración, sostenga su fe y les recuerde que poco vale el bienestar material, si el hombre no busca a Dios por encima de todo.

 

¡Oh Jesús!, como Cordero fuiste llevado a la muerte, como oveja ante quien la esquila no abriste la boca. No te quejas contra el Padre, por el que fuiste enviado, ni contra los hombres, por los que pagas…, y ni siquiera contra ese pueblo que particularmente te pertenece y del que a cambio de beneficios muy grandes recibes males inauditos…

Si medito atentamente tu conducta, descubro, no sólo la mansedumbre, sino también la humildad de tu corazón… Te vimos, y no tenías ni parecer ni belleza a los ojos de los hombres; te convertiste en oprobio, como un leproso; el último de los hombres, verdaderamente varón de dolores, herido y humillado por Dios… ¡Oh Jesús, ínfimo y excelso, humilde y sublime, oprobio de los hombres y gloria de los ángeles! Ninguno más sublime que tú y ninguno más humilde…

¡Grandes son tus misericordias, oh Señor, pero grandes también son las miserias que sufres! ¿Vencerán éstas a la misericordia o la misericordia vencerá a las miserias?… Tú gritas: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» ¡Oh Señor, cuán amplio eres en el perdón, cuán hondo es el abismo de tu dulzura! ¡Cuán diversos son tus pensamientos de los nuestros y cuán inmutable tu misericordia aun hacia los impíos!… ¡Oh caridad que todo lo soporta y todo lo compadece! (San Bernardo, In Feria IV Hebd. Sanctae 2.3.9).

Dios mío, en esa tarde… de amor y de dolor, dulce porque tú estás presente, y dolorosa porque tan cerca estás de morir y de padecer…, María derrama perfumes sobre tus pies y sobre tu cabeza… Esparciendo perfumes y rompiendo el vaso, ella pone a tus pies y te da todo su ser, cuerpo y alma, corazón e inteligencia: te da todo lo que es: esparce el perfume y rompe el vaso…  No se reserva nada, se da toda, da todo lo que es y todo lo que tiene… ¡Oh Jesús, quiero darme a ti como aquella santa mujer se te dio a sí misma, sin conservar nada de sí ni para sí… «Heme aquí, vengo a hacer tu voluntad. Haz, ¡oh Señor!, que mi don sea completo, que me dé a ti todo yo mismo y todo lo que me pertenece: el perfume y el vaso, el alma y el cuerpo, ¡todo! (Cf. Charles de Foucauld, Meditaciones sobre el Evangelio).

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

domingo, 2 de abril de 2023

SEMANA SANTA: DOMINGO DE RAMOS en la Pasión del Señor

 


«Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel» (Mt 21, 9).

Se abre la Semana Santa con el recuerdo de la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, que se verificó exactamente el domingo antes de la pasión. Jesús, que se había opuesto siempre a toda manifestación pública y que huyó cuando el pueblo quiso proclamarlo rey (Jn 6, 15), hoy se deja llevar en triunfo. Sólo ahora, que está para ser llevado a la muerte, acepta su aclamación pública como Mesías, precisamente porque muriendo en la cruz será, plenísimamente, el Mesías, el Redentor, el Rey y el Vencedor. Acepta ser reconocido como Rey, pero como un Rey con características inconfundibles: humilde y manso, que entra en la ciudad santa montado en un asnillo, que proclamará su realeza sólo ante los tribunales y aceptará que se ponga la inscripción de su título de rey solamente en la cruz.

La entrada jubilosa en Jerusalén constituye el homenaje espontáneo del pueblo a Jesús, que se encamina, a través de la pasión y de la muerte, a la plena manifestación de su Realeza divina. Aquella muchedumbre aclamante no podía abarcar todo el alcance de su gesto, pero la comunidad de los fieles que hoy lo repiten sí puede comprender su profundo sentido. «Tú eres el Rey de Israel y el noble hijo de David. tú, que vienes, Rey bendito, en nombre del Señor… Ellos te aclamaban jubilosamente cuando ibas a morir: nosotros celebramos tu gloria, ¡oh Rey eterno!» (Misal Romano).

La liturgia invita a fijar la mirada en la gloria de Cristo Rey eterno, para que los fieles estén preparados para comprender mejor el valor de su humillante pasión, camino necesario para la exaltación suprema. No se trata, pues, de acompañar a Jesús en el triunfo de una hora, sino de seguirle al Calvario, donde, muriendo en la cruz, triunfará para siempre del pecado y de la muerte. Estos son los sentimientos que la Iglesia expresa cuando, al bendecir los ramos, ora para que el pueblo cristiano complete el rito externo «con devoción profunda, triunfando del enemigo y honrando de todo corazón la misericordiosa obra de salvación» del Señor. No hay un modo más bello de honrar la pasión de Cristo que conformándose a ella para triunfar con Cristo del enemigo, que es el pecado.

La Misa nos introduce plenamente en el tema de la Pasión. La profecía de Isaías y el Salmo responsorial anticipan con precisión impresionante algunos de sus detalles: «Ofrecía la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos» (Is 50, 6).  ¿Por qué tanta sumisión? Porque Cristo, bosquejado en el Siervo del Señor descrito por el profeta, está totalmente orientado hacia la voluntad del Padre y con él quiere el sacrificio de sí mismo por la salvación de los hombres: «El Señor Dios me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado ni me he echado atrás» (ibid 5). Por eso le vemos arrastrado a los tribunales y de éstos al Calvario, y allí tendido sobre la cruz: «Me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos» (Sal 22, 17-18). A esto se reduce el Hijo de Dios por un solo y único motivo: el amor; amor al Padre, cuya gloria quiere resarcir, y amor a los hombres, a los que quiere reconciliar con el Padre.

Sólo un amor infinito puede explicar las desconcertantes humillaciones del Hijo de Dios. «Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo» (Flp 2, 6-7). Cristo lleva hasta el límite extremo la renuncia a hacer valer los derechos de su divinidad; no sólo los esconde bajo las apariencias de la naturaleza humana, sino que se despoja de ellos hasta someterse al suplicio de la cruz, hasta exponerse a los más amargos insultos: «A otros ha salvado y él no se puede salvar. ¡El Mesías, el rey de Israel! Baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos» (Mc 15, 31-32).

Al igual que el Evangelista, la Iglesia no vacila en proponer a la consideración de los fieles la pasión de Cristo en toda su cruda realidad, para que quede claro que él, siendo verdadero Dios, es también verdadero hombre, y como tal sufrió; y anonadando en su humanidad atormentada todo vestigio de su naturaleza divina, se hizo hermano de los hombres hasta compartir con ellos la muerte para hacerles partícipes de su divinidad. «Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso, Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»» (Misal Romano). Del máximo anonadamiento se deriva la máxima exaltación; hasta como hombre, Cristo es nombrado Señor de todas las criaturas y ejerce su señorío pacificándolas con Dios, rescatando a los hombres del pecado y comunicándoles su vida divina.


Acrecienta, Señor, la fe de los que en ti esperan y escucha las plegarias de los que a ti acuden, para que quienes alzamos hoy los ramos en honor de Cristo victorioso, permanezcamos en él, dando frutos abundantes. (Misal Romano, Bendición de las palmas).

¡Oh Jesús!, présago de la turba que iba a ir a tu encuentro, montaste en un asnillo y diste ejemplo de admirable humildad entre los aplausos del pueblo, que acudió a recibirte, que cortaba ramas de los árboles y alfombraba el camino con sus mantos. Y mientras las muchedumbres entonaban himnos de alabanza, tú, siempre pronto a la compasión, elevaste el lamento sobre el exterminio de Jerusalén. Levántate ahora, ¡oh sierva del Salvador!, incorpórate al cortejo de las hijas de Sión y ve a ver a tu verdadero rey… Acompaña al Señor del cielo y de la tierra que va sentado sobre las ancas de un potro, síguele siempre con ramos de olivo y de palma, con obras de piedad y con virtudes victoriosas. (San Buenaventura, El madero de la vida, 15).

¡Cuánto nos amaste, Padre bueno, que no perdonaste a tu único Hijo, entregándolo a los impíos por nosotros! ¡Cuánto nos amaste! Por nosotros, no hizo él alarde de su categoría de Dios, igual a ti, sino que tomó la condición de esclavo hasta morir en una cruz, él, que era el único libre entre los muertos, él, que tenía poder para quitarse la vida, entregándola libremente, y poder para recuperarla. Por nosotros victorioso y víctima a tus ojos, y victorioso en cuanto víctima; sacerdote y sacrificio a tus ojos, y sacerdote en cuanto sacrificio, él nos hizo, de siervos, hijos tuyos, nació de ti y nos sirvió a nosotros. Con razón se asienta en él firmemente mi esperanza, porque curarás todas mis enfermedades gracias a él, que se sienta a tu derecha e intercede por nosotros ante ti. Sin él, caería en la desesperación. Mis enfermedades, en verdad, son muchas y grandes; pero mayor y más abundante es tu medicina. (San Agustín, Confesiones, X, 43, 69).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA, 

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.