«Mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación» (Is 12, 2).
El sábado santo es el día más indicado para contemplar en síntesis el misterio pascual de la pasión muerte-resurrección del Señor, en el que converge y actúa toda la historia de la salvación. A esto invita la Liturgia proponiendo una serie de lecturas escriturísticas que (tocan las etapas más importantes de esta historia maravillosa, para después concentrarse en el misterio de Cristo. Ante todo, viene presentada la obra de la creación (1.a lectura), salida de las manos de Dios y por él contemplada con complacencia: «Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno» (Gen 1, 31). De Dios, bondad infinita, no pueden salir más que cosas buenas, y si, demasiado pronto, el pecado viene a trastornar toda la creación, Dios, fiel en su bondad, planifica inmediatamente la restauración, que realizará por medio de su Hijo divino. De éste aparece una figura profética en Isaac, a quien Abrahán se dispone a inmolar para obedecer el mandato divino (2.a lectura); y si Isaac fue liberado, Cristo, después de haber sufrido la muerte, resucitará glorioso.
Otro hecho notable es el milagroso «paso» del Mar Rojo (3.a lectura) realizado, con la intervención de Dios, por el pueblo de Israel, símbolo del bautismo, mediante el cual los que creen en Cristo «pasan» de la esclavitud del pecado y de la muerte a la libertad y a la vida de hijos de Dios. Siguen bellísimos textos proféticos sobre la misericordia redentora del Señor, quien, a pesar de las continuas infidelidades de los hombres, no cesa de desear su salvación. Después de haber castigado las culpas de su pueblo, Dios lo llama a sí con el cariño de un esposo fiel hacia la esposa que lo ha traicionado:
«Por un instante te abandoné, pero con gran cariño te reuniré…; con misericordia eterna te quiero —dice el Señor, tu redentor—» (Is 54, 7-8). De ahí la apremiante invitación a no dejar pasar en vano la hora de la misericordia: «Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca; que el malvado abandone su camino, y el criminal sus planes; que regrese al Señor, y él tendrá piedad; que vuelva a nuestro Dios, que es rico en perdón» (Is 55, 6-7). Si todo esto es verdad para el pueblo de Israel, mucho más lo es para el pueblo cristiano, hacia el cual la misericordia de Dios ha alcanzado el vértice en el misterio pascual de Cristo. Y Cristo, «nuestra Pascua», Cordero inmolado por la salvación del mundo, incita a todos los hombres a que abandonen el camino del pecado y vuelvan a la casa del Padre, caminando «a la claridad de su resplandor», con la alegría de conocer y hacer «lo que agrada al Señor» (Bar 4, 2. 4).
La historia de la salvación culmina en el misterio pascual de Cristo, se hace historia de cada hombre mediante el bautismo que lo inserta en este misterio. De hecho, por este sacramento «fuimos sepultados con él [Cristo] en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos…, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rom 6, 4). Esto explica por qué ocupa tan alto lugar el bautismo en la Liturgia de la Vigilia pascual: en los textos escriturísticos y en las oraciones, especialmente en el rito de la bendición del agua y de la administración del sacramento a los neófitos, y por último en la renovación de las promesas bautismales.
Celebrar la Pascua significa «pasar» con Cristo de la muerte a la vida, «paso» iniciado con el bautismo, pero que debe ser realizado cada vez más plenamente durante toda la vida del cristiano. «Porque, si nuestra existencia está unida a él [Cristo] en una muerte como la suya —apremia san Pablo—, lo estará también en una resurrección como la suya» (ibid 5). No se trata de bellas expresiones, sino de realidades inmensas, de trasformaciones radicales obradas por el bautismo y de las cuales los creyentes se olvidan demasiado, inconscientemente. Participar en la muerte de Cristo quiere decir morir con él «al pecado de una vez para siempre» (ibid 10), y por lo tanto, morir cada día a las pasiones, a las malas inclinaciones, al egoísmo, al orgullo; quiere decir — según la triple renuncia de las promesas bautismales— renunciar cada vez más a Satanás, a sus obras, a sus seducciones. Y todo esto, no sólo con las palabras, ni por el tiempo que dura una función litúrgica, sino durante toda la vida. «Consideraos muertos al pecado —grita el Apóstol— y vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (ibid 11).
En
virtud del bautismo, no sólo recibido, sino vivido, el pueblo cristiano se
presenta como aquel pueblo preconizado por Ezequiel (36, 25-26; 7.a lectura),
asperjado y purificado con un «agua pura» —agua que brota del costado
traspasado de Cristo crucificado—, que recibe de Dios «un corazón nuevo» y «un
espíritu nuevo», dones eminentemente pascuales. Con estas disposiciones, cada
uno de los fieles puede considerarse preparado y dispuesto a cantar el Aleluya,
a asociarse al gozo de la Iglesia ante el anuncio de la resurrección del Señor,
considerándose también él resucitado con Cristo para gloria de Dios.
¡Oh Padre omnipotente!…, tú eres el Dios eterno e incomprensible, que al ver al género humano muerto por la miseria de su fragilidad, movido solamente por amor y piedad clementísima, nos mandaste al verdadero Dios y Señor nuestro Jesucristo, Hijo tuyo, vestido con los harapos de nuestra carne mortal. Y quisiste que viniese, no con delicias y pompas de este mundo transitorio, sino con angustia, pobreza y tormentos, conociendo y cumpliendo tu voluntad en favor de nuestra redención…
Y tú, Jesucristo, Redentor nuestro…, has sufrido en tu cuerpo el castigo de nuestras iniquidades y de la desobediencia de Adán, haciéndote obediente hasta el oprobio de una muerte de cruz. En la cruz, Jesús, dulce amor…, satisficiste por nosotros, y al mismo tiempo reparaste en ti mismo la injuria hecha al Padre.
Peccavi, Domine, miserere mei. Adondequiera que me vuelva, hallo amor inefable: y no puedo excusarme de amar, puesto que sólo tú, Dios y Hombre, eres quien me amaste sin amarte yo; efectivamente, yo no existía y tú me hiciste. Todo lo que quiero amar, lo hallo en ti… Si quiero amar a Dios, hallo en ti la inefable Deidad; si quiero amar al hombre, tú eres el hombre…; si quiero amar al Señor, tú has pagado el precio de tu Sangre, sacándonos de la esclavitud del pecado. Tú eres Señor, Padre y Hermano nuestro por tu benignidad y desmesurada caridad. (Santa Catalina de Siena, Oraciones y Elevaciones).
¡Oh Dios!, a nosotros, que por el misterio pascual hemos sido sepultados con Cristo en el bautismo, concédenos vivir con él una vida nueva. Acepta, por tanto, la renovación de nuestras promesas bautismales, con las que en otro tiempo renunciamos a Satanás y a sus obras, y ahora prometemos de nuevo servirte fielmente en la Santa Iglesia católica.
Dios todopoderoso, Padre de nuestro Señor
Jesucristo, que nos regeneró por el agua y el Espíritu Santo y que nos concedió
la remisión de los pecados, guárdanos en tu gracia para la vida eterna. (Cf. Misal Romano, Vigilia pascual).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.
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