«Este es el administrador fiel y solícito a quien el Señor ha puesto al frente de su servidumbre» (Entrada).
La Liturgia de hoy en honor de San José pone de relieve las características de este hombre humilde y silencioso que ocupó un puesto de primer plano en la inserción del Hijo de Dios en la historia. Descendiente de David -«hijo de David», como dice el Evangelio (Mt 1, 20)- emparenta a Cristo con la estirpe de la que Israel esperaba al Mesías. Por medio del humilde carpintero de Nazaret se realiza así la profecía hecha a David: «Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia y tu trono durará por siempre» (2 Sm 7, 16; 1.a lectura) José no es el padre natural de Jesús porque no le ha dado la vida, pero es el padre virginal que por mandato divino cumple, para con él, una misión legal: le da un nombre, lo inserta en su linaje, lo tutela y provee a su sustento. Esta relación tan íntima con Jesús le viene de su desposorio con María.
José es el, hombre «justo» (Mt 1, 19) al que ha sido confiada la misión de esposo virgen de la más excelsa entre las criaturas y de padre virginal del Hijo del Altísimo. Es «justo» en el sentido pleno del vocablo, que indica virtud perfecta y santidad. Una justicia, pues, que penetra todo su ser mediante una total pureza de corazón y de vida y una total adhesión a Dios y a su voluntad. Todo esto en un cuadro de vida humilde y escondida como ninguna, pero resplandeciente de fe y amor. «El justo vivirá de la fe» (Rm 1, 17); y José, el «justo» por excelencia, vivió en grado máximo de esta virtud. Muy oportunamente la segunda lectura (Rm 4, 13.1618. 22) habla de la fe de Abrahán presentándola como tipo y figura de la de José.
Abrahán «creyó contra toda esperanza» (ib 18) que llegaría a ser padre de una gran descendencia y continuó creyéndolo aun cuando, por obedecer a una orden divina, estaba para sacrificar a su hijo único. José frente al misterio desconcertante de la maternidad de María creyó en la palabra del ángel: «la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo» (Mt 1, 20), y cortando toda vacilación obedeció a su mandato: «no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer» (ib). Con más fe que Abrahán, hubo de creer en lo que es humanamente inimaginable: la maternidad de una virgen y la encarnación del Hijo de Dios. Por su fe y obediencia mereció que estos misterios se cumpliesen bajo su techo.
Toda la vida de José fue un acto continuado de fe y de obediencia en las circunstancias más oscuras y humanamente difíciles. Poco después del nacimiento de Jesús se le dice: «Levántate, toma al Niño y a su madre y huye a Egipto» (Mt 2, 13); más tarde el ángel del Señor le ordena: «Ve a la tierra de Israel» (ib 20). Inmediatamente -de noche- José obedece. No demora, no pide explicaciones ni opone dificultades. Es a la letra «el administrador fiel y solícito a quien el Señor ha puesto al frente de su familia» (Lc 12, 42), totalmente disponible a la voluntad de Dios, atento al menor gesto suyo y presto a su servicio. Una entrega semejante es prueba de un amor perfecto; José ama a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas.
Su posición de jefe de la sagrada familia le hace entrar en una intimidad singular con Dios cuyas veces hace, cuyas órdenes ejecuta y cuya voluntad interpreta; con María, cuyo esposo es; con el Hijo de Dios hecho hombre, a quien ve crecer bajo sus ojos y sustenta con su trabajo. Desde el momento en que el ángel le revela el secreto de la maternidad de María, José vive en la órbita del misterio de la encarnación; es su espectador, custodio, adorador y servidor. Su existencia se consume en estas relaciones, en un clima de comunión con Jesús y María y de oración silenciosa y adoradora. Nada tiene y nada busca para sí: Jesús le llama padre, pero José sabe en que no es su hijo, y Jesús mismo lo confirmará: «¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49).
María es su esposa, pero José sabe que ella pertenece exclusivamente a Dios y la guarda para él, facilitándole la misión de madre del Hijo de Dios. Y luego, cuando su obra ya no es necesaria, desaparece silenciosamente. Sin embargo, José ocupa todavía en la Iglesia un lugar importante, pues continúa para con la entera familia de los creyentes su obra de custodio silencioso y providente, comenzada con la pequeña familia de Nazaret. Así la Iglesia lo venera e invoca como su protector y así lo contemplan los creyentes mientras se esfuerza en imitar sus virtudes. En los momentos oscuros de la vida, el ejemplo de San José es para todos un estímulo a la fe inquebrantable, a la aceptación sin reservas de la voluntad de Dios y al Servicio generoso.
Anuncia, oh José..., los prodigios divinos que tus ojos han contemplado: tú has visto al Infante reposar en el seno de la Virgen; lo has adorado con los Magos; has cantado gloria a Dios con los pastores según la palabra del Ángel: ruega a Cristo Dios para que nuestras almas sean salvas...
Tu alma fue obediente al divino mandato; colmado de pureza sin par, oh dichoso José, mereciste recibir por esposa a la que es pura e inmaculada entre todas las mujeres; tú fuiste el custodio de esa Virgen, cuando mereció convertirse en tabernáculo del Creador...
Tú llevaste, de la ciudad de David a Egipto, a la Virgen pura, como a nube misteriosa que lleva escondido en su seno el Sol de justicia... Oh José, ministro del incomprensible misterio.
Tú asististe con acierto, oh José, al Dios hecho niño en la carne; le serviste como uno de sus ángeles; él te iluminó al punto, y tú acogiste sus rayos espirituales. ¡Oh dichoso! Te mostraste esplendente de tu luz en tu corazón y en tu alma. El que con una palabra formó el cielo, la tierra y el mar, se llamó hijo del carpintero, hijo tuyo, oh admirable José. Fuiste hecho padre del que no tiene principio y que te honró como a ministro de un misterio que excede toda inteligencia.
¡Qué preciosa fue tu muerte a los ojos del Señor, oh dichoso! Consagrado al Señor desde la infancia, fuiste el guardián sagrado de la Virgen bendita; y cantaste con ella el cántico: «Toda criatura bendiga al Señor y lo ensalce por los siglos. Amén». (Himno de la Iglesia griega, de Les plus beaux textes sur S. Joseph, p. 121-2).
Oh José, varón prudente, esplendente de bondad..., teniendo en tus brazos a Cristo, fuiste santificado. Santifica a los que ahora celebran tu memoria, oh justo, oh José santísimo, esposo de la Madre de Dios la toda santa... ¡Oh tú, feliz, pide sin cesar al Verbo libre de tentaciones a los que te veneran. Tú guardaste a la Inmaculada que conservó intacta su virginidad y en la cual el Verbo se hizo carne. Tú la guardaste después de la Natividad misteriosa. Junto con ella, oh José, portador de Dios, acuérdate de nosotros. (José el Himnógrafo, de Les plus beaux textes sur S. Joseph, p. 29-31).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.