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domingo, 26 de noviembre de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 34º Domingo del Tiempo Ordinario: Jesucristo, Rey del Universo

 


«Admítenos, Señor, en tu reino de justicia, de amor y de paz» (Misal Romano, Prefacio).

La Iglesia, después de haber conmemorado en el curso del año litúrgico los misterios de la vida de Cristo a través de los cuales se cumple la obra de la salvación, en el último domingo del año se recoge en torno a su Señor para celebrar su triunfo final, cuando vuelva como Rey glorioso a recoger los frutos de su redención. Este es en síntesis el significado de la solemnidad de hoy.

La Liturgia de la Palabra presenta hoy tres aspectos particulares de la realeza de Cristo. La segunda lectura (1 Cr 15, 20-26a. 28) pone en evidencia su poder soberano sobre el pecado y sobre la muerte. Cristo muerto y resucitado para la salvación de la humanidad es la «primicia» de los que, habiendo creído en él, resucitarán un día a la vida eterna. En efecto, «si por Adán murieron todos» a causa del pecado, «por Cristo todos volverán a la vida» (ib 22) gracias a su resurrección. La victoria sobre la muerte -último enemigo de Cristo- coronará la obra de salvación; y al fin de los tiempos, cuando los muertos resuciten, Cristo podrá entregar al Padre el reino conquistado por él, reino de resucitados que cantarán eternamente las alabanzas del Dios de la vida. Así toda la creación que el Padre sometió al Hijo para que la librase del pecado y de la muerte, ya completamente redimida y renovada, será sometida y devuelta por el mismo Hijo al Padre, «y así Dios lo será todo en todos» (ib 28) y será glorificado eternamente por toda criatura.

La primera lectura (Ez 34, 11-12. 15-17) subraya por su parte el amor de Cristo Rey. Vino a la tierra a establecer el Reino del Padre no con la fuerza del conquistador, sino con la bondad y mansedumbre del pastor: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas siguiendo su rastro. Como un pastor sigue el rastro de su rebaño cuando se encuentran las ovejas dispersas, así seguiré yo el rastro de mis ovejas» (ib 11-12). Cristo fue el buen pastor por excelencia, solícito en guardar, apacentar, defender y salvar el rebaño que el Padre le confió. Y como los hombres estaban dispersos y alejados de Dios y de su amor, él los buscó, como busca el pastor las ovejas descarriadas, y los curó, como venda el pastor las ovejas heridas y cura las enfermas (ib 16). Además para devolverlos al amor del Padre, dio su vida. Después de una entrega tal, bien puede Cristo decir, mirando su rebaño: «Yo voy a juzgar entre oveja y oveja, entre cabra y macho cabrío» (ib 17). Cristo Rey-Pastor será un día Rey-Juez.

Es éste el tercer aspecto de su realeza, desarrollado ampliamente en el Evangelio (Mt 25, 31-46). «Cuando venga en su gloria el Hijo del Hombre y todos los ángeles con él..., serán reunidas ante él todas las naciones. El separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras» (ib 31-33). El Hijo del hombre, que vino en humildad y sufrimiento a salvar el rebaño que el Padre le confió, volverá Rey glorioso al final de los tiempos a juzgar a los que fueron objeto de su amor.

¿Sobre qué los juzgará? Sobre el amor; porque el amor es la síntesis de su mensaje, el móvil y fin de toda su obra de salvación. El que no ama se excluye voluntariamente del reino de Cristo y el último día verá confirmada para siempre esa exclusión. El juicio sobre el amor será muy concreto; no versará sobre palabras sino sobre hechos: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber...» (ib 35). Aunque Rey glorioso, Jesús no olvida que se ha hecho nuestro hermano y premia como hechos a él los más humildes actos de caridad realizados con el más pequeño de los hombres: «Heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (ib 34). El amor, síntesis del cristianismo, es la condición para ser admitidos al reino de Cristo que es reino de amor. El que ama no tendrá nada que temer del juicio de Cristo Rey de Amor.

 

Te adoro, oh Jesús, Señor mío... Tú eres Rey. Te veo en espíritu sentado en un trono a la derecha de Dios... Todo depende de ese trono; todo lo que depende de Dios y del imperio del cielo está sometido a ese trono: ése es tu imperio.

Pero ese imperio es sagrado: es un sacerdocio... Tú celebras para nosotros un oficio y una fiesta eterna a la diestra del Padre. Le muestras de continuo las cicatrices de las heridas que lo aplacan y nos salvan. Le ofreces nuestras oraciones, intercedes por nuestros pecados, nos bendices y nos consagras. Desde lo más alto de los cielos bautizas a tus hijos, cambias dones terrenos en tu Cuerpo y en tu Sangre, perdonas los pecados, envías a tu Espíritu Santo, consagras a tus ministros y haces todo lo que hacen ellos en tu nombre.

Cuando nacemos nos lavas con un agua celestial, cuando morimos, nos sostienes con una unción que nos conforta; y así nuestros males se convierten en medicinas y nuestra muerte en un paso a la vida verdadera. ¡Oh Dios, oh Rey, oh Pontífice!, me uno a ti, te ensalzo..., me someto a tu divinidad, a tu imperio y a tu sacerdocio... Todos tus enemigos, oh Rey mío, serán subyugados, serán vencidos, serán forzados a besar la huella de tus pies... Siéntate entretanto en tu trono, oh Rey de gloria, permanece en el cielo hasta el día en que volverás de nuevo a juzgar a vivos y a muertos... Entonces bajarás; pero volverás bien pronto a ocupar tu puesto con todos los predestinados, que estarán íntimamente unidos a ti; y presentarás a Dios este Reino: todo el pueblo salvado, esto es, Cabeza y miembros, y Dios será todo en todos. (Jacobo Benigno Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio, III, 52, v 1).

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.

 

domingo, 19 de noviembre de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 33º Domingo del Tiempo Ordinario: “A todo el que tiene, se le dará y le sobrará”

 

«Dichoso el que te teme, Señor, y sigue tus caminos» (SI 127, 1).

Las lecturas bíblicas de hoy graban a fuego en el alma el pensamiento de la vigilancia cristiana y, por ende, de la vida presente, vivida como espera y preparación de la futura. Nos puede servir de punto de partida la lectura segunda (1 Ts 5, 1-6) en la que San Pablo declara inútil el indagar cuándo vendrá «el día del Señor», o sea cuándo se efectuará el retorno glorioso de Cristo, porque llegará de improviso «como un ladrón en la noche» (ib 2). Es la imagen empleada ya por Jesús (Mt 24, 43), que se puede aplicar tanto a la parusía como al fin de cada hombre. Sobre esa hora sólo una hay cierta: que vendrá sin duda; pero cuándo y cómo, sólo Dios lo sabe.

Síguese de ahí la necesidad de la vigilancia y juntamente de un abandono confiado a sus divinas disposiciones. El que piensa sólo en gozar de la vida como si nunca debiese morir, justo cuando se promete «paz y seguridad», verá improvisamente sobrevenirle la «ruina». El que, por el contrario, como verdadero «hijo de la luz», no olvida lo transitorio de la vida terrena y vela en espera del Señor, no tendrá nada que temer. Es lo que enseñan las otras dos lecturas con ejemplos concretos.

La primera (Pr 31, 10-13). 19-20. 30-31) bosqueja la figura de la mujer virtuosa, entregada a su familia, fiel a sus deberes de esposa y de madre, afanosa en el trabajo, caritativa con los pobres. Se hace de ella un elogio lleno de entusiasmo: «Vale mucho más que las perlas. Su marido confía en ella... Ella le produce el bien, no el mal, todos los días de su vida» (ib 10-12). Aun cuando hoy la mujer con frecuencia está dividida entre la casa y la profesión, su deber fundamental sigue siendo siempre el cuidado de la familia, la entrega al marido y a los hijos, la solicitud porque ellos encuentren en la casa un ambiente agradable y cálido. El trozo termina prefiriendo la «mujer que teme al Señor» a la dotada de gracia y hermosura, que son caducas, mientras sólo la virtud es base de la felicidad de la familia y objeto de la alabanza de Dios. Una mujer semejante, al fin de su vida merecerá oír el elogio de Jesús al siervo fiel: «Muy bien... pasa al banquete de tu Señor» (Mt 25, 21).

El Evangelio (Mt 25, 14-30), reproduciendo la parábola de los talentos, habla precisamente del siervo fiel que no derrocha la vida en pasatiempos o en la ociosidad, sino negocia con amor inteligente los dones recibidos de Dios. Dios da a cada hombre unos talentos: el don de la vida, la capacidad de entender y querer, de amar y de obrar, la gracia, la caridad, las virtudes infusas, la vocación personal. A nadie hace injuria distribuyendo sus dones en medida diferente, pues da a cada cual lo suficiente para su salvación. Lo importante no es recibir mucho o poco, sino negociar con empeño lo recibido. Es falsa humildad no reconocer los dones de Dios, y es pusilanimidad y pereza dejarlos inactivos. Así obró el siervo haragán que enterró el talento recibido, por lo que el señor le reprendió duramente. Dios exige en proporción de lo que ha dado, y lo que ha dado se ha de usar para su servicio y para el de los hermanos. Por lo demás, a quien más se le ha dado, más se le exigirá.

Por eso en la cuenta cada cual será tratado según sus abras. Castigo tremendo para el empleado holgazán, alabanza y premio para los empleados fieles, los cuales reciben un premio inmensamente superior a sus méritos. En efecto, a las palabras: «como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante», que indican la recompensa a la fidelidad de cada uno, se añaden estas otras: «pasa al banquete de tu señor» (ib 21). Es el premio de la liberalidad de Dios, que admite a sus siervos fieles a la comunión en su vida y felicidad eternas. Don qué, si bien presupone el esfuerzo del hombre, es siempre infinitamente superior a sus méritos.

 

¡Oh Redentor del mundo, que subiste a lo alto y diste dones a los hombres, repartiendo entre tus discípulos varios talentos y gracias para su bien y de tu Iglesia!, dame el Espíritu que procede de ti, para que conozca las cosas que por ti me han sido dadas, porque si no conozco los talentos, ni sabré agradecerlo, ni negociar con ellos. Pero conózcalos con humildad, de modo que no me engañe pensando que son más y mayores de lo que son en verdad. Dame también, Señor, que esté contento con los que me has dado, de tal manera que, ni desprecie por soberbia a los que tienen menos, ni tenga envidia de los que tienen más, atendiendo solamente a darte contento con lo mucho o con lo poco que me has dado. Concédeme también que siempre me acuerde de tu venida..., para que siempre negocie lo que querría haber negociado..., para que, cogiéndome la muerte negociando, me admitas en tu santo reino...

¡Oh gozo inmenso, oh gozo eterno, oh gozo digno de Dios! ¡Oh dichosa negociación, con la cual se negocia el gozo del cielo! (Luis de la Puente, Meditaciones, III, 58, 1.3).

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.

 

domingo, 12 de noviembre de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 32º Domingo del Tiempo Ordinario: “Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora”

 


«Señor, que esté yo preparado para, a tu llegada, entrar contigo al banquete de bodas» (Mt 25, 10).

El núcleo de la liturgia de hoy es el grito que se oye a medianoche: «¡Que llega el esposo; salid a recibirlo!» (Mt 25, 6). El Esposo es Cristo; viene de improviso a llamar a su banquete eterno a los creyentes, simbolizados en las diez vírgenes que velan a la espera de ser introducidas en la boda. En esta parábola (ib 1, 13) las relaciones entre Dios y el hombre se presentan -como sucede con frecuencia en el Antiguo Testamento- como relaciones nupciales. El Hijo de Dios, encarnándose, se desposó con la humanidad por esa unión indisoluble que hace de él el Hombre-Dios; consumó luego este desposorio en la cruz, por la que redimió a los hombres y los unió a sí agrupándolos en la Iglesia su esposa mística.

Pero no le basta esto: Cristo quiere celebrar sus desposorios místicos con cada alma consagrada a él por el bautismo. «Os tengo desposados con un solo esposo -escribe San Pablo a los Corintios-, para presentaros cual casta virgen a Cristo» (2 Cr 11, 2). A esta luz la vida del cristiano puede considerarse como un compromiso de fidelidad nupcial a Cristo, fidelidad delicada, presurosa, ardiente e inspirada en un amor que no admite compromisos. La vida transcurrida así es una espera vigilante del Esposo, ocupada en buenas obras, las cuales, según el simbolismo de la parábola, son el aceite que alimenta la lámpara de la fe. Las vírgenes prudentes están bien provistas de él, por lo tanto pueden arrostrar lo prolongado de la vigilia nocturna y encontrarse prontas para el recibimiento del esposo. En cambio, las vírgenes necias, que representan a los cristianos descuidados en el cumplimiento de sus deberes, ven que sus lámparas se apagan sin remedio, llegan luego tarde y llaman inútilmente: «¡Señor, Señor, ábrenos!» (Mt 25, 11).

No basta invocar a Dios para salvarse; se requiere «la fe que actúa por la caridad» (GI 5, 6). Por eso las vírgenes necias tienen que escuchar: «No os conozco» (Mt 25, 12); es la misma respuesta dada a los que han predicado el Evangelio pero no lo han practicado: «Jamás os conocí; alejaos de mí» (Mt 7, 23). Cristo los conoce muy bien a éstos, pero no como ovejas de su grey, porque no escucharon su voz, ni como amigos, porque no guardaron sus mandamientos; por eso los excluye de la intimidad de las bodas eternas. La llegada del esposo a medianoche y con retraso indica que nadie puede saber cuándo abrirá el Señor para él las puertas de la eternidad y justifica la exhortación final: «Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora» (Mt 25, 13).

La primera y segunda lectura giran en torno al Evangelio. La primera (Sb 6, 12-16) es como un preludio, que alaba la búsqueda de la sabiduría que procede de Dios y se ordena a su servicio. «Pensar en ella es prudencia consumada, y quien vela por ella pronto se verá sin afanes» (ib 15). Esta sabiduría hace al hombre prudente, le enseña a no gastar la vida en cosas vanas, sino a emplearla en el servicio y en la espera de Dios. Quien temprano la busca, no se hallará desprevenido a la llegada del Esposo.

La segunda lectura (1 Ts 4, 13-18) concluye el tema con la instrucción de San Pablo a los Tesalonicenses sobre el destino eterno del hombre. Ante la muerte de sus seres queridos, los Tesalonicenses se afligían «como los que no tienen esperanza» (ib 13), porque no sabían aún que los creyentes, habiéndose incorporado a Cristo, están llamados a participar en su gloria. «Pues si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo a los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con él» (ib 14). La fe y la unión a Cristo valen no sólo para esta vida, sino también para la muerte, la resurrección y la glorificación. Esta es la meta luminosa a la que el creyente debe mirar para estar en vela a la espera del Esposo y para ver con serenidad la muerte, que lo introducirá en las bodas eternas donde estará «siempre con el Señor» (ib 17).

 

Me conservo pura para ti, y con la lámpara encendida te salgo al encuentro, Esposo mío... Vayamos al encuentro del Esposo, con vestiduras blancas, con lámparas... Despertémonos, antes que el Rey atraviese el umbral...

Me he mantenido apartada de la felicidad de los mortales, llena de deliquios, de los placeres de una vida alegre, del amor; en tus brazos que dan la vida, busco refugio, deseo contemplar para siempre tu belleza, ¡oh Beatitud!... He olvidado mi patria porque deseaba tu gracia, oh Verbo; he olvidado los grupos de las doncellas de mi edad, el orgullo de mi madre y de mi raza, porque tú, oh Cristo, eres todo para mí...

Dador de vida eres tú, oh Cristo. Yo te saludo, luz sin ocaso. Acoge este grito. El coro de las vírgenes te invoca, ¡Flor perfecta, Amor, Gozo, Prudencia, Sabiduría, Verbo! (San Metodio de Olimpo, El Convite, XI, 3).

Deseo yo, Señor, contentaros; mas mi contento bien sé que no está en ninguno de los mortales. Siendo esto así, no culparéis a mi deseo. Véisme aquí, Señor; si es necesario vivir para haceros algún servicio, no rehúso todos cuantos trabajos en la tierra me pueden venir...

Miserables son mis servicios, aunque hiciese muchos a mi Dios. Pues ¿para qué tengo de estar en esta miserable miseria? Para que se haga la voluntad del Señor. ¿Qué mayor ganancia, ánima mía? Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá, el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin. (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones, XV, 2-3).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.

 

domingo, 5 de noviembre de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 31º Domingo del Tiempo Ordinario: “El que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado”

 


«Anunciaré tu nombre a mis hermanos» (SI 21, 23).

La Liturgia de la palabra se dirige hoy de modo particular a los que en el pueblo de Dios tienen cargos de responsabilidad, sea por el ministerio sacerdotal sea por otras incumbencias apostólicas; es a un tiempo llamada seria y cálido conforte, admonición e invitación.

La primera lectura sacada del profeta Malaquías (1, 14b-2, 2b. 8-10) es un apóstrofe severo contra los sacerdotes de entonces que maltrataban el culto divino ejerciéndolo de modo indigno y, en lugar de guiar al pueblo a honrar a Dios y cumplir su ley, 19 desbandaban con falsas doctrinas. «Y ahora os toca a vosotros sacerdotes: Si no obedecéis y no os proponéis dar la gloria a mi nombre —dice el Señor de los Ejércitos—, os enviaré mi maldición. Os apartasteis del camino, habéis hecho tropezar a muchos en la ley» (ib 2, 1-2. 8).

El sacerdote, el catequista, el educador tienen el deber estricto de enseñar a honrar a Dios tanto con la palabra como con la vida ordenada según la ley divina. Quien se aparte de esta obligación y se sirve del propio oficio para transmitir no la palabra de Dios y la enseñanza de la Iglesia, sino palabras o ideas personales, se convierte en piedra de escándalo y ocasión de perdición para muchos, los cuales tanto más son engañados cuanto mayor es la autoridad de sus maestros.

También Jesús -según se lee en el Evangelio de hoy (Mt 23, 1-12)- hubo de deplorar la conducta de los escribas y fariseos que ocupaban «la cátedra de Moisés» dándoselas de maestros, mientras su enseñanza y su conducta estaba en vivo contraste con la ley de Dios. Jesús lea, acusa sobre todo de hipocresía y orgullo. «Dicen y no hacen» (ib 3), exigen al pueblo un cúmulo de observancias no ordenadas por Dios, y ellos por su parte, no mueven un dedo para cumplirlas (ib 4). Hacen ostentación de obras buenas que realizan «para que los vea la gente» (ib 5), llenos de presunción ocupan los primeros puestos y gustan de ser honrados y llamados «rabí» (ib 7).

A semejante conducta opone Jesús la sencillez y humildad que quiere ver él en sus discípulos y, por ende, en todo apóstol. Lejos de dárselas de maestros, deben hacer que su autoridad se desvanezca en una actitud modesta, fraternal y cordial, que la hará más acepta y válida. Por lo demás hay que tener siempre presente que uno sólo es el maestro, uno sólo el Señor, Cristo (ib 10).

A estas cualidades se han de añadir el amor sincero, la entrega generosa y el desinterés personal de que se habla en la segunda lectura (1 Ts 2, 7-9. 13). «Os tratamos con delicadeza, -escribe San Pablo a los Tesalonicenses-, como una madre cuida de sus hijos. Os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas, porque os habíais ganado nuestro amor» (ib 7-8). El apóstol, dinámico y combativo, se hace tierno como una madre para los que con sus fatigas apostólicas engendró para Cristo. Los siente hijos suyos hasta el punto de desear dar por ellos la misma vida.

No son meras palabras, pues Pablo no retrocedió ni siquiera ante los más graves riesgos con tal de ganar hombres para Cristo, y los evangelizó con «esfuerzos y fatigas, trabajando día y noche para no serle gravoso a nadie» (ib 9). Llegó su generosidad hasta renunciar a lo que tenía derecho. Se preocupó únicamente de dar y nada de recibir, convencido de que el desinterés personal daría a su predicación una eficacia mayor; de hecho su palabra fue acogida «no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como Palabra de Dios» (ib 13). El anuncio desinteresado del Evangelio es el testimonio más elocuente de la verdad de la fe.

 

Proclamaré, Señor, tu nombre a mis hermanos; en medio de la asamblea te alabaré. Fieles del Señor, alabadlo..., porque no ha sentido desprecio ni repugnancia hacia el pobre desgraciado; no le ha escondido su rostro; cuando pidió auxilio, lo escuchó.

Él es mi alabanza en la gran asamblea, cumpliré mis votos delante de sus fieles... Lo recordarán y volverán al Señor hasta de los confines del orbe; en su presencia se postrarán las familias de los pueblos. (Salmo 21, 23-29).

Dios misericordioso, escúchame benigno: te pido por los tuyos. A esta plegaria me mueve la misión paterna que me has confiado, me inclina el afecto, me anima la consideración de tu bondad. Tú sabes, dulce Señor, cuánto los amo, qué puesto ocupan en mi corazón, cómo los cubro de ternura. Tú sabes, Señor mío, que no les mando con dureza ni violencia, que prefiero aprovecharles por la caridad a dominarles, someterme a ellos en humildad y hacerme entre ellos —por la fuerza del afecto— como uno de ellos...

Yo los encomiendo a tus santas manos y a tu tierna providencia. Que nadie los arrebate de tu mano ni de las de tu siervo a quien los confiaste, sino que perseveren gozosamente en su santo propósito y, perseverando, obtengan la vida eterna: con tu ayuda, oh dulcísimo Señor nuestro, que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén. (Elredo de Rievaulx, Oratio pastoralis, 8. 10).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 29 de octubre de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 30º Domingo del Tiempo Ordinario: Amarás…, amarás…, siempre amar.

 


«Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza..., mi libertador» (SI 17, 2-3).

La Liturgia de la Palabra graba hoy a fuego el gran mandamiento del amor a Dios y al prójimo. La primera lectura (Ex 22, 20-27) reproduce un grupo de leyes referentes a los deberes para con el prójimo necesitado: forasteros, viudas, huérfanos, pobres, deudores. «No... vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto» (ib 20); como si dijese: vosotros que sufristeis las vejaciones de los egipcios, cuidad de no hacer sufrir a los extranjeros que viven entre vosotros. «No explotarás a viudas ni a huérfanos» (ib 21), porque Dios os castigaría con la muerte, «dejando a vuestras mujeres viudas y a vuestros hijos huérfanos» (ib 23). Haciendo un préstamo al pobre, «no serás con él un usurero» (ib 24), y antes que anochezca devolverás el manto que tomaste en prenda.

Dos son los principios que inspiran estas prescripciones: «no hagas a nadie lo que no quieras que te hagan» (Tb 4, 15), y por el contrario: «ama al prójimo como a ti mismo» (Lv 19, 18); y esto no por puro sentimiento humanitario, sino por Dios que tiene cuidado especial de los atribulados, escucha su clamor y es «compasivo» con ellos (Ex 22, 26). También en el Antiguo Testamento se ve el amor al prójimo en su relación con Dios, como respeto a su ley y como reflejo de su amor a los hombres. Pero en el Nuevo todo queda iluminado y perfeccionado por la enseñanza de Jesús, como puede verse en el Evangelio de hoy (Mt 22, 34-40).

Cuando un doctor de la ley le pregunta sobre el mandamiento más importante, el Señor le responde uno tras otro, los mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo. El primero lo toma del Deuteronomio (6, 5): «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza», y el segundo del Levítico (19, 18): «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Se trata, pues, de mandamientos ya conocidos y tenidos al menos por algunos rabinos como los más importantes (Lc 10, 27). Pero lo nuevo está en que Jesús relaciona estos dos preceptos como fundiéndolos en uno y declarando que «estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas» (Mt 22, 40).

Es decir, la voluntad de Dios revelada en toda la Escritura puede condensarse en el doble precepto del amor a Dios y al prójimo. El cristiano no necesita —como el israelita— fatigarse recordando multitud de preceptos, ni investigar para discernir cuáles son los mayores. Basta que se quede con uno, el del amor, con tal que lo entienda y lo viva integralmente como enseñó Jesús. Amar a Dios con todo el corazón significa disponibilidad plena a su querer y entrega incondicional a su servicio; y justamente porque es voluntad de Dios y para dar forma concreta a su servicio, hay que amar al prójimo dándose a él con generosidad. El ejemplo de Jesús lo demuestra claramente: él cumplió la voluntad del Padre poniéndose al servicio de los hombres e inmolándose por la salvación de ellos. Su obra redentora es al mismo tiempo expresión de su amor al Padre y a los hombres.

El cristiano ha de hacer el mismo camino; no le es posible, por eso, separar el amor al prójimo del amor a Dios, so pena de reducirlo a una simple forma de humanismo; ni el amor a Dios del amor al prójimo, so pena de hacer de él un amor ideal, desencarnado. La síntesis perfecta es la indicada por S. Juan: «Si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4, 20-21).

 

Dios todopoderoso y eterno, aumenta nuestra fe, esperanza y caridad; y para conseguir tus promesas, concédenos amar tus preceptos. (Misal Romano, Oración Colecta).

Señor, haz que para amarte con todo el corazón me entregue con todas mis fuerzas a observar tu mandamiento, porque II que no ama a su prójimo de veras, desprecia tu mandamiento, y quien desprecia tu mandamiento, te desprecia a ti que eres su autor...

Pero ¿quién de los hombres ha podido o podrá observar tal mandamiento? ¿Quién ha amado nunca a su prójimo como tú, oh Cristo, amaste a tus Apóstoles?... Si no puedo guardar tu paso, haz que al menos siga de lejos tus huellas. Si no soy capaz de amar al prójimo más que a mi mismo —como hiciste tú al morir por la salvación de la humanidad—, concédeme al menos amarlo como a mí mismo, haciendo a los demás lo que quisiera me hiciesen a mí... y guardándome bien de hacerles lo que no quisiera me hiciesen. Haz que ame al prójimo de tal modo que en él te ame a ti; amándolo de este modo, guardaré tu mandamiento. Pues tú mismo quieres ser el resorte de ese amor... Si, por el contrario, amo al prójimo sólo por sí mismo, no será verdadera caridad la mía...

Oh caridad, amor inmenso que abarca cielo y tierra; caridad, amor invencible... Caridad, vínculo indisoluble de amor y de paz... Haz, Señor, que reine entre nosotros esta reina de las virtudes; entonces todos, grandes y pequeños, conocerán ciertamente que somos discípulos tuyos. (B. Olegario, Sermón, 5, 1. 3-6).

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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domingo, 22 de octubre de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 29º Domingo del Tiempo Ordinario: Sólo a Dios lo que es de Dios

 


«¡Tú eres el Señor! Fuera de ti no hay otro Dios» (Is 45, 6).

Ningún suceso de la historia escapa a la providencia de Dios. Los mismos gobernantes, aunque no lo sepan, son instrumentos de que Dios se sirve para realizar sus planes de salvación. La primera lectura del día (Is 45, 1. 4-6) presenta un ejemplo típico de ello en Ciro, el fundador del imperio persa, que fue en manos de Dios el liberador del pueblo elegido. «Yo lo llevo de la mano», dice de él el Señor (ib 1). Y de modo más explícito y directo, añade: «Por mi siervo Jacob, por mi escogido Israel, te llamé por tu nombre, te di un título, aunque no me conocías» (ib 4). La historia de los individuos y de los pueblos está en las manos de Dios, el cual la va tejiendo hasta por medio de hombres que no lo conocen y obran con intenciones muy diferentes.

Por encima de todo gobierno humano está el gobierno de Dios con el que nadie puede competir: «Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay dios» (ib 5). Ciro, pagano, al ordenar la repatriación de los judíos de Babilonia y autorizar la reconstrucción del templo de Jerusalén, colaboró, aun sin saberlo, a dar a conocer la omnipotencia del Dios de Israel y a divulgar su culto. Interpretada a la luz de la fe, la historia de cada hombre y de la humanidad entera adquiere su verdadero significado, el que tiene delante de Dios, y que es un significado de salvación.

El Evangelio de hoy (Mt 22, 15-21) reproduce el pensamiento de Jesús acerca de la autoridad política. La ocasión fue ofrecida por la pregunta insidiosa de los fariseos sobre la licitud del tributo al César. El pagar las contribuciones al imperio romano era considerado por algunos como una limitación del dominio de Dios sobre su pueblo; al paso que rehusar pagarlas podía ser interpretado como rebelión a la autoridad constituida. En consecuencia, cualquiera fuese su respuesta, afirmativa o negativa, Jesús daría pie a una condena. Pero no cae en el garlito, y prescindiendo de cuestiones de licitud o ilicitud, se hace entregar la moneda del tributo. La moneda lleva la imagen e inscripción del César; la respuesta, pues, es obvia: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (ib 21).

Estas sencillas palabras acaban con la concepción antigua que consideraba al estado como expresión no sólo de la autoridad política, sino también de la religiosa. Jesús, en cambio, traza una línea divisoria: la autoridad política, aunque derivada de Dios y obligada a respetar sus leyes, tiene un campo propio, el que se refiere al orden y bien público temporal; en este campo ha de ser reconocida, respetada y obedecida. Pero el estado no puede exigir lo que sólo se debe a Dios, o sea la sumisión absoluta. El cristiano debe mantener y defender su libertad de honrar a Dios por encima de toda ley o autoridad política, porque «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Heb 5, 29). Al mismo tiempo se ha de convencer de que Dios puede valerse también de las situaciones políticas más adversas y arreligiosas para realizar la historia de la salvación.

Hasta las leyes de la Roma pagana sirvieron para el cumplimiento de los designios divinos sobre el nacimiento y la pasión de Jesús, como las condiciones de paz del gran imperio y luego las mismas persecuciones a los cristianos fueron instrumentos valederos para la difusión del Evangelio. Lo importante es que el cristiano, tanto en las circunstancias propicias como en las adversas, se mantenga firme en la fe, sin ceder frente a las hostilidades, seguro de que «en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Rm 8, 28).

 

¡Señor, Señor, Rey omnipotente! Todo está sometido a tu poder, y no hay quien pueda resistir tu voluntad, si has decidido salvar a Israel. Tú hiciste el cielo y la tierra y cuantas maravillas existen bajo el cielo. Eres Señor de todo, y nadie puede oponerse a ti, Señor. (Ester, 4, 17 b-c).

Señor, haz que me abandone con toda la fuerza de la voluntad sostenida por la gracia y por el amor, no obstante, todas las dudas sugeridas por contrarias apariencias, a tu omnipotencia, a tu sabiduría y a tu amor infinitos. Haz que crea que en este mundo nada escapa a tu providencia, ni en el orden universal ni en el particular; que nada sucede, ni ordinaria ni extraordinariamente, que no esté previsto, querido o permitido, siempre dirigido por ti a tus altos fines, que en este mundo son siempre fines de amor a los hombres. Que yo crea que a veces puedes permitir que, en esta tierra y durante algún tiempo, triunfen el ateísmo y la impiedad, lamentables oscurecimientos del sentido de la justicia, infracciones del derecho, torturas de los hombres inocentes, pacíficos, indefensos y sin apoyo...

Por áspera que pueda parecer tu mano, oh divino Cirujano, cuando con el hierro penetras en las carnes vivas, un activo amor es siempre tu guía e impulso, y sólo el verdadero bien de los individuos y de los pueblos te hace intervenir tan dolorosamente. Haz, que crea yo, finalmente, que así la dura agudeza de la prueba como el triunfo del mal no durarán, ni siquiera acá abajo, sino un breve tiempo, y no más; pues luego vendrá tu hora, la hora de la misericordia, la hora de la santa alegría, la hora del cántico nuevo de la liberación, de la alegría y del gozo. (PI0 XII, Discursos y radiomensajes, 3, p. 143-4. Edición: Madrid - Ediciones Acción Católica Española, 1947).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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domingo, 15 de octubre de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 28º Domingo del Tiempo Ordinario: “Muchos son llamados, pocos son escogidos”

 


“Señor, tú preparas una mesa ante mí” (Sal 22, 5).

La Liturgia de este domingo presenta la salvación bajo la imagen de un banquete preparado por Dios para todos los hombres: “Prepara el Señor de los Ejércitos para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vino de solera… Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos… Aniquilará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros” (Is 25, 6-8 - primera lectura). Festín suntuoso que revela la magnificencia del que lo da y es símbolo de la salvación ofrecida por Dios, pero oculta durante muchos siglos a los pueblos, los cuales la conocerán con la venida del Mesías. La destrucción de la muerte, y del dolor lleva a pensar lógicamente en un futuro allende la vida terrena; se trata de la bienaventuranza eterna anunciada con expresiones idénticas en el Apocalipsis: “Dios enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte” (21, 4).

En el Evangelio del día (Mt 22, 1, 14) el convite de la salvación adquiere una fisonomía nueva, la nupcial. Dios llama a todos los hombres a participar en las bodas de su Hijo con la naturaleza humana, comenzadas con su encarnación y consumadas con su muerte de cruz. «El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados, pero no quisieron ir» (ib 2-3). El rey es Dios, el banquete es la salvación traída por el Hijo de Dios hecho hombre, los siervos son los profetas y apóstoles, los invitados que rehúsan venir o maltratan y dan muerte a los criados son los judíos y todos los que como ellos rechazan a Jesús.

Se verifica una situación semejante a la de la parábola de los viñadores malvados (domingo precedente); sin embargo, hay una diferencia notable. A los viñadores se les exigía algo debido, o sea los frutos de la viña que se les había confiado; aquí, en cambio, nada se exige, sino todo se ofrece; allí se rehusaba lo que tenía que darse en justicia, aquí se rechaza lo que se ofrece con bondad y magnificencia sumas. Es la repulsa al amor de Dios. Es la actitud del hombre convencido de que no necesita de salvación o del que hundido en negocios terrenos considera tiempo perdido pensar en Dios o en la vida eterna. Estos tales van a la ruina, mientras otros son invitados en su lugar.

«La boda está preparada» (ib 8). El Hijo de Dios se ha encarnado y se ofrece en sacrificio por la salvación de la humanidad. Dios por eso continúa renovando su invitación: «Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda» (ib 9). La sala del festín, llena ya de comensales «malos y buenos» (ib 10), representa a la Iglesia abierta a todos los hombres y siempre semejante al campo en que la cizaña crece en medio del grano. Ser invitados y haber entrado en el festín no significa poseer ya la salvación definitiva.

En efecto, hay un hombre que no lleva traje de boda, y es arrojado «fuera, a las tinieblas» (ib 13), no precisamente por carecer de traje exterior, sino por no tener las disposiciones internas necesarias para la salvación. Es el hombre que pertenece materialmente a la Iglesia, pero no vive en caridad y gracia; su fe no está acompañada de obras; tiene la apariencia de discípulos de Cristo, pero en el fondo de su corazón no es de Cristo ni para Cristo. Su pertenencia a la Iglesia no le servirá de salvación sino de condena: «porque muchos son los llamados y pocos los escogidos» (ib 14). La parábola no quiere decir que los elegidos sean pocos de modo absoluto, sino que su número es inferior al de los llamados por culpa de la ligereza de éstos en responder a la invitación divina.

 

Dios soberano, te pedimos humildemente que, así como nos alimentas con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, nos hagas participar de su naturaleza divina. (Oración post Comunión, Misal Romano).

Ayúdame, Señor, a dejarme de malas y vanas excusas y a ir a esa cena que nos nutre interiormente. No sea la altanería del, orgullo impedimento para ir al festín, elevándome jactanciosamente, ni una curiosidad ilícita me apegue a la tierra, distanciándome de Dios, ni estorbe la sensualidad a las delicias del corazón.

Haz que yo acuda y me engrose. ¿Quiénes vinieron a la cena, sino los mendigos, los enfermos, los cojos, los ciegos? No vinieron a ella los ricos sanos, es decir, los bien hallados, los listos, los presuntuosos, tanto más sin remedio cuanto más soberbios.

Vendré como pobre; me invita quien, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecer con su pobreza a los pobres. Vendré como enfermo, porque no han menester médico los sanos sino los que andan mal de salud. Vendré como lisiado y te diré: «Acomoda mis pies a tus caminos». Vendré como ciego y diré: «Alumbra mis ojos para que nunca me duerma en la muerte». (San Agustín, Sermón 112, 8).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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domingo, 8 de octubre de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 27º Domingo del Tiempo Ordinario: Los viñadores infieles... ¿y yo?



“Oh Dios, mira desde el cielo, fíjate; ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó” (Sal 79, 15-16).

La parábola de la viña es el tema que domina la liturgia de hoy. Parábola común al Antiguo y al Nuevo Testamento, de que primero el profeta y luego Jesús se sirvieron para hablar del amor de Dios a su pueblo y de la ingratitud de éste. Isaías (5, 1-7; primera lectura) describe la historia de Israel como la historia de la viña del Señor, que él tenía “en fértil collado; la entrecavó, la descantó y plantó de buenas cepas; construyó en medio una talaya y cavó un lagar” (ib 2).

Todo hacía suponer una vendimia óptima; en cambio, la viña “dio agrazones” (ib). La tierra que cultiva el campesino da buenos frutos, pero la viña del Señor no. Dios se vuelve entonces a su pueblo: “sed jueces entre mí y mi viña. ¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho?” (ib 3-4). Al juzgar sobre la viña infructuosa, Israel se está juzgando a sí mismo. Dios lo eligió para pueblo suyo, lo libró de la esclavitud, lo trasplantó a una tierra fértil, lo defendió de los enemigos; y con todo Israel no correspondió a tanto amor.

El Evangelio (Mt 21, 33-43) reasume la metáfora de Isaías y la desarrolla hablando de otros inmensos beneficios hechos por Dios a su pueblo. Le envió repetidas veces “a sus criados”, o sea a los profetas; pero los viñadores, esto es los jefes de Israel a quienes había sido confiada la viña del Señor los maltrataron, apalearon, lapidaron, mataron. En fin, como prueba suprema de su amor, Dios envió a su Hijo divino; pero también, lo agarraron y empujándolo fuera de la viña, le dieron muerte, crucificado “fuera” de los muros de Jerusalén.

La responsabilidad y la ingratitud del pueblo elegido creció enormemente con ello. De ahí las conclusiones preñadas de consecuencias; Isaías había hablado de la destrucción de la viña del Señor, símbolo de las derrotas de Israel y de su deportación al destierro; Jesús, en cambio, anuncia: el propietario “arrendará la viña a otros labradores” (ib 41) y más claramente aún: “Se os quitará el Reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos” (ib 43). Por culpa de su ingratitud Israel fue sustituido por otros pueblos, la sinagoga por la Iglesia. Pero ¿es el nuevo pueblo de Dios más fiel que el antiguo? También para el nuevo valen las dos parábolas de Isaías y de Jesús. Si la viña de la Iglesia no diere los frutos que Dios espera de ella, sufrirá la misma suerte que Israel.

Y esto no se aplica sólo a la Iglesia como cuerpo social, sino a cada uno de sus miembros. Todo bautizado debe ser “viña del Señor” y llevar fruto, ante todo aceptando a Jesús, siguiéndole y viviendo injertados en él “vid verdadera”, fuera de la cual no hay más que muerte. En el Nuevo Testamento, en efecto la “viña del Señor”, no es sólo el pueblo elegido y amado en Cristo, injertado en el que dijo: “Yo soy la vida verdadera, y mi Padre es el viñador… Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ese da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 1-5).

En esta perspectiva, la segunda lectura (Flp 4, 6-9) puede ser considerada y meditada como una invitación a recurrir frecuentemente a Dios, a la confianza y a la gratitud, para el que nos eligió para pueblo suyo y como un compromiso a llevar abundantes frutos de todo bien: “hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable; todo lo que es virtud o mérito tenedlo en cuenta” (ib 8).

 

“Señor, tú trajiste de Egipto una vid; arrojaste de aquí a los paganos y la plantaste; ella extendió sus sarmientos hasta el mar y sus brotes llegaban hasta el río. Señor, ¿por qué has derribado su cerca, de modo que puedan saquear tu viña los que pasan, pisotearla los animales salvajes, y las bestias del campo destrozarla?. Señor, Dios de los ejércitos, vuelve tus ojos, mira tu viña y visítala; protege la planta sembrada por tu mano, el renuevo que tú mismo cultivaste. Ya no nos alejaremos de ti; consérvanos la vida; alabaremos tu poder. Restablécenos, Señor, Dios de los ejércitos; míranos con bondad y estaremos a salvo. (Sal 79, 9-10. 15-16. 19-20).

“Oh Dios eterno, si el tiempo que el hombre era árbol de muerte lo trocaste en árbol de vida, injertándote, tú, vida, en el hombre -aunque muchos por sus culpas no se injerten en ti, vida eterna-, puedes ahora de ese modo proveer a la salud de todo el mundo, al cual veo hoy que no se injerta en ti… Oh vida eterna, desconocida de nosotros, criaturas ignorantes. Oh miserable y ciega alma mía, ¿dónde está el clamor, donde están las lágrimas que deberías derramar en la presencia de tu Dios, que continuamente te invita?... Nunca produje yo otra cosa que frutos de muerte, porque no me he injertado en ti.

¿Cuánta luz, cuánta dignidad recibe el alma injertada en ti! ¡Oh desmesurada grandeza! Y ¿de dónde traes, oh árbol, estos frutos de vida, siendo por ti mismo estéril y muerto? Del árbol de la vida; pues si tú no estuvieses injertado en él, ningún fruto podrías producir por tu virtud, porque eres nada.

Oh verdad eterna, amor inestimable, tú nos produjiste frutos de fuego, de amor, de luz y de obediencia pronta, por la cual corriste como enamorado a la oprobiosa muerte de cruz y nos diste estos frutos en virtud del injerto que hiciste de tu cuerpo en el árbol de la cruz. Así, oh Dios eterno, el alma injertada en ti verdaderamente, a nada atiende sino al honor tuyo y a la salud de las almas. Y ella se hace fiel, prudente y paciente.” (Santa Catalina de Siena, Oraciones y Elevaciones, 14).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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domingo, 1 de octubre de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 26º Domingo del Tiempo Ordinario: No quiero, pero fue; sí voy, pero no fue

 


“Señor, eres bueno y recto, y enseñas el camino a los pecadores” (Sal 24, 8).

La Liturgia de hoy presenta a Dios en el diálogo con el hombre para darle a entender la justicia de sus procedimientos y la necesidad de una sincera y perseverante adhesión al bien. “¿Es injusto mi proceder?; ¿o no es vuestro proceder el que es injusto?”, pregunta Dios por boca de Ezequiel al pueblo escogido (Ez 18, 25-28; 1ª lectura). Si el justo abandona el bien y “comete la maldad”, no puede imputar a Dios su perdición, pues será fruto de su inconstancia y perversidad: “muere por la maldad que cometió” (ib 26).

Nadie puede pensar que Dios está obligado a salvarlo cuando se aleja voluntariamente de él. Al contrario, si el impío “recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá” (ib 28). Mientras tiene vida, el hombre puede convertirse, sea que haya pasado sus años en el pecado, sea que haya cedido al mal después de haber servido al Señor algún tiempo. Lo importante para todos es convertirse y resolverse a perseverar en el bien.

También el Evangelio de hoy (Mt 21, 28-32) se abre con un interrogante dirigido por Jesús a sus contrarios -“¿Qué os parece?”-, para inducirlos a dar ellos mismos una respuesta que los ilumine acerca de su comportamiento. La pregunta es sencilla: dos hijos son enviados por su padre a trabajar en la viña; el primero responde “si”, pero no va; el segundo contesta “No quiero” (ib 29-30), pero luego se arrepiente y va. “¿Quién de los dos -pregunta el Señor- hizo lo que quería el Padre?” (ib 31).

Imposible tergiversar esta lógica, y así se ven constreñidos a responder: “El último”. Es su condena, la que Jesús enuncia luego con toda claridad: “Los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios” (ib) Pero ¿por qué? Porque los oponentes del Señor -miembros del pueblo escogido y además sumos sacerdotes y ancianos del pueblo- han sido llamados los primeros a la salvación, pero han dado una respuesta más aparente que real, pues son de los que afirmó Jesús: “dicen y no hacen” (Mt 23, 3).

Oyeron predicar al Bautista, pero no le dieron crédito, demasiado seguros de su ciencia y de no necesitar aprender, demasiado seguros de su justicia y de no necesitar convertirse: “no os arrepentisteis, no le creísteis” (Mt 21, 32); no han aceptado la palabra del Bautista ni la de Jesús. Se ven, pues, pospuestos nada menos que a gente de mal vivir, publicanos y prostitutas; ya que éstos se han arrepentido, se han apartado “de la maldad” que hicieron, han creído y practicado “la justicia” (Ez 18, 27) y por eso han sido escogidos en el Reino de Dios. Espontáneamente piensa uno en Leví, Zaqueo, en la mujer adúltera, o en la pecadora que en casa de Simón se arroja a sus pies llena de dolor y de amor.

Si los oponentes de Jesús no han creído en su palabra y no se han convertido, ha sido sobre todo por orgullo, gusano roedor de todo bien y obstáculo máximo para la salvación. Viene por eso a propósito la exhortación de san Pablo a la humildad: “Tened entre vosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús. El, a pesar de su condición divina…, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (Fl 2, 5-7; 2ª lectura). Si el Hijo de Dios se humilló hasta tomar sobre sí los pecados de los hombres, ¿será demasiado pedir a éstos que se humillen hasta reconocer su orgullo y sus pecados?

 

“Señor, no te acuerdes de los pecados ni de las maldades de mi juventud; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor… ¿Hay quien tema al Señor? Él le enseñará el camino escogido: su alma vivirá feliz… El Señor se confía con sus fieles…

Tengo los ojos puestos en el Señor, porque él saca mis pies de la red. Mírame, oh Dios, y ten piedad de mí, que estoy sólo y afligido… Mira mis trabajos y mis penas y perdona todos mis pecados… Guarda mi alma y líbrame, no quede yo defraudado de haber acudido a ti” (Salmo 24, 3. 12-20).

“Suplico yo al Señor me libre de todo mal para siempre, pues no me desquito de lo que debo, sino que puede ser que por ventura cada día me adeudo más Y lo que no se puede sufrir, Señor, es no poder saber cierto que os amo, ni son aceptos mis deseos delante de vos. ¡Oh Señor y Dios mío, libradme ya de todo mal y sed servido de llevarme adonde están todos los bienes!

¡Oh, cuán otra vida debe ser ésta para no desear la muerte! ¿Cuán diferentemente se inclina nuestra voluntad a lo que es la voluntad de Dios! Ella quiere  queramos lo eterno, acá nos inclinamos a lo que se acaba; quiere queramos cosas grandes y subidas, acá queremos bajas y de tierra; querría quisiésemos sólo lo seguro, acá amamos lo dudoso: que es burla, hijas mías, sino suplicar a Dios nos libre de estos peligros para siempre y nos saque ya de todo mal… ¿Qué nos cuesta pedir mucho, pues pedimos a poderoso?... Sea para siempre santificado su nombre en los cielos y en la tierra, y en mí sea siempre hecha su voluntad. Amén” (Santa Teresa de Jesús, Camino, 42, 2-4).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


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domingo, 24 de septiembre de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 25º Domingo del Tiempo Ordinario: Los obreros de la viña

 


«Señor, que yo te busque mientras se te puede encontrar, que te invoque mientras estás cerca» (Is 55, 6).

«Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos» (Is 55, 8; La lectura). Tal es en síntesis el mensaje de los textos bíblicos de la Liturgia de hoy. El hombre no puede reducir a Dios a la medida de sus pensamientos ni condicionar la conducta del Altísimo a sus categorías de justicia y de bondad. Dios está por encima del hombre mucho más que el cielo de la tierra (ib 9), por eso muchas veces los planes de su providencia son incomprensibles a la mente humana, la cual debe aceptarlos con humildad sin pretender escudriñarlos o juzgarlos.

Tal es la enseñanza profunda encerrada en la parábola de los obreros de la viña que el Evangelio de hoy (Mt 20, 1-16) propone a la meditación de los fieles. «El Reino de los Cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña; se ajusta con ellos en un denario y los manda al trabajo. Pero hacen falta más brazos, y el propietario sale otras cuatro veces a la plaza a buscar jornaleros: a las horas tercia, sexta, nona y undécima, o sea desde las nueve de la mañana hasta el atardecer. Terminada la jornada los obreros reciben su paga empezando por los últimos, los cuales, igual que los primeros, reciben un denario. Y surge la reacción tan humana de los primeros: «Estos últimos han trabajado sólo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno. Pero el propietario responde: «Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario?... Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos?» (ib 12-15).

En el plano de la justicia social este razonamiento sería discutible. Pero la intención de Jesús al proponer la parábola no es dar una lección sobre la «moral del salario» ni de sociología, sino dar a entender que el Reino de los Cielos se basa en principios muy diferentes de los que regulan las relaciones humanas de dar y recibir. Dios, infinitamente justo, es otro tanto misericordioso y libre; extendiendo la salvación a los que han sido llamados los últimos -los paganos-, no defrauda a los primeros -el pueblo elegido-; acogiendo en su reino a los pecadores convertidos en edad avanzada no hace injuria a los que han vivido siempre en la inocencia. En el mundo de la gracia no hay derechos que hacer valer.

Es cierto que el hombre debe colaborar en su salvación eterna, pero ésta es un bien tan grande, que no deja nunca de ser un don, hasta para los más grandes santos. Por lo demás, la parábola con la pregunta: «¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?» (ib 15), deja entender que el motivo del malhumor de los trabajadores de primera hora, no es tanto amor a la justicia, cuanto envidia por la generosidad de que fueron objeto los de la última. Pero Dios no sufre en los obreros del Reino ninguna especie de envidia o rivalidad contra los hermanos; y sólo reconoce como obreros suyos a los que saben gozarse del bien ajeno como si fuese propio.

La parábola, pues, no pretende alentar a los perezosos u holgazanes que dejan para última hora la conversión y el servicio de Dios, sino enseñar que Dios puede llamar a cualquier hora y que el hombre debe estar siempre pronto a responder a su llamada. «Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca» (Is 55, 6). El que fue llamado al alba de la vida no puede presumir de tener mayores derechos que el que lo ha sido en edad madura y aun a última hora; y estos últimos no deben desanimarse ni retroceder pensando que es demasiado tarde.

Resulta útil también a este propósito la palabra de san Pablo sacada de la segunda lectura (FI 1, 20b-24.27): “Cristo será glorificado en mi cuerpo, sea por mi vida o por mi muerte”. El verdadero discípulo de Cristo no mira tanto a sus circunstancias personales -hora de llamada, servicios prestados, recompensa-, cuanto a dar gloria a Cristo por el cual únicamente vive.

 

Yo no puedo penetrar en tus misteriosos secretos, oh Señor. Tú has muerto por todos, lo sé... Cuál sea el plan eterno de tu providencia sobre mí, no puedo decirlo; pero, fundado en las gracias con que has querido favorecerme, puedo esperar que mi nombre esté entre los que has escrito en el libro de la vida. Hay, con todo, una cosa de la que, en mi caso personal, tengo certeza y a la que, en lo que a los otros se refiere, llego por fe: que si no alcanzo la corona de !a gloria que has puesto al alcance de mi mano, será únicamente por mi culpa.

Tú me has asediado con tus gracias desde la juventud. Te has preocupado de mí como si yo fuese para ti algo verdaderamente importante, como si no fuese yo quien puede perder el cielo, sino tú quien me pudieses perder a mí. Me has conducido por un camino sembrado de innumerables gracias. Me has conducido junto a ti de la manera más íntima, me has introducido en tu casa y en tus moradas y te me has dado a ti mismo como manjar. ¿Acaso no es amor el tuyo?, ¿amor real, sincero, esencial, eficaz e ilimitado? Sé que lo es; estoy plenamente convencido de ello. Tú no esperas más que la ocasión de hacerme dones, de derramar sobre mí tus bendiciones. Estás siempre esperando que yo te pida tu gracia. (Cardenal John Henry Newman, Madurez cristiana).

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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domingo, 17 de septiembre de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 24º Domingo del Tiempo Ordinario: “Hasta setenta veces siete”

 

“Señor, tú no nos tratas como merecen nuestras culpas, ni nos paga según nuestros pecados” (Sal 102, 3).

En el Antiguo Testamento se contienen en germen las verdades que luego, predicadas por Cristo, florecen en el Nuevo. A veces es más que un germen, es un verdadero anticipo del Evangelio, como puede verse en la lectura primera de este domingo, que habla del deber del perdón (Ecli 27, 30-28, 7). “Perdona las ofensas a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. ¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud a su Señor? No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados?” (ib 28, 2-4). Si al antiguo pueblo de Dios se le pedía ya tanto, no menos se le puede exigir al nuevo, que ha escuchado las enseñanzas del hijo de Dios y le ha visto morir en cruz implorando perdón para sus verdugos.

Jesús perfeccionó la ley del perdón extendiéndola a todo hombre y a cualquier ofensa, porque con su sangre ha hecho a todos los hombres hermanos -y por lo tanto prójimos los unos con los otros- y ha saldado los pecados de todos. Por eso cuando Pedro -convencido de que proponía algo exagerado- le pregunta si debe perdonar al hermano que peque contra él hasta siete veces, el Señor le responde: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22). Expresión oriental que significa un número ilimitado de veces -equivale a siempre- ya usado en la Biblia en el canto feroz de Lamek, que se jacta de vengarse de las ofensas “setenta veces siete” (Gn 4, 24).

En ese contexto dicha fórmula indica la invasión tremenda del mal. Pero si el mal es inmensamente prolífico, el bien debe serlo al menos otro tanto, porque Jesús emplea la misma expresión, para enseñar así que el mal ha de ser vencido por la bondad ilimitada que se manifiesta en el perdón incansable de las ofensas. Pensándolo bien resulta una obligación desconcertante, casi inquietante. Para hacerla más accesible, Jesús la ha ilustrado con la parábola del siervo despiadado. Su enorme deuda -diez mil talentos- condonada tan fácilmente por el amo, y su increíble dureza de corazón, pues por la exigua suma de cien denarios echa en la cárcel a un colega suyo, permiten intuir enseguida una verdad mucho más profunda oculta en la parábola; la cual representa la misericordia infinita de Dios que ante el arrepentimiento y la súplica del pecador perdona y cancela la más grave deuda de pecados, y por otra parte, ejemplifica la mezquina estrechez del hombre que ,estando tan necesitado de misericordia, es incapaz de perdonar al hermano una pequeña ofensa.

Aunque por el orgullo y el espíritu de venganza inserto en el hombre caído, pueda a veces costar perdonar, es siempre condición indispensable para obtener el perdón de los pecados. No hay escapatoria: o perdón y ser perdonados, o negar el perdón y ser condenados. “Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo -concluye la parábola- si cada cual no perdona de corazón a su hermano” (Mt 18, 35).

Retorna la admonición de la primera lectura: “Piensa en tu fin, y cesa en tu enojo; recuerda los mandamientos y no te enojes con el prójimo… y perdona el error” (Ecli 28, 6-7). Son lecciones que nunca se meditan bastante y que deben inducir a hurgar en el propio corazón para ver si anida en él algún resentimiento o malquerencia contra un solo hermano. No en vano nos ha enseñado Jesús a orar así: “perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mt 6, 12).

 

“Mira, Señor Jesús, que venimos a ti, no como quienes te han seguido, sino como quienes te han traicionado, fieles que tantas veces hemos sido infieles; venimos a reconocer la relación misteriosa entre nuestros pecados y tu pasión dolorosísima, nuestra obra y tu obra. Venimos a golpearnos el pecho, a pedirte perdón, a invocar tu misericordia. Venimos porque sabemos que tú puedes, que tú quieres perdonarnos, porque tú has expiado por nosotros, porque tú eres nuestra redención. Tú eres nuestra esperanza.

Señor Jesús, Redentor nuestro, reaviva en nosotros el deseo y la confianza de tu perdón; robustece el propósito de nuestra conversión y de nuestra fidelidad; danos la certeza y también la dulzura de tu misericordia.

Señor Jesús, nuestro Redentor y Maestro, danos la fuerza de perdonar a los otros, para que nosotros seamos perdonados verdaderamente por ti.

Señor Jesús, nuestro Redentor y Pastor, infunde en nosotros la capacidad de amar, como tú quieres que, a tu ejemplo y con tu gracia, te amemos a ti y a todos nuestros hermanos” (Pablo VI, Enseñanzas, v 2).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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domingo, 10 de septiembre de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 23º Domingo del Tiempo Ordinario: La corrección fraterna

 

“¡Haznos volver a ti, Señor, y volveremos!” (Lam 5, 21).

Para ordenar la meditación de los textos bíblicos de la liturgia de hoy puede tomarse como punto de arranque la segunda lectura (Rm 13, 8-10): “A nadie le debáis nada, más que amor” (ib 8). Es ésta la gran deuda que cada uno debe apresurarse a saldar; deuda, porque el amor mutuo es exigencia de la naturaleza humana y porque Dios mismo ha querido tutelar esa exigencia con un mandamiento extremadamente importante, síntesis de toda la ley: “el que ama tiene cumplido el resto de la ley” (ib).

Todos los preceptos -negativos o positivos- que regulan las relaciones entre los hombres culminan en el amor. Amor ordenado no sólo al bien material de los hermanos, sino también al espiritual y eterno. Como cada cual quiere para sí la salvación, así está obligado a quererla para los otros; y aun es condición para su misma salvación personal.

Sobre este punto se detiene la primera lectura (Ez 33, 7-9). Dios ha constituido a Ezequiel centinela de su pueblo y le dice: “Si… tú no hablas, poniendo en guardia al malvado, para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre” (ib 8). Es siempre la gran responsabilidad del que tiene cometido semejante al del profeta: pastores del pueblo de Dios, superiores religiosos, padres y madres de familia, educadores. Su salvación está condicionada al celo en guardar su grey, sea grande o pequeña.

Dejar perecer en el pecado a un hijo o a un hermano sin tenderles la mano es una traición, una vileza, un egoísmo de que Dios pedirá estrecha cuenta. El temor a ser rechazado, a perder la popularidad o a ser tachados de intransigencia no justifica el “lavarse las manos” o el “dejar pasar”. El que ama no se da paz mientras no halla el modo de llegar al culpable y amonestarlo con bondad y firmeza. Y si a pesar de tentativas, exhortaciones y súplicas no consigue su intento, no cesará de orar y hacer penitencia para obtenerle la gracia de Dios.

El Evangelio (Mt 18, 15-20) da un paso adelante y extiende este deber a todo fiel que ve a un hermano caer en el pecado. “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano” (ib 15). Ante todo la amonestación debe ser secreta para salvaguardar el buen nombre del culpable. Por desgracia en la práctica acaece con frecuencia lo contrario: se habla y se murmura con otros manifestando lo que estaba oculto, mientras bien pocos tienen la valentía de advertírselo al interesado. ¿De qué sirve hablar sobre la enfermedad, si ninguno cura al enfermo? Hay que preocuparse, más bien, de “salvar” al hermano.

Su pérdida es un daño para él y para la comunidad, y su retorno es “una ganancia” para todos. Por eso, si la corrección privada no tiene éxito, Jesús exhorta a repetirla delante de dos o tres testigos; y, si aun este medio fallase, a informar de ello a la Iglesia. No para denuncia y condena, sino para inducir al culpable a enmendarse y para tutelar el bien común. La Iglesia, en efecto, estando asistida por el Espíritu Santo, tiene luz y poder particulares, y por eso su admonición tiene una eficacia especial; y, en fin, su decisión de “atar o desatar” tiene tal autoridad que es ratificada en el cielo (ib 18).

El trozo evangélico termina con una exhortación a la plegaria en común. Como los fieles -uno o dos testigos- deben convenirse para procurar sacar del mal a un hermano, así también se deben convenir para orar. Basta que dos solos convengan en lo que pedir a Dios y se reúnan en nombre de Jesús, para que su oración sea escuchada. Y los será ciertamente si tiene por objeto la enmienda de los culpables.

 

“Padre y Señor nuestro, que nos has redimido y adoptado como hijos, mira con bondad a los que tanto amas; y pues creemos en Cristo, concédenos la verdadera libertad y la herencia de los santos”; al igual que la Oración sobre las Ofrendas: “Oh Dios, fuente de la paz y del amor sincero, concédenos glorificarte por estas ofrendas y unirnos fielmente a ti por la participación en esta eucaristía” (Oración Colecta, Misal Romano).

“Dios misericordioso y compasivo, perdona nuestras iniquidades, pecados, faltas y negligencias. No tengas en cuenta todo pecado de tus siervos y siervas, sino purifícanos con la purificación de tu verdad y endereza nuestros pasos en santidad de corazón, para caminar y hacer lo acepto y agradable delante de ti y de nuestros hermanos.

Sí, Señor, muestra tu faz sobre nosotros para el bien en la paz, para ser protegidos por tu poderosa mano, y líbrenos de todo pecado tu brazo excelso, y de cuantos nos aborrecen sin motivo. Danos concordia y paz a nosotros y a todos los que habitan sobre la tierra, como se la diste a nuestros padres que te invocaron santamente en fe y verdad” (San Clemente Romano, Comentario a 1 Corintios, 60).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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