«Admítenos, Señor, en tu reino de justicia, de amor y de paz» (Misal Romano, Prefacio).
La Iglesia, después de haber conmemorado en el curso del año litúrgico los misterios de la vida de Cristo a través de los cuales se cumple la obra de la salvación, en el último domingo del año se recoge en torno a su Señor para celebrar su triunfo final, cuando vuelva como Rey glorioso a recoger los frutos de su redención. Este es en síntesis el significado de la solemnidad de hoy.
La Liturgia de la Palabra presenta hoy tres aspectos particulares de la realeza de Cristo. La segunda lectura (1 Cr 15, 20-26a. 28) pone en evidencia su poder soberano sobre el pecado y sobre la muerte. Cristo muerto y resucitado para la salvación de la humanidad es la «primicia» de los que, habiendo creído en él, resucitarán un día a la vida eterna. En efecto, «si por Adán murieron todos» a causa del pecado, «por Cristo todos volverán a la vida» (ib 22) gracias a su resurrección. La victoria sobre la muerte -último enemigo de Cristo- coronará la obra de salvación; y al fin de los tiempos, cuando los muertos resuciten, Cristo podrá entregar al Padre el reino conquistado por él, reino de resucitados que cantarán eternamente las alabanzas del Dios de la vida. Así toda la creación que el Padre sometió al Hijo para que la librase del pecado y de la muerte, ya completamente redimida y renovada, será sometida y devuelta por el mismo Hijo al Padre, «y así Dios lo será todo en todos» (ib 28) y será glorificado eternamente por toda criatura.
La primera lectura (Ez 34, 11-12. 15-17) subraya por su parte el amor de Cristo Rey. Vino a la tierra a establecer el Reino del Padre no con la fuerza del conquistador, sino con la bondad y mansedumbre del pastor: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas siguiendo su rastro. Como un pastor sigue el rastro de su rebaño cuando se encuentran las ovejas dispersas, así seguiré yo el rastro de mis ovejas» (ib 11-12). Cristo fue el buen pastor por excelencia, solícito en guardar, apacentar, defender y salvar el rebaño que el Padre le confió. Y como los hombres estaban dispersos y alejados de Dios y de su amor, él los buscó, como busca el pastor las ovejas descarriadas, y los curó, como venda el pastor las ovejas heridas y cura las enfermas (ib 16). Además para devolverlos al amor del Padre, dio su vida. Después de una entrega tal, bien puede Cristo decir, mirando su rebaño: «Yo voy a juzgar entre oveja y oveja, entre cabra y macho cabrío» (ib 17). Cristo Rey-Pastor será un día Rey-Juez.
Es éste el tercer aspecto de su realeza, desarrollado ampliamente en el Evangelio (Mt 25, 31-46). «Cuando venga en su gloria el Hijo del Hombre y todos los ángeles con él..., serán reunidas ante él todas las naciones. El separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras» (ib 31-33). El Hijo del hombre, que vino en humildad y sufrimiento a salvar el rebaño que el Padre le confió, volverá Rey glorioso al final de los tiempos a juzgar a los que fueron objeto de su amor.
¿Sobre qué
los juzgará? Sobre el amor; porque el amor es la síntesis de su mensaje, el
móvil y fin de toda su obra de salvación. El que no ama se excluye
voluntariamente del reino de Cristo y el último día verá confirmada para
siempre esa exclusión. El juicio sobre el amor será muy concreto; no versará
sobre palabras sino sobre hechos: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed
y me disteis de beber...» (ib 35). Aunque Rey glorioso, Jesús no olvida que se
ha hecho nuestro hermano y premia como hechos a él los más humildes actos de
caridad realizados con el más pequeño de los hombres: «Heredad el reino
preparado para vosotros desde la creación del mundo» (ib 34). El amor, síntesis
del cristianismo, es la condición para ser admitidos al reino de Cristo que es
reino de amor. El que ama no tendrá nada que temer del juicio de Cristo Rey de
Amor.
Te adoro, oh Jesús, Señor mío... Tú eres Rey. Te veo en espíritu sentado en un trono a la derecha de Dios... Todo depende de ese trono; todo lo que depende de Dios y del imperio del cielo está sometido a ese trono: ése es tu imperio.
Pero ese imperio es sagrado: es un sacerdocio... Tú celebras para nosotros un oficio y una fiesta eterna a la diestra del Padre. Le muestras de continuo las cicatrices de las heridas que lo aplacan y nos salvan. Le ofreces nuestras oraciones, intercedes por nuestros pecados, nos bendices y nos consagras. Desde lo más alto de los cielos bautizas a tus hijos, cambias dones terrenos en tu Cuerpo y en tu Sangre, perdonas los pecados, envías a tu Espíritu Santo, consagras a tus ministros y haces todo lo que hacen ellos en tu nombre.
Cuando nacemos nos lavas con un agua celestial, cuando morimos, nos sostienes con una unción que nos conforta; y así nuestros males se convierten en medicinas y nuestra muerte en un paso a la vida verdadera. ¡Oh Dios, oh Rey, oh Pontífice!, me uno a ti, te ensalzo..., me someto a tu divinidad, a tu imperio y a tu sacerdocio... Todos tus enemigos, oh Rey mío, serán subyugados, serán vencidos, serán forzados a besar la huella de tus pies... Siéntate entretanto en tu trono, oh Rey de gloria, permanece en el cielo hasta el día en que volverás de nuevo a juzgar a vivos y a muertos... Entonces bajarás; pero volverás bien pronto a ocupar tu puesto con todos los predestinados, que estarán íntimamente unidos a ti; y presentarás a Dios este Reino: todo el pueblo salvado, esto es, Cabeza y miembros, y Dios será todo en todos. (Jacobo Benigno Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio, III, 52, v 1).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena,
OCD.
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