domingo, 17 de septiembre de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 24º Domingo del Tiempo Ordinario: “Hasta setenta veces siete”

 

“Señor, tú no nos tratas como merecen nuestras culpas, ni nos paga según nuestros pecados” (Sal 102, 3).

En el Antiguo Testamento se contienen en germen las verdades que luego, predicadas por Cristo, florecen en el Nuevo. A veces es más que un germen, es un verdadero anticipo del Evangelio, como puede verse en la lectura primera de este domingo, que habla del deber del perdón (Ecli 27, 30-28, 7). “Perdona las ofensas a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. ¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud a su Señor? No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados?” (ib 28, 2-4). Si al antiguo pueblo de Dios se le pedía ya tanto, no menos se le puede exigir al nuevo, que ha escuchado las enseñanzas del hijo de Dios y le ha visto morir en cruz implorando perdón para sus verdugos.

Jesús perfeccionó la ley del perdón extendiéndola a todo hombre y a cualquier ofensa, porque con su sangre ha hecho a todos los hombres hermanos -y por lo tanto prójimos los unos con los otros- y ha saldado los pecados de todos. Por eso cuando Pedro -convencido de que proponía algo exagerado- le pregunta si debe perdonar al hermano que peque contra él hasta siete veces, el Señor le responde: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22). Expresión oriental que significa un número ilimitado de veces -equivale a siempre- ya usado en la Biblia en el canto feroz de Lamek, que se jacta de vengarse de las ofensas “setenta veces siete” (Gn 4, 24).

En ese contexto dicha fórmula indica la invasión tremenda del mal. Pero si el mal es inmensamente prolífico, el bien debe serlo al menos otro tanto, porque Jesús emplea la misma expresión, para enseñar así que el mal ha de ser vencido por la bondad ilimitada que se manifiesta en el perdón incansable de las ofensas. Pensándolo bien resulta una obligación desconcertante, casi inquietante. Para hacerla más accesible, Jesús la ha ilustrado con la parábola del siervo despiadado. Su enorme deuda -diez mil talentos- condonada tan fácilmente por el amo, y su increíble dureza de corazón, pues por la exigua suma de cien denarios echa en la cárcel a un colega suyo, permiten intuir enseguida una verdad mucho más profunda oculta en la parábola; la cual representa la misericordia infinita de Dios que ante el arrepentimiento y la súplica del pecador perdona y cancela la más grave deuda de pecados, y por otra parte, ejemplifica la mezquina estrechez del hombre que ,estando tan necesitado de misericordia, es incapaz de perdonar al hermano una pequeña ofensa.

Aunque por el orgullo y el espíritu de venganza inserto en el hombre caído, pueda a veces costar perdonar, es siempre condición indispensable para obtener el perdón de los pecados. No hay escapatoria: o perdón y ser perdonados, o negar el perdón y ser condenados. “Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo -concluye la parábola- si cada cual no perdona de corazón a su hermano” (Mt 18, 35).

Retorna la admonición de la primera lectura: “Piensa en tu fin, y cesa en tu enojo; recuerda los mandamientos y no te enojes con el prójimo… y perdona el error” (Ecli 28, 6-7). Son lecciones que nunca se meditan bastante y que deben inducir a hurgar en el propio corazón para ver si anida en él algún resentimiento o malquerencia contra un solo hermano. No en vano nos ha enseñado Jesús a orar así: “perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mt 6, 12).

 

“Mira, Señor Jesús, que venimos a ti, no como quienes te han seguido, sino como quienes te han traicionado, fieles que tantas veces hemos sido infieles; venimos a reconocer la relación misteriosa entre nuestros pecados y tu pasión dolorosísima, nuestra obra y tu obra. Venimos a golpearnos el pecho, a pedirte perdón, a invocar tu misericordia. Venimos porque sabemos que tú puedes, que tú quieres perdonarnos, porque tú has expiado por nosotros, porque tú eres nuestra redención. Tú eres nuestra esperanza.

Señor Jesús, Redentor nuestro, reaviva en nosotros el deseo y la confianza de tu perdón; robustece el propósito de nuestra conversión y de nuestra fidelidad; danos la certeza y también la dulzura de tu misericordia.

Señor Jesús, nuestro Redentor y Maestro, danos la fuerza de perdonar a los otros, para que nosotros seamos perdonados verdaderamente por ti.

Señor Jesús, nuestro Redentor y Pastor, infunde en nosotros la capacidad de amar, como tú quieres que, a tu ejemplo y con tu gracia, te amemos a ti y a todos nuestros hermanos” (Pablo VI, Enseñanzas, v 2).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.

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