Compartimos a continuación con
ustedes la homilía del Cardenal Ángelo Amato (prefecto para la congregación de
las causas de los Santos) durante la ceremonia de beatificación del cura José
Gabriel del Rosario Brochero (sábado 14
de septiembre del 2013; en Villa Cura Brochero – Traslasierra – Córdoba).
El Cardenal Amato leyó el instrumento del Vaticano a través del
cual se promulgó que al “venerable Siervo de Dios, José Gabriel del Rosario
Brochero, se lo llame beato” y “que
su fiesta pueda celebrarse cada año el día 16 del mes de marzo”.
Homilía
Cardenal Ángelo Amato, SDB
Eminencias, Excelencias, Señor
Nuncio, Autoridades civiles, militares y académicas, queridos amigos:
En primer lugar, saludemos y
agradezcamos al Papa Francisco, al Papa llegado a Roma desde esta noble nación
para ser ahora, en Cristo, padre de todos los creyentes. Le agradecemos de
corazón por el precioso don de la beatificación del Cura Brochero, una
auténtica perla de la santidad argentina, comparable al Santo Cura de Ars. En
la Carta Apostólica que leímos hace unos momentos, el Papa Francisco llama al
Cura Brochero un “sacerdote diocesano, pastor según el corazón de Cristo,
ministro fiel del Evangelio, testigo del amor de Cristo hacia los pobres”. Son
los rasgos esenciales que retratan a este héroe cristiano, sembrador del bien,
a manos llenas, en estas tierras argentinas.
Es por este mismo motivo que
su beatificación se convierte en un acontecimiento de suma relevancia tanto en
el plano social como religioso, y no sólo para la arquidiócesis de Córdoba y
para la diócesis de Cruz del Eje, sino para toda la República. El Beato José
Gabriel Brochero fue un verdadero bienhechor del pueblo argentino que, con su
apoyo al crecimiento moral y espiritual de los fieles, promovió el progreso de
la sociedad y el bienestar de los individuos, de las familias, de la comunidad
toda. Ese trabajo profundo en bien de la dignificación de la persona humana
provenía de su anuncio del Evangelio de Cristo y de su santidad personal, un
rasgo que todos reconocían en él, ya en vida.
En 1883, por ejemplo, el
diario cordobés El Interior publicó una biografía del Cura Brochero, a modo de
lectura espiritual, para la Semana Santa de ese año. Por su parte, a partir del
1906, la historia de la conversión del gaucho Santos Guayama fue incorporada a
los libros de lectura para las escuelas primarias de todo el país.
Después de su muerte, acaecida
en 1914, esta fama se acrecienta aún más. Una inmensa cantidad de fieles
comienza a acudir espontáneamente a visitar su tumba en busca de ayuda y
protección.
¿Quién era este sacerdote y
qué fue lo que hizo para ser tan querido y venerado por el pueblo argentino y
para que hoy la Iglesia lo beatifique solemnemente?
La respuesta es simple: fue un
sacerdote completamente dedicado a las almas. Todo lo que hizo tuvo como
horizonte el bien y la santificación de los fieles, sobre todo de los más
necesitados.
La enorme fecundidad de su
apostolado brotaba de su experiencia de Dios. Desde su primera juventud
alimentó esa relación, sobre todo con la lectura periódica del evangelio, al
punto de saberlo de memoria. No sólo en los días de fiesta, sino cada día predicaba
la Palabra de Dios con homilías bien pensadas y articuladas, preparadas con
dedicación, sin improvisaciones.
Si bien había concluido sus
estudios en la Universidad de Córdoba obteniendo el título de Maestro en
Filosofía, su lenguaje era simple, sencillo. Se dirigía a la gente con palabras
y expresiones típicas del lugar, que formaban parte del modo de hablar popular,
para que sus fieles pudiesen comprender fácilmente lo que les decía. Este
lenguaje coloquial, nada académico, tenía una precisa intencionalidad pastoral:
posibilitar que también las personas más humildes y sin cultura – pero que
comprendían la originalidad de su vocabulario serrano – se abrieran al mensaje
del Evangelio. Nuestro Beato era un verdadero comunicador. Su predicación
despertaba alegría, esperanza, entusiasmo. Tocaba los corazones convirtiendo,
incluso, a los pecadores más empedernidos. Si bien a primera vista podía dar la
impresión de ser algo tosco, al conocerlo personalmente y ver la coherencia
perfecta entre su vida y las enseñanzas evangélicas, se descubría enseguida la
nobleza humana y la riqueza espiritual de su persona.
¿Qué predicaba nuestro Beato?
Predicaba el amor ilimitado de
Dios manifestado en Cristo Jesús, el Hijo de Dios encarnado. Fuertemente
compenetrado de la espiritualidad de San Ignacio de Loyola, el Cura Brochero se
transformó en un difusor y promotor del Reino de Dios, en un abanderado de
Cristo. El estilo evangelizador brocheriano está caracterizado por los
Ejercicios Espirituales, que solía llamar ‘baños del alma’, escuela de virtudes
y muerte de los vicios.
El Cura Brochero estaba
convencido de la eficacia de los ejercicios espirituales como instrumento para
comunicar a la inteligencia la luz de la verdad divina y para que la gracia
triunfe en los corazones, aún en los más rebeldes. Por ello organizaba continuamente
turnos de ejercicios, frecuentados por un número de fieles cada vez mayor. El
Cura Brochero predicaba, confesaba, dirigía, asistía a los participantes
dedicándose enteramente a ellos. De este modo, los ejercicios espirituales se
convirtieron en fermento renovador de vida evangélica en el corazón de los
fieles, en un camino para su transformación profunda.
Además de predicador y
catequista, Brochero fue un hombre de oración, de misa diaria, profundamente
devoto de la Virgen María a quien le dedicaba el rezo del Santo Rosario. De
esta unión con Dios brotaba la fortaleza con la que superó las numerosas pruebas
de su ministerio sacerdotal, no sólo las críticas y la adversidad, sino también
las enfermedades y la lepra. El misterio del dolor fue superado desde el
misterio del amor.
La característica más
relevante de la santidad de nuestro Beato fue la caridad frente a los más
necesitados. Confiando en la providencia divina, el corazón del Cura Brochero
se abría para abrazar a los indigentes con una inmensa caridad pastoral. Se
olvidaba de sí mismo para hacerse todo para todos. Salía a caballo con el fin
de llegar a los lugares más remotos con la Palabra de Dios y la esperanza de la
fe. Se lo recuerda sereno, alegre, sincero, dedicado a los demás, un hijo de su
pueblo consagrado totalmente a su pueblo. Si embargo, no por eso dejó de ser,
al mismo tiempo, amigo de ricos y aristócratas, muchos de los cuales eran sus
colaboradores en las obras de caridad que emprendía, como la construcción de
iglesias, albergues y asilos, escuelas y talleres.
Las palabras fueron
acompañadas con el ejemplo. Brochero era el primero en poner manos a la obra,
en acarrear piedras, en cavar la tierra. Sufría viendo que los niños dejaban de
ir a la escuela para dedicarse a trabajar. Un día se detuvo en el camino frente
a un grupo de campesinos y, sin apearse del caballo, los encaró: “¿Qué hacen
con esos pobres chicos, ahí, en lugar de mandarlos a la escuela? Vamos,
llévenlos, para que sean menos ignorantes que yo y que ustedes”.
Los fieles sentían que era uno
de ellos, lo amaban y lo seguían. Su caridad pastoral generaba comunión. Era un
pastor y un padre para todos. Pero sus predilectos fueron los pobres, los
enfermos, los pequeños. Se encargaba de conseguirles alimentos, ropa, de
asistirlos de acuerdo a sus posibilidades. Durante una epidemia de cólera,
nuestro Beato no se alejó del lugar para evitar el peligro de contagio, se
quedó confortando a los enfermos con los sacramentos y aliviando sus
necesidades con alimentos y suministros médicos. Una sobrina de nuestro Beato
recuerda que había un leproso que no aceptaba su enfermedad, que blasfemaba y
echaba, con muy malos modos, a cualquiera que se le acercase. Sólo Brochero
podía aproximarse a él, acostarlo, darle de comer, lavarlo, matear juntos. Es
probable que haya sido el contacto con este enfermo la vía por la cual
contrajo, él mismo, la enfermedad.
Se preocupaba de manera
especial de quienes iban por mal camino y de los presos. Se cuenta que un día
montó la mula para internarse en medio del bosque en busca de un peligroso
bandido. Apenas lo ve, lo invita a participar de los ejercicios espirituales.
El malviviente le responde con insultos y amenazas. Pero el Cura Brochero, sin
perder la calma, saca una estampa de Jesús y le dice: “No soy yo; es Él quien
te invita”. El bandido se tranquiliza, empieza a conversar con el sacerdote y,
al final, acepta la invitación. Los testigos de aquella época concluyen
afirmando que hoy es un ciudadano decente y un esposo irreprensible.
Ya hicimos una referencia a
otro malviviente, Santos Guayama. Fue convertido por la influencia del Cura,
que le habló del corazón misericordioso de Dios para con los pecadores más
empedernidos. Nuestro Beato se hizo amigo de Santos, le mandó una medalla con
la imagen de Cristo para llevarla al cuello, le envió una foto suya con una
dedicatoria. Incluso se dirigió a las autoridades judiciales, si bien en vano,
para implorar que el gaucho arrepentido recibiera gracia. Santos Guayama fue
encarcelado y luego fusilado, para desconsuelo de nuestro Beato, sin que se le
hiciera un proceso judicial.
Al comienzo dije que el Cura
fue un verdadero benefactor de la humanidad. Su caridad pastoral, de hecho,
tenía como horizonte la promoción integral de los fieles. De ahí que se
dedicara a edificar escuelas para la instrucción de los jóvenes, a abrir calles,
a construir canales de irrigación. Logró que la extensión de las vías
ferroviarias llegara hasta el pueblo y que se construyera una oficina de Correo
Postal. El desarrollo social fue para él tan importante como el bienestar
espiritual. Se preocupaba de que los trabajadores recibieran el salario justo,
de implorar gracia para algunos prisioneros. Para sostener estas iniciativas,
extendía su mano solicitando la colaboración de aquellos que pudiesen
prestársela, sobre todo de los gobernantes y de las personas con mayores
recursos económicos. Las obras sociales que llevó adelante tuvieron siempre
como finalidad que la vida de sus fieles fuese más digna y más humana.
También cultivaba la gentileza
de agradecer a sus benefactores a través de cartas, de visitas personales, con
el obsequio de algunos productos de la zona, con palabras que siempre
expresaban gratitud y reconocimiento. Para este fin, y también para estimular
la generosidad, publicaba regularmente en los diarios los nombres y las
donaciones recibidas.
Los fieles no permanecían
insensibles frente a las muestras concretas de su caridad. Un día recibió de
regalo una medallita artesanal en la cual estaban grabadas, de un lado, las
palabras Evangelio, Escuelas, Calles mientras que en su reverso estaba escrito
Las damas de San Alberto al Cura Brochero. Este gesto tan simple lo conmovió de
tal modo que la colgó a la cadena de su reloj, llevándola consigo hasta su
muerte.
Nuestro Beato era magnánimo,
paciente, incansable, tenaz y perseverante cuando se trataba de esparcir la
semilla de la Palabra de Dios entre sus fieles. Fue un verdadero sacerdote
según el corazón de Cristo. Amaba a los enemigos, perdonaba las ofensas. Un día
fue a visitar al Doctor Láinez, un famoso anticlerical que había fundado
escuelas en las que estaba prohibida la enseñanza religiosa. Al entrar a su
oficina lo saludó diciendo: “¿Usted es el Doctor Láinez, el enemigo de
nosotros, los curas?” “¿Y Usted es el Señor Brochero?” Luego de esta
presentación tan sincera se abrazaron mutuamente y se hicieron amigos.
La bondad de nuestro Beato era
capaz de aplacar cualquier enemistad. En otra oportunidad, estando con el Señor
Guillermo Molina, fue expulsado de su casa con muy malos modos en razón de una
divergencia de opiniones. Con mucha humildad el Cura Brochero regresó al día
siguiente y, arrodillándose, pidió perdón. Molina le respondió, confundido, que
era él quien debía disculparse.
Esa misma humildad lo llevó a
rechazar la posibilidad de ser propuesto como obispo de Córdoba, alegando como
razón su ignorancia, su falta de tino y la carencia de virtudes.
¿Qué nos enseña el Cura
Brochero con su vida de santidad y con su apostolado caritativo?
En primer lugar, nos recuerda
que la santidad es tarea de todo bautizado. Todos, sea cual fuera el estado de
vida en el cual vivimos, debemos santificarnos. San Juan Bosco invitaba
permanentemente a sus muchachos a hacerse santos. En la Basílica de San Pedro,
en el Vaticano, hay una gran estatua de Don Bosco con dos de sus discípulos
santos: el italiano San Domingo Savio y el Beato argentino Ceferino Namuncurá,
hijo de un cacique mapuche.
Hoy, la Iglesia y el mundo
tienen una urgente necesidad de santos: en la familia, en los medios de
comunicación, en la educación, en la política, en la economía. Los santos son
promotores del verdadero bienestar social y humanizadores del progreso.
De modo particular, el Cura
Brochero les dirige una palabra a sus hermanos en el sacerdocio. Èl tenía una
caridad especial para con ellos, un amor que se manifestaba en sus
exhortaciones a la oración, a la predicación, a la observancia de la confesión
semanal y al cultivo de una actitud misericordiosa para con los fieles, sobre
todo para con los penitentes.
El Beato Brochero les recuerda
a los sacerdotes tres consignas. En primer lugar, la constancia en el
ministerio de la Sagrada Doctrina, en el ejercicio generoso de regalar a todos
la Palabra de Dios. El Papa Francisco dijo recientemente a los sacerdotes:
“Lean y mediten asiduamente la Palabra del Señor para, creyendo aquello que han
leído, enseñen lo que han creído y practiquen lo que han enseñado”.
En segundo lugar, no cansarse
de ser misericordioso, rezando, celebrando, adorando, perdonando. La
celebración de los Sacramentos y la oración de alabanza y súplica, hecha por
los sacerdotes, es la voz del pueblo de Dios y de la humanidad toda.
En tercer lugar, ejercitar con
alegría el ministerio sacerdotal de Cristo: es en esta alegría donde florece la
caridad y la santidad. El Beato Brochero siempre estaba sereno, alegre.
Queridos fieles, la presente
celebración es tan sólo un comienzo para conocer al Cura Brochero, a este
sacerdote santo. Sigamos admirándolo, imitándolo y, sobre todo, confiémonos a
su intercesión pidiendo por nuestras necesidades materiales y espirituales.
Amén.