Mostrando entradas con la etiqueta In memoriam. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta In memoriam. Mostrar todas las entradas

jueves, 1 de julio de 2021

IN MEMORIAM: Miguel Bernardo García, Sacerdote de Jesucristo

Escribe: Hernán Gabriel Barreto*


Pbro. Miguel Bernardo García (16-04-1958 / 11-06-2021).

Formador de sacerdotes. Padre de padres. In Memoriam.

El propósito de este escrito no es narrar la vida o importancia para nuestra diócesis de San Luis, y de la Iglesia toda, de tan eminente sacerdote (él fue prefecto del Seminario diocesano durante mucho tiempo, formador de Moral y también su rector, su corazón y su cabeza, su impronta misma durante 20 años, impronta comunicada a tantos sacerdotes, un “padre de padres”). Tampoco es el propósito aquí describir sus virtudes, como su piedad, afabilidad, humildad, paternidad o abnegación entre muchas otras que lo hicieron modelo de vida sacerdotal. El único objetivo es narrar sucintamente, con la mayor claridad e integridad posibles, los últimos momentos de su vida, momentos de los que fui partícipe por pura gracia de Dios, gracia inmensa e inmerecida. A eso vamos…

Cabe recordar un poco la primera impresión que tuve de su persona. Ingresé al Seminario San Miguel Arcángel, de San Luis, en el año 2005, y estudié allí hasta el 2015, año en que fui ordenado sacerdote. Cuando conocí al padre Miguel, rector en ese entonces, él me dijo: “¿Para qué querés ser sacerdote?”. Y yo le contesté: “Porque quiero ser santo”. “No”, me cortó en seco: “para ser santo hay que cumplir la voluntad de Dios, seas o no seas sacerdote”. Esa fue mi primera conversación, y durante años traté con él diversos temas espirituales y de todo orden.

Fue mi padre y mi amigo, pero no por eso le restaba respeto a su rol de autoridad. Cuando buscaba consejo y palabras suyas, él se hacía tiempo para dármelos, igual que a los demás seminaristas. A lo que quiero llegar con todo esto, resumiendo en pocas líneas más de diez años vividos con él, es que siempre fue padre y siempre buscó formar a sus hijos, sus seminaristas, para que también nosotros llegáramos a ser santos sacerdotes, fieles a la doctrina de la Iglesia de Cristo, devotos de María Santísima y apasionados por la Eucaristía y por los sacramentos.

Pero vayamos al tema nuestro… En este año que corre, 2021, en una de esas idas y venidas de protocolos contra el Covid, cuando se puso una medida de riguroso confinamiento por una semana, decidí realizar mi retiro espiritual sacerdotal escogiendo como “desierto” el convento del Instituto Mater Dei de Villa Mercedes. Resultó que los cinco días que tenía planeado estar allí se convirtieron en diecisiete porque una hermana que estaba con síntomas dio positivo y todos tuvimos que aislarnos. Pensándolo luego, esos días fueron la preparación remota para el encuentro con el padre Miguel, ya deteriorado, en el peor -y el mejor- de sus momentos. Durante esos días, decía, medité y prediqué, tanto a las hermanas como en charlas virtuales a distintas personas, acerca de la identificación con Cristo Víctima, la verdadera obediencia, la virtud y don de la Fortaleza, y otras cosas más, y todas providencialmente me fueron de provecho para lo que se avecinaba.

Durante ese lapso de tiempo el padre fue internado y, el mismísimo día en que se acababa mi aislamiento y el de las hermanas, todos mis bolsos preparados para volver a mi parroquia en Villa Mercedes, recibo un llamado de un sacerdote amigo de San Luis. “Oiga, padre”, me decía, “usted ha sido escogido para asistir al padre Miguel. No la está pasando muy bien. Su situación es grave y necesitamos que lo vaya a animar y a sacarlo adelante”. Sorprendido por ese llamado, pero entre contento por la elección y amargado por las nuevas, dije: “Ya salgo para allá, pero antes avise al obispo, por favor”. Así lo hizo. Me despedí de las hermanas de Villa Mercedes y me aventuré a la incertidumbre de lo que me esperaba.

A las 12:30 llegué al Policlínico de San Luis. Fue providencial que tuviese en el auto no sólo ropa, por los días que pasé con las hermanas, sino también elementos para celebrar la Santa Misa. No pensaba bajar todo pero algo me detuvo, algo me insinuó que lo hiciera. Antes de internarme con el padre Miguel visité a las religiosas que asisten en el hospital, las servidoras del Señor y de la Virgen de Matará. Hice unos llamados y, para mi sorpresa, mi “visita” no estaba pensada para sólo un día, ni sólo para animarlo: el objetivo era quedarme con él hasta el final, saliese o no de allí.

Sin mucho preámbulo, las hermanas me dieron unas hostias y un poco de vino para la celebración de la Santa Misa y, previo saludar al Santísimo, marché al pabellón de traumatología, provisionalmente destinado para enfermos de Covid (en esa fecha, seis pabellones del hospital estaban destinados a los pacientes contagiados con el virus).

El padre Miguel se encontraba en la habitación al final del pasillo a la izquierda, la uno. El pabellón se me hacía desolador: médicos, enfermeros y personal en general, yendo de un lado para el otro, imposible diferenciarlos pues todos vestían igual con su bata celeste, la cofia, máscara, barbijo y guantes. De las habitaciones salía el ruido, seco y taladrante, de la continua oxigenación a pacientes. Mirando a izquierda y derecha, hombres y mujeres de toda edad y condición social, podríamos decir: unos con cánula; otros con mascarilla; otros con casco de oxígeno. Desolador. Debo destacar ahora una cosa, la excelencia del personal de salud: en las peores circunstancias, siempre tratando del mejor modo posible a los pacientes, buscando animarlos, no quejándose frente a ellos, infatigables y amables.

Cuando ingresé a la minúscula habitación uno me encontré con este panorama: ropa y medicamentos echados en todos lados, una ventana por la cual entraba una luz tenue; una puerta para el baño (mínimo también); un joven sentado en una reposera -el que lo cuidaba hasta ese momento- y el padre… el padre Miguel acostado, su rostro dolorido y pálido detrás del casco de oxígeno, y los ojos cerrados por el ardor y comezón efecto del oxígeno… el padre Miguel era la viva imagen del dulce Cristo sufriente.

Antes de caer en la amargura, de la cual el Señor me sostuvo durante todos esos días, la médica a cargo me indicó: “su misión aquí será cuidarlo, pero sobre todo levantarle el ánimo. No lo deje, bajo ningún respecto, deprimirse, ¿entiende?”. Y dije que sí, aunque no, no entendía bien, perplejo como me encontraba.

El cuidador me dio algunas indicaciones y, en breve, estábamos solos el padre Miguel y yo, y nadie más. Fue mi primer intento de darle ánimos, pero era difícil ya que al padre se le dificultaba tanto el ver como el escuchar y el hablar. Quiero creer que mi presencia, la de un hijo sacerdote suyo, implicaba algo de ánimo para él, aunque no lo pudiera expresar muy bien detrás de ese casco de oxígeno.

Al rato vinieron cinco o seis del personal médico a cambiar al padre de habitación. Para ello, agarraron de las sábanas y lo trasladaron a la camilla. La nueva habitación, la dos, no era muy distinta a la primera, salvo que entraba un poco más de luz por la ventana. Ya allí, acomodé bien mis cosas y me dispuse a mi misión. Primero le señalé al padre que muchas personas rezaban por él, y asintió con la cabeza como que entendía. Luego lo invité a escuchar audios y ver videos pero, con la cabeza, presionando los ojos y sacudiendo levemente una mano, me indicó que no. “El Santísimo”, susurro el padre, con esa vocecita agitada y cortada. “El Santísimo”, repitió. De algún modo, entendí que se había percatado del cambio de habitación y me preguntaba dónde habían puesto la teca con el Santísimo Sacramento. “Está a su lado”, le dije. Efectivamente, allí estaba: no éramos dos en la habitación sino tres.

Tras rezar el Rosario caminando en la “celdita” (daba tres pasos y pegaba la vuelta), y luego de hacer también la Hora intermedia y Vísperas, finalmente me dejé caer en la reposera, desanimado yo, y esperé las indicaciones que me daría el personal médico: me dieron varias y quedé mareado, horas de medicaciones, cuidados del padre, modo de alimentación (se ponía un sorbete por un agujerito que había que destapar temporalmente, debajo del casco, y había que embocarlo en su boca), ayudarlo en sus necesidades, estar atento a esto, a esto otro, en fin, debía desenvolverme como un enfermero más.

Sin mayores sobresaltos, así terminó el primer día, un miércoles. La noche cayó y el padre seguía sin poder dormir (ya hacía un par de días de insomnio, y por eso le habían aplicado morfina en el suero). Y yo tampoco pude dormir. No había llevado ningún abrigo y la noche era fría. Además, debía estar atento, con un ojo medio abierto, a los movimientos del padre por si necesitara algo. Y así fue, varias veces. Y a eso se suma los controles esporádicos de los médicos, controles de oxigenación, sobre todo. Y ese ruido constante del oxígeno que, según decían, era peor para el padre, con su cabeza dentro de ese casco. Incluso le ofrecieron taparle los oídos con algodón, pero él no quiso.

Entonces frío, incomodidad, mugre (había una ducha, pero bañarse era una ilusión, sobre todo porque significaba desatender al padre pero además porque el baño, aunque limpio, estaba lleno de baldes y cosas), cansancio, tensión, reclusión (una vez adentro, ya no se podía salir de la habitación hasta que no saliese el paciente) … todo un verdadero tormento. Así estaba el padre Miguel, completando en él lo que falta a los padecimientos de Cristo, como buen sacerdote e hijo querido del Padre.

El segundo día, jueves, el padre comenzó a progresar en su salud. La oxigenación iba de bien en mejor, llegando incluso por momentos a 99 de saturación. Es más, recibiría varias visitas que le alegrarían el día. Un sacerdote le prestó una reliquia de San Bernardo, a la cual se aferró y afirmó en su pecho. Incluso una médica le preguntó si estaba más tranquilo y contento, y asintió. Cuando le hicieron los ejercicios con movimiento de brazos, el padre hizo, por propia iniciativa, más de los indicados, mostrándose aliviado. Le dije fuerte, casi gritando, porque el casco no lo dejaba escuchar: “¡hoy es día de ejercicios, padre!”, y esbozó una sonrisa… un gran logro. Todo daba un buen pronóstico, incluso la médica, ella también contenta, le decía: “¡si seguimos bien, padre, mañana le sacamos el casco!”. Y así creíamos que iba a ser.

A eso de las 19, cuando no había tanta circulación de personal médico, preparé un altar improvisado para celebrar la Santa Misa: eran las primeras vísperas del Sagrado Corazón de Jesús. Saqué al padre de su somnolencia y me observó de arriba abajo, ya revestido con la casulla blanca. Comencé la celebración, diciendo las lecturas y oraciones en voz alta para que el padre escuchara y participara. ¡Y él lo hizo, muy a su modo! Miraba, movía los labios (incluso en la consagración y en el padrenuestro), contemplaba a Jesús durante la elevación de la Hostia y del cáliz.

Terminé de comulgar, y me puse a purificar el cáliz. El padre, entonces, abrió bien los ojos y gritó casi sin fuerzas: “La hostia… la hostia”. Quería comulgar. “Padre, mañana le doy la comunión, mañana le sacan el casco, tenga paciencia”, le dije. Pero el continuó: “La hostia… la teca”. Recordé que en unas horas antes unos enfermeros le habían levantado el casco para darle medicación. Me dije, “es la comunión, ¿cómo voy a dejarlo sin comulgar?”. Entonces me puse manos a la obra: levanté como pude el engorroso casco hasta sus ojos; abrí la teca, le di la comunión y volví a colocarle el casco. Tras ello noté mucha paz en el padre: respiraba relajadamente y su semblante parecía alegre. Era ésta su última Misa, su última comunión. Cuando le di la bendición final él se santiguó.

A partir de ese momento, de esa “Última Cena”, las cosas empezarían a empeorar. Los médicos harían sus rondas más seguido con el padre porque la oxigenación no andaba bien. Pese al último chequeo, que daba 99 de saturación, el nuevo daba 94. Y no subía. El padre se ponía molesto porque no podía dormir y el casco se le hacía una carga insufrible. Sus ojos y su cara le picaban. Sus labios, de resecos, estaban llenos de aftas. Su lengua y garganta eran como una lija. Muchas veces me diría con voz cansina “tengo sed”, como Nuestro Señor en la cruz, pero el agua no se la apagaba sino que ella también le producía dolor, según me explicaron.

A eso de las 22:30 el chequeo de saturación le dio 88 y el médico decidió subir el nivel de oxigenación al máximo. Eso implicaba, entre otras cosas, mayor ruido, mayor sequedad e imposibilidad de sueño. El padre no aguantaría otra noche más sin poder dormir.

Los médicos iban y venían de la habitación y, alrededor de la 1:00 del día viernes le sacaron el casco porque “ya no tenía ningún sentido”. A eso de las 2:00, finalmente, vinieron todos juntos. Ya no éramos dos sino al menos ocho, todos apretujados en ese pequeño Gólgota. Terrible escena para el padre: todos callados y serios, como quienes tienen que tomar una decisión desagradable. La jefa del personal se acercó y le dijo, tocándole el hombro: “Miguel, la oxigenación no mejora, ¿te das cuenta de lo que eso significa?”. El padre asintió. “Miguel, no tengas miedo, cuando despiertes después de la entubación va a ser como si nada hubiese pasado, vas a salir de acá. ¿Te parece?”. Y asintió de nuevo.

Tardaron un rato en traer la camilla para llevarlo a entubar. Mientras, yo le dije algunas palabras al oído, quizá proféticas: “Padre: ánimo, no tema, hoy es el día del Sagrado Corazón, ese Corazón al cual usted siempre le tuvo tanta devoción. ¡Quién sabe si no esté preparando algo muy bueno para usted! Tenga paciencia, es sólo un momento y después todo se acabó. ¡Ánimo!”. Entre cansancio y nervios, le di la absolución, con indulgencia plenaria y la unción de los enfermos.

Cuando llegaron con la camilla, a eso de las 2:20, y la pusieron al lado de su cama, vi algo que me sorprendió, igual que a los demás. “A la cuenta de tres lo subimos a la camilla”, dijo la médica. Pero no hizo falta: el mismo padre se arrastró a la camilla, sacando fuerzas vaya a saber uno de dónde. “Lo hizo sólo”, dijo la médica, tras una pausa de unos segundos. Salió entonces la camilla. Vi cómo se alejaba por el largo pasillo ante el silencio de los espectadores a los costados. Le di una última bendición y me dije: “nunca más va a volver”. Y así fue.

Ese lapso de tiempo entre las 2:20 y las 3:30 fue el único momento, paradójicamente, en el que pude dormir algo, sueño que fue interrumpido por la médica: “Disculpá”, me dijo, “procedimos a entubar a Miguel, pero al rato tuvo una descompensación, un infarto, y falleció. Todavía no entiendo cómo pudo pasar esto. Lo siento mucho”. Yo bajé la cabeza unos segundos, la volví a levantar y dije: “y ahora, ¿qué debo hacer?”. Según me contaron luego, lo último que pidió el padre fue que se le volviera a dar la unción de los enfermos y que, mirando hacia la imagen de la Virgen, cerró sus ojos.

De ahí en más fueron seis horas de un ir y venir, llamados, mensajes, trámites, todo. No caí en la cuenta de lo que había pasado sino hasta que me senté a eso de las 9:30, hora en que pude llorar. Llorar no sólo por lo traumático de lo vivido durante esos tres días sino, sobre todo, por la pérdida del padre Miguel García. Sin embargo, hay que decirlo, fue el momento más glorioso del padre. Fue su última gran purificación, como no podía ser de otro modo. Si el sacerdote es otro Cristo por el orden sagrado, su vida no puede más que reflejar la vida y muerte de Cristo. “Conforma tu vida con el misterio de la Cruz”, nos decía el obispo siguiendo el ritual el día de nuestra ordenación, y así debe ser.

¿Y qué significa la cruz sino el sufrir con Cristo y por Cristo? El padre Miguel, todos lo saben, sufrió indeciblemente sus últimos días. La internación fue su última gran entrega y purificación. Una purificación pasiva, una noche oscura. Cero certidumbres humanas, cero esperanzas de salir con vida, y dolor, mucho dolor. El vivir en la fe y de la fe, como los justos. Ya no podía rezar como acostumbraba: su oración ahora era el padecer. Ya no podía dar consejos o hacer actividades: su actividad ahora era el callar y estar clavado en la cama. Ya no podía más que mirar sin ver y decir frases cortas, con voz agitada. Como aquellas palabras que dijo el Señor a San Pedro: “cuando ya seas viejo, extenderás los brazos y otro te vestirá, y te llevará a donde ni quieras”.

Era el padre como un niño que necesitaba de otros para todo. El padre necesitaba asistencia para las cosas más básicas como asearse, alimentarse, e incluso moverse. Y es que uno vuelve, realmente, a ser niño cuando se aproxima la muerte. Él era un niño, en todo sentido, un niño grande y canoso. Y sabemos que si queremos ingresar a la casa del Padre debemos hacernos como niños, porque la misma idea de Dios como Padre significa eso: que nosotros somos sus hijos, sus “niños”. Y así como el dolor rubrica el parto natural, el dolor debe rubricar el nacimiento a la eternidad.

Así la obra gigantesca del padre Miguel no queda ya en lo que ha hecho en la tierra. No. Cristo, Nuestro Señor hizo muchos milagros en su vida terrena: curó a leprosos, dio la vista a los ciegos, resucitó a muertos. También dio muchas magistrales enseñanzas, como sus diálogos con los judíos, como las Bienaventuranzas, como su discurso de la Última Cena. Sin embargo, su mayor obra no fue nada de eso: su mayor obra fue su muerte en la cruz. Por medio de su muerte nos redimió del pecado, razón primera de su Encarnación. Cuando estaba crucificado, clavado de pies y manos; cuando por el peso del propio cuerpo, el dolor de la corona de espinas y del agobio, no podía formular grandes y elaboradas frases; cuando quiso suspender temporalmente su taumaturgia y presentarse como un gusano pendiendo del madero: allí obró su mayor proeza, allí aplastó la cabeza de la serpiente, allí destruyó la muerte y nos abrió las puertas del Cielo para siempre.

Su mayor obra fue su muerte: así también la del padre Miguel García. Su muerte es un signo y una realidad. No es la muerte de un “estilo” sacerdotal. No es la muerte de una clase de sacerdotes propios de una diócesis “particular”, sino, todo lo contrario, es la esperanza de un resurgir. Con su muerte hará más bien que con todo lo que hizo durante su vida entera. Desde el Cielo intercederá por las vocaciones futuras para que se formen como auténticos sacerdotes católicos. Sacerdotes que vivan y mueran desde sus labores cotidianas, silenciosas y escondidas, sólo visibles a los ojos del Padre. Vida sacerdotal no propagandística y mediática, sino fructífera, con los frutos que ve el Padre, aunque sean desconocidos de los hombres. Sacerdotes crucificados por amor a Dios y a las almas. Así quiera el Señor que sean los sacerdotes de la diócesis de San Luis, diócesis que le debe su vigor y su impronta católica a curas, sobre todo, como el padre Miguel Bernardo García, rector inmortal del Seminario: padre de padres. Dios lo tenga en su Santa Gloria.


* Hernán Gabriel Barreto, 

es sacerdote de la Diócesis de San Luis, Argentina, ordenado el 15/8/2015. Actualmente es Vicario parroquial de Ntra. Sra. de la Merced (Villa Mercedes) y Vice-Asesor Movimiento Círculo de la Juventud.


Agradezco al Padre Hernán que me haya autorizado publicar su emotivo escrito sobre el Padre Miguel, quien fuera uno de mis formadores y profesores en mis años de teologado en el Seminario de San Luis. Me uno a su sentido homenaje y a los conceptos vertidos sobre el Padre Miguel, un hombre de Dios, quien estará gozando de su Divina Presencia por siempre.

Padre José Medina

martes, 18 de agosto de 2020

ESCRITOS PERIODÍSTICOS: D. José Ruíz un hombre de Dios que murió como vivió

El padre José Ruíz Orta era el Capellán del Hospital de Cuidados Laguna de Madrid, a sus 82 años, el pasado 31 de marzo, murió con las botas puestas, sirviendo al Señor, hasta tres días antes de entregar su alma al Creador. Falleció por coronavirus por cuidar de un voluntario que había enviudado recientemente y necesitaba compañía, sin saber siquiera que en el voluntario estaba ya el fatídico virus.

Yo le conocí en noviembre pasado gracias a la Capellanía de la Clínica Universidad de Navarra, sede de Madrid, en las sesiones sabatinas del curso “Nociones de medicina para sacerdotes” (Para poder dar un acertado consejo pastoral). En el mismo los excelentes profesionales de la salud nos ayudaron a entender y nos pusieron al día en algunas cuestiones de las que nos encontramos con más frecuencia al ejercer nuestro ministerio como capellanes de hospitales.

En una de las pausas para un café, D. José se acercó cortésmente y con su amplia sonrisa me preguntó cuánto llevaba de capellán de hospital, a lo que respondí “2 meses”; y ahí la sonrisa se convirtió en una pícara risa al decirme: “te gano por 14 años”. De esas breves charlas compartidas aprendí tanto o más que con el curso, porque me vi frente a un sacerdote apasionado por la Gloria de Dios y el servicio a los hermanos. Le escuchaba con la atención de un niño ante un universo aún desconocido que se abría ante mi mirada y la Parábola del Buen Samaritano me parecía que la estaba viendo retratada en el rostro de D. José. Me dio consejos, me sugirió materiales, me tendió su mano amiga para cuanto podría necesitar de él. Yo estaba dando los primeros pasos como capellán de un hospital, y ahora tenía ante mi a un gigante a quien podría seguir sus huellas.

Con el paso de los días, y por cuestiones ministeriales, conocí a algunos profesionales y voluntarios del Hospital de Cuidados Laguna, y pude ver la otra cara de la moneda. ¡Cuánto respeto, cariño y admiración por su Capellán! Días pasados, uno de ellos me escribía: “Era un padre para todos los profesionales, pacientes y familias, y aunque su pérdida nos ha dejado un hueco muy difícil de llenar, sabemos que ha sido ganarle para el cielo, y eso es lo que nos consuela.” Palabras que ponen de manifiesto el tipo de relación humana y sobrenatural que D. José supo entretejer con el personal, con los enfermos y con sus familiares. Inmediatamente forjé un concepto que, días pasados y con mucha sorpresa, leía en la homilía de su funeral: “Como lo quieren y cuanto los quiere.”

Termino este breve testimonio de gratitud y reconocimiento, transcribiendo el tuit que el Hospital de Cuidados Laguna publicó el día de su muerte, creo que no podría encontrar mejores palabras: “D. José Ruíz, Patrono de la Sonrisa y del buen humor, intercesor de la amabilidad y de la palabra siempre a tiempo, de la broma oportuna y de la reflexión profunda. Capellán de LAGUNA. GRACIAS por todo. Siempre le recordaremos.”

D. José Antonio Medina Pellegrini

Capellán del Hospital Universitario Infanta Elena, Valdemoro, Madrid.

10 de julio de 2020.


Artículo escrito para la Revista “Vida Nueva”, Nº 3.189, edición única de agosto de 2020, y publicado como parte del informe “Los que (NO) están” escrito por Miguel Ángel Malavia, Madrid, España.

martes, 21 de enero de 2020

IN MEMORIAM: Juan Carlos Saravia (1930-2020), fundador y líder de “Los Chalchaleros”

Juan Carlos Saravia y el Padre José Medina
en los camarines del Teatro Coliseo
de Buenos Aires (Octubre de 2000).

Queridos amigos y hermanos: “Los Chalchaleros fue un conjunto folclórico argentino creado en Salta en 1948 y disuelto en 2002. Están considerados uno de los más grandes grupos folclóricos de Argentina. Su nombre deriva de un pájaro cantor del norte argentino, el Zorzal Chalchalero (Turdus amaurochalinus)...” Claro, ésta fría y técnica explicación de Wikipedia, no refleja lo que cada argentino que ama su música nativa ha sentido y siente por ellos: son la más grande leyenda de la música folclórica argentina.

Yo, como argentino los admiré desde siempre, aunque confieso que me enganché con más entusiasmo, en torno a mis 18 años, a partir de su última formación con la incorporación de Facundo Saravia en 1981.

Al escribir estas sentidas palabras póstumas en recuerdo de Juan Carlos Saravia iré recordando en perspectiva cómo pasé de ser un admirador más, a conocerle personalmente, hasta compartir con él una cálida amistad y un trato cercano hasta venirme a residir en España en 2008, donde ya, por las circunstancias propias de la distancia, dejamos de tratarnos personalmente. Les comparto esta breve reseña cronológica en algunos de mis recuerdos más queridos, reservando para mi corazón, aquellas cosas que sólo el corazón atesora.

Estatuilla del Premio
"Santa Clara de Asís"
1990 - Yo estaba en los últimos meses del seminario y había comenzado a realizar mis primeras incursiones en la radio, más propiamente en Radio Dimensión de San Luis y de la mano de quien considero mi maestro, el Sr. Nino Romero. Ya se emitía cada noche mi programa “Dios con Nosotros” y los sábados por la mañana tenía mi espacio dentro del programa “Truenos y relámpagos” conducido por Nino. Vienen “Los Chalchaleros” a cantar a San Luis y le propuse a Nino entrevistar a Juan Carlos Saravia para luego emitir la entrevista dentro de ese espacio. Así fue, Nino me consiguió que lo entrevistase en el hotel donde se hospedaban y yo realicé la primera entrevista de mi vida, nada más y nada menos que a Juan Carlos Saravia.

1994 - La providencia de Dios quiso que nos encontrásemos nuevamente en algo muy particular: “Los Chalchaleros” y yo, entre otros más, recibimos ese año el Premio “Santa Clara de Asís”. Ésta es una distinción de la Liga de Madres de Familia​  que galardona a medios de comunicación social y a sus profesionales, que se hayan destacado por “la difusión de valores intelectuales, morales y estéticos en la promoción y defensa de la dignidad de la vida humana, el matrimonio, la familia, la educación y la cultura” en la radio y televisión argentina. Allí estaba Juan Carlos Saravia recibiéndolo en nombre de “Los Chalchaleros” por su aporte a la cultura argentina y yo por mis escritos periodísticos de evangelización que se publicaban cada domingo en el suplemento “Actualidad Religiosa” de El Diario de la República.

Santo Padre Pío
1999 - Yo comencé todos los sábados por la mañana a celebrar la Misa Votiva del Santo Padre Pío, recién beatificado por San Juan Pablo II, en la Parroquia del Patrocinio de San José, situada en la calle Ayacucho del pintoresco barrio de Recoleta en Buenos Aires. Lo que yo no sabía es que a escasos metros de ahí vivía Juan Carlos y que como fiel devoto del Padre Pío participaba en esas misas. En una de las primeras misas que celebré allí le veo con Margarita, su esposa, juntos pasan devotamente a comulgar y yo pensaba al verlos: espero que no se vayan inmediatamente después de la misa así salgo a saludarlos. No hizo falta, me estaba sacando los ornamentos en la sacristía y una voz inconfundible dice: “Permiso, yo nunca me voy de una misa sin pasar a saludar al sacerdote que nos dio a Jesús”.

"La fe de un Chalchalero"
por Juan Carlos Saravia.
Desde ese momento empezamos a vernos todos los meses en esa misa, comenzamos a charlar con más confianza. Durante años hacía imprimir folletos y estampas del Padre Pío que me los daba y yo los distribuía en mis distintos apostolados en referencia al Padre Pío, donde muchas veces me acompañaba junto a Margarita.

En ese mismo 1999 yo estaba dirigiendo un periódico religioso llamado “Carmelo en acción” que editaba la Parroquia Nuestra Señora del Carmelo. Le propuse a Juan Carlos que me escribiese un artículo testimoniando sus vivencias de fe. Me dijo inmediatamente que sí, pero que yo le grabase su testimonio hablado y luego lo transcribiese a papel. Al final hice eso con aquella primera entrevista radiofónica de la cual conservaba la grabación, la trascribí a papel y luego, café de por medio en su casa, le hizo los retoques pertinentes y de ahí surgió el escrito titulado “La fe de un Chalchalero” (puede leerlo aquí), que luego, con el auge de internet fue publicado por distintos medios de comunicación de Argentina e Hispanoamérica.

2000 - El 13 de octubre, fue el primero de los 24 conciertos de despedida que “Los Chalchaleros” realizaron en el Teatro Coliseo de Capital Federal. Yo vivía a pocas cuadras de ese teatro, y con una mano en el corazón, no recuerdo las veces que presencié esos recitales. Y lo más entrañable era ver desde la platea a ese mismo Chalchalero fundador y líder del conjunto, que me regalaba una cálida amistad y era compañero incansable de aventuras apostólicas por distintos lugares de Buenos Aires.

Programa de mano de la
despedida de Los Chalchaleros.
2008 - Éste fue mi último año viviendo en Argentina, y estaba realizando en Radio Murialdo, de la ciudad de Mendoza, los días viernes por la mañana un programa que se llamó “Haciendo radio con Cristo y María” y en una de las emisiones, pasé una entrevista que le realicé a Juan Carlos en su casa el 12 de junio de ese mismo año. La entrevista es entrañable porque es “a corazón abierto”, habla de su vida, de su familia, de su fe, entre otros temas (puede escucharla aquí)Una particularidad muy interesante fue que él mismo fue eligiendo las canciones de “Los Chalchaleros” que fuimos emitiendo entre medio de nuestra conversación y ocurrió algo bastante insólito. Margarita, su esposa, que escuchaba atentamente el diálogo se sumó y participó de la entrevista con testimonios de su amor por Juan Carlos, hasta ese momento desconocidos fuera del íntimo grupo familiar y de amigos. Hoy escuchando a la distancia esa grabación recuerdo con emoción el cariño y el respeto que marcó el camino de esa amistad .

Podría seguir compartiendo otras tantas anécdotas y recuerdos, pero que valga esta resumida y emocionada evocación para decir: ¡Gracias Juan Carlos Saravia, por la cálida amistad que me brindaste, por tu presencia en las Misas votivas del Padre Pío, por los rosarios a la Virgen, por esas tardes de café en tu casa con anécdotas e historias entrañables, por las entrevistas que me concediste, en fin, por todo lo mucho y bueno que nuestro Tata Dios nos permitió compartir... ¡Que en paz descanses, querido amigo!

Con mi bendición.
Padre José Medina

Fotomontaje con todos Los Chalchaleros en sus 54 años de existencia.

martes, 31 de diciembre de 2019

IN MEMORIAM: Juan Rodolfo Laise (1926-2019), Obispo de San Luis, Argentina

Mons. Juan Rodolfo Laise, el 6 de abril de 2009,
en el Convento-Museo del Santo Padre Pío.

Queridos amigos y hermanos: últimas horas del año 2019. Año en el cual Juan Rodolfo Laise, Obispo emérito de San Luis, Argentina, pasó a sus 93 años de este mundo al Padre Eterno, concretamente el 22 de julio, allí en la casa de reposo San Padre Pío, de San Giovanni Rotondo, Italia, donde residía desde hacía 18 años tras renunciar por edad al gobierno pastoral de la diócesis argentina. Quiero dedicar, con gratitud y reconocimiento, mi último escrito de este año a Él y a su memoria.

Monseñor Laise, quien se mantenía activo en la comunidad capuchina y dedicaba muchas horas a escuchar confesiones, falleció tras sufrir una descompensación general. Era hasta su fallecimiento, el decano del episcopado argentino ya que el 29 de mayo de 2019 cumplió 48 años de ordenación episcopal. Sus restos fueron velados en el santuario Santa María de las Gracias, de San Giovanni Rotondo.

Breve reseña biográfica

Nació en Buenos Aires el 22 de febrero de 1926; hizo la profesión solemne en la Orden Franciscana de los Frailes Menores Capuchinos el 13 de marzo de 1949; ordenado sacerdote en la capilla de colegio Euskal Echea de Llavallol, Buenos Aires, el 4 de setiembre de 1949 por Mons. Miguel de Andrea, obispo titular de Temnos; elegido obispo titular de Giomnio y coadjutor con derecho de sucesión de San Luis el 5 de abril de 1971; ordenado obispo el 29 de mayo de 1971 en la capilla del colegio Euskal Echea, por Mons. Juan Carlos Aramburu, arzobispo coadjutor de Buenos Aires (co-consagrantes Mons. Antonio José Plaza, arzobispo de La Plata y Mons. Raúl Francisco Primatesta, arzobispo de Córdoba); obispo de San Luis por sucesión desde el 6 de julio de 1971; renunció por edad el 6 de junio de 2001. Lema episcopal: "Fideliter" (Fielmente).

Mi Obispo de Ordenación Diaconal y Sacerdotal

Mons. Laise ordenando sacerdote a José
Medina el 29 de septiembre de 1991.
Tengo 28 años de ordenado sacerdote. Esto fue el 29 de septiembre de 1991. ¡Qué gran Don el Sacerdocio y qué gran Misterio! Dios llama, uno escucha… y la Iglesia, como Madre y Maestra discierne. Y ese llamado tan eterno como él mismo Dios, en un momento determinado y concreto, necesita un hombre “llamado de entre los hombres para las cosas que miran a Dios” que consagrado Obispo diga en nombre de la Iglesia: elegimos a éste hombre para ser ordenado sacerdote para siempre.

Y ese “hombre-Obispo” en mi vida y vocación, tiene un nombre concreto: Mons. Juan Rodolfo Laise. Cómo les decía “Fielmente” fue su lema episcopal. Lema que lo pinta de cuerpo entero. Y creo que es el gran legado que nos deja a los sacerdotes que fuimos formados en su Seminario, el Seminario “San Miguel Arcángel” situado en el bellísimo El Volcán en plena serranía puntana. Recuerdo con inmensa felicidad los años allí pasados: ambiente de oración, de estudio, de sana y viril fraternidad. Tiempo de ideas muy claras en la doctrina para poder afrontar con claridad y convicción los tiempos difíciles que podían venir… y vinieron.

Recuerdo con especial gratitud su visita de cada miércoles por la tarde, cuando nos reunía a todos los seminaristas en una de las aulas y nos compartía experiencias, enseñanzas que fueron modelando mi alma sacerdotal, y la de muchos: la piedad Eucarística, la práctica de la Confesión frecuente, el amor a la Virgen María, el consejo de rezar a diario el Santo Rosario, la devoción al Papa y la fidelidad a su Magisterio, el sentir con la Iglesia, el preparar el corazón para ser el día de mañana sacerdotes sabios, santos, celosos del bien de las almas y de la Iglesia. Apartado especial en esos miércoles fueron las incontables referencias al santo Padre Pío, al que tenía desde siempre una gran devoción y supo inculcarla sabiamente en nuestros juveniles corazones

Cuantos recuerdos que brotan emocionados por salir a la luz y ser estampados en este escrito. Sólo Dios sabe las veces que recorrió de punta a punta la geografía de San Luis. Kilómetros y kilómetros para visitar los curas y las comunidades y llegar a todos. Sembró San Luis de ermitas a la Virgen, restauró sus templos y construyó otros tantos. Casas parroquiales y movilidad digna para sus sacerdotes. El delicado cuidado a las religiosas y religiosos. Su lucha incansable por la dignidad de la vida, desde el inicio mismo de su concepción. Su testimonio admirable acerca de la dignidad de la celebración del culto divino. ¡Sus catecismos! Y tantas otras cosas que se hace imposible transcribir en un acotado espacio.

Mons. Laise y José Medina celebrando la Santa Misa
juntos el 6 de abril  de 2009 junto al cuerpo
incorrupto del Santo Padre Pío.
Yo pude acompañarlo seis años como su Delegado de Prensa y Difusión. ¡Cuánto aprendí a su lado! ¡Qué claridad de conceptos y de sana formación en cada una de sus alocuciones y escritos! Yo, recién ordenado sacerdote, lo miraba como desde lejos, como un ejemplo a imitar y seguir. Lo que soy como sacerdote, a él se lo debo, como a un fiel instrumento de Dios que supo moldear en mi alma a ese futuro sacerdote para siempre.

Deja a las futuras generaciones el retrato de un obispo convencido de los deberes de su oficio, humilde al servicio de la Santa Iglesia, celoso en el apostolado, riguroso en la aplicación de los principios y valiente en la defensa de la Tradición de la Iglesia. Desde que dejó la Diócesis de San Luis y hasta sus últimos días prácticamente, se dedicó a la confesión de peregrinos, la oración, la penitencia y la difusión de la devoción al Santo Padre Pío de Pietrelcina, en cuyos pasos poco a poco fue colocando los suyos.

¡Gracias Mons. Laise por tu vida de fidelidad! Quizás, con toda certeza, sean estos los sentimientos de tantos sacerdotes, religiosas y religiosos, y laicos de San Luis, que si tuvieran los medios que yo tengo expresarían con mejores y sentidas palabras la gratitud más entrañable al que fue nuestro fecundísimo Obispo, Padre y Pastor durante 30 años…

Atesoraré por siempre su cariño, estima y confianza. Y no me alcanzará ni el tiempo, ni la eternidad para agradecerle el Don de Sacerdocio. Que ciertamente es Don de Dios, pero que yo lo recibí de sus manos. ¡Dios lo tenga en su Gloria, María Santísima lo cobije bajo su manto!

Con mi bendición.
Padre José Medina
Navidad de 2019.

martes, 10 de diciembre de 2019

IN MEMORIAM: Fray Ramón Terrones (1935-2017), carmelita descalzo


Ramón Terrones Casado
de la Virgen del Carmen
(Porcuna 1935 - Burgos 2017)
El comunicado que leí el 9 de agosto de 2017 en la página web de los Carmelitas Descalzos de la Provincia Ibérica fue escueto, determinante y dejó mi alma sumida en una sensación muy especial:

------

Ha fallecido nuestro hermano
el padre Ramón Terrones

Queridos hermanos y hermanas: Nos han comunicado que ha muerto nuestro hermano el padre Ramón de la Virgen del Carmen (Terrones Casado) en el convento de Burgos - San José, aunque el óbito se ha producido en el hospital. Había nacido en Porcuna (Jaén) el 6 de marzo de 1935 y era carmelita descalzo profeso desde el 25 de septiembre de 1955 y sacerdote desde el 22 de diciembre de 1962. Ha marchado al encuentro del Padre con 82 años y casi 62 de profesión religiosa. El funeral y entierro se celebrará mañana día 9 a las 16.30 en Burgos.

Encomendemos su vida y su obra entre nosotros, dando gracias y presentando toda su persona ante Dios, que reconocerá su entrega y buen hacer. Un abrazo fraterno.

------

Un buen cristiano que alguna vez leyó en mi anterior blog el artículo donde hablaba de él tuvo la delicadeza de ese día muy temprano comunicarse conmigo a través de Facebook y contarme lo ocurrido. Dios le pague tamaño gesto de delicadeza y amor fraterno.

Fray Ramón y yo

En 1981 yo tenía 18 años y estaba –junto con mi familia- viviendo en la ciudad cordobesa de Alta Gracia, que es un antiguo y prestigioso lugar turístico caracterizado por el emplazamiento del casco de una estancia jesuítica.

En esa hermosa ciudad serrana conocí al fraile Ramón Terrones, quien cada tarde bajaba desde la Gruta de la Virgen de Lourdes a celebrar la misa vespertina a las Madre Carmelitas Descalzas, cuyo monasterio se encuentra bajo la advocación de “Nuestra Señora de Belén y San José”.

Casa de Retiros "Las Moradas",
Alta Gracia, Córdoba, Argentina, 

enero de 1984.
Yo en esos juveniles años no pensaba ser sacerdote, ni mucho menos. Estando terminando mis estudios secundarios, de novio con una hermosa compañera de aquél último año de la secundaria y soñando abrirme camino en los medios de comunicación social, específicamente en el apasionante mundo del cine. Pero Dios tenía otros planes y ¡Bendito sea! Que así haya sido.

Fray Ramón, hombre de una gran sencillez y con el encanto y la gracia propia del buen andaluz, fue captando poco a poco mi atención, fui acercándome a sus vespertinas misas, quedándome al fondo de la Iglesia, hasta que un día me invita a ayudarle como monaguillo, y ahí estaba yo en el altar, observado por la atenta mirada de las monjas carmelitas descalzas y sin la menor idea de lo que estaba haciendo en tan sagrado lugar…
De ahí comenzaron a sucederse muchos encuentros e interminables conversaciones a la salida de la Misa en las Carmelitas, en las visitas que le hacía en la gruta de Lourdes y en “Las Moradas” un antiguo hotel de esa zona serrana que comprado por los Carmelitas se convirtió en una Casa de Retiro, que fue también tiempo después y por algunos años Noviciado.

Recuerdo que una vez me animé a preguntarle ¿Qué hace un sacerdote? Ante lo cual me respondió –con gran sabiduría- que lo más importante es “lo qué es un sacerdote”, y luego lo que hace. Sabia distinción que me ha seguido acompañando y cuestionando durante mis 28 años de ministerio sacerdotal.

Los años fueron pasando, nos seguimos viendo y compartiendo distintas instancias de la vida, ya que mi vocación ha estado unida –en distintos momentos y en distintas formas- y lo estará por siempre al carisma y espiritualidad carmelitana, vivida desde mi vocación al sacerdocio secular o diocesano.

Fray Ramón y mi vocación sacerdotal

Fray Ramón Terrones es a quien yo considero padre de mi vocación, fue quien con su ejemplo de vida y con su “estilo de fraternidad” tan propio del Carmelo Teresiano suscitó en mí los primeros destellos de la vocación sacerdotal. Hoy como sacerdote sé que para despertar santas vocaciones al sacerdocio es necesario rezar de manera convencida, humilde e insistente a Dios; así como también dar un testimonio ardoroso de su amor que muestre la belleza de este llamado.

Pues bien, todo esto que hoy yo creo convencido es lo que percibí en Fray Ramón, en el día a día de un hombre que lejos de su tierra andaluza y de su gente, le dedicó 26 años de sacerdocio al Carmelo y a la Iglesia en Argentina y a quien hoy, a través de estas palabras y estas imágenes, le agradezco todo lo que hizo por mí, por que si yo cada día alzo en mis manos esa pequeña forma de plan blanco y luego se convierte en el Cuerpo de Cristo, Pan vivo para nuestra salvación, es porque un día, supo ver en mi -en semilla- el buen trigo que amasaría a un Sacerdote para siempre.

¡Gracias querido Ramón!, gracias por aquellos años que te desgastaste de un rincón a otro de mi país como encargado vocacional; gracias por aquellas primeras misas en que fui tu monaguillo, y te pasaba el vino cuando todavía no te había pasado el pan; gracias por aquella vez que detuviste tu camioneta junto al rio que atraviesa parte de la ciudad y lograste arrancarme aquella primera confesión que comenzó a poner en orden mi juvenil vida; gracias por aquellas sopas que tan ricamente preparabas en las frías noches serranas y por las interminables charlas que acompañaban esas cenas; gracias en fin… es imposible escribir todo, todo cuanto ha quedado grabado en nuestros corazones y en el corazón de Dios.

Ah, muy especialmente gracias, por aquel reencuentro después de 12 años en el día de la Virgen del Carmen de 2012 en el Convento del Santo Ángel de Sevilla…

Desde estas sentidas palabras te mando un fuerte abrazo, mi cariño hecho oración y mi eterna gratitud. Encomiendo tu noble alma a la dulce intercesión de la Virgen del Carmen, Reina y Hermosura del Carmelo.

¡Hasta el Cielo, Fray Ramón, hasta el Cielo!

Con mi bendición.
Padre José Medina.

Convento del Ángel de Sevilla,
16 de julio de 2012.