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domingo, 7 de abril de 2024

LITURGIA: Fiesta de la Divina Misericordia

 

Queridos amigos y hermanos del blog: hoy, 2º Domingo de Pascua, es la Fiesta de la Divina Misericordia que tiene como fin principal hacer llegar a los corazones de cada persona el siguiente mensaje: Dios es Misericordioso y nos ama a todos... “y cuanto más grande es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a Mi misericordia” (Diario “La Divina Misericordia en mi alma” escrito por Santa Faustina Kowalska, 723).

En este mensaje, que Nuestro Señor nos ha hecho llegar por medio de Santa Faustina, se nos pide que tengamos plena confianza en la Misericordia de Dios, y que seamos siempre misericordiosos con el prójimo a través de nuestras palabras, acciones y oraciones... “porque la fe sin obras, por fuerte que sea, es inútil” (Diario, 742). Con el fin de celebrar apropiadamente esta festividad, se recomienda rezar la Coronilla y la Novena a la Divina Misericordia; confesarse -para la cual es indispensable realizar primero un buen examen de conciencia-, y recibir la Santa Comunión el día de la Fiesta de la Divina Misericordia.

La esencia de la devoción se sintetiza en cinco puntos fundamentales:

1. Debemos confiar en la Misericordia del Señor. Jesús, por medio de Sor Faustina nos dice: “Deseo conceder gracias inimaginables a las almas que confían en mi misericordia. Que se acerquen a ese mar de misericordia con gran confianza. Los pecadores obtendrán la justificación y los justos serán fortalecidos en el bien. Al que haya depositado su confianza en mi misericordia, en la hora de la muerte le colmaré el alma con mi paz divina”.

2. La confianza es la esencia, el alma de esta devoción y a la vez la condición para recibir gracias. “Las gracias de mi misericordia se toman con un solo recipiente y este es la confianza. Cuanto más confíe un alma, tanto más recibirá. Las almas que confían sin límites son mi gran consuelo y sobre ellas derramo todos los tesoros de mis gracias. Me alegro de que pidan mucho porque mi deseo es dar mucho, muchísimo. El alma que confía en mi misericordia es la más feliz, porque yo mismo tengo cuidado de ella. Ningún alma que ha invocado mi misericordia ha quedado decepcionada ni ha sentido confusión. Me complazco particularmente en el alma que confía en mi bondad”.

3. La misericordia define nuestra actitud ante cada persona. “Exijo de ti obras de misericordia que deben surgir del amor hacia mí. Debes mostrar misericordia siempre y en todas partes. No puedes dejar de hacerlo ni excusarte ni justificarte. Te doy tres formar de ejercer misericordia: la primera es la acción; la segunda, la palabra; y la tercera, la oración. En estas tres formas se encierra la plenitud de la misericordia y es un testimonio indefectible del amor hacia mí. De este modo el alma alaba y adora mi misericordia”.

4. La actitud del amor activo hacia el prójimo es otra condición para recibir gracias. “Si el alma no practica la misericordia de alguna manera no conseguirá mi misericordia en el día del juicio. Oh, si las almas supieran acumular los tesoros eternos, no serían juzgadas, porque la misericordia anticiparía mi juicio”.

5. El Señor Jesús desea que sus devotos hagan por lo menos una obra de misericordia al día. “Debes saber, hija mía que mi Corazón es la misericordia misma. De este mar de misericordia las gracias se derraman sobre todo el mundo. Deseo que tu corazón sea la sede de mi misericordia. Deseo que esta misericordia se derrame sobre todo el mundo a través de tu corazón. Cualquiera que se acerque a ti, no puede marcharse sin confiar en esta misericordia mía que tanto deseo para las almas”.

Fiesta de la Divina Misericordia.

La Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos publicó el 23 de mayo del 2000 un decreto en el que se establece, por indicación del entonces pontífice reinante, el hoy Beato Juan Pablo II, la fiesta de la Divina Misericordia, que tiene lugar el segundo domingo de Pascua. La denominación oficial de este día litúrgico es «segundo domingo de Pascua o de la Divina Misericordia». Ya el Papa lo había anunciado durante la canonización de Sor Faustina Kowalska, el 30 de abril de ese mismo año: “En todo el mundo, el segundo domingo de Pascua recibirá el nombre de domingo de la Divina Misericordia. Una invitación perenne para el mundo cristiano a afrontar, con confianza en la benevolencia divina, las dificultades y las pruebas que esperan al genero humano en los años venideros”.

Sin embargo, el Papa no había escrito estas palabras, de modo que no aparecieron en la transcripción oficial de sus discursos de esa canonización. Santa Faustina, que es conocida como la mensajera de la Divina Misericordia, recibió revelaciones místicas en las que Jesús le mostró su corazón, fuente de misericordia y le expresó su deseo de que se estableciera esta fiesta. El Papa le dedicó una de sus encíclicas a la Divina Misericordia (“Dives in misericordia”).

El texto evangélico de ese domingo (Jn. 20, 19-31) es elocuente en cuanto a la Misericordia Divina: narra la institución del Sacramento de la Confesión o del Perdón. Es el Sacramento de la Misericordia Divina.

¿En qué consiste, entonces, esta Fiesta de la Divina Misericordia? He aquí lo que dijo Jesús a Santa Faustina: “Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea un refugio y amparo para todas las almas y, especialmente, para los pobres pecadores. Ese día están abiertas las entrañas de mi Misericordia. Derramo un mar de gracias sobre las almas que se acerquen al manantial de mi Misericordia. El alma que se confiese y reciba la Santa Comunión obtendrá el perdón total de las culpas y de las penas” (Diario, 699).

Es decir, quien arrepentido se confiese y comulgue el Domingo de la Divina Misericordia, podrá recibir el perdón de las culpas y de las penas de sus pecados, gracia que recibimos sólo en el Sacramento del Bautismo o con la indulgencia plenaria. O sea que si su arrepentimiento ha sido sincero y si cumple con las condiciones requeridas, el alma queda como recién bautizada, libre inclusive del reato de las penas del purgatorio que acarrean sus pecados aun perdonados.

La devoción de la Divina Misericordia, incluye también la Hora de la Divina Misericordia, la Coronilla (o Rosario) de la Divina Misericordia y la Novena preparatoria a la Fiesta de la Misericordia, que por cierto no es condición requerida para recibir las gracias especiales el día de la Fiesta de la Divina Misericordia.

Nuestro Señor dijo en una ocasión a Santa Faustina: “Mi misericordia es tan grande que en toda la eternidad no la penetrará ningún intelecto humano ni angélico”  Es un hecho que la grandeza, importancia y trascendencia de esta Fiesta, “nacida de las entrañas de la Misericordia Divina”, no podrá ser suficientemente comprendida por nosotros.

Que la Santísima Virgen María, Madre y Reina de Misericordia nos ayude a entender y a vivir este misterio insondable de Dios: su Divina Misericordia.

viernes, 8 de diciembre de 2023

VIRGEN MARÍA: Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María

 

Francisco de Zurbarán - Inmaculada Concepción Niña
- 1630 - Museo Diocesano  de Sigüenza

Queridos amigos y hermanos del blog: hoy, 8 de diciembre, celebramos la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, que es el dogma de fe que declara que por una gracia singular de Dios, María fue preservada de todo pecado, desde su concepción.

La concepción es el momento en el cual Dios crea el alma y la infunde en la materia orgánica  procedente de los padres. La concepción es el momento en que comienza la vida humana. Cuando hablamos del dogma de la Inmaculada Concepción no nos referimos a la concepción de Jesús quién, claro está, también fue concebido sin pecado. El dogma declara que María quedó preservada de toda carencia de gracia santificante desde que fue concebida en el vientre de su madre santa Ana. Es decir María es la “llena de gracia” desde su concepción.

Fundamento Bíblico

La Biblia no menciona explícitamente el dogma de la Inmaculada Concepción, como tampoco menciona explícitamente muchas otras doctrinas que la Iglesia recibió de los Apóstoles. La palabra “Trinidad”, por ejemplo, no aparece en la Biblia. Pero la Inmaculada Concepción se deduce de la Biblia cuando ésta se interpreta correctamente a la luz de la Tradición Apostólica.

El primer pasaje que contiene la promesa de la redención (Genesis 3,15) menciona a la Madre del Redentor. Es el llamado Proto-evangelium, donde Dios declara la enemistad entre la serpiente y la Mujer. Cristo, la semilla de la mujer (María) aplastará la cabeza de la serpiente. Ella será exaltada a la gracia santificante que el hombre había perdido por el pecado. Solo el hecho de que María se mantuvo en estado de gracia puede explicar que continúe la enemistad entre ella y la serpiente. El Proto-evangelium, por lo tanto, contiene una promesa directa de que vendrá un redentor.  Junto a El se manifestará su obra maestra: La preservación perfecta de todo pecado de su Madre Virginal.

En Lucas 1,28 el ángel Gabriel enviado por Dios le dice a la Santísima Virgen María “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. Las palabras en español “Llena de gracia” no hace justicia al texto griego original que es “kecharitomene” y significa una singular abundancia de gracia, un estado sobrenatural del alma en unión con Dios. Aunque este pasaje no “prueba” la Inmaculada Concepción de María ciertamente lo sugiere.

El Apocalipsis narra sobre la “mujer vestida de sol” (Ap 12,1). Ella representa la santidad de la Iglesia, que se realiza plenamente en la Santísima Virgen, en virtud de una gracia singular. Ella es toda esplendor porque no hay en ella mancha alguna de pecado. Lleva el reflejo del esplendor divino, y aparece como signo grandioso de la relación esponsal de Dios con su pueblo.

Papa Pío IX y el Dogma de la Inmaculada:

Con las siguientes palabras fue proclamado el Dogma de la Inmaculada por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854, en su bula Ineffabilis Deus:

 “...declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles...” (Pío IX, Bula Ineffabilis Deus, 8 de diciembre de 1854).

La Encíclica “Fulgens corona”, publicada por el Papa Pío XII en 1953 para conmemorar el centenario de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción, argumenta así: “Si en un momento determinado la Santísima Virgen María hubiera quedado privada de la gracia divina, por haber sido contaminada en su concepción por la mancha hereditaria del pecado, entre ella y la serpiente no habría ya -al menos durante ese periodo de tiempo, por más breve que fuera- la enemistad eterna de la que se habla desde la tradición primitiva hasta la solemne definición de la Inmaculada Concepción, sino más bien cierta servidumbre”.

La Solemnidad litúrgica:

En el siglo IX se introdujo en Occidente la fiesta de la Concepción de María, primero en Nápoles y luego en Inglaterra. Esta fiesta aparece (8 de Diciembre) cuando en el Oriente su desarrollo se había detenido. El tímido comienzo de la nueva fiesta en algunos monasterios anglosajones en el siglo XI, en parte ahogada por la conquista de los normandos, vino seguido de su recepción en algunos cabildos y diócesis del clero anglo-normando. El Papa Sixto IV, en 1483, casi 4 siglos antes del dogma, había extendido la fiesta de la Concepción Inmaculada de María a toda la Iglesia de Occidente.

Resonancia espiritual:

La Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María tiene un llamado para nosotros:

1-Nos llama a la purificación, ser puros para que Jesús resida en nosotros.

2-Nos llama a la consagración al Corazón Inmaculado de María, lugar seguro para alcanzar conocimiento perfecto de Cristo y camino seguro para ser llenos del Espíritu Santo.

“Con la Inmaculada Concepción de María comenzó la gran obra de la Redención, que tuvo lugar con la sangre preciosa de Cristo. En Él toda persona está llamada a realizarse en plenitud hasta la perfección de la santidad” (Juan Pablo II, 5-XII-2003).

El apelativo llena de gracia y el Protoevangelio, al atraer nuestra atención hacia la santidad especial de María y hacia el hecho de que fue completamente librada del influjo de Satanás, nos hacen intuir en el privilegio único concedido a María por el Señor el inicio de un nuevo orden, que es fruto de la amistad con Dios y que implica, en consecuencia, una enemistad profunda entre la serpiente y los hombres.

Por ultimo, el Apocalipsis invita a reconocer más particularmente la dimensión eclesial de la personalidad de María: la mujer vestida de sol representa la santidad de la Iglesia, que se realiza plenamente en la santísima Virgen, en virtud de una gracia singular. La fiesta de la Inmaculada ilumina como un faro el período de Adviento, que es un tiempo de vigilante y confiada espera del Salvador. Mientras salimos al encuentro de Dios, que viene, miremos a María que “brilla como signo de esperanza segura y de consuelo para el pueblo de Dios en camino” (Lumen gentium, 68).


Oración a la Inmaculada Virgen María

 

Santísima Virgen, yo creo y confieso vuestra Santa

e Inmaculada Concepción pura y sin mancha.

¡Oh Purísima Virgen!,

por vuestra pureza virginal,

vuestra Inmaculada Concepción y

vuestra gloriosa cualidad de Madre de Dios,

alcanzadme de vuestro amado Hijo la humildad,

la caridad, una gran pureza de corazón,

de cuerpo y de espíritu,

una santa perseverancia en el bien,

el don de oración,

una buena vida y una santa muerte. Amén.


viernes, 13 de enero de 2023

LITURGIA: ¿Qué es el Tiempo Ordinario?

 

Ordinario no significa de poca importancia, anodino, insulso, incoloro. Sencillamente, con este nombre se le quiere distinguir de los “tiempos fuertes”, que son el ciclo de Pascua y el de Navidad con su preparación y su prolongación.

Es el tiempo más antiguo de la organización del año cristiano. Y además, ocupa la mayor parte del año: 33 ó 34 semanas, de las 52 que hay.

El Tiempo Ordinario tiene su gracia particular que hay que pedir a Dios y buscarla con toda la ilusión de nuestra vida: así como en este Tiempo Ordinario vemos a un Cristo ya maduro, responsable ante la misión que le encomendó su Padre, le vemos crecer en edad, sabiduría y gracia delante de Dios su Padre y de los hombres, le vemos ir y venir, desvivirse por cumplir la Voluntad de su Padre, brindarse a los hombres…así también nosotros en el Tiempo Ordinario debemos buscar crecer y madurar nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor, y sobre todo, cumplir con gozo la Voluntad Santísima de Dios. Esta es la gracia que debemos buscar e implorar de Dios durante estas 33 semanas del Tiempo Ordinario.

Crecer. Crecer. Crecer. El que no crece, se estanca, se enferma y muere. Debemos crecer en nuestras tareas ordinarias: matrimonio, en la vida espiritual, en la vida profesional, en el trabajo, en el estudio, en las relaciones humanas. Debemos crecer también en medio de nuestros sufrimientos, éxitos, fracasos. ¡Cuántas virtudes podemos ejercitar en todo esto! El Tiempo Ordinario se convierte así en un gimnasio auténtico para encontrar a Dios en los acontecimientos diarios, ejercitarnos en virtudes, crecer en santidad…y todo se convierte en tiempo de salvación, en tiempo de gracia de Dios. ¡Todo es gracia para quien está atento y tiene fe y amor!

El espíritu del Tiempo Ordinario queda bien descrito en el prefacio VI dominical de la misa: “En ti vivimos, nos movemos y existimos; y todavía peregrinos en este mundo, no sólo experimentamos las pruebas cotidianas de tu amor, sino que poseemos ya en prenda la vida futura, pues esperamos gozar de la Pascua eterna, porque tenemos las primicias del Espíritu por el que resucitaste a Jesús de entre los muertos”.

Este Tiempo Ordinario se divide como en dos “tandas”. Una primera, desde después de la Epifanía y el bautismo del Señor hasta el comienzo de la Cuaresma. Y la segunda, desde después de Pentecostés hasta el Adviento.

Les invito a aprovechar este Tiempo Ordinario con gran fervor, con esperanza, creciendo en las virtudes teologales. Es tiempo de gracia y salvación. Encontraremos a Dios en cada rincón de nuestro día. Basta tener ojos de fe para descubrirlo, no vivir miopes y encerrados en nuestro egoísmo y problemas. Dios va a pasar por nuestro camino. Y durante este tiempo miremos a ese Cristo apóstol, que desde temprano ora a su Padre, y después durante el día se desvive llevando la salvación a todos, terminando el día rendido a los pies de su Padre, que le consuela y le llena de su infinito amor, de ese amor que al día siguiente nos comunicará a raudales. Si no nos entusiasmamos con el Cristo apóstol, lleno de fuerza, de amor y vigor… ¿con quién nos entusiasmaremos?

Cristo, déjanos acompañarte durante este Tiempo Ordinario, para que aprendamos de ti a cómo comportarnos con tu Padre, con los demás, con los acontecimientos prósperos o adversos de la vida. Vamos contigo, ¿a quién temeremos? Queremos ser santos para santificar y elevar a nuestro mundo.

Por: P. Antonio Rivero, L.C. | Fuente: Catholic.net

domingo, 8 de enero de 2023

LITURGIA: El Bautismo del Señor

 

Después de las fiestas de la Navidad y la Epifanía, la Iglesia nos invita este domingo, con el cual comienza el llamado “Tiempo Ordinario” de la liturgia, a contemplar los hechos y las enseñanzas de Jesús en el inicio de su vida pública, inaugurada con su Bautismo en el río Jordán. Tratemos de descubrir el significado de este acontecimiento a la luz de los elementos narrativos que nos presenta el relato del Evangelio y relacionándolos con las otras lecturas de este domingo.

1. El bautismo: un rito que adquiere su pleno significado en Jesucristo

El verbo “bautizar” proviene del griego y significa sumergir. El rito del bautismo consiste originariamente en sumergirse en el agua, elemento imprescindible de la vida, para expresar así el paso a una existencia renovada mediante un nuevo nacimiento: si el ser humano desde el comienzo de su existencia no puede subsistir sin el agua como medio vital, el bautismo manifiesta el paso a una vida nueva.

Juan invitaba al bautismo en el río Jordán para expresar una sincera voluntad de renovación. Jesús insiste en recibir el bautismo porque “es conveniente cumplir todo lo que Dios ha ordenado”, y de esta forma indica claramente que ha venido a hacer la voluntad de su Padre. En esto se compendia precisamente todo el programa de su vida en la tierra: hacer la voluntad de Dios, la misma que Él nos enseñó a cumplir con una disposición total expresada justamente en la oración que nos iba a enseñar para dirigirnos a nuestro Creador: “hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”

Esto quiere decir que Él mismo, siendo inocente, llevaría humildemente sobre sí el pecado del mundo para cumplir la voluntad de Dios: hacernos posible el paso a una auténtica vida nueva, a imagen de la suya como Hijo de Dios.

2. “Vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él”

Al describir el Bautismo de Jesús, el Evangelio utiliza el lenguaje propio de las llamadas teofanías o manifestaciones especiales de Dios. En este pasaje evangélico, la imagen de la paloma evoca dos relatos simbólicos del libro bíblico del Génesis:

Por una parte, el relato de la creación, donde se dice que “el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas” (Génesis 1, 2), y por otra el del diluvio universal, cuando al terminar la tempestad Noé soltó una paloma que regresó al arca con una rama de olivo en el pico (Génesis 8, 10-12), significando no sólo que después de la tempestad vino la calma, sino que recomenzaba  la vida en la tierra, gracias a una nueva creación.

La figura de una paloma que se posa sobre Jesús en el momento de su bautismo, nos remite entonces al comienzo de una nueva creación que Dios Padre realiza por medio de Él, en la cual se manifiesta la acción renovadora del Espíritu Santo, simbolizado por la paloma, que hará posible la paz en la existencia humana, gracias a la acción salvadora del amor de Dios. El relato del Bautismo del Señor es así una proclamación del misterio de la Santísima Trinidad.       

3. “Este es mi Hijo, el amado, el predilecto”

La fiesta del Bautismo del Señor actualiza para nosotros la manifestación de Jesús como Hijo de Dios, título dado por los profetas al Mesías prometido que iniciaría el reinado de Dios mismo en los corazones de quienes estuvieran dispuestos a su acción salvadora. Tal es a su vez el sentido de la profecía de Isaías en la primera lectura: “Este es mi servidor…, mi elegido a quien prefiero. Sobre él he puesto mi Espíritu” (Isaías 42, 1-7).

Resalta aquí la correspondencia entre el título de Hijo de Dios y el de Siervo o Servidor del Señor. Aquél hombre nacido en Belén de Judá,  proveniente de una familia humilde y sencilla residente en  la pequeña aldea de Nazaret, y que en el momento de su Bautismo en el río Jordán fue proclamado Hijo de Dios por su propio Padre que está en los cielos, va a presentarse a sí mismo, de palabra y de obra, como quien no vino a ser servido, sino a servir. Toda su vida, desde su nacimiento en una pesebrera hasta su muerte en una cruz, es la manifestación de esta correspondencia entre su condición de Hijo de Dios y su misión de Servidor.

En efecto, Jesús iba a estar siempre en medio de los seres humanos precisamente en calidad de servidor: servidor de Dios mediante el servicio a todos los seres humanos, a quienes siempre les hacía el bien, tal como nos lo describe el discurso del apóstol Pedro en la segunda lectura, “fue ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo” y “pasó haciendo el bien” (Hechos de los Apóstoles 10, 34-38).

También nosotros hemos recibido en el sacramento del Bautismo al Espíritu Santo, que hace posible en nuestra existencia una vida nueva como hijos e hijas de Dios para en todo amarlo y servirlo, participando así en su reino de amor y de paz, en esta vida y en la eterna. Que esta posibilidad se haga efectiva depende de nuestra disposición a escuchar y poner en práctica sus enseñanzas, identificándonos con Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios y el Servidor por excelencia. Que así sea.

Gabriel Jaime Pérez, S.J.


También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.


domingo, 1 de enero de 2023

LITURGIA: Solemnidad de Santa María Madre de Dios

 

“Encontraron a María, a José y al Niño”

1. Comenzamos el año proclamando a María Santísima “Madre de Dios”

“Madre de Dios” es el título más importante que le ha dado la Iglesia a la Virgen María. En el año 431 d.C., el Concilio de Éfeso -ciudad del Asia Menor situada en la actual Turquía, donde parece haber vivido María los últimos años de su vida terrena después de haber sido encomendada por el Señor desde la cruz al cuidado del apóstol Juan- definió que ella es Madre de Dios -en griego Theótocos-, porque concibió y dio a luz a Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre.

El texto de la Carta del apóstol san Pablo a los Gálatas o primeros cristianos de Galacia -región también situada en la actual Turquía- (Gál 4, 4-7), se refiere al Hijo de Dios  “nacido de una mujer” para que también nosotros fuéramos hechos hijos del mismo Dios y pudiéramos llamarlo, movidos por el Espíritu Santo, como lo hacía Jesús: Abba, que en arameo significa papá.

También a María el Concilio Vaticano II (1962-1965) la ha proclamado más recientemente Madre de la Iglesia, porque al ser madre del Hijo de Dios hecho hombre, lo es espiritualmente de todos los que por el bautismo hemos sido incorporados a esta comunidad de fe como hijos de Dios. Por eso podemos decirle no sólo “Santa María, Madre de Dios”, sino también “y Madre nuestra”.

2. Comenzamos el año invocando el nombre de Jesús como Dios Salvador

El Evangelio (Lc 2, 16-21) indica que los bebés hebreos recibían su nombre en el rito de la circuncisión a los ocho días de nacidos. Así sucedió con Jesús, cuyo nombre, como se explica en los relatos de anunciación a María y José, significa Dios salva. En hebreo, el nombre con el que Dios se había revelado doce siglos antes a Moisés (Yo soy) está contenido en el de Jesús (Yo soy el que salva).

A ejemplo de María, que como nos dice el Evangelio, “conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón”, y con la actitud de las gentes sencillas que saben acoger la presencia salvadora de Dios, al invocar a Jesús como Dios que nos salva renovemos nuestra fe iniciando el año en su nombre, para que la acción sanadora y santificadora de su Espíritu se realice plenamente en todos y cada uno de nosotros.        

3. Comenzamos el año implorando la paz como don de Dios a la humanidad

La Iglesia celebra el primer día del año civil la Jornada Mundial de Oración por la Paz. De esta manera la Iglesia nos invita a empezar el nuevo año en la verdad que produce la paz. Y esto lo expresa con la convicción de que, donde y cuando el hombre se deja iluminar por el resplandor de la verdad, emprende de modo casi natural el camino de la paz. La Constitución Pastoral Gaudium et spes (El gozo y la esperanza) del Concilio Ecuménico Vaticano II, clausurado hace ahora 45 años, afirma que la humanidad no conseguirá construir “un mundo más humano para todos los hombres, en todos los lugares de la tierra, a no ser que todos, con espíritu renovado, se conviertan a la verdad de la paz” [N. 77]. Pero, ¿a qué nos referimos al utilizar la expresión “verdad de la paz”? Para contestar adecuadamente a esta pregunta se ha de tener presente que la paz no puede reducirse a la simple ausencia de conflictos armados, sino que debe entenderse como “el fruto de un orden asignado a la sociedad humana por su divino Fundador”, un orden “que los hombres, siempre sedientos de una justicia más perfecta, han de llevar a cabo”.

Al comenzar el nuevo año, presentémosle a Dios nuestros propósitos de paz: paz en los corazones, desarmando nuestros espíritus; paz en los hogares, haciendo de cada familia un lugar de convivencia constructiva; paz en nuestro país y en el mundo, como fruto del reconocimiento de la dignidad y los derechos de todas las personas y de una sincera voluntad de reconciliación.

Conclusión

Este primer día y toda la primera semana del nuevo año es un tiempo especialmente apropiado para expresar y compartir nuestros deseos de paz, que corresponden a la voluntad de Dios y que escuchamos en la primera lectura bíblica: 


“Que el Señor te bendiga y te guarde;

que el Señor ilumine su rostro sobre ti y te sea propicio;

que el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz”.


jueves, 15 de septiembre de 2022

LITURGIA: Bienaventurada Virgen María de los Dolores

 

"Nuestra Señora de las Angustias", imagen titular de la
Parroquia del mismo nombre en Aranjuez, España.

La Virgen de los Dolores es una advocación de la Virgen María. También es conocida como Virgen de la Amargura, Virgen de la Piedad, Virgen de las Angustias, Virgen de la Soledad o La Dolorosa. Su fiesta es el 15 de septiembre.

La Virgen de los Dolores frecuentemente aparece representada en el momento de La Piedad con su hijo Jesús muerto sobre su regazo, tras el descendimiento, y otras veces con expresión de desconsuelo al pie de la Cruz, sosteniendo sedente la corona de espinas de su hijo. En ocasiones, se la representa con siete espadas que le traspasan el corazón.

La representación pictórica e iconográfica de la Virgen Dolorosa mueve el corazón de los creyentes a justipreciar el valor de la redención y a descubrir mejor la malicia del pecado.

Ella de pie junto a la cruz de Jesús, su Hijo, estuvo íntima y fielmente asociada a su pasión salvadora. Fue la nueva Eva, que por su admirable obediencia contribuyó a la vida, al contrario de lo que hizo la primera mujer, que por su desobediencia trajo la muerte.

Los Evangelios muestran a la Virgen Santísima presente, con inmenso amor y dolor de Madre, junto a la cruz en el momento de la muerte redentora de su Hijo, uniéndose a sus padecimientos y mereciendo por ello el título de Corredentora.

Un poco de historia

Bajo el título de la Virgen de la Soledad o de los Dolores se venera a María en muchos lugares. La fiesta de nuestra Señora de los Dolores se celebra el 15 de septiembre y recordamos en ella los sufrimientos por los que pasó María a lo largo de su vida, por haber aceptado ser la Madre del Salvador.

Este día se acompaña a María en su experiencia de un muy profundo dolor, el dolor de una madre que ve a su amado Hijo incomprendido, acusado, abandonado por los temerosos apóstoles, flagelado por los soldados romanos, coronado con espinas, escupido, abofeteado, caminando descalzo debajo de un madero astilloso y muy pesado hacia el monte Calvario, donde finalmente presenció la agonía de su muerte en una cruz, clavado de pies y manos.

María saca su fortaleza de la oración y de la confianza en que la Voluntad de Dios es lo mejor para nosotros, aunque nosotros no la comprendamos.

Es Ella quien, con su compañía, su fortaleza y su fe, nos da fuerza en los momentos de dolor, en los sufrimientos diarios. Pidámosle la gracia de sufrir unidos a Jesucristo, en nuestro corazón, para así unir los sacrificios de nuestra vida a los de Ella y comprender que, en el dolor, somos más parecidos a Cristo y somos capaces de amarlo con mayor intensidad.

¿Qué nos enseña la Virgen de los Dolores?

La imagen de la Virgen Dolorosa nos enseña a tener fortaleza ante los sufrimientos de la vida. Encontremos en Ella una compañía y una fuerza para dar sentido a los propios sufrimientos.

Algunos te dirán que Dios no es bueno porque permite el dolor y el sufrimiento en las personas. El sufrimiento humano es parte de la naturaleza del hombre, es algo inevitable en la vida, y Jesús nos ha enseñado, con su propio sufrimiento, que el dolor tiene valor de salvación. Lo importante es el sentido que nosotros le demos.

Debemos ser fuertes ante el dolor y ofrecerlo a Dios por la salvación de las almas. De este modo podremos convertir el sufrimiento en sacrificio (sacrum-facere = hacer algo sagrado). Esto nos ayudará a amar más a Dios y, además, llevaremos a muchas almas al Cielo, uniendo nuestro sacrificio al de Cristo.

Oración:

“María, tú que has pasado por un dolor tan grande y un sufrimiento tan profundo, ayúdanos a seguir tu ejemplo ante las dificultades de nuestra propia vida.”

viernes, 9 de septiembre de 2022

JESUCRISTO: La Exaltación de la Santa Cruz

 


Cada 14 de septiembre la Iglesia celebra la Fiesta de la Exaltación de la Cruz. Esta festividad nos recuerda el hallazgo de la Santa Cruz en el año 320, por parte de Santa Elena, madre de Constantino.

¿Qué fue lo que pasó con la cruz donde murió Cristo, el Señor? Hay una antigua tradición que nos narra que el Emperador Constantino se hallaba en peligro de ser derrotado ante los Bárbaros.  En un momento determinado se le apareció una cruz brillante en el cielo, con esta inscripción: “Con este signo, vencerás”.  Y así sucedió, ganó la batalla y fue bautizado por el Papa Eusebio en Roma.

Movido por el agradecimiento, envía a su madre Santa Elena a Jerusalén para buscar las reliquias de la cruz donde Cristo murió.  Después de penosas excavaciones, descubrieron tres cruces, pero el dilema era éste: ¿Cuál era la del Señor Jesús? Se la identificó porque ante su paso resucitó un muerto, signo por demás manifiesto que era la cruz de Cristo.  Más tarde Cosroas, rey de Persia se llevó la cruz a su país y luego Heraclio la devolvió a Jerusalén. La historia sigue, pero quedémonos con solo esto, y tratemos de sacar una enseñanza del hecho que hemos recordado.

¿Conocemos profundamente el sentido de la cruz en nuestra vida? En una ocasión Jesús dijo la siguiente frase: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32).  Cristo conquista a los hombres desde la cruz, que se convierte en centro de atracción, de salvación para toda la humanidad. Quien no se rinda ante Cristo Crucificado y crea en él, no puede obtener la salvación.

La Cruz es el signo bendito donde fuimos redimidos: en este signo fuimos bautizados, confirmados y perdonados de nuestros pecados. La primera señal que la Iglesia traza sobre el recién nacido es la cruz, y la última señal con la que conforta y bendice al moribundo es siempre la cruz, el santo signo de la cruz. No se trata de un mero simbolismo, sino de una gran realidad: la vida cristiana nace de la cruz, el cristiano es engendrado por el Crucificado, y solo uniéndose a la cruz de su Señor, puede salvarse.

Pero la fe en Cristo crucificado tiene que dar un paso adelante. Redimidos por la Cruz, los cristianos debemos convencernos de que nuestra vida ha de estar signada por la cruz del Señor, si Jesús llevó la cruz y en ella se inmoló, quien quiera ser discípulo suyo no puede escoger otro camino.  Somos seguidores en cruz, de Cristo en cruz. Pero el Crucificado resucitó, y esta es nuestra alegría y nuestra esperanza: si somos fieles un día resucitaremos con Cristo.  Preparémonos con gozo y alegría para ese momento.

viernes, 17 de junio de 2022

SAGRADA EUCARISTÍA: Santa Juliana de Cornillón contribuyó a la institución del Corpus Christi

En la audiencia general del 17 de noviembre de 2010, el Papa Benedicto XVI, habló sobre santa Juliana de Cornillon, que contribuyó a la institución de la solemnidad del Corpus Christi.

Nacida cerca de Lieja (Bélgica), a finales del siglo XII, huérfana a los cinco años, Juliana "fue confiada -dijo el Santo Padre- al cuidado de las religiosas agustinas del convento-leprosería de Mont-Cornillon", tomando más tarde el habito agustino y llegando a ser priora del mismo.

El Papa explicó que la santa belga "poseía una notable cultura (...) y un sentido profundo de la presencia de Cristo, que experimentaba viviendo de modo particularmente intenso el Sacramento de la Eucaristía".

A los dieciséis años tuvo una visión, continuó, que la llevó a comprender la necesidad de instituir la fiesta litúrgica del Corpus Cristi, "para que los creyentes adoraran la Eucaristía para aumentar su fe, avanzar en la práctica de las virtudes y reparar las ofensas al Santísimo Sacramento".

Juliana "confió la revelación a otras dos fervientes adoradoras de la Eucaristía" y las tres "establecieron una especie de "alianza espiritual", con el propósito de glorificar el Santísimo Sacramento".

Benedicto XVI señaló que "el obispo de Lieja, Robert de Thourotte, tras algunas dudas iniciales, aceptó la propuesta de Juliana y sus compañeras, e instituyó por primera vez, la solemnidad del Corpus Christi en su diócesis. Más tarde, otros obispos lo imitaron, estableciendo la misma fiesta en los territorios confiados a sus cuidados pastorales".

Juliana, dijo el Papa, "tuvo que sufrir la fuerte oposición de algunos miembros del clero y del mismo superior del que dependía su monasterio. Entonces, decidió dejar el convento de Mont-Cornillon con algunas compañeras, y durante diez años, de 1248 a 1258, vivió en distintos monasterios de monjas cistercienses", mientras "continuaba difundiendo con devoción el culto eucarístico. Murió en 1258, en Fosses-la-Ville, Bélgica".

El Santo Padre recordó que "el Papa Urbano IV, en 1264, quiso instituir la solemnidad del Corpus Christi como fiesta de precepto para la Iglesia universal, el jueves después de Pentecostés. (...) Para dar personalmente ejemplo, celebró esta solemnidad en Orvieto, ciudad en la que vivía entonces". En la catedral de esta ciudad  se conserva "el famoso corporal con las huellas del milagro eucarístico ocurrido en 1263, en Bolsena".

"Urbano IV pidió a uno de los más grandes teólogos de la historia, Santo Tomás de Aquino -que acompaña al Papa en ese momento y se encontraba en Orvieto-, que compusiera los textos del oficio litúrgico de esta gran fiesta, (...) para expresar alabanza y gratitud al Santísimo Sacramento".

El Papa dijo que "a pesar de que tras la muerte de Urbano IV, la celebración de la fiesta del Corpus Christi se limitaba a algunas regiones de Francia, Alemania, Hungría y del norte de Italia, el Papa Juan XXII, en 1317, la extendió a toda la Iglesia".

"¡Quisiera afirmar con alegría -exclamó el Santo Padre- que hoy en la Iglesia hay una "primavera eucarística": Cuántas personas rezan en silencio ante el sagrario, manteniendo una conversación amorosa con Jesús! Es reconfortante saber que muchos grupos de jóvenes han vuelto a descubrir la belleza de la adoración a la Santísima Eucaristía. Rezo para que esta "primavera eucarística" se extienda cada vez más en todas las parroquias, especialmente en Bélgica, la patria de santa Juliana".

Benedicto XVI invitó a "renovar, recordando a santa Juliana de Cornillon, nuestra fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. (...) ¡La fidelidad al encuentro con Cristo  Eucarístico en la Santa Misa dominical es fundamental para el camino de fe, pero tratemos también de visitar con frecuencia al Señor presente en el sagrario! (...) Precisamente -concluyó- mediante la contemplación en adoración, el Señor nos atrae hacia sí, nos hace penetrar en su misterio, para transformarnos como transformó el pan y el vino".

viernes, 3 de junio de 2022

LITURGIA: “En Pentecostés el Espíritu Santo nos guía a las alturas de Dios”

 


Queridos amigos y hermanos: les comparto el texto completo de la homilía que el Santo Padre Benedicto XVI predicó el 27 de mayo de 2012 en la Solemnidad de Pentecostés. En su homilía el Pontífice se refirió al “misterio” de esta solemnidad, que constituye, dijo, el “bautismo de la Iglesia”, “la forma inicial”, “el impulso para su misión”:

Queridos hermanos y hermanas: estoy feliz por celebrar con ustedes esta Santa Misa, animada hoy, también por el Coro de la Academia de Santa Cecilia y por la Orquesta Juvenil –a la que agradezco-, en la Solemnidad de Pentecostés. Este misterio constituye el bautismo de la Iglesia, es un evento que le ha dado, por así decir, la forma inicial y el impulso para su misión. Y esta «forma» y este «impulso» son siempre válidos, siempre actuales, y se renuevan de modo particular mediante las acciones litúrgicas. Esta mañana quisiera detenerme en un aspecto esencial del misterio de Pentecostés, que en nuestros días conserva toda su importancia.

Pentecostés es la fiesta de la unión, de la comprensión y de la comunión humana. Todos podemos constatar cómo en nuestro mundo, aun si estamos cada vez más cercanos unos de otros con el desarrollo de los medios de comunicación, y las distancias geográficas parecen desaparecer, la comprensión y la comunión entre las personas muchas veces es superficial y difícil. Permanecen desequilibrios que no rara vez conducen a conflictos; el diálogo entre las generaciones se hace fatigoso y en ocasiones prevalece la contraposición; asistimos a eventos cotidianos en los cuales nos parece que los hombres se están haciendo más agresivos y malhumorados; comprenderse parece demasiado difícil y se prefiere permanecer en el propio yo, en los propios intereses. En esta situación ¿podemos verdaderamente encontrar y vivir aquella unidad de la que tenemos tanta necesidad?

La narración de Pentecostés en los Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado en la primera lectura (cfr At 2,1-11), contiene en fondo uno de los últimos grandes frescos que encontramos al inicio del Antiguo Testamento: la antigua historia de la construcción de la Torre de Babel (cfr Gen 11,1-9). Pero ¿qué cosa es Babel? Es la descripción de un reino en el que los hombres han concentrado tanto poder de llegar a pensar en no tener que hacer mas referencia a un Dios lejano y de ser talmente fuertes, de poder construir por sí solos un camino que conduzca al cielo para abrir sus puertas y colocarse en el lugar de Dios. Pero justo en esta situación se verifica algo extraño y singular. Mientras los hombres estaban trabajando juntos para construir la torre, de repente se dieron cuenta que estaban construyendo el uno contra el otro. Mientras trataban de ser como Dios, corrían el peligro de no ser más ni siquiera hombres, porque habían perdido un elemento fundamental del ser personas humanas: la capacidad de ponerse de acuerdo, de entenderse y de actuar juntos.

Este pasaje bíblico contiene una perenne verdad; lo podemos ver a lo largo de la historia, pero también en nuestro mundo. Con el progreso de la ciencia y de la técnica hemos alcanzado el poder de dominar las fuerzas de la naturaleza, de manipular los elementos, de fabricar seres vivientes, llegando casi hasta el mismo ser humano. En esta situación, orar a Dios parece algo superado, inútil, porque nosotros mismos podemos construir y realizar todo aquello que queremos. Pero no nos percatamos de que estamos reviviendo la misma experiencia de Babel. Es verdad, hemos multiplicado las posibilidades de comunicar, de obtener informaciones, de transmitir noticias, pero ¿podemos decir que haya crecido la capacidad de comprendernos, o tal vez, paradójicamente, nos comprendemos menos? Entre los hombres ¿no parece tal vez serpentear un sentido de desconfianza, de sospecha, de temor recíproco, hasta convertirnos inclusive peligrosos los unos para los otros? Regresamos entonces a la pregunta inicial: ¿Puede haber verdaderamente unidad, concordia? Y ¿cómo?

La respuesta la encontramos en la Sagrada Escritura: la unidad puede existir solamente con el don del Espíritu de Dios, el cual nos dará un corazón nuevo y una lengua nueva, una capacidad nueva de comunicar. Ésto es aquello que se verificó en Pentecostés. Aquella mañana, cincuenta días después de la Pascua, un viento impetuoso sopló sobre Jerusalén y la llama del Espíritu Santo descendió sobre los discípulos congregados, se posó sobre cada uno y encendió en ellos el fuego divino, un fuego de amor, capaz de transformar. El temor desapareció, el corazón sintió una nueva fuerza, las lenguas se liberaron e iniciaron a hablar con franqueza, en modo que todos pudieran comprender el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado. En Pentecostés, donde había división y enajenamiento, nacieron la unidad y la comprensión.

Pero miremos el Evangelio de hoy, en el que Jesús afirma «Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad» (Jn 16,13). Aquí Jesús, hablando del Espíritu Santo, nos explica qué cosa es la Iglesia y cómo ella debe vivir para ser sí misma, para ser el lugar de la unidad y de la comunión en la Verdad; nos dice que actuar como cristianos significa no permanecer cerrados en el propio «yo», sino orientarse hacia el todo; significa acoger en sí mismos a la Iglesia toda entera o, aún mejor, dejar interiormente que ella nos acoja. Entonces, cuando hablo, pienso, actúo como cristiano, no lo hago encerrándome en mi yo, sino que lo hago siempre en el todo y a partir de todo: así el Espíritu Santo, Espíritu de unidad y de verdad, puede continuar resonando en los corazones y en las mentes de los hombres e impulsándolos a encontrarse y acogerse recíprocamente. El Espíritu, justamente por el hecho de que actúa así, nos introduce en toda la verdad, que es Jesús, nos guía en el profundizarla, en comprenderla: nosotros no crecemos en el conocimiento cerrándonos en nuestro yo, sino solamente siendo capaces de escuchar y de compartir, solamente en el «nosotros» de la Iglesia, con una actitud de profunda humildad interior. Y así se hace cada vez más claro por qué Babel es Babel y Pentecostés es Pentecostés. Donde los hombres quieren hacerse Dios, pueden solo ponerse el uno contra el otro. Donde en cambio se colocan en la verdad del Señor, se abren a la acción de su Espíritu que los sostiene y une.

La contraposición entre Babel y Pentecostés resuena también en la segunda lectura, donde el Apóstol dice: “Los exhorto a que se dejen conducir por el Espíritu de Dios, y así no serán arrastrados por los deseos de la carne” (Gal 5,16). San Pablo nos explica que nuestra vida personal está marcada por un conflicto interior, por una división entre los impulsos que provienen de la carne y aquellos que provienen del Espíritu; y nosotros no podemos seguirlos todos. No podemos, en efecto, ser contemporáneamente egoístas y generosos, seguir la tendencia de dominar sobre los demás y sentir la alegría del servicio desinteresado. Debemos siempre elegir cual impulso seguir y lo podemos hacer en modo auténtico solamente con la ayuda del Espíritu de Cristo. San Pablo menciona las obras de la carne, son los pecados de egoísmo y de violencia, como enemistad, discordia, rivalidad, desacuerdos; son pensamientos y acciones que no nos hacen vivir en modo verdaderamente humano y cristiano, en el amor. Es una dirección que conduce a perder la propia vida. En cambio el Espíritu Santo nos guía hacia las alturas de Dios, para que podamos vivir ya en esta tierra el germen de la vida divina que está en nosotros. Afirma, en efecto, san Pablo: «El fruto del Espíritu es: amor, alegría y paz» (Gal 5,22). Notamos que el Apóstol usa el plural para describir las obras de la carne, que provocan la dispersión del ser humano, mientras usa el singular para definir la acción del Espíritu, habla de «fruto», igual que como a la dispersión de Babel se contrapone la unidad de Pentecostés.

Queridos amigos, debemos vivir según el Espíritu de unidad y de verdad, y por esto debemos orar para que el Espíritu nos ilumine y nos guíe para vencer la fascinación de seguir nuestras verdades, y para acoger la verdad de Cristo transmitida en la Iglesia. La narración de Lucas sobre Pentecostés nos dice que Jesús antes de subir al cielo les pidió a los Apóstoles que permanecieran juntos para prepararse para recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo a la espera del evento prometido (cfr At 1,14). En recogimiento con María, como en su nacimiento, la Iglesia también hoy ora: «Veni Sancte Spiritus! – Ven Espíritu Santo, colma los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». Amén.

jueves, 3 de marzo de 2022

LITURGIA: La oración en Cuaresma

 

Queridos amigos y hermanos: la oración es la primera actividad de la Cuaresma; es un tiempo muy apto para renovarla. En efecto, toda nuestra vida cristiana se apoya en la vida espiritual. Si el tiempo de ayuno exige la oración, el esfuerzo de ascesis y de liberación del peso de la carne, la voluntad de alcanzar al prójimo en su propio terreno con un amor fraterno y generoso repercuten en la calidad y poder de lucha de la oración.

Escribe san Agustín: “No hay ninguna duda de que el ayuno es útil, así el hombre hace la prueba de lo que quiere obtener, de lo que suplica cuando se aflige con el ayuno. Por eso se ha dicho: Buena es la oración con ayuno (Tob. 12,8). Para que sea aceptada la oración debe ir acompañada del ayuno”. Y luego enseña a sus fieles en un sermón de Cuaresma: “Para que nuestras oraciones puedan más fácilmente tomar su vuelo y llegar hasta Dios, es preciso darles el doble ceremonial de la limosna y el ayuno. Nuestra oración -apoyada en la humildad y la caridad, en el ayuno y la limosna, en la abstinencia y el perdón de la injuria, en el cuidado que pondremos en hacer el bien en lugar de devolver el mal y de evitar el mal y practicar el bien- busca la paz y la obtiene porque esa oración vuela, sostenida y llevada a los cielos, donde nos ha precedido Jesucristo que es nuestra paz”.

Termina diciendo: “Estas piadosas limosnas y este frugal ayuno son las alas que en estos santos días ayudarán a nuestra oración a subir hacia el cielo”. Se ve cómo san Agustín liga las tres actividades, ayuno, oración y limosna. Para él, Cuaresma, que debe ser ante todo un tiempo de oración, es el período que más enriquece la oración y la afina porque le da “el alimento” de que ésta tiene necesidad para elevarse: “porque la oración tiene un alimento que le es propio y que se le manda tomar sin interrupción: que se abstenga siempre del odio y se alimente constantemente de amor”.

Sin embargo, no es la purificación como fruto de la oración, y sobre todo la purificación en sí misma, lo que interesa a la Iglesia: “Convertirse y creer el Evangelio”, según la fórmula propuesta a elección para la imposición de la Ceniza, significa hacer esfuerzos por conocer los misterios de Cristo. La oración del 1º domingo de Cuaresma expresa admirablemente el significado profundo de estos 40 días para el catecúmeno, para el penitente, para todo cristiano: “Dios todopoderoso, te pedimos que las celebraciones y penitencias cuaresmales nos lleven a la verdadera conversión; así conoceremos y viviremos con mayor plenitud el misterio de Cristo”.

Pero, ¿que es en definitiva ‘conocer a Cristo y a sus misterios’?: “Conocer” para el cristiano, como para el hombre de la Biblia, es más exactamente contemplar el amor, dar gracias por las maravillas que éste ha realizado, cultivar su facultad de admiración ante las obras maestras de Dios en el mundo y en el corazón de los hombres y, como primera obra maestra, ante la obra extraordinaria de la salvación de la humanidad. Más todavía, conocer es tener un íntimo contacto con esos mismos misterios de Cristo cuya experiencia permite hacer el proceso de seguimiento e imitación del mismo Señor. Experimentando así los misterios de Cristo en la oración, experiencia favorecida mediante el ayuno, contemplamos activamente y podemos hacernos idea de los beneficios ya recibidos de Dios y apreciarlos. A la vez, descubrimos nuestra indigencia y nos hallamos así situados en lo que nos falta por recibir: “...porque, cumpliendo con un ayuno apropiado, nos hacemos reconocedores de los dones que hemos recibido y nuestra gratitud se acrecienta por lo que todavía necesita recibir”.

Todo esto no se logra sin nosotros. Dios no hace lo divino en nosotros ni nos modela a imagen de su Hijo, ni el Espíritu puede conformarnos según el rostro de Cristo sin que nosotros intervengamos profundamente. La conversión es siempre un desafío jamás resuelto del todo. Por ello, la liturgia de Cuaresma está llena de peticiones de conversión. La oración del 3º domingo de Cuaresma enumera las tres actividades que pueden remediar nuestro estado: “… tú nos otorgas remedio para nuestros pecados por medio del ayuno, la oración y la limosna; mira con amor a tu pueblo penitente y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas”. Por tanto tenemos que la conversión es tema central de la liturgia de Cuaresma, la conversión y la fe: “Convertíos y creed el Evangelio”. Esto no se hace sin lucha: se trata de combatir contra todo lo que no es de Dios en nosotros, para que Dios esa todo en nosotros.

Ojalá que podamos crecer en la oración en estos días de Cuaresma, en esta perspectiva de oración como medio para la conversión y en una profunda contemplación de los misterios de Cristo. Creo, fuertemente, que debemos poner los medios para lograr este crecimiento en la oración y esta profundización en nuestra conversión.

sábado, 1 de enero de 2022

LITURGIA: Santa María, Madre de Dios

 


Queridos amigos y hermanos del blog: ¡Feliz Año Nuevo! Éste es el deseo que todos nos estamos expresado en estos días, deseo esperanzado de un año y un mundo mejor. Cada año que comienza representa para todos un nuevo desafío, ¡a grandes cosas estamos llamados!, y en este comienzo de año, tenemos la oportunidad de probar nuestra grandeza de alma, y poner todo nuestro empeño para construir una familia, una patria y una Iglesia mejor. Contamos con la gracia de Dios para ello, pero no olvidemos que debemos poner lo nuestro, según aquel refrán de nuestros antepasados españoles: “A Dios rogando y con el mazo dando”.

La Iglesia consagra a María el primer día del año, y la proclama como Santa María, Madre de Dios.  Esta es la fiesta mariana más antigua que se conoce en Occidente. Ya en las catacumbas o en los antiquísimos subterráneos que están cavados debajo de la ciudad de Roma y donde se reunían los primeros cristianos para celebrar la Misa, en tiempos de las persecuciones, hay pinturas con este nombre. El título "Madre de Dios" es el principal y el más importante de la Virgen María, y de él dependen todos los demás títulos, cualidades y privilegios que Ella tiene.

Este día de la Octava de Navidad fue el día en que a su Hijo le fue impuesto el nombre, según nos narra el Evangelio de San Lucas, capítulo 2, versículo 21: “Cuando se hubieron cumplido los ocho días (de su nacimiento) le dieron el nombre de Jesús”. Y la consideración de un niño “de ocho días” no puede separarse del recuerdo de su Madre, y por eso la liturgia se dirige espontáneamente a María, la Virgen Madre, presente siempre, aunque discretamente, donde quiera que se encuentre su Hijo.

Mirando a Cristo niño la Iglesia invoca la intercesión maternal de María sobre todos los creyentes, y por eso rezamos en la Santa Misa de hoy: “Dios y Señor nuestro, concédenos experimentar la intercesión de aquélla de quien hemos recibido al autor de la vida, tu Hijo Jesucristo". Los creyentes son bendecidos por intercesión de María, porque sólo la pureza y el amor de la Virgen nos hacen dignos de recibir “al autor de la vida”, Jesucristo.

María es Madre de Dios, no sólo porque le ha dado la carne y la sangre, sino también porque ha penetrado íntimamente en su misterio y se ha unido a él de la manera más profunda. María se consagró totalmente a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención con él y bajo él. En este primer día del año la Iglesia al poner su mirada en María, implora a Dios el don de la Paz, que exige nuestra oración y el trabajo decidido y solidario para hacerla eficaz y presente entre los hombres.

Por María llegó a la historia del mundo la paz: Cristo el “Príncipe de la Paz”; que por su intercesión le llegue la verdadera paz a nuestro pobre mundo de hoy que tanto la necesita, pero que la busca incansablemente donde no la va a encontrar, porque la verdadera paz, es fruto de un alma reconciliada con Dios y con sus hermanos.

Por esto, en Cristo y María, una vez más y con todo el corazón, ¡Feliz Año Nuevo!

Con mi bendición.

Padre José Medina

miércoles, 15 de septiembre de 2021

LITURGIA: Nuestra Señora de los Dolores

 

Texto del Evangelio (Lc 2,33-35): En aquel tiempo, el padre de Jesús y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones».

Queridos amigos y hermanos del blog: hoy, 15 de septiembre, la Iglesia rinde respetuosa devoción a los dolores de María, bajo el título de Nuestra Señora de los Dolores. Fue en el momento de la cruz cuando se cumplieron las palabras proféticas de Simeón, como atestigua el Vaticano II: “María al pie de la cruz sufre cruelmente con su Hijo único, asociada con corazón maternal a su sacrificio, dando el consentimiento de su amor, a la inmolación de la víctima, nacida de su propia carne,”.

Por eso, la Iglesia, después de haber celebrado ayer la fiesta de la exaltación de la Cruz, recuerda hoy a la Madre Dolorosa, también exaltada, por lo mismo, que humillada con su Hijo. “La madre estaba llorosa / junto a la cruz dolorosa / de donde su Hijo pendía. / ¡Oh, Madre!, fuente de amor, / hazme sentir la fuerza de tu dolor, / para que llore contigo”. Esta estrofa del Stábat Mater, escrita en el siglo XIV, refleja la amargura de la Madre velando al pie de la cruz. 

Desde los primeros tiempos del cristianismo manifestaron los fieles tierno amor por nuestra Señora.  La devoción a los dolores de María fue difundida especialmente, a mediados del siglo XIII, por la orden de los siervos de la Virgen o servitas, cuyo principal cometido era meditar en la pasión de Cristo y en los dolores de su Madre. En el siglo XVIII comenzaron a celebrarse dos fiestas dedicadas a los siete dolores de María, la primera -según el antiguo calendario litúrgico- el viernes anterior al Domingo de Ramos, llamado viernes de dolores -que fue extendida a la Iglesia universal por el Papa Benedicto XIII en 1724-; la segunda se celebraba el tercer domingo de septiembre, instituida por el Papa Pío VII en 1814, la que en 1913 acabó fijándose definitivamente en el 15 de ese mes.

En distintos lugares de las Sagradas Escrituras se mencionan las amargas penas que afligieron el corazón de la Virgen.  Tuvo que huir con su niño a Egipto; después vio a su hijo encarcelado y flagelado. Lo contempló con la cruz a cuestas y una corona de espinas que le hacía sangrar las sienes, golpeado e injuriado.  Oyó los terribles golpes del martillo cuando lo clavaban y luego lo vio pendiente del madero.

Presenció su sed devoradora y la infame burla del vinagre; contempló con admiración y estupor, su atormentada agonía y su grito final. Todo esto vio ocurrirle a su Hijo, quien jamás tuvo en la boca palabras que no fuera de perdón, misericordia e inmenso amor. Los dolores de María frente a la cruz de la cual pende el Salvador son los más terribles que puedan pensarse.  Sugieren los autores espirituales y teólogos que los tormentos todos que sufrieron los mártires son, en comparación con los de María, lo que una gota en el mar. 

Pero el amor de Nuestra Señora, que constituye el principal motivo de su pena y amargura, es magnánimo y más poderoso que la misma muerte.  Atravesada está siete veces por el dolor, como por siete espadas, pero no rehúsa los dolores, sino que los padece con su Hijo por la redención del género humano. Hoy y siempre, con nuestro amor y espíritu de reparación, consolemos su Inmaculado Corazón.

Con mi bendición.

Padre José Medina