Texto del Evangelio (Lc 2,33-35): En aquel tiempo, el padre de Jesús y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones».
Queridos amigos y hermanos del blog: hoy, 15 de septiembre, la Iglesia rinde respetuosa devoción a los dolores de María, bajo el título de Nuestra Señora de los Dolores. Fue en el momento de la cruz cuando se cumplieron las palabras proféticas de Simeón, como atestigua el Vaticano II: “María al pie de la cruz sufre cruelmente con su Hijo único, asociada con corazón maternal a su sacrificio, dando el consentimiento de su amor, a la inmolación de la víctima, nacida de su propia carne,”.
Por eso, la Iglesia, después de haber celebrado ayer la fiesta de la exaltación de la Cruz, recuerda hoy a la Madre Dolorosa, también exaltada, por lo mismo, que humillada con su Hijo. “La madre estaba llorosa / junto a la cruz dolorosa / de donde su Hijo pendía. / ¡Oh, Madre!, fuente de amor, / hazme sentir la fuerza de tu dolor, / para que llore contigo”. Esta estrofa del Stábat Mater, escrita en el siglo XIV, refleja la amargura de la Madre velando al pie de la cruz.
Desde los primeros tiempos del cristianismo manifestaron los fieles tierno amor por nuestra Señora. La devoción a los dolores de María fue difundida especialmente, a mediados del siglo XIII, por la orden de los siervos de la Virgen o servitas, cuyo principal cometido era meditar en la pasión de Cristo y en los dolores de su Madre. En el siglo XVIII comenzaron a celebrarse dos fiestas dedicadas a los siete dolores de María, la primera -según el antiguo calendario litúrgico- el viernes anterior al Domingo de Ramos, llamado viernes de dolores -que fue extendida a la Iglesia universal por el Papa Benedicto XIII en 1724-; la segunda se celebraba el tercer domingo de septiembre, instituida por el Papa Pío VII en 1814, la que en 1913 acabó fijándose definitivamente en el 15 de ese mes.
En distintos lugares de las Sagradas Escrituras se mencionan las amargas penas que afligieron el corazón de la Virgen. Tuvo que huir con su niño a Egipto; después vio a su hijo encarcelado y flagelado. Lo contempló con la cruz a cuestas y una corona de espinas que le hacía sangrar las sienes, golpeado e injuriado. Oyó los terribles golpes del martillo cuando lo clavaban y luego lo vio pendiente del madero.
Presenció su sed devoradora y la infame burla del vinagre; contempló con admiración y estupor, su atormentada agonía y su grito final. Todo esto vio ocurrirle a su Hijo, quien jamás tuvo en la boca palabras que no fuera de perdón, misericordia e inmenso amor. Los dolores de María frente a la cruz de la cual pende el Salvador son los más terribles que puedan pensarse. Sugieren los autores espirituales y teólogos que los tormentos todos que sufrieron los mártires son, en comparación con los de María, lo que una gota en el mar.
Pero el amor de Nuestra Señora, que constituye el principal motivo de su pena y amargura, es magnánimo y más poderoso que la misma muerte. Atravesada está siete veces por el dolor, como por siete espadas, pero no rehúsa los dolores, sino que los padece con su Hijo por la redención del género humano. Hoy y siempre, con nuestro amor y espíritu de reparación, consolemos su Inmaculado Corazón.
Con mi bendición.
Padre José Medina
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