lunes, 6 de enero de 2025
domingo, 5 de enero de 2025
INTIMIDAD DIVINA – 2º Domingo después de Navidad: “El Verbo se hizo carne”
«Gloria a ti oh Cristo, predicado a las naciones, creído en el mundo» (2 Tm 3, 16).
«El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14); este versículo del cuarto Evangelio, repetido como estribillo en el salmo responsorial, sintetiza la liturgia del segundo domingo después de Navidad, que prolonga la reflexión sobre el misterio del Verbo encarnado.
La primera lectura (Ec 24, 1-4, 8-12) nos introduce el argumento. Es la descripción de la Sabiduría divina que desde el principio de la creación ha estado presente en el mundo ordenando todas las cosas y que, por voluntad del Altísimo, ha puesto su «tienda en Jacob», es decir, entre el pueblo de Israel: «tuve en Sión morada y estable... Eché raíces en el pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad». En el Antiguo Testamento la sabiduría es considerada como atributo y como presencia de Dios entre los hombres.
Pero el Nuevo Testamento supera inmensamente esta posición. La sabiduría de Dios se presenta como Persona divina, y no de una manera alegórica, sino del modo más real y concreto: es Cristo Jesús, Hijo de Dios, que encarna toda la sabiduría del Padre y es la «sabiduría de Dios» (1 Cr 1, 24). En Cristo la Sabiduría de Dios toma carne humana y viene a morar entre los hombres para revelarles los misterios de Dios y guiarlos más directamente a él. No se trata de una revelación que se detiene en el plano del conocimiento, sino que tiende por el contrario a lanzar a los hombres en el mismo torrente de la vida divina para hacerlos hijos de Dios.
Tema éste que san Pablo desarrolla en la segunda lectura: Dios nos eligió y «nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo» (Ef 1, 4-5). La comprensión de este plan divino, que coincide con la historia de la salvación, debe estar a la base de la formación de todos los creyentes; por eso pide el Apóstol a Dios que les conceda «espíritu de sabiduría y de revelación» iluminando sus corazones para que entiendan cuál es la esperanza a les ha llamado (ib. 17-18). ¿Pero quién, fuera de Jesús, que es la Sabiduría y la Palabra del Padre, puede revelar plenamente a los hombres estas divinas realidades? Escuchando y contemplando a Jesús, el hombre descubre los maravillosos designios de Dios para su salvación y a cuál esperanza ha ido llamado.
Mientras san Pablo se complace en presentar a Cristo como «sabiduría de Dios» (1 Cr 1, 24), «irradiación de su gloria e impronta de su sustancia» (Hb 1, 3), el evangelista san Juan nos lo presenta como el Verbo, significando con este término el pensamiento y la palabra de Dios. Se trata de la misma realidad divina presentada con matices diversos; el Hijo de Dios es Dios, igual en todo al Padre: en él está toda la sabiduría, todo el pensamiento, toda la palabra del Padre; él es el Verbo.
«Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios» (Jn 1, 1). Así nos presenta Juan la segunda Persona de la Santísima Trinidad, que preside con el Padre y el Espíritu Santo la creación del universo; pero sobre todo la presenta como vida y luz de los hombres que viene al mundo para vivificarlos e iluminarlos. «Era la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre... Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron. Mas a cuantos le recibieron les dio poder de poder ser hijos de Dios» (ib. 9. 11-12). Es el mismo pensamiento expresado por san Pablo en la carta a los Efesios. El Verbo, Hijo de Dios, encarnándose viene al mundo, se llama Cristo Jesús y los que le reciben, o sea, los que «creen en su nombre» (ib. 12), en él y por él se hacen hijos de Dios.
El
sublime prólogo de Juan culmina en la contemplación del Verbo encarnado: «Y el
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria» (ib. 14).
No es ya la sabiduría como atributo y signo de la presencia de Dios la que
viene a poner su tienda entre los hombres, sino la Sabiduría como segunda
Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo de Dios «hecho carne», hecho
verdadero hombre. El Evangelista habla de él como testimonio ocular: lo ha
visto con sus propios ojos, lo ha tocado con sus manos y escuchado con sus
oídos (1 Jn 1, 1-3); lo ha visto Hombre entre los hombres, conviviendo su misma
vida; pero al mismo tiempo ha podido contemplar su gloria: en el Tabor, en las
apariciones después de la Resurrección, en la Ascensión al cielo. Todo lo que
el Evangelista ha visto y contemplado quiere transfundirlo en los que lean su
testimonio, para que crean en Cristo, Verbo encarnado, para que todos le acojan
y reciban de su plenitud «gracia sobre gracia» (Jn 1, 16) y en especial la
gracia de conocer a Dios. «A Dios nadie le vio jamás; el Hijo Unigénito, que
está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer» (ib. 18).
La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Glorifica al Señor, Jerusalén, alaba al Señor tu Dios, Sión... Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina; él envía su mensaje a la tierra, y su palabra corre veloz. (Leccionario, responsorial).
¡Oh Sabiduría eterna, llena de bondad e infinitamente benéfica!, tú has constituido tu placer y tus delicias en estar y conversar con los hombres. Y esto se realizó cuando tú, oh Verbo, te hiciste hombre y pusiste tu morada entre los hombres. Que yo me deleite contigo, oh Verbo, pensamiento y sabiduría de Dios. Que yo escuche la palabra que me habla en un profundo y admirable silencio. Que la escuche con los oídos del corazón, diciéndote con Samuel: «Habla, oh Señor, que tu siervo escucha». Haz que, imponiéndome silencio a mí mismo y a todo lo que no es Dios, deje correr dulcemente mi corazón hacia el Verbo, hacia la Sabiduría eterna... que se hizo hombre y estableció su morada en medio de nosotros. (Cfr. J. B. Bossuet, Elevazioni a Dio sui misteri).
Jesucristo, Señor y Dios nuestro, por la voluntad del Padre en los tiempos eternos, naciste en los últimos tiempos de una Virgen que no conoció varón; te sometiste a la ley para rescatarnos de la ley, liberarnos de la servidumbre de la corrupción y concedernos la dignidad de hijos... Señor mío, líbrame ahora de toda vanidad, realiza tu promesa y líbranos de la vergüenza del pecado, para llenar nuestros corazones con el Espíritu Santo, que podamos decir: Abba, Padre. Haz de nosotros hijos de tu Padre, sálvanos de todos los males de este mundo. (Oraciones de los primeros cristianos).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
miércoles, 1 de enero de 2025
INTIMIDAD DIVINA - Santoral: Santa María, Madre de Dios
«Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre» (Lc 1, 42).
La reforma litúrgica ha consagrado a la Madre de Dios la octava de Navidad que coincide con el comienzo del año civil y que, según el Evangelio, es el día en que fue impuesto el nombre a Jesús: «Cuando se hubieron cumplido los ocho días le dieron el nombre de Jesús» (Lc 2, 21).
Al tema del nombre del Señor, recordado explícitamente en el Evangelio de hoy, se entona la primera lectura con el texto de una conmovedora bendición sacerdotal sugerida por Dios mismo: «De este modo habréis de bendecir a los hijos de Israel; diréis: Que Yahvé te bendiga y te guarde. Que haga resplandecer su faz sobre ti y te otorgue su gracia... Así invocarán mi nombre... y yo los bendeciré (Nm 6, 23-27). La bendición del Señor, reservada un tiempo a los hijos de Israel, se extiende hoy a todos los pueblos por mediación de Jesús. «En Cristo» bendice Dios «con toda bendición espiritual» (Ef 1, 3) a quien le busca con corazón sincero; por Cristo «vuelve a él su rostro y le da la paz» (Nm 6, 26). No hay modo mejor de comenzar el año que invocando el nombre de Dios y recibiendo de él el don precioso de la paz.
La consideración de un niño «de ocho días» no puede separarse del recuerdo de su madre; y por eso la liturgia se dirige hoy espontáneamente a María, la Virgen Madre, presente siempre, aunque discretamente, donde quiera se encuentra su Hijo divino. Mirando a Cristo la Iglesia invoca la intercesión maternal de María sobre todos los creyentes: «Dios y Señor nuestro... concédenos experimentar la intercesión de aquélla de quien hemos recibido a tu Hijo Jesucristo, el autor de la vida (Colecta). La bendición de Dios adquiere, por decirlo así, un tono materno: los creyentes son bendecidos en Jesús por intercesión de María, porque sólo la pureza y el amor de esta humilde Virgen los hacen dignos «de recibir al autor de la vida», Jesús, Hijo de Dios.
La bendición del Señor prometida a Israel, llegue hoy, por medio de Jesús y de María, a todos los hombres, trayendo a todos los corazones la gracia y la paz: «Ten piedad de nosotros, y bendícenos» (Ps 66, 2).
La presencia de María aflora con insistencia en los varios textos litúrgicos, pero siempre de forma velada, perfectamente entonada a su carácter, todo silencio y humildad.
En la segunda lectura san Pablo la menciona, pero no la nombra; subraya únicamente el hecho del nacimiento de Cristo de una mujer: «Envió Dios a su Hijo nacido de mujer... para que recibiésemos la adopción de hijos» (GI 4, 4-5). La encarnación del Hijo de Dios se ha realizado de un modo virginal, pero por la vía normal de la naturaleza humana: nace de una mujer, María, y por medio de ella se introduce hombre entre los hombres. Y precisamente porque pertenece a su estirpe, porque es su hermano en la carne, Jesús puede rescatar a los hombres y hacerlos hermanos suyos en el espíritu y por lo tanto participantes de su filiación divina. La gracia de adopción llega a los hombres por mediación de María, que, siendo madre de Cristo, es también madre de los que en Cristo son hechos hijos de Dios. Si en el corazón de los creyentes mora «el Espíritu de su Hijo que grita ¡Abba, Padre!» (ib. 6), esto se debe también —por haberlo así dispuesto Dios— a la función materna de María Santísima.
Con igual discreción presenta el Evangelio de la misa del día a María en actitud de cumplir su oficio de madre. La narración de Lucas deja entrever a María que, poco después del nacimiento de Jesús, acoge a los pastores y «llena de alegría, les muestra a su Hijo primogénito» (LG, 157), escuchando con atención cuanto ellos cuentan de la aparición y anuncio del ángel. Luego, mientras se van los pastores glorificando y alabando a Dios por lo que habían oído y visto (Lc 2, 20), María se queda junto a su Hijo «guardando todas estas cosas y meditándolas en su corazón» (ib. 19).
María es madre de Jesús no sólo porque le ha dado la carne y la sangre, sino también porque ha penetrado íntimamente en su misterio y se ha unido a él de la manera más profunda: «se consagró totalmente a sí misma... a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención con él y bajo él» (LG 56). Por eso María «es nuestra Madre en el orden de la gracia» (ib. 61).
Tú, ¡oh Benigno!, que naciste por nosotros de una Virgen... no desprecies a los que formaste con tu mano; muestra tu poder a los hombres, ¡oh Misericordioso! Escucha a la que te engendró, tu Madre que intercede por nosotros, y salva, ¡oh Salvador nuestro!, al pueblo desolado. (Oraciones de rito bizantino a la Madre de Dios).
¡Oh Hija siempre virgen que pudiste concebir sin intervención de varón! Porque el que tú concebiste tiene un Padre eterno. ¡Oh hija de la estirpe terrestre que llevaste al Creador en tus brazos divinamente maternales!...
Verdaderamente tú eres más preciosa que toda la creación, porque sólo de ti ha recibido el Creador en herencia las primicias de nuestra materia humana. Su carne ha sido hecha de tu carne, su sangre de tu sangre; Dios se ha alimentado con tu leche, y tus labios han tocado los labios de Dios...
¡Oh mujer toda amable y mil veces bienaventurada! «Tú eres bendita entre las mujeres, y bendito es el fruto de tu seno». ¡Oh Mujer, hija del rey David y Madre de Dios, rey universal! Obra maestra viviente, en quien Dios creador se complace, y cuyo espíritu es guiado sólo por Dios y a él sólo atiende... Por él tú viniste a la vida y en gracia a él servirás a la salvación universal, para que por medio tuyo se cumpla el antiguo designio de Dios, que es la encarnación del Verbo y nuestra divinización. (Texto atribuido a San Juan Damasceno, Homilía in nativ. B. V. M.).
Quiero
considerar este año nuevo, oh Jesús mío, como una página en blanco que tu Padre
me presenta y en la cual irá escribiendo día tras día lo que haya dispuesto de
mí en sus divinos designios. Yo desde este momento escribo en la cabecera de la
primera página con absoluta confianza: ‘Domine, fac de me sicut vis’: Señor,
haz lo que quieras de mí. Y al final de esa misma página pongo ya desde ahora
el amén, el sí de mi aceptación a todas las disposiciones de tu voluntad
divina. ¡Oh Señor!, desde este momento, sí a todas las alegrías, a todos los
dolores, a todas las gracias, a todas las fatigas que has preparado para mí y
que día tras día me irás descubriendo. Haz que mi amén sea el amén de Pascua,
seguido siempre por el aleluya, esto es, pronunciado con todo el corazón, con
la alegría de una entrega completa. Dame tu amor y tu gracia y no necesitaré
otra cosa para ser rico. (Sor Carmela del Espíritu Santo, Escritos inéditos).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
lunes, 30 de diciembre de 2024
UNA LUZ EN TU VIDA (audios): "Se termina el año" (Texto del Padre Jorge Loring)
Uno de los últimos artículos que escribió el Padre Jorge Loring para su blog en “Religión en Libertad”, ¿el título? "Se termina el año".
Se consideran tres cosas:
a) El tiempo pasa.
b) La muerte se acerca.
c) La eternidad nos espera.
lunes, 23 de diciembre de 2024
lunes, 16 de diciembre de 2024
lunes, 8 de enero de 2024
FE Y VIDA (audios): El Bautismo del Señor y nuestro bautismo
Tema de esta emisión:
El Bautismo del Señor y nuestro bautismo
Este ciclo radiofónico incluye una serie de reflexiones del Padre José Medina que nos pretenden acercar la fe en Cristo a la vida cotidiana.
Se emitió originalmente los lunes del curso 2009-2010 por la mañana en Cadena Cope Ávila, en el programa “La mañana en Ávila” con la conducción del periodista Javier Ruiz Ayúcar.
domingo, 7 de enero de 2024
INTIMIDAD DIVINA - Santoral: Bautismo del Señor
«Dad a Yahvé, hijos de Dios, dad a Yahvé la gloria debida a su nombre» (Salmo 29, 1-2).
También la fiesta de hoy es una «epifanía», esto es, una manifestación de la divinidad de Jesús, realzada por la intervención directa del cielo. La profecía de Isaías acerca del “siervo de Dios”, figura del Mesías, le sirve como preludio. El profeta lo presenta en nombre del Señor: “He aquí a mi Siervo… mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él” (Is 42, 1). Son las grandes características de Cristo: él es por excelencia el “siervo de Dios” consagrado por entero a su gloria, a su servicio, diciendo al venir a este mundo: “Heme aquí que vengo… para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad” (Hb 10, 7); está lleno del Espíritu Santo bajo cuyo influjo cumple su misión salvadora, y Dios se complace en él.
La descripción profética de Isaías tiene su plena realización histórica en el episodio evangélico del bautismo de Jesús. Entonces “descendió el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma, sobre él y se dejó oír del cielo una voz: ‘Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco’.” (Lc 3, 21-22). No es ya un profeta que habla en nombre de Dios, sino Dios mismo y de la manera más solemne. Toda la Santísima Trinidad interviene en la gran epifanía a las orillas del Jordán: el Padre hace oír su voz dando testimonio del Hijo, el Hijo es presentado en Jesús, y el Espíritu Santo desciende visiblemente en forma de paloma sobre él.
La verdad que el profeta Isaías había anunciado en forma velada, “mi siervo” queda sustituida en esta otra: “mi Hijo amado”, que indica directamente la naturaleza divina de Cristo: el Espíritu Santo, que Jesús posee con plenitud precisamente por ser Hijo de Dios, aparece sobre él también en forma visible: Dios habla personal y públicamente, ya que todo el pueblo presente oye su voz (ib. 21).
El bautismo de Jesús es como la investidura oficial de su misión de Salvador; el Padre y el Espíritu Santo garantizan su identidad de Hijo de Dios y lo presentan al mundo para que el mundo acoja su mensaje. De esta manera se actúa en Cristo la historia de la salvación con la intervención de toda la Santísima Trinidad. Muy oportunamente, pues, nos invita hoy la liturgia a glorificar a Dios que se ha revelado con tanta liberalidad: “Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, postraos ante el Señor en el atrio sagrado” (Salmo responsorial).
San Pedro, testigo ocular del bautismo de Cristo, lo presenta, en su discurso a Cornelio, como el principio de la vida apostólica del Señor: “Vosotros sabéis lo acontecido… después del bautismo predicado por Juan, esto es, cómo Jesús de Nazaret le ungió Dios con el Espíritu Santo y con poder, y cómo pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo” (Hc 10, 37-38). Sus palabras son un eco de las de Isaías y del Evangelio. Así en todos estos textos Jesús es presentado como lleno, “ungido” del Espíritu Santo. Así como su vida terrena había comenzado por obra del Espíritu Santo, ahora su vida apostólica comienza con una especial intervención del mismo Espíritu; de él es poseído totalmente y de él es guiado al cumplimiento de su misión.
De modo análogo sucede con el cristiano: por el bautismo nace a la vida en Cristo por la intervención del Espíritu Santo que lo justifica y renueva en todo su ser, formando en él a un hijo de Dios. Y luego cuando, creciendo en edad, debe abrazar de modo responsable y consciente los deberes de la vida cristiana, el Espíritu Santo interviene con una nueva efusión en el sacramento de la confirmación para corroborarlo en la fe y hacerlo valeroso testigo de Cristo. Toda la vida del cristiano se desenvuelve bajo el influjo del Espíritu Santo.
El evangelista Mateo, al narrar el bautismo de Cristo, recuerda la primera negativa de Juan el Bautista para realizar aquel rito: “Soy yo quien debe ser por ti bautizado, ¿y vienes tú a mí?” (Mt 3, 14). Naturalmente el Señor no tenía necesidad de ser bautizado; sin embargo se dirige al Jordán uniéndose a los que iban a pedir el bautismo de penitencia, e insiste ante Juan: “Déjame obrar ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia” (ib 15). La “justicia” que Jesús quiere cumplir es el cumplimiento perfecto de la voluntad del Padre; y como una respuesta a este gesto tan humilde de Jesús que lo coloca a la par de los pecadores, el Padre revela al mundo su dignidad de Mesías y el Espíritu Santo desciende sobre él en forma visible”.
Condición
indispensable al cristiano para hacer fructificar la gracia bautismal y para
dejarse guiar por el Espíritu Santo es la humildad que le hace buscar en todo
la voluntad de Dios, por encima de toda ganancia personal.
Las aguas del Jordán cayeron también sobre ti, ¡oh Jesús!, bajo la mirada de las muchedumbres, pero pocos te reconocieron entonces; y este misterio de fe lenta o de indiferencia, que se prolonga a lo largo de los siglos, sigue siendo un motivo de dolor para los que te aman y han recibido la misión de darte a conocer al mundo.
Y del mismo modo que tú, Cordero inocente, te presentaste a Juan en actitud de pecador, atráenos a nosotros a las aguas del Jordán. Allí queremos ir para confesar nuestros pecados y purificar nuestras almas. Y como los cielos abiertos anunciaron la voz del Padre que se complacía en ti, ¡oh Jesús!, también nosotros, superada victoriosamente la prueba, podamos, en los albores de tu resurrección, escuchar en la intimidad de nuestro corazón la misma voz del Padre celestial que reconozca en nosotros a sus hijos. (Juan XXIII, Breviario).
¡Oh Jesús!, tú santo, inocente, sin mancilla; separado de los pecadores, te adelantas como un culpable pidiendo el bautismo de la remisión de los pecados. ¿Qué misterio es éste?... Juan rehúsa con toda energía el administrarte ese bautismo de penitencia... y tú le respondes: «No te opongas ni un solo momento, pues sólo así nos conviene cumplir toda justicia... Y ¿cuál es esta justicia? Son las humillaciones de tu adorable humanidad que, en reverente pleitesía a la santidad infinita, constituyen la satisfacción plena de todas nuestras deudas para con la justicia divina. Tú, justo e inocente, te pones en lugar de toda la humanidad pecadora... ¡Oh Jesús!, que yo me humille contigo reconociendo mi condición de pecador y que renueve la renuncia al pecado hecha en el bautismo. (Columba Marmion, Cristo en sus misterios, 9).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
domingo, 31 de diciembre de 2023
NAVIDAD: San José y la Navidad, una homilía inédita de Benedicto XVI
(Vatican News) El
dominical alemán Welt am Sonntag, vinculado al diario alemán Die Welt, ha
publicado recientemente la versión alemana de una de las homilías pronunciadas
por el Papa emérito durante las celebraciones dominicales privadas en la
capilla del monasterio Mater Ecclesiae tras su renuncia.
El padre Federico Lombardi,
presidente de la Fundación Vaticana Joseph Ratzinger - Benedicto XVI, explicó
que existe una colección de homilías "privadas" de Benedicto XVI,
grabadas y transcritas por las "Memores Domini", las consagradas que
vivieron con él. La colección contiene más de treinta homilías, en italiano, de
los años de su pontificado y más de cien de los primeros años después de su
renuncia. El padre Lombardi la publicará próximamente como volumen en la
Libreria Editrice Vaticana.
La homilía que sigue fue
pronunciada para el cuarto domingo de Adviento, 22 de diciembre de 2013, y está
dedicada principalmente a la figura de san José, presentada por el texto
evangélico del día. A continuación reproducimos el texto íntegro.
Queridos amigos:
Junto a María, Madre del
Señor, y a san Juan Bautista, hoy la liturgia nos presenta una tercera figura,
que casi incorpora el Adviento: san José. Meditando el texto evangélico podemos
ver, me parece, tres elementos constitutivos de esta visión.
El primero y decisivo es que
San José es llamado "hombre justo". Esta es para el Antiguo
Testamento la caracterización máxima de quien vive verdaderamente según la
palabra de Dios, de quien vive la alianza con Dios.
Para entenderlo bien, debemos
pensar en la diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
El acto fundamental del
cristiano es el encuentro con Jesús, en Jesús con la Palabra de Dios, que es
Persona. Al encontrarnos con Jesús nos encontramos con la verdad, con el amor
de Dios, y así la relación de amistad se convierte en amor, crece nuestra comunión
con Dios, somos verdaderamente creyentes y nos convertimos en santos.
El acto fundamental en el
Antiguo Testamento es diferente, porque Cristo era todavía algo futuro y, por
tanto, en el mejor de los casos se iba al encuentro de Cristo, pero no era
todavía un verdadero encuentro como tal. La palabra de Dios en el Antiguo Testamento
tiene básicamente la forma de la ley - "Torá". Dios guía, ese es el
significado, Dios nos muestra el camino. Es un camino de educación que forma al
hombre según Dios y le capacita para el encuentro con Cristo. En este sentido,
esta rectitud, este vivir según la ley es un camino hacia Cristo, una
prolongación hacia Él; pero el acto fundamental es la observancia de la Torá,
de la ley, y ser así "un hombre justo".
San José es de nuevo un justo
ejemplar del Antiguo Testamento.
Pero aquí hay un peligro y al
mismo tiempo una promesa, una puerta abierta.
El peligro aparece en las
discusiones de Jesús con los fariseos y, sobre todo, en las cartas de San
Pablo. El peligro consiste en que si la palabra de Dios es fundamentalmente
ley, debe ser vista como una suma de prescripciones y prohibiciones, un paquete
de normas, y la actitud debe ser, por tanto, observar las normas y por tanto
ser correcto. Pero si la religión es así, no es más que eso, no nace una
relación personal con Dios, y el hombre permanece en sí mismo, busca
perfeccionarse, ser perfecto. Pero esto da lugar a la amargura, como vemos en
el segundo hijo de la parábola del hijo pródigo, que, habiéndolo observado
todo, al final se amarga e incluso tiene un poco de envidia de su hermano que,
como él piensa, ha tenido vida en abundancia. Este es el peligro: la mera
observancia de la ley se vuelve impersonal, solo un hacer, el hombre se vuelve
duro e incluso amargado. Al final no puede amar a este Dios, que se presenta
solamente con reglas y a veces incluso con amenazas. Este es el peligro.
La promesa, en cambio, es:
podemos ver también estas prescripciones, no solo como un código, un paquete de
reglas, sino como una expresión de la voluntad de Dios, en la que Dios me
habla, yo hablo con Él. Entrando en esta ley entro en diálogo con Dios, conozco
el rostro de Dios, empiezo a ver a Dios, y así estoy en camino hacia la palabra
de Dios en persona, hacia Cristo. Y un verdadero justo como san José es así:
para él la ley no es simplemente la observancia de unas normas, sino que se
presenta como una palabra de amor, una invitación al diálogo, y la vida según
la palabra es entrar en este diálogo y encontrar detrás de las normas y en las
normas el amor de Dios, comprender que todas estas normas no sirven por sí
mismas, sino que son normas de amor, sirven para que crezca en mí el amor. Así
se comprende que, finalmente, toda ley es solo amor a Dios y al prójimo. Una
vez que se ha encontrado esto, se ha observado toda la ley. Si uno vive en este
diálogo con Dios, un diálogo de amor en el que busca el rostro de Dios, en el
que busca el amor y hace comprender que todo lo dicta el amor está en camino
hacia Cristo, es un verdadero justo. San José es un verdadero justo, por eso en
él el Antiguo Testamento se convierte en Nuevo, porque en las palabras busca a
Dios, a la persona, busca su amor, y toda observancia es vida en el amor.
Lo vemos en el ejemplo que nos
ofrece este Evangelio. San José, comprometido con María, descubre que espera un
hijo. Podemos imaginarnos su decepción: conocía a esta muchacha y la
profundidad de su relación con Dios, su belleza interior, la extraordinaria
pureza de su corazón; veía brillar en ella el amor de Dios y el amor a su
palabra, a su verdad, y ahora se encuentra gravemente decepcionado. ¿Qué hacer?
He aquí que la ley ofrece dos posibilidades, en las que aparecen dos caminos,
el peligroso, el fatal, y el de la promesa. Puede demandar ante el tribunal y
así exponer a María a la vergüenza, destruirla como persona. Puede hacerlo en
privado con una carta de separación. Y san José, un hombre verdaderamente
justo, aunque sufrió mucho, llega a la decisión de tomar este camino, que es un
camino de amor en la justicia, de justicia en el amor, y san Mateo nos dice que
luchó consigo mismo, en sí mismo con la palabra. En esta lucha, en este camino
para comprender la verdadera voluntad de Dios, ha encontrado la unidad entre el
amor y la regla, entre la justicia y el amor, y así, en su camino hacia Jesús,
está abierto a la aparición del ángel, abierto a que Dios le dé a conocer que
se trata de una obra del Espíritu Santo.
San Hilario de Poitiers, en el
siglo IV, una vez, tratando del temor de Dios, dijo al final: "Todo
nuestro temor está puesto en el amor", es solo un aspecto, un matiz del
amor. Así que podemos decir aquí para nosotros: toda la ley está puesta en el
amor, es una expresión del amor y debe cumplirse entrando en la lógica del
amor. Y aquí hay que tener en cuenta que, incluso para nosotros los cristianos,
existe la misma tentación, el mismo peligro que existía en el Antiguo
Testamento: incluso un cristiano puede llegar a una actitud en la que la
religión cristiana sea vista como un paquete de reglas, prohibiciones y normas
positivas, de prescripciones. Se puede llegar a la idea de que solo se trata de
cumplir prescripciones impersonales y así perfeccionarse, pero de este modo se
vacía el fondo personal de la palabra de Dios y se llega a una cierta amargura
y dureza del corazón. En la historia de la Iglesia vemos esto en el jansenismo.
También nosotros conocemos este peligro, también nosotros sabemos personalmente
que debemos superar siempre de nuevo este peligro y encontrar a la Persona y,
en el amor a la Persona, el camino de la vida y la alegría de la fe. Ser justos
es encontrar este camino, y por eso también nosotros estamos siempre de nuevo
en camino del Antiguo Testamento al Nuevo Testamento en la búsqueda de la
Persona, del rostro de Dios en Cristo. Esto es precisamente el Adviento: salir
de la pura norma hacia el encuentro del amor, salir del Antiguo Testamento, que
se convierte en Nuevo.
Este es, pues, el primer y
fundamental elemento de la figura de San José, tal como aparece en el Evangelio
de hoy. Ahora, dos comentarios muy breves sobre el segundo y el tercer
elemento.
El segundo: ve al ángel en
sueños y escucha su mensaje. Esto supone una sensibilidad interior hacia Dios,
una capacidad de percibir la voz de Dios, un don de discernimiento, que le hace
capaz de discernir entre los sueños que son sueños y un verdadero encuentro con
Dios. Solo porque san José estaba ya en camino hacia la Persona del Verbo,
hacia el Señor, hacia el Salvador, pudo discernir; Dios pudo hablarle y él
comprendió: esto no es un sueño, es la verdad, es la aparición de su ángel. Y
así pudo discernir y decidir.
También es importante para
nosotros esta sensibilidad a Dios, esta capacidad de percibir que Dios me
habla, y esta capacidad de discernir. Por supuesto, Dios no nos habla
normalmente como habló a través del ángel a José, pero también tiene sus modos
de hablarnos. Son gestos de la ternura de Dios, que debemos percibir para
encontrar alegría y consuelo, son palabras de invitación, de amor, incluso de
petición en el encuentro con personas que sufren, que necesitan mi palabra o mi
gesto concreto, una acción. Aquí hay que ser sensible, conocer la voz de Dios,
comprender que ahora Dios me habla y responder.
Y así llegamos al tercer
punto: la respuesta de San José a la palabra del ángel es la fe y luego la
obediencia, que se cumple. Fe: comprendió que era realmente la voz de Dios, que
no era un sueño. La fe se convierte en un fundamento sobre el que actuar, sobre
el que vivir, es reconocer que es la voz de Dios, el imperativo del amor, que
me guía por el camino de la vida, y luego hacer la voluntad de Dios. San José
no era un soñador, aunque el sueño fue la puerta por la que Dios entró en su
vida. Era un hombre práctico y sobrio, un hombre de decisión, capaz de
organizarse. No fue fácil -creo- encontrar en Belén, porque no había sitio en
las casas, el establo como lugar discreto y protegido y, a pesar de la pobreza,
digno para el nacimiento del Salvador. Organizar la huida a Egipto, encontrar
un lugar donde dormir cada día, vivir durante mucho tiempo: todo ello exigía un
hombre práctico, con sentido de la acción, con capacidad para responder a los
desafíos, para encontrar formas de sobrevivir. Y luego, a su regreso, la
decisión de volver a Nazaret, de fundar aquí la patria del Hijo de Dios,
muestra también que era un hombre práctico, que como carpintero vivía y hacía
posible la vida cotidiana.
Así, san José nos invita, por
una parte, a este camino interior en la Palabra de Dios, a estar cada vez más
cerca de la persona del Señor, pero al mismo tiempo nos invita a una vida
sobria, al trabajo, al servicio cotidiano para cumplir con nuestro deber en el
gran mosaico de la historia.
Demos gracias a Dios por la
hermosa figura de San José. Oremos: "Señor ayúdanos a abrirnos a Ti, a
encontrar cada vez más tu rostro, a Amarte, a encontrar el amor en la norma, a
enraizarnos, a realizarnos en el amor. Ábrenos al don del discernimiento, a la
capacidad de escucharte y a la sobriedad de vivir según tu voluntad y en
nuestra vocación". Amén.
BENEDICTO XVI
miércoles, 27 de diciembre de 2023
lunes, 25 de diciembre de 2023
viernes, 22 de diciembre de 2023
NAVIDAD: Carta de Jesús (Una historia sobre el verdadero sentido de la Navidad)
Querido Amigo:
Hola, te amo mucho. Como
sabrás, nos estamos acercando otra vez a la fecha en que festejan mi
nacimiento.
El año pasado hicieron una
gran fiesta en mi honor y me da la impresión que este año ocurrirá lo mismo. A
fin de cuentas ¡llevan meses haciendo compras para la ocasión y casi todos los
días han salido anuncios y avisos sobre lo poco que falta para que llegue!
La verdad es que se pasan de
la raya, pero es agradable saber que por lo menos un día del año, piensan en
mí. Ha transcurrido ya mucho tiempo cuando comprendían y agradecían de corazón
lo mucho que hice por toda la humanidad.
Pero hoy en día, da la
impresión de que la mayoría de la gente apenas si sabe por qué motivo se
celebra mi cumpleaños.
Por otra parte, me gusta que
la gente se reúna y lo pase bien y me alegra sobre todo que los niños se
diviertan tanto; pero aún así, creo que la mayor parte no sabe bien de qué se
trata. ¿No te parece?
Como lo que sucedió, por
ejemplo, el año pasado: al llegar el día de mi cumpleaños, hicieron una gran
fiesta, pero ¿Puedes creer que ni siquiera me invitaron? ¡Imagínate! ¡Yo era el
invitado de honor! ¡Pues se olvidaron por completo de mí!
Resulta que habían estado
preparándose para las fiestas durante dos meses y cuando llegó el gran día me
dejaron al margen. Ya me ha pasado tantísimas veces que lo cierto es que no me
sorprendió.
Aunque no me invitaron, se me
ocurrió colarme sin hacer ruido. Entré y me quedé en mi rincón. ¿Te imaginas
que nadie advirtió siquiera mi presencia, ni se dieron cuenta de que yo estaba
allí?
Estaban todos bebiendo, riendo
y pasándolo en grande, cuando de pronto se presentó un hombre gordo vestido de
rojo y barba blanca postiza, gritando: "¡jo, jo, jo!".
Parecía que había bebido más
de la cuenta, pero se las arregló para avanzar a tropezones entre los
presentes, mientras todos los felicitaban.
Cuando se sentó en un gran
sillón, todos los niños, emocionadísimos, se le acercaron corriendo y diciendo:
¡Santa Claus! ¡Cómo si él hubiese sido el homenajeado y toda la fiesta fuera en
su honor!
Aguanté aquella
"fiesta" hasta donde pude, pero al final tuve que irme. Caminando por
la calle me sentí solitario y triste. Lo que más me asombra de cómo celebra la
mayoría de la gente el día de mi cumpleaños es que en vez de hacer regalos a mí,
¡se obsequian cosas unos a otros! y para colmo, ¡casi siempre son objetos que
ni siquiera les hacen falta!
Te voy a hacer una pregunta:
¿A tí no te parecería extraño que al llegar tu cumpleaños todos tus amigos
decidieron celebrarlo haciéndose regalos unos a otros y no te dieran nada a tí?
¡Pues es lo que me pasa a mí cada año!
Una vez alguien me dijo:
"Es que tú no eres como los demás, a ti no se te ve nunca; ¿Cómo es que te
vamos a hacer regalos?". Ya te imaginarás lo que le respondí.
Yo siempre he dicho "Pues
regala comida y ropa a los pobres, ayuda a quienes lo necesiten. Ve a visitar a
los huérfanos, enfermos y a los que estén en prisión!".
Le dije: "Escucha bien,
todo lo que regales a tus semejantes para aliviar su necesidad, ¡Lo contaré
como si me lo hubieras dado a mí personalmente!" (Mateo 25,34-40).
Muchas personas en esta época
en vez de pensar en regalar, hacen bazares o ventas de garaje, donde venden
hasta lo que ni te imaginas con el fin de recaudar hasta el último centavo para
sus nuevas compras de Navidad.
Y pensar todo el bien y
felicidad que podrían llevar a las colonias marginadas, a los orfanatorios,
asilos, penales o familiares de los presos.
Lamentablemente, cada año que
pasa es peor. Llega mi cumpleaños y sólo piensan en las compras, en las fiestas
y en las vacaciones y yo no pinto para nada en todo esto. Además cada año los
regalos de Navidad, pinos y adornos son más sofisticados y más caros, se gastan
verdaderas fortunas tratando con esto de impresionar a sus amistades.
Esto sucede inclusive en los
templos. Y pensar que yo nací en un pesebre, rodeado de animales porque no
había más.
Me agradaría muchísimo más
nacer todos los días en el corazón de mis amigos y que me permitieran morar ahí
para ayudarles cada día en todas sus dificultades, para que puedan palpar el
gran amor que siento por todos; porque no sé si lo sepas, pero hace 2 mil años
entregué mi vida para salvarte de la muerte y mostrarte el gran amor que te
tengo.
Por eso lo que pido es que me
dejes entrar en tu corazón. Llevo años tratando de entrar, pero hasta hoy no me
has dejado. "Mira yo estoy llamando a la puerta, si alguien oye mi voz y
abre la puerta, entraré en su casa y cenaremos juntos". Confía en mí,
abandónate en mí. Este será el mejor regalo que me puedas dar. Gracias.
Tu amigo.
Jesús
miércoles, 20 de diciembre de 2023
viernes, 15 de diciembre de 2023
NAVIDAD: El Papa Francisco narra el pesebre en un libro
Un volumen publicado por
Romana Editorial en España en coedición con la Libreria Editrice Vaticana recoge
una serie de textos, reflexiones, discursos y homilías que el Papa ha dedicado
a la obra de la Natividad.
He aquí el texto íntegro de la
introducción firmada por el Papa.
Dos veces he deseado ir a
visitar Greccio. La primera para conocer el lugar donde San Francisco de Asís
inventó el pesebre, algo que también marcó mi infancia: en casa de mis padres,
en Buenos Aires, nunca faltaba este signo de la Navidad, incluso antes que el
árbol.
La segunda vez volví con gusto
a aquel lugar, hoy en la provincia de Rieti, para firmar la Carta Apostólica
Admirabile signum sobre el sentido y el significado del belén en la actualidad.
En ambas ocasiones sentí una emoción especial que emanaba de la gruta donde se
puede admirar un fresco medieval que representa la noche de Belén y la noche de
Greccio, colocadas por el artista como en paralelo.
La emoción de esa visión me
impulsa a profundizar en el misterio cristiano que ama esconderse en lo
infinitamente pequeño. En efecto, la encarnación de Jesucristo sigue siendo el
corazón de la revelación de Dios, aunque se olvide fácilmente que su despliegue
es tan discreto que pasa desapercibido.
En efecto, la pequeñez es el
camino para encontrar a Dios. En un epitafio conmemorativo de San Ignacio de
Loyola encontramos escrito: "Non coerceri a maximo, sed contineri a
minimo, divinum est". Es divino tener ideales que no estén limitados por
nada de lo que existe, sino ideales que al mismo tiempo estén contenidos y
vividos en las cosas más pequeñas de la vida. En resumen, no hay que asustarse
de las cosas grandes, hay que avanzar y estar atento a las cosas más pequeñas.
Por eso, salvaguardar el
espíritu del pesebre se convierte en una sana inmersión en la presencia de Dios
que se manifiesta en las pequeñas cosas cotidianas, a veces banales y
repetitivas. Saber renunciar a lo que seduce, pero lleva por mal camino, para comprender
y elegir los caminos de Dios, es la tarea que nos espera. En este sentido, el
discernimiento es un gran don, y nunca hay que cansarse de pedirlo en la
oración. Los pastores del pesebre son los que acogen la sorpresa de Dios y
viven su encuentro con Él con asombro, adorándolo: en su pequeñez reconocen el
rostro de Dios. Humanamente todos estamos inclinados a buscar la grandeza, pero
es un don saber encontrarla de verdad: saber encontrar la grandeza en esa
pequeñez que Dios tanto ama.
En enero de 2016, me encontré
con los jóvenes de Rieti en el oasis del Niño Jesús, justo encima del santuario
del pesebre. A ellos, y a todos hoy, les recordé que en la noche de Navidad hay
dos signos que nos guían para reconocer a Jesús. Uno es el cielo lleno de
estrellas. Hay muchas, infinitas, de esas estrellas, pero entre todas destaca
una estrella especial, la que llevó a los Magos a dejar sus casas y emprender
un viaje, un camino que no sabían adónde los llevaría. Lo mismo ocurre en
nuestras vidas: en un momento dado, alguna "estrella" especial nos
invita a tomar una decisión, a hacer una elección, a emprender un camino.
Debemos pedir con fuerza a Dios que nos muestre esa estrella que nos empuja
hacia algo más que nuestras costumbres, porque esa estrella nos llevará a
contemplar a Jesús, ese niño que nace en Belén y que quiere nuestra felicidad
plena.
En esa noche santificada por
el nacimiento del Salvador encontramos otro signo poderoso: la pequeñez de
Dios. Los ángeles señalan a los pastores un niño nacido en un pesebre. No es un
signo de poder, autosuficiencia o soberbia. No. El Dios eterno se aniquila en
un ser humano indefenso, manso y humilde. Dios se abajó para que pudiéramos
caminar con Él y para poder colocarse a nuestro lado, no por encima y lejos
nuestro.
Asombro y maravilla son los
dos sentimientos que conmueven a todos, pequeños y grandes, ante el belén, que
es como un Evangelio vivo que desborda de las páginas de la Sagrada Escritura.
No importa cómo esté montado el belén, puede ser siempre el mismo o cambiar
cada año; lo que importa es que hable a la vida.
El primer biógrafo de san
Francisco, Tomás de Celano, describe la noche de Navidad de 1223, cuyo octavo
centenario celebramos este año. Cuando Francisco llegó, encontró el pesebre con
el heno, el buey y el asno. La gente que se había congregado allí manifestó una
alegría indecible, nunca antes experimentada, ante la escena de la Navidad. A
continuación, el sacerdote celebró solemnemente la Eucaristía en el pesebre,
mostrando el vínculo entre la Encarnación del Hijo de Dios y la Eucaristía. En
aquella ocasión, no había estatuillas en Greccio: el belén lo hacían y lo
vivían los presentes.
Estoy convencido de que el
primer belén, que llevó a cabo una gran obra de evangelización, puede ser
también hoy ocasión de suscitar asombro y admiración. Así, lo que san Francisco
comenzó con la sencillez de aquel signo persiste hasta nuestros días, como
forma genuina de la belleza de nuestra fe.
FRANCISCO
Ciudad del Vaticano, 27 de
septiembre de 2023
domingo, 8 de enero de 2023
LITURGIA: El Bautismo del Señor
Después de las fiestas de la
Navidad y la Epifanía, la Iglesia nos invita este domingo, con el cual comienza
el llamado “Tiempo Ordinario” de la liturgia, a contemplar los hechos y las
enseñanzas de Jesús en el inicio de su vida pública, inaugurada con su Bautismo
en el río Jordán. Tratemos de descubrir el significado de este acontecimiento a
la luz de los elementos narrativos que nos presenta el relato del Evangelio y
relacionándolos con las otras lecturas de este domingo.
1.
El bautismo: un rito que adquiere su pleno significado en Jesucristo
El verbo “bautizar” proviene
del griego y significa sumergir. El rito del bautismo consiste originariamente
en sumergirse en el agua, elemento imprescindible de la vida, para expresar así
el paso a una existencia renovada mediante un nuevo nacimiento: si el ser
humano desde el comienzo de su existencia no puede subsistir sin el agua como
medio vital, el bautismo manifiesta el paso a una vida nueva.
Juan invitaba al bautismo en
el río Jordán para expresar una sincera voluntad de renovación. Jesús insiste
en recibir el bautismo porque “es conveniente cumplir todo lo que Dios ha
ordenado”, y de esta forma indica claramente que ha venido a hacer la voluntad
de su Padre. En esto se compendia precisamente todo el programa de su vida en
la tierra: hacer la voluntad de Dios, la misma que Él nos enseñó a cumplir con
una disposición total expresada justamente en la oración que nos iba a enseñar
para dirigirnos a nuestro Creador: “hágase tu voluntad, así en la tierra como
en el cielo”
Esto quiere decir que Él
mismo, siendo inocente, llevaría humildemente sobre sí el pecado del mundo para
cumplir la voluntad de Dios: hacernos posible el paso a una auténtica vida
nueva, a imagen de la suya como Hijo de Dios.
2.
“Vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él”
Al describir el Bautismo de
Jesús, el Evangelio utiliza el lenguaje propio de las llamadas teofanías o
manifestaciones especiales de Dios. En este pasaje evangélico, la imagen de la
paloma evoca dos relatos simbólicos del libro bíblico del Génesis:
Por una parte, el relato de la
creación, donde se dice que “el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas”
(Génesis 1, 2), y por otra el del diluvio universal, cuando al terminar la
tempestad Noé soltó una paloma que regresó al arca con una rama de olivo en el
pico (Génesis 8, 10-12), significando no sólo que después de la tempestad vino
la calma, sino que recomenzaba la vida
en la tierra, gracias a una nueva creación.
La figura de una paloma que se
posa sobre Jesús en el momento de su bautismo, nos remite entonces al comienzo
de una nueva creación que Dios Padre realiza por medio de Él, en la cual se
manifiesta la acción renovadora del Espíritu Santo, simbolizado por la paloma,
que hará posible la paz en la existencia humana, gracias a la acción salvadora
del amor de Dios. El relato del Bautismo del Señor es así una proclamación del
misterio de la Santísima Trinidad.
3.
“Este es mi Hijo, el amado, el predilecto”
La fiesta del Bautismo del
Señor actualiza para nosotros la manifestación de Jesús como Hijo de Dios,
título dado por los profetas al Mesías prometido que iniciaría el reinado de
Dios mismo en los corazones de quienes estuvieran dispuestos a su acción
salvadora. Tal es a su vez el sentido de la profecía de Isaías en la primera
lectura: “Este es mi servidor…, mi elegido a quien prefiero. Sobre él he puesto
mi Espíritu” (Isaías 42, 1-7).
Resalta aquí la
correspondencia entre el título de Hijo de Dios y el de Siervo o Servidor del
Señor. Aquél hombre nacido en Belén de Judá,
proveniente de una familia humilde y sencilla residente en la pequeña aldea de Nazaret, y que en el
momento de su Bautismo en el río Jordán fue proclamado Hijo de Dios por su
propio Padre que está en los cielos, va a presentarse a sí mismo, de palabra y
de obra, como quien no vino a ser servido, sino a servir. Toda su vida, desde
su nacimiento en una pesebrera hasta su muerte en una cruz, es la manifestación
de esta correspondencia entre su condición de Hijo de Dios y su misión de Servidor.
En efecto, Jesús iba a estar
siempre en medio de los seres humanos precisamente en calidad de servidor:
servidor de Dios mediante el servicio a todos los seres humanos, a quienes
siempre les hacía el bien, tal como nos lo describe el discurso del apóstol Pedro
en la segunda lectura, “fue ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo” y
“pasó haciendo el bien” (Hechos de los Apóstoles 10, 34-38).
También nosotros hemos
recibido en el sacramento del Bautismo al Espíritu Santo, que hace posible en
nuestra existencia una vida nueva como hijos e hijas de Dios para en todo
amarlo y servirlo, participando así en su reino de amor y de paz, en esta vida
y en la eterna. Que esta posibilidad se haga efectiva depende de nuestra
disposición a escuchar y poner en práctica sus enseñanzas, identificándonos con
Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios y el Servidor por excelencia. Que así sea.
Gabriel Jaime Pérez, S.J.
También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.
viernes, 6 de enero de 2023
INTIMIDAD DIVINA - Santoral – Epifanía del Señor
«Te adoren todas las gentes de la tierra, Señor, y te sirvan todos los pueblos» (Ps 72, 11).
«Alegraos en el Señor -exclama San León Magno- porque a los pocos días de la solemnidad de la Natividad de Cristo, brilla la fiesta de su manifestación; y que la Virgen había dado a luz en aquel día, es reconocido en éste por el mundo» (Homilía 32, 1). Jesús se manifiesta hoy y es reconocido como Dios.
El Introito de la misa nos introduce directamente en este ambiente espiritual, presentándonos a Jesús en el fulgor regio de su divinidad: «He aquí que ha venido el Soberano Señor; en sus manos tiene el cetro, la potestad y el imperio». La primera lectura (Is 60, 1-6) prorrumpe en un himno de gloria anunciando la vocación de todos los pueblos a la fe; también ellos reconocerán y adorarán en Jesús a su único y verdadero Dios: «Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea para ti... Las gentes andarán en tu luz, y los reyes a la claridad de tu aurora... Llegarán de Sabá en tropel, trayendo oro e incienso y pregonando las glorias del Señor».
Ya no se contempla alrededor del pesebre la humilde presencia de los pastores, sino la fastuosa comitiva de los Magos, que han venido del Oriente para rendir homenaje al Niño Dios, como representantes de los que no pertenecían a su pueblo. Pues Jesús ha venido no sólo para la salvación de Israel, sino para la de todos los hombres de cualquier raza o nación. El instituyó «la nueva alianza en su sangre, convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles, que se condensara en unidad... y constituirá un nuevo Pueblo de Dios» (LG 9). También San Pablo habla de este grandioso misterio que él ha tenido la misión de anunciar al mundo: «los gentiles son coherederos y miembros todos de un mismo cuerpo, copartícipes de las promesas en Cristo Jesús mediante el Evangelio» (Ef 3, 6).
La fiesta de la Epifanía, primera manifestación y realización de ese misterio, incita a todos los fieles a compartir las ansias y las fatigas de la Iglesia, la cual «ora y trabaja a un tiempo, para que la totalidad del mundo se incorpore al pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y templo del Espíritu Santo» (LG 17). Epifanía, o Teofanía, quiere decir precisamente «manifestación de Dios»; que la oración y el celo de los creyentes apresuren el tiempo en que la luz de la fe brille sobre todos los pueblos, para que todos conozcan «la insondable riqueza de Cristo» (Ef 3, 8) y adoren en él a su Dios.
«Hemos visto su estrella en Oriente y venimos con dones a adorarle». En estas palabras del versículo del Aleluya sintetiza la misa de hoy la conducta de los Magos. Divisar la estrella y ponerse en camino, fue todo uno. No dudaron, porque su fe era sólida, firme, maciza. No titubearon frente a la fatiga del largo viaje, porque su corazón era generoso. No lo dejaron para más tarde, porque tenían un ánimo decidido.
En el cielo de nuestras almas aparece también frecuentemente una estrella misteriosa: es la inspiración íntima y clara de Dios que nos pide algún acto de generosidad, de desasimiento, o que nos invita a una vida de mayor intimidad con él. Si nosotros siguiéramos esa estrella con la misma fe, generosidad y prontitud de los Magos, ella nos conduciría hasta el Señor, haciéndonos encontrar al que buscamos.
Los Magos continuaron buscando al Niño aun durante el tiempo en que la estrella permaneció escondida a sus miradas; también nosotros debemos perseverar en la práctica de las buenas obras aun en medio de las más oscuras tinieblas interiores: es la prueba del espíritu, que solamente se puede superar con un intenso ejercicio de pura y desnuda fe. Sé que Dios lo quiere, debemos repetirnos en esos instantes, sé que Dios me llama, y esto me basta: «Sé a quién me he confiado y estoy seguro» Tm 1, 12); sé muy bien en qué manos me he colocado y, a pesar de todo lo que pueda sucederme, no dudaré jamás de su bondad.
Animados con estas disposiciones, vayamos también nosotros con los Magos a la gruta de Belén: «Y así como ellos en sus tesoros ofrecieron al Señor místicos dones, también del fondo de nuestros corazones se eleven ofrendas dignas de Dios» (San León Magno, Homilía, 32, 4).
Señor, tú que en este día revelaste a tu Hijo Unigénito por medio de una estrella a los pueblos gentiles; concede a los que ya te conocemos por la fe poder gozar un día, cara a cara, la hermosura infinita de tu gloria. (Misal Romano, Colecta).
Reconozco, ¡oh Señor!, en los Magos que te adoraron las primicias de nuestra vocación y de nuestra fe y celebro con alma alborozada el comienzo de nuestra feliz esperanza. Entonces fue cuando comenzamos a entrar en la posesión de nuestra herencia eterna. Entonces se nos abrieron los misterios de las Escrituras que nos hablan de ti, y la verdad, rechazada por la ceguera de los judíos, difundió su luz sobre todos los pueblos. Quiero venerar, pues, este día santísimo, en que tú, autor de nuestra salvación, te manifestaste; y adoro omnipotente en el cielo a ti a quien los Magos veneraron recién nacido en la cuna. Y así como ellos te ofrecieron dones sacados de sus tesoros con una significación mística, del mismo modo quiero sacar yo de mi corazón dones dignos de ti, Dios mío. (San León Magno, Homilía)
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.
viernes, 30 de diciembre de 2022
INTIMIDAD DIVINA - Santoral - Fiesta de la Sagrada Familia
«Bienaventurado el que te teme, Señor, y anda por tus caminos» (Salmo 128, 1)
La
fiesta de la Sagrada Familia, colocada por la liturgia en pleno clima
natalicio, pone de relieve que el Hijo de Dios viniendo al mundo ha querido
insertarse, como los demás hombres, en un núcleo familiar, aunque, por las
condiciones singulares de María y de José a su respecto, su familia era del
todo excepcional. Haciéndose hombre quiso seguir el camino de todos: tener una
patria y una familia terrena; y ésta última tan sencilla y humilde que en lo
exterior no se distinguía en nada de las otras familias israelitas. Sin embargo,
el Evangelio refiere algunos episodios que ponen de relieve su inconfundible
fisonomía espiritual.
Cuarenta días después del nacimiento de Jesús, María y José se dirigen al templo de Jerusalén «para presentarle al Señor, según está escrito en la ley de Moisés» (Lc 2, 22-23). Iluminado por el Espíritu Santo, Simeón reconoció en el Niño «al Cristo del Señor... Le tomó en sus brazos bendiciendo a Dios», y dirigiéndose luego a la madre, tras haberle hablado de la misión del Hijo, le dirigió estas palabras: «Una espada atravesará tu alma» (ib. 26.28.35).
Presentado Jesús en el templo, María y José, más que cumplir una formalidad externa en obsequio de la ley, renuevan a Dios el ofrecimiento de su entrega absoluta; y en las palabras de Simeón reciben la seguridad de que Dios ha aceptado ese gesto. De ello será señal «la espada», es decir el sufrimiento que acompañará sus pasos y mediante el cual participarán en la misión del Hijo. Con este espíritu los dos santos esposos abrazarán todas las tribulaciones de su vida nada fácil: las incomodidades de su repentina huida a Egipto, la incertidumbre de su acomodo en tierra extranjera, las fatigas del rudo trabajo, las privaciones de una vida pobre y más tarde las angustias por la pérdida del Hijo en la peregrinación a Jerusalén.
Jesús
mismo les explicará la razón profunda de sus padecimientos cuando les dirá:
«¿No sabíais que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre?» (ib. 49). Antes
que a María y a José, Jesús pertenece al Padre celestial; a ellos toca
únicamente criarle para la misión que el Padre le ha confiado. Situación ésta
que exige de ellos el mayor desinterés y da a su vida el sentido de un servicio
total a Dios en colaboración íntima con la obra salvadora del Hijo.
Mientras
tanto, precisa el Evangelista, vueltos a Nazaret, Jesús «les estaba sujeto... y
crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres» (lb. 51-52).
Nota preciosa que indica cómo deberían crecer los hijos bajo los ojos de los
padres cristianos.
La Sagrada Familia es propuesta por la Iglesia como modelo a toda familia cristiana. Ante todo, por la supremacía de Dios profundamente reconocida: en la casa de Nazaret Dios está siempre en el primer lugar y todo está subordinado a él; nada se quiere o se hace fuera de su voluntad. El sufrimiento es abrazado con profundo espíritu de fe reconociendo en cada circunstancia la realización de un plan divino, que muchas veces queda envuelto en el misterio. Las más ásperas y duras vicisitudes de la vida no turban la armonía, precisamente porque todo es considerado a la luz de Dios, porque Jesús es el centro de sus afectos, porque María y José gravitan alrededor de él, olvidados de sí y enteramente asociados a su misión.
Cuando la vida de una familia se inspira en semejantes principios, todo en ella procede ordenadamente: la obediencia a Dios y a su ley lleva a los hijos a honrar a sus padres, y a éstos a amarse y a comprenderse mutuamente, a amar a los hijos y a educarles respetando los derechos de Dios sobre ellos. Las lecturas bíblicas de esta fiesta subrayan sobre todo dos puntos de suma importancia. En primer lugar, el respeto de los hijos a sus padres: «Dios quiere que el padre sea honrado en los hijos... El que honra al padre expía sus pecados; y como el que atesora es el que honra a su madre... Hijo, acoge a tu padre en su ancianidad y no le des pesares en su vida» (Ec 3, 3-5. 14). Estas antiguas máximas del Eclesiástico son una eficaz amplificación del cuarto mandamiento; después de tantos siglos conservan aún hoy una actualidad indiscutible: vale la pena meditarlas en la oración.
El otro punto nos lo subraya San Pablo en la Epístola a los Colosenses; se trata del amor mutuo que debe hacer de la familia cristiana una comunidad ideal. «Hermanos, revestíos de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre, longanimidad, soportándoos y perdonándoos mutuamente siempre que alguno diere a otro motivo de queja. (3, 12-13). Si la familia no está fundada en el amor cristiano, es bien difícil que persevere en la armonía y en la unidad de los corazones. Cuando existe este amor mutuo, todo se supera y se acepta; pero si ese amor falta, todo resulta enormemente pesado. Y el único amor que perdura, no obstante los contrastes posibles aún en el seno de la familia, es el que se funda sobre el amor de Dios.
Cimentada de esta manera sobre el Evangelio, la familia cristiana es verdaderamente el primer núcleo de la Iglesia: en la Iglesia y con la Iglesia colabora a la obra de la salvación.
Dios, Padre nuestro, que has propuesto la Sagrada Familia como maravilloso ejemplo a los ojos de tu pueblo; concédenos, te rogamos, que, imitando sus virtudes domésticas y unidos por los lazos del amor, lleguemos a gozar de los premios eternos en el hogar del cielo. (Misal Romano, Colecta).
¡Oh Jesús!, te retiras a Nazaret; allí pasas los años de tu infancia, de tu juventud hasta los treinta años. Es por nosotros, por nuestro amor, por lo que lo haces... Durante estos treinta años no cesas de instruirnos, no por palabras, sino por tu silencio y tus ejemplos... Nos enseñas primeramente que se puede hacer bien a los hombres, mucho bien, un bien infinito, un bien divino, sin palabras, sin sermones, sin ruido, en silencio y dando buen ejemplo: El de la piedad, el de los deberes para con Dios, amorosamente cumplidos; el de la bondad para con los hombres, la ternura hacia aquellos que nos rodean, los deberes domésticos santamente cumplidos; el de la pobreza, el trabajo, la abyección, el recogimiento, la soledad, la oscuridad de la vida escondida en Dios, de una vida de oración, de penitencia, de retiro, enteramente perdida y sumergida en Dios. Nos enseñas a vivir del trabajo de nuestras manos, para no ser una carga para nadie y tener de qué dar a los pobres, y das a este género de vida una belleza incomparable... la de tu imitación. (Carlos de Foucauld, Retiro en Efrén, Escritos espirituales).
¡Oh, sí,
verdaderamente tú eres, Salvador mío, un Dios escondido! ‘Deus absconditus,
Israel Salvator’. Tú creces realmente, oh Jesús, en edad, en sabiduría y en
gracia delante de Dios y de los hombres; tu alma posee desde el primer instante
de tu entrada en el mundo la plenitud de la gracia, todos los tesoros de la
sabiduría y de la ciencia; pero esta sabiduría y esta gracia no se manifiestan
sino poco a poco y tú sigues siendo a los ojos de los hombres un Dios
escondido, y tu divinidad se oculta tras la apariencia de un obrero. ¡Oh eterna
sabiduría, que para levantarnos del abismo donde nos había arrojado la rebelión
orgullosa de Adán, quisiste vivir en humilde taller y obedecer a simples criaturas,
yo te adoro y te bendigo! (Columba Marmion, Cristo en sus misterios).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
domingo, 25 de diciembre de 2022
INTIMIDAD DIVINA - Santoral - Natividad del Señor
«Un día santo brilla para nosotros: venid y adorad al Señor» (Leccionario)
«Hoy nos ha nacido el Salvador, que es Cristo Señor» (Leccionario). Los profetas entrevieron este día a distancia de siglos y lo describieron con profusión de imágenes: «El pueblo que andaba en tinieblas, vio una luz grande» (Is 9, 2). La luz que disipa las tinieblas del pecado, de la esclavitud y de la opresión es el preludio de la venida del Mesías portador de libertad, de alegría y de paz: «Nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo» (ib. 6). La profecía sobrepasa inmensamente la perspectiva de un nuevo David enviado por Dios para liberar a su pueblo y se proyecta sobre Belén iluminando el nacimiento no de un rey poderoso, sino del «Dios fuerte» hecho hombre; él es el «Niño» nacido para nosotros, el «Hijo» que nos ha sido dado. Sólo a él competen los títulos de «Maravilloso Consejero, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz» (ib.).
Pero cuando la profecía se hace historia, brilla una luz infinitamente más grande y el anuncio no viene ya de un mensajero terrestre sino el cielo. Mientras los pastores velaban de noche sobre sus rebaños, «se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvía con su luz... "Os traigo una buena nueva, una gran alegría, que es para todo el pueblo: Os ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías Señor"» (Lc 2, 9-11). El Salvador prometido y esperado desde hacía siglos, está ya vivo y palpitante entre los hombres: «encontraréis un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre» (lb. 12). El nuevo pueblo de Dios posee ya en ese niño al Mesías suspirado desde tiempos antiguos: la inmensa esperanza se ha convertido en inmensa realidad.
San Pablo lo contempla conmovido y exclama: «Se ha manifestado la gracia salutífera de Dios a todos los hombres... Apareció la bondad y el amor hacia los hombres de Dios, nuestro Salvador» (Tt 2, 11; 3, 4). Ha aparecido en el tierno Niño que descansa en el regazo de la Virgen Madre: es nuestro Dios, Dios con nosotros, hecho uno de nosotros, «enseñándonos a negar la impiedad y los deseos del mundo, para que vivamos... con la bienaventurada esperanza en la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro» (lb. 2, 12-13). El arco de la esperanza cristiana está tendido entre dos polos: el nacimiento de Jesús, principio de toda salvación, y su venida al fin de los siglos, meta orientadora de toda la vida cristiana. Contemplando y adorando el nacimiento de Jesús, el creyente debe vivir no cerrado en las realidades y en las esperanzas terrenas, sino abierto a esperanzas eternas, anhelando encontrarse un día con su Señor y Salvador.
La liturgia de las dos primeras misas de Navidad celebra sobre todo el nacimiento de Hijo de Dios en el tiempo, mientras que la tercera se eleva a su generación eterna en el seno del Padre. «Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios» (Jn 1, 1). Siendo Dios como el Padre, el Verbo que había existido siempre y que en el principio del tiempo presidió la obra de la creación, al llegar la plenitud de los tiempos «se hizo carne y habitó entre nosotros» (ib. 14), Misterio inaudito, inefable; y, sin embargo, no se trata de un mito ni de una figura, sino de una realidad histórica y documentada: «y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (ib.). El Evangelista San Juan conoció a Jesús, vivió con él, lo escuchó y tocó, y en él reconoció al Verbo eterno encarnado en nuestra humanidad. Las cosas grandiosas vaticinadas por los profetas en relación con el Mesías, son nada en comparación de esta sublime realidad de un Dios hecho carne.
Juan levanta un poco el velo del misterio: el Hijo de Dios al encarnarse se ha puesto al nivel del hombre para levantar el hombre a su dignidad: «a cuantos le recibieron dioles poder de venir a ser hijos de Dios» (ib. 12). Y no sólo esto, sino que se hizo carne para hacer a Dios accesible al hombre y que éste le conociera: «A Dios nadie le vio jamás; Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, éste le ha dado a conocer» (lb. 18). San Pablo desarrolla este pensamiento: «Después de haber hablado Dios muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas, últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo» (Hb 1; 1-2). Los profetas nos habían transmitido la palabra de Dios, pero Jesús es esa misma Palabra, el Verbo de Dios: Palabra encarnada que traduce a Dios en nuestro lenguaje humano revelándonos sobre todo su infinito amor por los hombres. Los profetas habían dicho cosas maravillosas sobre el amor de Dios; pero el Hijo de Dios encarna esté amor y lo muestra vivo y palpable en su persona. Ese «niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre» (Lc 2, 12), dice a los hombres que Dios los ama hasta dar a su Unigénito para su salvación.
Este
mensaje anunciado un día por los ángeles a los pastores debe ser llevado hoy a
todos los hombres -especialmente a los pobres, a los humildes, a los
despreciados, a los afligidos- no ya por los ángeles sino por los creyentes.
¿De qué serviría, en efecto, festejar el nacimiento de Jesús si los cristianos
no supiesen anunciarlo a los hermanos con su propia vida? Celebra la Navidad de
veras quien recibe en sí al Salvador con fe y con amor cada día más intensos,
quien lo deja nacer y vivir en su corazón para que pueda manifestarse al mundo
a través de la bondad, de la benignidad y de la entrega caritativa de cuantos
creemos en él.
El pueblo que andaba en tinieblas, vio una luz grande. Sobre los que habitan en la tierra de sombras de muerte resplandeció una brillante luz... Porque nos ha nacido un Niño, nos ha sido dado un Hijo que tiene sobre los hombros la soberanía y que se llamará Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz. (Isaías, 9, 2. 6).
¡Oh feliz
mil veces el nacimiento aquel, en que la Virgen Madre, por obra del Espíritu
Santo, dio a luz a nuestro Salvador y el Niño redentor del mundo descubrió su
bendito rostro! Canten las regiones del cielo, cantad ángeles todos, canten la
gloria del Señor todas las criaturas; no cese lengua alguna, vayan acordes las
voces de todos. Mirad que ya aparece aquel a quien los profetas cantaban en los
remotos siglos, el prometido antiguamente en los verídicos libros de los
escritores sagrados; alábenle todas las criaturas. (AURELIO PRUDENCIO, Himno de
todas las horas).
¡Oh Dios!, que de modo admirable has creado al hombre, a tu imagen y semejanza y de un modo más admirable todavía elevaste su condición por Jesucristo; concédenos compartir la vida divina de aquél que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana (Colecta).
Por Cristo Señor resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva; pues al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos (Prefacio III).
¡Oh dulce
Niño de Belén!, haz que yo me acerque con toda el alma a este profundo misterio
de la Navidad. Pon en el corazón de los hombres aquella paz que ellos buscan
tan ásperamente a veces y que sólo tú puedes dar. Ayúdanos a conocernos mejor y
a vivir fraternamente como hijos de un mismo Padre. Descúbrenos tu belleza, tu
santidad y tu pureza. Despierta en nuestro corazón el amor y el agradecimiento
por tu infinita bondad. Une a todos los hombres en la caridad. Y danos tu
celeste paz. (JUAN XXIII, Breviario).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.