Siempre hemos de partir de un
hecho fundamental: Dios no quiere la muerte eterna de ningún pecador. El Hijo
de Dios, Jesucristo, no vino para condenar, sino para salvar a todos. El
nacimiento de Cristo es el mejor signo y prueba del amor de Dios (1 Jn 4,
9-10).
Al mismo tiempo hemos de
recordar que el nacimiento de Cristo y toda su obra salvadora, en relación con
cada uno de los hombres, no es un hecho acabado, terminado. Es una realidad que
permanentemente se actualiza. Por eso la Palabra de Dios es una buena nueva
constante, la buena noticia, la “novedad” por excelencia.
En este tiempo, que llamamos
Adviento, y es de preparación a la Navidad, no perdamos de vista el objeto, la
finalidad, el motivo del nacimiento de Jesús en Belén. Dios nos ama tanto que
“no perdonó ni a su propio Hijo sino que lo entregó por todos nosotros” (Rom
8,32). Esto exige una respuesta de nuestra parte. Dios no nos va a salvar si
nosotros no queremos. El querer no es un simple deseo o anhelo que se pueda
alentar de un modo pasivo. El que realmente quiere algo, utiliza todos los
medios para lograrlo.
Nuestro gran predicador y
maestro en esto es San Juan Bautista. El nos enseña a prepararnos para que la
obra redentora de Cristo tenga real significación y concreción en nosotros. Hay
muchas cosas torcidas que deben enderezarse en la vida de cada uno.
Resulta indispensable
rectificar la propia conciencia. Que cada uno sea sincero consigo mismo. Es
inútil pretender manejar un auto si se tiene “trabada la dirección”. La
dirección de los actos es la propia conciencia ajustada a la Ley de Dios.
Es tiempo de que cada uno se
enfrente consigo mismo antes de enfrentarse “quijotescamente” con “molinos de
viento”, viendo siempre en los demás un enemigo real o en potencia. ¿Por qué
suponer siempre mala voluntad o torcidas intenciones en los demás si ello no es
manifiesto? Cuando nos invitan a reflexionar sobre nuestros actos, la hombría
no consiste en atrincherarnos en nuestra propia posición y estimación -sea por
el cargo o el puesto que ocupamos o la tarea que desempeñamos- si no tenemos la
valentía de enfrentarnos con nosotros mismos.
El que no se anima a destronar
de su propia vida la soberbia y el egoísmo, no pretenda ser hombre (o mujer)
cabal, y mucho menos ciudadano honrado. Un cristiano que no cumple con sus
obligaciones, es un mentiroso, y no sólo un enemigo de Cristo, sino un peligro
para la sociedad. Es tiempo ya de acabar con el consabido “slogan” de: “yo soy
cristiano, yo soy católico a mi manera”, porque hay un solo modo de serlo. O se
es cristiano y católico siempre, en todas partes y en toda ocasión, o
simplemente no se lo es. Cristianos o católicos “por temporadas” no existen.
Cielo “por temporada” no hay, como no ha infierno “por temporada”.
Empecemos cada uno, y ya
mismo, por ajustar bien nuestra vida conforme al Evangelio. Nada de
“disculparnos” o de “justificarnos” nosotros mismos. Pongámonos ante el Señor y
digámonos con sinceridad y valentía lo que Él nos diría a cada uno, en este
momento, con absoluta seguridad. ¿Estamos?
Con Dios no podemos jugar a las escondidas.
Obispo de San Rafael,
Argentina desde 1973 a 1991.
(Artículo del libro
“Mano a mano con el Obispo de San Rafael,
Ediciones Nihuil, 1988, pags.152-153)


