Con la Fiesta de Cristo Rey,
el domingo pasado, culminaba una vez más un período litúrgico de la Iglesia
Católica. Era como el remache de oro del desarrollo, en síntesis, de los
grandes misterios de la vida de Cristo vividos en el transcurso de 365 días. El
compendio de todo y el resultado definitivo: el reinado de Cristo para gloria
de Dios Padre.
Hoy comenzamos nuevamente. La
Liturgia, maestra experta en la vida de los hombres, empieza por el final. Al
iniciar un nuevo período, nos hace meditar sobre el término de nuestra vida; o
dicho de otro modo, quiere que, de cara a la muerte, tomemos los recaudos
necesarios para la vida, o mejor, aún, para que después de la muerte podamos
realmente vivir. Como la nueva planta que nace de la muerte, de la desaparición
de la semilla.
Al prepararnos para celebrar
la primera venida de Cristo en Navidad, la Liturgia intenta colocarnos en una
consciente actitud de esperanza y anhelo de la segunda venida del Señor. Con
relación a nuestra vida personal, la primera venida de Cristo se ha verificado
el día de nuestro Bautismo. Ese día Dios se hizo presente en nuestra vida. La
segunda vendida de Cristo para cada uno de nosotros, se verificará de un modo
íntimo, personal y privado, en el instante de nuestra muerte; y de un modo
público y solemne, en aquel día extraordinario cuando “aparezca el estandarte
del Hijo del hombre en el cielo, y se lamenten todas las tribus de la tierra, y
vean al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con poder y solemne
majestad. Y enviará sus ángeles con resonante trompeta y reunirá de los cuatro
vientos a sus elegidos, desde un extremo del cielo hasta el otro” (Mt 24,
30-31).
Esto es: cuando el último día resucitemos
todos para acudir al juicio universal. Entonces, a partir de ese momento, allí
donde estuvo nuestra alma después de la muerte también estará nuestro cuerpo
después de la resurrección. La semilla de nuestra vida presente o se
transformará en nueva planta de feliz eternidad, o será miserable alimento del
“gusano que no muere” (Mc 9,44), o materia que no es consumida por “el fuego
que no se apaga” (ib) de la desesperación y remordimiento.
Por tanto, salvada el alma,
todo está salvado. Perdida el alma, todo está irremediablemente perdido. El
mismo Jesús, agotando sus inagotables recursos pedagógicos, nos previene y
advierte: “Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo y perder su alma? ¿Pues
que dará el hombre a cambio de su alma?” (Mc 8, 36-37).
Considero que en la medida en
q ue jamás demos por “demasiado sabidas”
estas verdades, porque esa suele ser la más peligrosa ignorancia, y seamos
capaces de tomar en serio -sin “tremendismos”- nuestra muerte, en esa medida
realmente viviremos de acuerdo a nuestra condición de hombres, de pecadores y
de redimidos. Esta será nuestra mejor “vigilancia” y la más eficiente
“preparación” para la segunda venida de Cristo mientras celebramos su primera
venida en Navidad.
Me imagino que si esto que
Dios ofrece gratuitamente, y tan generosamente, tuviéramos que lograrlo como
una “conquista social”, con toda seguridad que “lucharíamos”, “reclamaríamos”,
emplearíamos las “huelgas”, y que se yo cuántas cosas más, para hacer valer
nuestros derechos. Sin embargo, hace casi dos mil años que tenemos el
“preaviso” de Jesús mismo, y no le damos la mayor importancia. ¡Tengamos
cuidado con el “despido” que nos puede sentenciar San Pedro!
Aprendamos bien lo que nos enseña hoy San Pablo: “Por eso, mientras esperáis la Revelación de nuestro Señor Jesucristo, no os falta ningún don de la gracias”. Esto es: mientras esperamos el retorno de Jesús, tenemos a nuestro alcance y a nuestra disposición todos los medios necesarios para vivir de tal modo que estemos siempre preparados, “siempre listos”, para cuando el Señor nos llame, en cualquier momento. No perdamos de vista nuestra muerte si queremos realmente gozar de la vida. Empecemos por el final para asegurar el principio: de Dios salimos y a El debemos volver. Para eso vino cristo en Navidad, y para eso vendrá nuevamente.
Obispo de San Rafael,
Argentina desde 1973 a 1991.
(Artículo del libro
“Mano a mano con el Obispo de San Rafael,
Ediciones Nihuil, San Rafael, Mendoza, Argentina, 1988,
pags.137-138)

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