«A tus manos encomiendo mi
espíritu: tú, el Dios leal, me librarás» (Sal 31, 6).
La Liturgia del viernes santo es una conmovedora
contemplación del misterio de la Cruz, cuyo fin no es sólo conmemorar, sino
hacer revivir a los fieles la dolorosa Pasión del Señor. Dos son los grandes
textos que la presentan: el texto profético atribuido a Isaías (Is 52, 13; 53,
12) y el texto histórico de Juan (18, 1-19, 42). La enorme distancia de más de
siete siglos que los separa queda anulada por la impresionante coincidencia de
los hechos, referidos por el profeta como descripción de los padecimientos del
Siervo del Señor, y por el Evangelista como relato de la última jornada terrena
de Jesús. «Muchos se espantaron de él —dice Isaías—, porque desfigurado no
parecía hombre… Despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de
dolores, acostumbrado a sufrimientos» (52, 14; 53, 3). Y Juan, con los demás
evangelistas, habla de Jesús traicionado, insultado, abofeteado, coronado de
espinas, escarnecido y presentado al pueblo como rey burlesco, condenado,
crucificado.
El profeta precisa la causa de tanto sufrir: «Fue
traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes», y se
indica también su valor expiatorio: «Nuestro castigo saludable vino sobre él, y
sus cicatrices nos curaron» (Is 53, 5). No falta ni siquiera la alusión al
sentido de repulsa por parte de Dios -«nosotros lo estimamos herido de Dios y
humillado» (ibid 4)- que Jesús expresó
en la cruz con este grito: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
(Mt 27, 46). Pero, sobre todo, resalta claramente la voluntariedad del
sacrificio: voluntariamente, el Siervo del Señor «entregó su vida como
expiación» (Is 53, 7. 10);
voluntariamente Cristo se entrega a los soldados después de haberlos hecho
retroceder y caer en tierra con una sola palabra (Jn 18, 6) y libremente se deja
conducir a la muerte, él, que había dicho: «Nadie me quita la vida, sino que yo
la entrego libremente» (Jn 10, 18).
El profeta vislumbró incluso la conclusión gloriosa
de este voluntario padecer: «A causa de los trabajos de su alma, verá y se
hartará… Por eso —dice el Señor— le daré una parte entre los grandes… porque
expuso su vida a la muerte» (Is 53, 11. 12). Y Jesús, aludiendo a su pasión,
dijo: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,
32). Todo esto demuestra que la Cruz de Cristo se halla en el centro mismo de
la salvación, ya prevista en el Antiguo Testamento a través de los padecimientos
del Siervo de Dios, figura del Mesías que salvaría a la humanidad, no con el
triunfo terreno, sino con el sacrificio de sí mismo. Y es éste el camino que
cada uno de los fieles debe recorrer para ser un salvado y un salvador.
Entre la lectura de Isaías y la de Juan, la Liturgia
inserta un tramo de la carta a los Hebreos (4, 14-16; 5, 7-9). Jesús, Hijo de
Dios, es presentado en su cualidad de Sumo y Único Sacerdote, no tan distante,
sin embargo, de los hombres «que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas,
sino probado en todo, igual que nosotros, excepto en el pecado». Es la prueba
de su vida terrena, y, sobre todo, de su pasión, por la que ha experimentado en
su carne inocente todas las agruras, los sufrimientos, las angustias, las
debilidades de la naturaleza Así, a un mismo tiempo, él se hace Sacerdote y
Víctima, y no ofrece en expiación de los pecados de los hombres sangre de toros
o de corderos, sino la propia sangre.
«Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y
con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la
muerte». Es un eco de la agonía en Getsemaní: «¡Abba! (Padre): tú lo puedes
todo, aparta de mí ese cáliz. Pero no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres»
(Mc 14, 36). Obedeciendo a la voluntad del Padre, se entrega a la muerte, y,
después de haber saboreado todas sus amarguras, se ve liberado de ellas por la
resurrección, convirtiéndose, «para todos los que obedecen, en autor de
salvación eterna» (Heb 5, 9). Obedecer a Cristo Sacerdote y Víctima significa
aceptar como él la cruz, abandonándose con él a la voluntad del Padre: «Padre,
a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46; cf. Salmo resp.).
Pero a la muerte de Cristo siguió inmediatamente su
glorificación. El centurión de guardia exclama: «Realmente, este hombre era
justo», y todos los presentes, «habiendo visto lo que ocurría, se volvían
dándose golpes de pecho» (Lc 23, 47-48). La Iglesia sigue el mismo itinerario,
y tras de haber llorado la muerte del Salvador, estalla en un himno de alabanza
y se postra en adoración: «Tu cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección
alabamos y glorificamos. Por el madero ha venido la alegría al mundo entero».
Con los mismos sentimientos, la Liturgia invita a los fieles a nutrirse con la
Eucaristía, que, nunca como hoy, resplandece en su realidad de memorial de la
muerte del Señor. Resuenan en el corazón las palabras de Jesús: «Esto es mi cuerpo,
que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19), y las de
Pablo: «cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la
muerte del Señor, hasta que vuelva» (1Cor 11, 26).
¡Oh Cristo Jesús,
caído bajo el peso de la cruz, yo te adoro! «Fuerza de Dios», te mostraste
abatido por la debilidad para enseñarnos la humildad y confundir nuestro
orgullo. «¡Oh Sumo Sacerdote, lleno de santidad, que pasaste por nuestras
mismas pruebas para asemejarte a nosotros y poder compadecerte de nuestras
debilidades», no me abandones a mí mismo, porque no soy más que debilidad; dame
tu fuerza para que no sucumba al pecado. (Columba Marmion, Cristo en sus
misterios, 14).
Salve, cabeza
ensangrentada, coronada de espinas, herida, rota, golpeada con una caña,
cubierta de salivazos! ¡Salve! Sobre tu manso rostro se cierne el presagio de
la muerte; tiene perdido el color, pero bajo esa espantosa palidez la corte
celestial te adora.
¡Oh santo Rostro, así
golpeado, casi abollado y atormentado por nuestros pecados, haz que a los ojos
de este indigno pecador llegue y brille una señal de tu amor! ¡He pecado,
perdóname! No me rechaces de tu lado. Mientras se acerca la muerte, inclina un
poco hacia mí tu adorable cabeza y déjala reposar entre mis brazos.
Y cuando también yo
tenga que morir, ven pronto, ¡oh Jesús! Que en la hora terrible, tu Sangre, ¡oh
Jesús!, sea mi ayuda. ¡Protégeme y líbrame! Partiré cuando tú quieras, mi amado
Jesús, pero en ese momento, acompáñame! Te estrecharé contra mí, porque me amas;
¡pero en ese momento, muéstrate a mí en esa cruz que nos salvó! (San Bernardo,
atribuido, PL 184, c. 1323-1324).
¡Oh Cruz, indecible
amor de Dios! Cruz, gloria del cielo! ¡Cruz, salvación eterna! ¡Cruz, terror de
los malvados!
Apoyo de los justos,
luz de los cristianos, ¡oh Cruz!, por ti, Dios hecho carne en la tierra se hizo
también esclavo; por ti, en el cielo, el hombre ha sido hecho rey en Dios; por
ti, y de ti, nació la verdadera luz, fue vencida la noche maldita…
Tú eres el vínculo de
la paz que une a todos los hombres en Cristo mediador. Te has convertido en la
escalera por la que el hombre sube hasta el cielo.
Sé siempre, para
nosotros, tus fieles, áncora y columna. Gobierna nuestra morada, conduce
nuestra barca. Que se afiance en la Cruz nuestra fe, que se prepare nuestra
corona en la Cruz. (San Paulino de Nola, Poema 19, PL 61, 550, BC).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.