1. En estos días de la Semana
santa la liturgia subraya con particular vigor la oposición entre la luz y las
tinieblas, entre la vida y la muerte, pero no nos deja en la duda del resultado
final: la gloria de Cristo resucitado. Mañana, la solemne celebración in cena
Domini nos introducirá en el Triduo sacro, que presentará a la contemplación de
todos los creyentes los acontecimientos centrales de la historia de la
salvación. Juntos reviviremos, con profunda participación, la pasión, la muerte
y la resurrección de Jesús.
2. En la santa misa crismal,
preludio matutino del Jueves santo, se reunirán, mañana por la mañana, los
presbíteros con su obispo. Durante una significativa celebración eucarística,
que tradicionalmente tiene lugar en las catedrales diocesanas, se bendecirán el
óleo de los enfermos y el de los catecúmenos, y se consagrará el crisma. Esos
ritos significan simbólicamente la plenitud del sacerdocio de Cristo y la
comunión eclesial que debe animar al pueblo cristiano, congregado por el
sacrificio eucarístico y vivificado en la unidad por el don del Espíritu Santo.
Mañana, por la tarde,
celebraremos, con sentimientos de gratitud, el momento de la institución de la
Eucaristía. En la última cena, el Señor, «habiendo amado a los suyos, que
estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1) y, precisamente cuando
Judas se disponía a traicionarlo y se hacía noche en su corazón, la
misericordia divina triunfaba sobre el odio, la vida sobre la muerte: «Jesús
tomó pan y lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo:
"Tomad y comed, éste es mi cuerpo". Tomó luego el cáliz y, dando
gracias, se lo dio diciendo: "Bebed todos de él, porque ésta es mi sangre
de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados"»
(Mt 26, 26-28).
Así pues, la alianza nueva y
eterna de Dios con el hombre está escrita con caracteres indelebles en la
sangre de Cristo, cordero manso y humilde, inmolado libremente para expiar los
pecados del mundo. Al final de la celebración, la Iglesia nos invitará a una
prolongada adoración de la Eucaristía, para meditar en este extraordinario e
inconmensurable misterio de amor.
3. El Viernes santo se
caracteriza por el relato de la pasión y por la contemplación de la cruz. En
ella se revela plenamente la misericordia del Padre. La liturgia nos invita a
rezar así: «Cuando nosotros estábamos perdidos y éramos incapaces de volver a
ti, nos amaste hasta el extremo. Tu Hijo, que es el único justo, se entregó a
sí mismo en nuestras manos para ser clavado en la cruz» (Misal Romano, Plegaria
eucarística sobre la reconciliación I). Es tan grande la emoción que suscita
este misterio, que el apóstol Pedro, escribiendo a los fieles de Asia menor,
exclamaba: «Sabéis que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de
vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa,
como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo» (1 P 1, 18-19).
Por esto, después de proclamar
la pasión del Señor, la Iglesia pone en el centro de la liturgia del Viernes
santo la adoración de la cruz, que no es símbolo de muerte, sino manantial de
vida auténtica. En este día, rebosante de emoción espiritual, se yergue sobre
el mundo la cruz de Cristo, emblema de esperanza para todos los que acogen con
fe este misterio en su vida.
4. Meditando en estas
realidades sobrenaturales, entraremos en el silencio del Sábado santo, a la
espera del triunfo glorioso de Cristo en la resurrección. Junto al sepulcro
podremos reflexionar en la tragedia de una humanidad que, privada de su Señor,
se ve inevitablemente dominada por la soledad y el desconsuelo. Replegado en sí
mismo, el hombre se siente privado de todo anhelo de esperanza ante el dolor,
ante las derrotas de la vida y, especialmente, ante la muerte. ¿Qué hacer? Es
preciso estar a la espera de la resurrección. De acuerdo con una antigua y
extendida tradición, estará a nuestro lado la Virgen María, Madre dolorosa,
Madre de Cristo inmolado.
Con todo, en la noche del
Sábado santo, durante la solemne Vigilia pascual, madre de todas las vigilias,
el silencio quedará roto por el canto de gozo: el Exsultet. Una vez más se
proclamará la victoria de la luz sobre las tinieblas, de la vida sobre la muerte,
y la Iglesia se alegrará en el encuentro con su Señor.
Así entraremos en el clima de
la Pascua de Resurrección, día sin fin que el Señor inaugura resucitando de
entre los muertos.
Amadísimos hermanos y
hermanas, abramos nuestro corazón a la gracia divina y dispongámonos a seguir a
Jesús en su pasión y muerte, para entrar con él en la alegría de la
resurrección.
Con estos sentimientos, deseo
a todos un fructuoso Triduo pascual y una santa y feliz Pascua.
San Juan Pablo II
Audiencia General
Miércoles 8 de abril de 1998