miércoles, 5 de abril de 2023

SEMANA SANTA: MIÉRCOLES SANTO, la hora de las tinieblas

 


«¡Señor, ten piedad de mí! ¡Sana mi alma, porque he pecado contra ti!» (Sal 41, 5).

«Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar» (Jn 13, 21; Mt 26, 21); las mismas palabras referidas por Juan, las relata Mateo, el cual añade otros detalles. No sólo era Pedro quien deseaba saber quién sería el traidor, sino también los demás estaban ansiosos por saberlo, y «consternados, se pusieron a preguntarle uno tras otro: ¿Soy yo acaso, Señor?» (Mt 26, 22). Hasta Judas se atreve a hacer la misma pregunta. Jesús se lo había indicado veladamente a Juan: «Aquél a quien yo le dé este trozo de pan untado» (Jn 13, 26). y a la pregunta de todos había contestado de un modo indirecto: «El que ha mojado en la misma fuente que yo, ése me va a entregar» (Mt 26, 23). Pero Judas, que con cínica desenvoltura se sienta a la mesa como amigo mientras trama la traición y acepta sin temblar el revelador trozo de pan untado, no consigue permanecer encubierto; él mismo provoca la denuncia. «¿Soy yo acaso, Maestro?»; y Jesús le responde: «Así es» (ibid 25). El Maestro se ve ahora obligado a decir abiertamente lo que hasta entonces había callado con piadosa delicadeza.

Aun conociendo las intenciones de Judas, Jesús le había escogido y amado como a los demás, y le había advertido también; las palabras pronunciadas cerca de un año antes: «¿No he elegido yo a los doce? Y uno de vosotros es un diablo» (Jn 6, 70), habían sido dichas por él para ponerle sobre aviso. Durante la cena, para designarlo, el Señor recurrió a un gesto de amistad -el trozo de pan untado y ofrecido- que quería ser un tácito llamamiento; y en el huerto de los olivos hará una última tentativa para apartarlo del abismo, no rechazando, antes bien aceptando el beso del traidor. Pero Judas está ya poseído por el Maligno al que se ha entregado por treinta monedas de plata. Y Jesús se ve obligado a declarar: «El Hijo del Hombre se va…, pero ¡ay del que va a entregar al Hijo del Hombre!» (Mt 26, 24).

Palabras graves, que revelan la tremenda responsabilidad del traidor. Judas ha seguido al Maestro, no por amor, sino por egoísmo, con la mira puesta en intereses materiales; la codicia le ha vuelto ladrón: comenzó robando algunas monedas, y luego por algunas monedas traicionó a quien no le interesaba ya porque no le daba esperanza alguna de ventajas terrenas. Así se hacían verdad las palabras del salmo: «Aun el que tenía paz conmigo, aquél en quien me confiaba y comía mi pan, alzó contra mí su calcañal» (Sal 41, 10).

«Por ti he aguantado afrentas, la vergüenza cubrió mi rostro… La afrenta me destroza el corazón, y desfallezco. Espero compasión, y no la hay, consoladores, y no los encuentro» (Sal 69, 8. 21). En los días consagrados al misterio de la Pasión, las palabras del salmista resuenan como un lamento de Cristo expuesto a la infamia, calumniado y torturado, abandonado por todos, traicionado por los amigos. «Esta es vuestra hora: la del poder de las tinieblas» (Lc 22, 53), dijo el Señor en el momento de su captura. La hora en la que la traición se hace entrega a los tribunales, condena a muerte, crucifixión. Pero es también la hora fijada por el Padre para la consumación de su sacrificio, y por lo tanto la hora esperada por Cristo con vivo deseo: «Tengo que pasar por un bautismo [el bautismo de sangre de su pasión], ¡y qué angustia hasta que se cumpla!» (Lc 12, 50). Y también: «He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros antes de padecer» (ibid 22, 15), y se trataba de la Pascua que anticipaba en la Cena eucarística su sacrificio.

El sacrificio de Cristo suponía un traidor. Esto estaba previsto por las Escrituras; éstas, sin embargo, no determinaron la traición, pero la anunciaron precisamente porque había de acaecer. Y aunque todo estaba preordenado por Dios, que tanto ha amado al mundo hasta entregar a su propio Hijo para salvarlo, no por eso está sin culpa el hombre que voluntariamente se hizo traidor. «¿Qué puede aducir Judas sino el pecado?, —dice san Agustín—. Al poner a Cristo en manos de los judíos, él no pensó, ciertamente, en nuestra salvación, por la cual, sin embargo, Cristo se dejó entregar al poder de sus enemigos. Judas pensó en el dinero que ganaría, y halló en él la ruina de su alma» (In loan 62, 4).

El acto infame sirvió a los planes de Dios para conducir a Cristo a su pasión. «Judas entregó a Cristo, y Cristo se entregó por sí mismo: Judas para realizar su horrible tráfico, Cristo para realizar nuestra redención» (ibid). La pasión de Cristo, aun en esta concurrencia de causas divinas y humanas, es un misterio inefable: es preferible contemplarlo en la oración a considerarlo según la lógica humana. Y cada uno queda advertido, pues en todo hombre puede, de alguna manera, esconderse un traidor. Pero el perdón concedido a Pedro y al buen ladrón está ahí, para testimoniar que en el corazón destrozado de Cristo hay un amor infinito, capaz de destruir cualquier pecado confesado y llorado.

 

¡Oh Jesús, qué excesiva fue tu bondad para con el duro discípulo!… Aunque no me expliques la impiedad del traidor, me impresiona infinitamente más tu dulcísima mansedumbre, ¡oh Cordero de Dios! Esta mansedumbre se nos da a nosotros por modelo… He aquí, ¡oh Señor!, que el hombre de las confidencias únicas, el hombre que parecía tan unido a ti, tu consejero y tu íntimo, el hombre que saboreó tu pan, el hombre que en la santa cena comió contigo las dulces viandas, ese hombre descargó contra ti el golpe de la iniquidad. Y no obstante…, tú, mansísimo Cordero…, no vacilaste en entregar tu rostro a la maliciosísima boca, a la boca que, en el momento de la traición, te besó… Nada le ahorraste, nada le negaste que pudiera suavizar la pertinacia de un corazón malo (El madero de la  vida, 17).

¡Cuántos son, buen Jesús, los que te golpean! Te golpea tu Padre, porque no te perdonó, sino que te entregó como víctima por todos nosotros. Y te golpeas tú mismo, ofreciendo a la muerte tu vida, la que ninguno puede quitarte, si tú no quieres. Te golpea, además, el discípulo que te traiciona con un beso. Te golpea el judío con patadas y bofetadas; y te golpean los gentiles con azotes y con clavos. ¡Mira, cuántas personas, cuántas humillaciones, cuántos verdugos!

¡Y cuántos los que te entregan! El Padre celestial te entregó por todos nosotros: y tú te entregaste a ti mismo, como gozosamente cantaba san Pablo: «Me amó hasta en regarse por mí». ¡Qué cambio realmente maravilloso! Se entregó a sí mismo el Señor por el siervo, Dios por el hombre, el Criador por la criatura, el Inocente por el pecador. (San Buenaventura, La vid mística. Opúsculos místicos).

Benigno Señor mío, ¿Cómo podré darte gracias por soportarme, a mí, que he obrado mil veces peor que Judas? A él le hiciste tu discípulo, y a mí tu esposa e hija… ¡Oh Jesús mío!, yo te he traicionado, no una sola vez como él, sino miles e infinitas veces… ¿Quién te crucificó? Yo. ¿Quién te azotó atado a la columna? Yo. ¿Quién te coronó de espinas? Yo. ¿Quién te dio a beber vinagre y hiel? Yo. Señor mío, ¿sabes por qué te digo todas estas cosas?  Porque he comprendido… con tu luz, que mucho más te afligieron y dolieron los pecados mortales que yo he cometido, que lo que te afligieron y dolieron todos aquellos tormentos. (Beata Camila Da Varano, Los dolores mentales de Jesús, 8).

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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