«¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre» (Sal 116, 12-13).
La celebración del misterio pascual, centro y vértice de la historia de la salvación, se abre con la Misa vespertina del jueves santo, que conmemora la Cena del Señor.
Todas las lecturas se centran en el tema de la cena pascual. El tramo del Éxodo (12, 1-8; 11-14) nos recuerda la antigua institución, establecida cuando Dios ordenó a los Hebreos que inmolasen en cada familia «un animal sin defecto [macho, de un año, cordero o cabrito], que rociasen con la sangre las dos jambas y el dintel de las casas para librarse del exterminio de los primogénitos, y que lo comiesen a toda prisa y en atuendo de caminantes. En aquella misma noche, preservados por la sangre del cordero y nutridos con sus carnes, iniciarían la marcha hacia la tierra prometida. El rito había de repetirse cada año en recuerdo de tal hecho. «Es la Pascua [fiesta] en honor del Señor» (Ex 12, 11), que conmemora «el Paso del Señor» por en medio de Israel para liberarlo de la esclavitud de Egipto.
Jesús elige la celebración de la pascua judía para instituir la nueva, su Pascua, en la que él es el verdadero «cordero sin defecto» inmolado y consumado por la salvación del mundo. Y desde el momento en que se sienta a la mesa con los suyos, inicia el nuevo rito. «El Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo -se lee en la segunda lectura (1Cor 11, 23-26)- tomó pan y, pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros…» Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre»». Aquel pan milagrosamente trasformado en el Cuerpo de Cristo, y aquel cáliz que ya no contiene vino, sino la Sangre de Cristo, ambos ofrecidos, pero separadamente ofrecidos, eran, en aquella noche, el anuncio y anticipo de la muerte del Señor, en la que derramaría toda su Sangre, y son hoy su vivo memorial. «Haced esto en memoria mía».
Bajo esta luz presenta san Pablo la Eucaristía cuando dice: «cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor». La Eucaristía es «pan vivo» que da la vida eterna a los hombres (Jn 6, 51), porque es el «memorial» de la muerte de Cristo, porque es su Cuerpo «entregado» en sacrificio, y es su Sangre «derramada por todos para el perdón de los pecados» (Lc 22, 19; Mt 26, 28). Nutridos con el Cuerpo de Cristo y lavados con su Sangre, los hombres pueden soportar las asperezas del viaje terreno, pasar de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios, de la travesía fatigosa del desierto a la tierra prometida: la casa del Padre.
«Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo… Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi Sangre» (Misal Romano). Si la costumbre hubiera amortiguado en los creyentes la vitalidad de la fe, la Liturgia de este día les invita a reavivarse, a penetrar con la más profunda y amorosa de las miradas la inefable realidad del misterio que se realizó por vez primera en el cenáculo ante las miradas atónitas dé los discípulos y que hoy se renueva del mismo modo concreto que entonces. Sigue siendo el Señor Jesús quien, en la persona de su ministro, realiza el gesto consagratorio, y hoy, aniversario de la institución de la Eucaristía y vigilia de la muerte del Señor, todo eso adquiere una actualidad impresionante.
Jesús «habiendo amado a los suyos… los amó hasta el extremo», dice Juan prologando el relato de la última cena (3ra lectura: Jn 13, 1-15); «en la noche en que iban a entregarlo», precisa Pablo refiriendo la institución de la Eucaristía. Tremendo contraste: por parte de Cristo, el amor infinito, «hasta el extremo», hasta la muerte; por parte de los hombres, la traición, la negación, el abandono. La Eucaristía es la respuesta que da el Señor a la traición de sus criaturas. Parece estar impaciente por salvar a los hombres, tan débiles y perjuros, y anticipa místicamente su muerte ofreciéndoles como nutrimiento ese cuerpo que en breve sacrificará en la cruz y esa sangre que derramará hasta la última gota. Y si dentro de pocas horas la muerte le arrebatará de la tierra, en la Eucaristía, sin embargo, se perpetuará su presencia viva y real hasta el fin de los siglos.
Pero juntamente con el sacramento del amor, Jesús deja a la Iglesia el testamento del amor: su «mandato nuevo». De repente, los Doce ven que el Maestro se arrodilla delante de ellos en la actitud de un siervo: «echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos». La escena se concluye con una advertencia: «Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros». No se trata tanto de imitar el gesto material, cuanto la actitud de humildad sincera en las relaciones recíprocas, considerándose y comportándose los unos como siervos de los demás. Sólo esta humildad hace posible el cumplimiento del precepto que Jesús está a punto de dar: «Os doy el mandato nuevo: que os améis mutuamente corno yo os he amado» (ibid 34). El lavatorio de los pies, la institución de la Eucaristía, la muerte de cruz, indican cómo y hasta qué punto hay que amar a los hermanos para realizar y hacer verdad el precepto del Señor.
¡Oh buen Jesús!, para ejercitarnos en el amor tomaste la resolución de permanecer siempre entre nosotros… Sin embargo, ya preveías la suerte que te esperaba entre los hombres, los desacatos y ultrajes que habrías de sufrir. ¡Oh Eterno Padre!, ¿Cómo has podido permitir que tu Hijo permaneciese en medio de nosotros para sufrir cada día un nuevo género de injurias? ¡Oh Dios mío! ¡Qué exceso de amor en aquel Hijo! ¡Y qué exceso también en aquel Padre!
¡Oh Eterno Padre!, ¿Cómo aceptaste que tu Hijo quedase en manos tan enemigas como las nuestras? ¿Es posible que tu ternura permita que esté expuesto cada día a tan malos tratos? ¿Por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa? ¿No ha de haber quien hable por este amantísimo Cordero?
¡Oh Padre santo que estás en los cielos!…, si tu Hijo divino no dejó nada por hacer para darnos a nosotros, pobres pecadores, un don tan grande como el de la Eucaristía, no permitas, ¡oh misericordiosísimo Señor!, que sea tan maltratado. Él se quedó entre nosotros de un modo tan admirable, que le podemos ofrecer en sacrificio cuantas veces queramos. Pues bien, que por este augustísimo sacrificio se ponga fin a la muchedumbre de pecados e irreverencias que se cometen hasta en el lugar mismo donde mora este Santísimo Sacramento. (Cf. Santa Teresa de Jesús, Camino, 33, 2, 4; 35, 3).
Es justo y necesario darte gracias, Padre Santo, por Cristo nuestro Señor. El, verdadero y único sacerdote, al instituir el sacrificio de la eterna alianza, se ofreció a sí mismo como víctima de salvación, y nos mandó perpetuar esta ofrenda en conmemoración suya. Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica.
Te pedimos, ¡oh Padre!, que la celebración de estos santos misterios nos lleve a alcanzar la plenitud de amor y de vida. (Cf. Misal Romano, Prefacio y Colecta).
Ven, Jesús, tengo los pies sucios. Hazte siervo por mí. Echa agua en la jofaina; ven, lávame los pies. Lo sé, temerario lo que te digo, pero temo la amenaza de tus palabras: «Si no te lavo los pies, no tienes nada que ver conmigo». Lávame, pues, los pies, para que tenga algo que ver contigo. ¡Pero qué digo, ¿lávame los pies?! Eso lo pudo decir Pedro, que no necesitaba lavarse más que los pies, porque todo él estaba limpio. Yo, más bien, una vez lavado, necesito ese otro bautismo del que tú, Señor, dices: «Tengo que pasar por un bautismo». (Orígenes, de Oraciones de los primeros cristianos, 63).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.
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