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domingo, 20 de julio de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 16º Domingo del Tiempo Ordinario: “Sólo una cosa es necesaria”

 

«Señor mío..., te ruego no pases de largo junto a tu siervo» (Gn 18, 3).

La presencia de Dios entre los hombres y la hospitalidad a él ofrecida por éstos, son el tema sugestivo de la primera lectura y del Evangelio del día.

En la primera lectura (Gn 18, 1-10a) tenemos la singular aparición de Yahvé a Abrahán por medio de tres misteriosos personajes, portadores visibles de la invisible majestad de Dios. La premura excepcional con que Abrahán los acoje y el generoso banquete que les prepara revelan en el patriarca la intuición de un suceso extraordinario, divino. «Señor mío -dice postrándose hasta la tierra-, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo» (ib 3). Más que una invitación, estas palabras son una súplica reveladora de su ansia de hospedar al Señor, acogerlo en su tienda y tenerlo junto a sí.

Abrahán se muestra también aquí como «el amigo de Dios» (Is 41,8) que trata con él con sumo respeto y, al mismo tiempo, con confianza humilde y vivo deseo de servirle. Terminada la comida, la promesa de un hijo, a pesar de la avanzada edad de Abrahán y de Sara, descubre claramente la naturaleza sobrenatural de los tres personajes, uno de los cuales habla como hablaría Dios mismo (ib 13). Una tradición cristiana antigua ha visto en esta aparición -tres hombres saludados por Abrahán como si fuesen una sola persona- una figura de la Santísima Trinidad. Como quiera que sea es cierto que «el Señor se apareció a Abrahán junto a la encina de Mambré» (ib 1), le habló y trató familiarmente hasta sentarse a su mesa.

También el Evangelio del día (Lc 10, 38-42) muestra a Dios sentado a la mesa del hombre, pero con una circunstancia absolutamente nueva, la de su Hijo hecho carne, venido a habitar en medio de los hombres. La escena tiene lugar en Betania, en casa de Marta, donde Jesús es acogido con una premura muy similar a la de Abrahán con sus visitantes. Como él, Marta se apresura a preparar un convite desacostumbrado; pero su solicitud no es compartida por su hermana, la cual, imitando más bien el ansia de Abrahán de conversar con Dios, aprovecha la visita del Maestro para sentarse a sus pies y escucharlo. En realidad, aunque las intenciones de Marta sean óptimas y su afanarse sea expresión de amor, hay un modo mejor de acoger al Señor, como él mismo lo declara, y es el elegido por María.

En efecto, cuando Dios visita al hombre, lo hace sobre todo para traerle sus dones, su palabra; y nadie afirmará que sea más importante afanarse que escuchar la palabra del Señor. Siempre valdrá más lo que Dios hace y dice a los hombres que lo que éstos pueden hacer por él. «Marta, Marta: andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria» (ib 41-24). Tan necesaria es, que sin ella no hay salvación, porque la palabra de Dios es palabra de vida eterna, y es de necesidad absoluta escucharla. Lo que salva al hombre no es la multiplicidad de las obras, sino la palabra de Dios escuchada con amor y vivida con fidelidad. «María ha escogido la parte mejor» (ib 42).

Esta elección no es patrimonio exclusivo de los contemplativos, sino que todo cristiano debe -en cierta medida- hacerla suya, no presumiendo darse a la acción sin haber profundizado antes la palabra de Dios en la oración. Sólo así será capaz de vivir el Evangelio, aunque el hacerlo le resulte arduo y le exija sacrificios. San Pablo podía decir con alegría: «completo en mi carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia» (CI 1, 24; 2.a lectura), porque había meditado a fondo el evangelio de la cruz o, habiendo penetrado el misterio de Cristo, había encontrado fuerza para revivirlo en sí mismo.

 

Oye, Señor, la voz interior que dirigí a tus oídos con esfuerzo animoso. Compadécete de mí y óyeme. A ti dirijo mi corazón: Busqué tu rostro. No me presenté a los hombres, sino que en lo escondido, donde sólo oyes tú, te dijo mi corazón: Busqué tu rostro, no algún premio fuera de ti. Buscaré, Señor, tu rostro, perseveraré en la búsqueda incansablemente. No buscaré a algo vil, oh Señor, sino tu rostro, a fin de amarte gratis, porque no encuentro cosa más estimable. (San Agustín, In Ps, 26, I, 7-8).

¡Oh Señor! Dame el anhelo de escucharte. Existe a veces una necesidad tan imperiosa de callar, que una quisiera permanecer como María Magdalena, ese maravilloso ejemplo de vida contemplativa, a tus pies, ¡oh divino Maestro!, ávida de conocerlo todo, de penetrar cada vez más, en el misterio del amor que has venido a revelarnos. Haz que durante los momentos de actividad, mientras desempeño el oficio de Marta, mi alma pueda permanecer siempre adorante, inmersa, como María Magdalena, en tu contemplación, bebiendo ininterrumpidamente de esta fuente como un sediento. Así es como entiendo yo, Señor, el apostolado: podré irradiarte, darte a las almas, cuando esté en contacto continuo con esta divina fuente. Haz que me compenetre tan profundamente contigo, Maestro divino, que permanezca en íntima unión con tu alma y me identifique con todos tus sentimientos, para luego vivir como tú, cumpliendo la voluntad del Padre. (Cf. Isabel de la Trinidad, Cartas, 137).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 13 de julio de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 15º Domingo del Tiempo Ordinario: ¿Qué he de hacer para ganar la vida eterna?

 

“Esté tu palabra, Señor, en mi boca y en mi corazón para ponerla en práctica” (Dt 30, 14).

La ley de Dios es el gozne sobre el que gira la Liturgia de hoy. “Escucha la voz del Señor tu Dios, guardando sus preceptos y mandatos” (Dt 30, 10). Dios no se ha quedado extraño a la vida del hombre, sino que se ha inclinado sobre él, ha pactado con él una alianza y le ha manifestado su voluntad por la ley. No es una ley abstracta, impuesta sólo desde fuera, sino escrita en el corazón del hombre desde el primer momento de la creación; una ley, por lo tanto, acorde con su naturaleza, coincidente con sus exigencias esenciales y apta para conducirlo a la plena realización de sí según el fin que Dios le ha asignado.

“El precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda ni inalcanzable –dice el sagrado texto-. Está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo” (ib 11. 14). Esa palabra se hizo luego inefablemente cercana al hombre cuando la Palabra eterna de Dios, su Verbo, se hizo carne y vino a plantar su tienda en medio de los hombres, revelándoles del modo más pleno la voluntad divina expresada en los mandamientos y enseñándoles a practicarlos con perfección.

El Evangelio del día (Lc 10, 25-37) presenta justamente a Jesús al habla con un doctor de la ley acerca del mandamiento primero: el amor a Dios y al prójimo. El doctor interroga al Maestro no por deseo de aprender, sino “para ponerlo a prueba” (ib 25), y termina su consulta preguntándole: “¿Y quién es mi prójimo?” (ib 29). Jesús no le responde con una definición, sino con la historia de un hombre caído en manos de bandoleros, despojado y abandonado medio muerto en el camino. Dos individuos pasan al lado –un sacerdote y un levita-, lo ven, pero siguen adelante sin cuidarse de él; sólo un samaritano se detiene compasivo y le socorre.

La conclusión es clara: no hay que hacer distinciones de religión, ni de raza, ni de amigo o enemigo; todo hombre necesitado de ayuda es “prójimo” y debe ser amado como se ama cada uno a sí mismo. Más aún, la parábola obliga al doctor de la ley a reconocer que quien ha cumplido la ley ha sido no un hombre instruido especialmente en ella -como el sacerdote o el levita-, sino por un samaritano, tenido por los judíos como incrédulo y pecador; y éste precisamente es propuesto como modelo al que, con mentalidad farisaica, se considera justo, impecable y observante de la ley.

“Anda, haz tú lo mismo” (ib 37), le dice Jesús. Poco importa, en efecto, conocer la moral a la perfección, discutir y filosofar en torno a ella, cuando no se sabe cumplir los deberes más elementales en casos tan claros y urgentes como el propuesto por la parábola. El que tiene el corazón duro y es egoísta, siempre hallará mil excusas para eximirse de la ayuda al prójimo, sobre todo cuando el hacerlo le sea incómodo y le exija sacrificio.

La segunda lectura (Col 1, 15-20) trata un argumento del todo diferente; celebra las grandezas de Cristo: su primado absoluto sobre todas las criaturas, creadas “por él y para él” (ib 16), y su soberanía sobre los hombres, reconciliados con Dios “por medio de él” y redimidos “por la sangre de su cruz” (ib 20). Con todo es posible ponerlo en relación con el Evangelio del día: Jesús, que es “imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura”, quiere ser reconocido y amado por los hombres en una imagen tan humilde y tan visible como el prójimo. “Lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40); es como decir que el cristiano tiene que amar al prójimo no sólo como a sí mismo, sino como está obligado a amar a su Señor.

 

“Oh Dios, que muestras a los errantes la luz de tu verdad para que puedan volver al camino recto; concede a todos los que se profesan cristianos rechazar lo que es contrario a este nombre y seguir, lo que le es conforme. (Misal Romano, Colecta).

“Oh caridad, tú eres el dulce y santo lazo que une al alma con su Creador; tú unes a Dios con el hombre y al hombre con Dios. Oh caridad inestimable, tú has tenido clavado sobre el árbol de la santísima cruz al Dios-hombre; tú reúnes a los enemistados, unes a los separados, enriqueces a los que son pobres de virtud porque das vida a todas las virtudes. Tú das la paz y destruyes la guerra; das paciencia, fortaleza y larga perseverancia en toda buena obra; nunca te cansas y nunca te separas del amor de Dios y del prójimo, ni por penas ni por aflicciones, ni por injurias, escarnios o villanías. Tú ensanchas el corazón, el cual acoge a amigos y enemigos y a toda criatura, porque se ha revestido del afecto de Cristo y le sigue a él.

¡Oh Cristo, dulce Jesús! Concédeme esa inefable caridad, para que sea perseverante y nunca cambie, porque quien posee la caridad está fundado en ti, piedra viva, es decir, ha aprendido de ti a amar a su Creador, siguiendo tus huellas. En ti leo la regla y la doctrina que me conviene tener, porque tú eres el camino, la verdad y la vida; por donde, leyendo en ti, que eres libro de vida, podré andar el camino recto y atender sólo al amor a Dios y a la salvación de mi prójimo” (Santa Catalina de Siena, Epistolario, 7).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


domingo, 6 de julio de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 14º Domingo del Tiempo Ordinario: Paz de Cristo y tribulación del mundo

 

«Señor de la Paz, concédenos la paz siempre y en todos los órdenes» (2 Ts 3, 16).

El tema de la paz emerge de las lecturas de hoy donde se la presenta en sus múltiples aspectos.

La primera lectura (Is 66, 10-14c) habla de ella como síntesis de los bienes -gozo, seguridad, prosperidad, tranquilidad, consuelo- prometidos por Dios a Jerusalén restaurada tras el destierro de Babilonia. “Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz; como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones… Como un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo” (ib 12-13). Se ve claro por el contexto que se trata de un don divino, característico de la era mesiánica. Será Jesús el portador de esa paz que es a un tiempo gracia, salvación y felicidad eterna no sólo para los individuos sino para todo el pueblo de Dios que confluirá de todas las partes del mundo a la Jerusalén celestial, el reino de la paz perfecta.

Pero también la Iglesia, la nueva Jerusalén terrena, posee ya el tesoro de la paz ofrecido por Jesús a los hombres de buena voluntad y tiene la misión de difundirla en el mundo. Este fue el encargo confiado por el Salvador a los setenta y dos discípulos enviados a predicar el Reino de Dios (cfr. Evangelio de la Santa Misa de hoy: Lc 10, 1-12. 17-20). “Poneos en camino. Mirad que os mando como corderos en medio de lobos” (ib 3). Esta expresión indica precisamente una misión de mansedumbre, de bondad y de paz semejante a la de Jesús, “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29), no condenando a los pecadores, sino inmolándose a sí mismo, estableciendo la paz mediante la sangre de su cruz.

“Cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a esta casa. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros” (Lc 10, 5-6). No se trata de un simple saludo augural, sino de una bendición divina obradora de bien y de salvación. Donde “descansa” la paz de Jesús que ha reconciliado a los hombres con Dios y entre sí, descansa la salvación. El hombre que la acoge está en paz con Dios y con los hermanos, vive en la gracia y el amor y está a salvo del pecado. Esta paz se posa sobre la “gente de paz”, o sea sobre los que llamados por Dios a la salvación, corresponden a la invitación aceptando sus exigencias; esos son los herederos afortunados de la paz de Cristo y de los bienes mesiánicos.

Pero Jesús advierte que no espere nadie una paz parecida a la que ofrece el mundo, promesa ilusoria de una felicidad exenta de todo mal. “No se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14, 27), ha dicho él; porque su paz es tan profunda que puede coexistir hasta con las tribulaciones más punzantes. Si el mundo se mofa de esa paz y la rechaza, los discípulos, aunque sufriendo por el rechazo, no pierden la paz interior ni dejan de anunciar “el Evangelio de la paz” (Ef 6, 15). Humildes, pobres, sin pretensiones y contentos con cubrir las necesidades de la vida (Lc 10, 4. 7-8), continúan en el mundo la misión de Jesús ofreciendo a quien quiera acogerla “la buena noticia de la paz” (Hc 10, 36).

San Pablo (segunda lectura: Gál 6, 14-18) es el prototipo. En su apostolado, no busca otro apoyo ni otra gloria que “la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (ib 14), por la cual se considera crucificado a todo cuanto el mundo puede ofrecerle: ventajas materiales, gloria, acomodo. El mundo no tiene atractivo para quien se ha dejado fascinar por el Crucificado y se complace en llevar sobre su cuerpo “las marcas de Jesús” (ib 17). Tiene, pues, derecho a que le dejen tranquilo en la paz de su Señor, la que invoca para sí y para cuantos sigan su ejemplo: “La paz y la misericordia de Dios venga sobre todos los que se ajustan a esta norma” (ib 16).

 

“Oh Dios, que por medio de la humillación de tu Hijo has levantado el mundo, danos tu gozo, para que libres de la opresión de la culpa, podamos gozar de la felicidad sin fin” (Misal Romano, Oración Colecta).

“Señor, Dios omnipotente, Jesucristo, rey de la gloria, tú eres la verdadera paz, la caridad eterna, ilumina, te lo ruego, con la luz de tu paz el fondo de nuestras almas, purifica nuestra conciencia con la dulzura de tu amor. Concédenos ser hombres de paz, desearte a ti, príncipe de la paz, y estar protegidos y custodiados de continuo por ti contra los peligros del mundo. Haz que bajo las alas de tu benevolencia, busquemos la paz con todas las fuerzas de nuestro corazón, así podremos ser acogidos en los gozos eternos cuando vuelvas a recompensar a los que lo merecen.

Señor Jesucristo, tú eres la paz de todos los hombres: los que te hallan, hallan el descanso; los que te abandonan son heridos por los males más implacables. Concédenos, Señor, te lo rogamos que no demos el beso de Judas; concédenos la paz que tu sacramento ha prescrito a los demás apóstoles difundir. Haz que tu Iglesia halle en nosotros, durante el curso de nuestra vida terrena, hombres de paz, para loar tu bondad y así compartamos un día la felicidad que no tiene fin” (Prières eucharistiques, 64a; 93).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


domingo, 22 de junio de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C: Corpus Christi

 

«Que tenga yo hambre de ti, "Pan de vida"» (Jn 6, 48).

La solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo es presentada hoy por la Liturgia en relación con el sacerdocio de Cristo, cuyo don supremo es la Eucaristía: Sacrificio ofrecido al Padre y Banquete servido a los hombres.

La primera lectura (Gn 14, 18-20) recuerda la más antigua figura de Cristo Sacerdote: Melquisedec, rey de Salem y sacerdote «del Dios altísimo» que, en acción de gracias a Dios por la victoria de Abrahán, ofrece un sacrificio de «pan y vino», símbolo de la Eucaristía. Sobre este personaje misterioso del que la Biblia no da indicación alguna ni acerca de su origen ni acerca de su muerte, escribe San Pablo: «sin padre, ni madre, ni genealogía, sin comienzo de días, ni fin de vida, asemejado al Hijo de Dios permanece sacerdote para siempre» (Hb 7, 3). Melquisedec es llamado «sacerdote para siempre» porque de él no se conoce ni el principio ni el fin. Con mayor razón conviene este título a Cristo, cuyo sacerdocio no tiene origen humano sino divino, y por tanto es eterno en el sentido más absoluto. A él le aplica la Iglesia el versículo que se repite hoy en el salmo responsorial: «Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec». En el Nuevo Testamento, acabado el sacerdocio levítico, queda sólo el sacerdocio eterno de Cristo que se prolonga en el tiempo por el sacerdocio católico.

La segunda lectura (1 Cr 11, 23-26) presenta a Cristo Sacerdote en el acto de instituir la Eucaristía, Sacrificio del Nuevo Testamento. La relación es la transmitida por el Apóstol según la tradición «que procede del Señor» (ib 23). Como Melquisedec, Jesús ofreció «pan y vino», pero su bendición realizó el gran milagro: «Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros... Esta copa es la nueva Alianza sellada con mi sangre» (ib 24-25). Ya no es pan, sino verdadero Cuerpo de Cristo; ya no es vino, sino verdadera Sangre. Jesús anticipa en la Eucaristía lo que cumplirá en el Calvario en sus miembros rotos, y anticipándolo lo deja en testamento a los suyos como memorial de su Pasión: «Haced esto... en memoria mía» (ib). Por eso, concluye San Pablo, «cada vez que coméis de este pan y bebéis de la copa, proclamaréis la muerte del Señor hasta que vuelva» (ib 26). No es una «memoria» que se limita a evocar un suceso, ni es una proclamación de solas palabras, porque la Eucaristía hace actualmente presente, aunque en forma sacramental el Sacrificio de la Cruz y el convite de la última Cena. La misma realidad se ofrece a los fieles de todos los tiempos, para que puedan unirse al Sacrificio de Cristo y alimentarse de su Sangre «hasta que venga» (MR).

La Eucaristía como banquete es el argumento tratado por el Evangelio del día bajo la figura transparente de la multiplicación de los panes (Lc 9, 11b-17). No tenemos aquí sólo el lejano simbolismo del pan y del vino ofrecidos por Melquisedec, sino una acción de Jesús que es preludio evidente de la Cena eucarística. Jesús toma los panes, eleva los ojos al cielo, los bendice, los parte y los distribuye; gestos todos que repetirá en el Cenáculo cuando cambie el pan en su cuerpo. Otro detalle llama la atención: los panes se multiplican en sus manos y de éstos pasan a las de los discípulos que los distribuyen a la multitud. Del mismo modo, siempre será él quien realice el milagro eucarístico, aunque se servirá de sus sacerdotes que serán los ministros y como los tesoreros. En fin, «comieron todos y se saciaron» (ib 17). La eucaristía es el convite ofrecido a todos los hombres para saciar su hambre de Dios y de vida eterna. La solemnidad de hoy es una invitación a despertar la fe y el amor a la Eucaristía, para que los fieles se sientan más hambrientos de ella, se acerquen a ella con mayor fervor y sepan excitar esta hambre saludable en sus hermanos indiferentes.

 

En verdad es justo... darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo nuestro Señor, verdadero y único sacerdote. El cual, al instituir el sacrificio de la eterna Alianza, se ofreció a sí mismo como víctima de eterna salvación, y nos mandó perpetuar esta ofrenda en conmemoración suya. Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica. (Misal Romano, Prefacio).

¡Oh nuevo y antiguo misterio! Antiguo por la figura, nuevo por la verdad del Sacramento, en el cual la criatura recibe siempre máxima novedad. Bien sabemos, y por la fe lo vemos con certeza, que ese pan y ese vino consagrados se convierten sustancialmente, por el divino poder, en tu Cuerpo y en tu Sangre, oh Cristo Dios y Hombre, a las palabras que tú ordenaste y que el sacerdote recita en este misterio sagrado...

¡Oh Dios humanado, tú sacias, colmas, rebosas y alegras tus criaturas, sobre todas y más allá de todas ellas, sin modo ni medida... Oh bien no reflexionado, desconocido, no amado, pero encontrado por los que te ansían todo entero y no pueden poseerte totalmente! Haz que yo vaya a tu encuentro, oh sumo Bien, me acerque a tan sublime mesa con reverencia grande, mucha pureza, gran temor e inmenso amor. Que me acerque toda gozosa y adornada, porque vengo a ti que eres el bien de toda gloria, a ti que eres beatitud perfecta y vida eterna, belleza, dulzura, sublimidad, todo amor y suavidad de amor. (Beata Ángela de Foligno, II libro della B. Angela II, p. 192. 194-5).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 15 de junio de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C: La Santísima Trinidad

 

«Nuestra fe en ti, Dios uno en tres Personas, nos sea prenda de salvación» (Misal Romano, oración después de la Comunión).

Concluido el ciclo de los misterios de la vida de Cristo, la Liturgia se eleva a contemplar el misterio de la Santísima Trinidad. En el Antiguo Testamento este misterio es desconocido; sólo a la luz de la revelación neotestamentaria se pueden descubrir en él lejanas alusiones. Una de las más expresivas es la contenida en el elogio de la Sabiduría, atributo divino presentado como persona (Pr 8, 22-31; 1ª lectura). El Señor me poseyó al principio de sus tareas, al principio de sus obras antiquísimas... Antes de los abismos fui engendrada... Cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como arquitecto» (ib 22.24.29-30). Es, pues, una persona coexistente con Dios desde la eternidad, engendrada por él y que tiene junto a él una misión de colaboradora en la obra de la creación.

Para el cristiano no es difícil descubrir en esta personificación de la sabiduría-atributo una figura profética de la sabiduría increada, el Verbo eterno, segunda Persona de la Santísima Trinidad, de la que escribió San Juan: «En el principio la Palabra existía, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios... Todo se hizo por ella» (1, 1.3). Pero las expresiones que más impresionan son aquellas en que la sabiduría dice que se goza por la creación de los hombres y que tiene sus delicias en ellos. ¿Cómo no pensar en la Sabiduría eterna, en el Verbo que se hace carne y viene a morar entre los hombres?

En la segunda lectura (Rm 5, 1-5), la revelación de la Trinidad es claramente manifiesta. Ahí están las tres Personas divinas en sus relaciones con el hombre. Dios Padre lo justifica restableciéndolo en su gracia, el Hijo se encarna y muere en la cruz para obtenerle ese don y el Espíritu Santo viene a derramar en su corazón el amor de la Trinidad. Para entrar en relaciones con los «Tres», el hombre debe creer en Cristo su Salvador, en el Padre que lo ha enviado y en el Espíritu Santo que inspira en su corazón el amor del Padre y del Hijo. De esta fe nace la esperanza de poder un día gozar «de la gloria de los hijos de Dios» (ib 2) en una comunión sin velos con la Trinidad sacrosanta. Las pruebas y las tribulaciones de la vida no pueden remover la esperanza del cristiano; ésta no es vana, porque se funda en el amor de Dios que desde el día del bautismo «ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (ib 5). Fe, esperanza y amor son las virtudes que permiten al cristiano iniciar en la tierra la comunión con la Trinidad que será plena y beatificante en la gloria eterna.

El Evangelio del día (Jn 16, 12-15) proyecta nueva luz sobre la misión del Espíritu Santo y sobre todo el misterio trinitario. En el discurso de la Cena, al prometer el Espíritu Santo, dice Jesús: «Cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena» (ib 13). También Jesús es la Verdad (Jn 14, 6) y ha enseñado a los suyos toda la verdad que ha aprendido del Padre —«todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15)—; por eso el Espíritu Santo no enseñará cosas que no estén contenidas en el mensaje de Cristo, sino que hará penetrar su significado profundo y dará su exacta inteligencia preservando la verdad del error. Dios es uno solo, por eso única es la verdad; el Padre la posee totalmente y totalmente la comunica al Hijo: «Todo lo que tiene el Padre es mío», declara Jesús y añade: el Espíritu Santo «tomará de lo mío y os lo anunciará» (Jn 16, 15).

De este modo afirma Jesús la unidad de naturaleza y la distinción de las tres Personas divinas. No sólo la verdad, sino todo es común entre ellas, pues poseen una única naturaleza divina. Con todo, el Padre la posee como principio, el Hijo en cuanto engendrado por el Padre y el Espíritu Santo en cuanto que procede del Padre y del Hijo. No obstante, el Padre no es mayor que el Hijo, ni el Hijo que el Espíritu Santo. En ellos hay una perfecta comunión de vida, de verdad y de amor. El Hijo de Dios vino a la tierra justamente para introducir al hombre en esta comunión altísima haciéndolo capaz por la fe y el amor, de vivir en sociedad con la Trinidad que mora en él.

 

Tú, Trinidad eterna, eres el Hacedor, y yo la hechura. En la recreación que de mí hiciste en la sangre de tu Hijo, he conocido que estabas enamorado de la belleza de tu hechura.

¡Oh abismo, oh deidad eterna, oh mar profundo! ¿Podías dar algo más que darte a ti mismo? Eres fuego que siempre arde y no se consume. Eres fuego que consume en su calor todo amor propio del alma. Eres fuego que quita toda frialdad. Tú alumbras...

En esta luz te conozco a ti, santo e infinito Bien; Bien sobre todo bien. Bien feliz, Bien incomprensible, Bien inestimable. Belleza sobre toda belleza. Sabiduría sobre toda sabiduría, porque tú eres la sabiduría misma. Tú, manjar de los ángeles, dado con fuego de amor a los hombres. Tú, vestido que cubre toda desnudez, sacias al hombre en tu dulzura. Dulce, sin mezcla de amargura.

¡Oh Trinidad eterna! En la luz que me diste... he conocido... el camino de la gran perfección para que te sirva con luz y no con tinieblas, sea espejo de buena y santa vida y me eleve de mi vida miserable, ya que por culpa mía te he servido siempre en tinieblas... Y tú, Trinidad eterna, con tu luz disipaste las tinieblas. (Santa Catalina de Siena, Diálogo 167).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

   

domingo, 6 de abril de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 5º Domingo de Cuaresma - Ciclo C: “¿Ninguno te ha condenado?, Tampoco yo”

 

«Señor, has estado grande con nosotros» (Sal 126, 3).

La Liturgia de la Palabra propone hoy la consideración de la Pascua, ya muy próxima, bajo el aspecto de la liberación del pecado. Merecida, una vez para siempre y para todos, por Cristo, esta liberación debe, todavía, actuarse en cada hombre; es más, este hecho exige un continuo repetirse y renovarse, porque durante toda la vida los hombres están expuestos a caer y nadie puede considerarse impecable.

Dios, que, tiempo atrás, había multiplicado los prodigios para librar al pueblo elegido de la esclavitud egipcia, los promete nuevos y mayores para liberarlo de la cautividad babilónica (1ª lectura). «Mirad que realizo, algo nuevo... Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo, para apagar la sed de mi pueblo» (Is 43, 19-20). Dejando aparte las vicisitudes históricas de Israel, la profecía ilumina el futuro mesiánico, en el que Dios hará en favor del nuevo Israel -la Iglesia- cosas absolutamente nuevas. No un camino material, sino que entregará su Unigénito al mundo para que sea el «camino» de la salvación; no agua para apagar la sed en las fauces resecas, sino el agua viva de la gracia que brota del sacrificio de Cristo para purificar al hombre del pecado y saciar la sed que tiene de lo infinito.

Esta novedad de cosas viene ilustrada, de un modo concreto, por el episodio evangélico de la adúltera, mujer arrastrada a los pies de Jesús para que éste la juzgue: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?» (Jn 8, 4). Y el Salvador hace algo absolutamente nuevo, no contemplado por la ley antigua; no pronuncia una sentencia, sino que tras de una pausa silenciosa, cargada de tensión por parte de los acusadores y de la acusada, dice sencillamente: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra» (ibid 7). Todos los hombres son pecadores; nadie, por lo tanto, tiene el derecho de erigirse en juez de los demás.

Sólo uno lo tiene: el Inocente, el Señor; más ni siquiera él lo usa, prefiriendo ejercer su poder de Salvador: «¿Ninguno te ha condenado?... Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (ibid 10-11). Sólo Cristo, que vino para dar su vida por la salvación de los pecadores, puede librar a la mujer de su pecado y decirle: «no peques más». Su palabra lleva en sí la gracia que se deriva de su sacrificio. En el sacramento de la penitencia se renueva, para cada uno de los creyentes, el gesto liberador de Cristo, que confiere al hombre la gracia para luchar contra el pecado, para «no pecar más».

La segunda lectura sugiere un ahondamiento de estas reflexiones. San Pablo, que ha sacrificado las tradiciones, la cultura, el sistema de vida que le ligaban a su pueblo, estimando todo esto «basura con tal de ganar a Cristo» (Flp 3, 8), anima al cristiano a que renuncie, por el mismo fin, a todo lo que no conduce al Señor, a todo lo que está en contraste con el Señor. Este es el camino para librarse completamente del pecado y para asemejarse progresivamente a Cristo «muriendo su misma muerte, para llegar un día a la resurrección» (ibid 10. 11). Es un camino que lleva consigo continuas y nuevas superaciones, y nuevas liberaciones, para alcanzar una adhesión cada vez más profunda a Cristo. Nadie puede pensar «estar en la meta», sino que debe lanzarse, seguir corriendo «para conseguirla»: para ganar a Cristo como él mismo fue ganado por Cristo (ibid 12).

 

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo nuestro Señor. Porque se acercan ya los días santos de su pasión salvadora y de su resurrección gloriosa; en ellos celebramos su triunfo sobre el poder de nuestro enemigo y renovamos el misterio de nuestra redención. Porque en la salvación redentora de tu Hijo el universo aprende a proclamar tu grandeza y, por la fuerza de la cruz, el mundo es juzgado como reo y el crucificado exaltado como juez poderoso. (MISAL ROMANO, Prefacio de la Pasión, II, I).

¡Oh Jesús mío!, ¿qué he hecho yo? ¿Cómo he podido abandonarte y despreciarte? ¿Cómo he podido olvidar tu nombre, pisotear tu ley, trasgredir tus mandatos? ¡Oh Dios mío, Criador mío! ¡Salvador mío, vida mía y todo mi bien! ¡Infeliz de mí! ¡Miserable de mil! Infeliz, porque he pecado..., porque me he convertido en un animal irracional. Jesús mío, tierno pastor, dulce Maestro, socórreme, levanta a tu ovejita abatida, extiende tu mano para sostenerme, borra mis pecados, cura mis llagas, fortalece mi debilidad, sálvame o pereceré. Confieso ser indigno de vivir, indigno de la luz, indigno de tu socorro; sin embargo, tu misericordia es muy grande, ten piedad de mí, ¡oh Dios que tanto amas a los hombres! Ultima esperanza mía, ten piedad de mí, conforme a la grandeza de tus misericordias. (Beato Luis de Blois, Guía espiritual, 4).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 30 de marzo de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 4º Domingo de Cuaresma - Ciclo C: “Padre, pequé contra el cielo y ante ti”

 

«Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias» (Sal 34, 7).

El pensamiento de la Pascua antigua y nueva, rubricada por la reconciliación del hombre con Dios, se hace cada vez más presente en la Liturgia cuaresmal. La primera lectura presenta al pueblo elegido, el cual, tras de una larga purificación sufrida durante cuarenta años de peregrinación en el desierto, entra finalmente en la tierra prometida, y en ella celebra jubiloso la primera pascua. Dios ha perdonado sus infidelidades y mantiene las antiguas promesas, dando a Israel una patria en la que podrá levantarle un templo.

Pero «lo antiguo ha pasado -dice la segunda lectura-. lo nuevo ha comenzado» (2Cor 5, 17). La gran novedad es la Pascua cristiana que suple a la antigua, la Pascua en la que Cristo ha sido inmolado para reconciliar a los hombres con Dios. Ya no es la sangre de un cordero la que salva a los hombres, ni el rito de la circuncisión o la ofrenda de los frutos de la tierra los que les hacen agradables a Dios; es el mismo Dios, que se compromete personalmente en la salvación de la humanidad dando a su Hijo Unigénito: «Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados» (ibid 19).

Sólo Dios podía tomar esta iniciativa, sólo su amor podía inspirarla, sólo su misericordia era capaz de realizarla. Cristo inocente sustituye al hombre pecador; la humanidad se ve libre del enorme peso de sus culpas y éstas caen sobre los hombros del «que no había pecado» y al que Dios «hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios» (ibid 21). Una vez más, la Cuaresma invita a contemplar la misericordia divina revelada en el misterio pascual, por el que el hombre se hace en Cristo «una criatura nueva», libre del pecado, reconciliada con Dios, de vuelta ya a la casa del Padre.

De retorno habla precisamente la parábola de la que Jesús se sirve para hacer comprender a los que se creen justos -los escribas y los fariseos- el misterio de la misericordia de Dios.

Se trata de la parábola del hijo pródigo que abandona la casa del padre, exige la parte que le toca de la fortuna para vivir independiente y libre, y pierde, sin embargo, en el vicio el dinero y la libertad, viéndose reducido a ser esclavo de las pasiones y convirtiéndose en despreciable guardián de cerdos. Los reproches de la conciencia, eco de la voz de Dios, provocan su retorno. Dios es el padre que espera sin cansarse a los hijos que le han abandonado y les incita a que vuelvan permitiendo que les hiera el aguijón de los desengaños y de los remordimientos, Y cuando les ve venir por el camino del arrepentimiento, corre a su encuentro para hacer más rápida la reconciliación, para ofrecerles el beso del perdón, para festejarles.

En esta fiesta deben participar también los hijos que quedaron en casa, fieles al deber, pero tal vez más por costumbre que por amor, y, por lo tanto, incapaces de comprender el amor del Padre para con los hermanos, de gozarlo y compartirlo. Todos los hombres, por lo demás, aunque en medida y formas diversas, son pecadores; dichosos los que reconociéndolo humildemente sienten la necesidad de reconciliarse con Dios, de convertirse cada vez más a su amor y al amor de los hermanos.

 

Señor, que por tu Palabra hecha carne reconciliaste a los hombres contigo, haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe viva y entrega generosa, a celebrar las próximas fiestas pascuales. (Misal Romano, Oración Colecta).

¡Oh Jesús!, yo soy la oveja perdida y tú eres el buen Pastor, que corriste solícito y ansiosamente en busca de mí, me encontraste por fin, y después de prodigarme mil caricias, me llevaste alegre sobre tus hombros y me condujiste al redil... Verdaderamente soy, ¡ay de mí!, el hijo pródigo. He disipado tus bienes, los dones naturales y sobrenaturales, y me he reducido a la más miserable de las condiciones, porque huí lejos de ti, que eres el Verbo por quien todas las cosas fueron hechas y sin ti todas las cosas son malas, porque son nada. Y tú eres el Padre amorosísimo que me acogiste con alegría cuando, enmendado de mis errores, volví a tu casa, busqué de nuevo refugio a la sombra de tu amor y de tu abrazo. Tú volviste a tenerme por hijo, me admitiste de nuevo a tu mesa, me hiciste otra vez partícipe de tus alegrías, me nombraste como en otro tiempo heredero tuyo...

Tú eres mi buen Jesús, el mansísimo cordero que me llamaste tu amigo, que me miraste amorosamente en mi pecado, que me bendijiste cuando yo te maldecía; desde la cruz oraste por mí, y de tu corazón traspasado por la lanza hiciste brotar un chorro de sangre divina que me lavó de mis inmundicias, limpió mi alma de sus iniquidades; me arrancaste de la muerte muriendo por mí, y venciendo a la muerte me trajiste la vida, me abriste el paraíso.

¡Oh amor, oh amor de Jesús! A pesar de todo, y por fin, este amor ha vencido: estoy contigo, ¡oh Maestro mío, oh Amigo mío, oh Esposo mío, oh Padre mío! ¡Heme aquí en tu corazón! Dime, ¿qué quieres que haga? (JUAN XXIII, El diario de mi alma, 1900).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

  

domingo, 23 de marzo de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 3º Domingo de Cuaresma - Ciclo C: La infinita paciencia de Dios

 

«¡Bendice, alma mía al Señor, y no olvides ninguno de sus favores!» (Sal 103, 2).

La llamada a la conversión constituye el centro de la Liturgia de este domingo. El encaminamiento viene señalado por el relato del llamamiento de Moisés para ser guía de su pueblo y organizar su salida de Egipto. El hecho se realiza a través de una teofanía, es decir una manifestación de Dios, el cual se hace patente en la zarza que arde, le hace oír a Moisés su voz, le llama por su nombre: «¡Moisés! ¡Moisés!» (Ex 3, 4), le revela el plan que ha trazado para la liberación de Israel y le ordena que se ponga al frente de la empresa. Inicia así la marcha de los hebreos a través del desierto, que no tiene el único significado de liberarlo de la opresión de un pueblo extranjero, sino que significa, más profundamente, la decisión de separarlo del contacto con gentes idólatras, de purificar sus costumbres, de despegar su corazón de los bienes terrenos para conducirlo a una religión más pura, a un contacto más íntimo con Dios, y de ahí a la posesión de la tierra prometida.

El éxodo del pueblo elegido es figura del itinerario de desapego y de conversión que el cristiano está llamado a realizar de un modo especial durante la Cuaresma. Al mismo tiempo, las vicisitudes de este pueblo, que pasa cuarenta años en el desierto sin decidirse nunca a una total fidelidad a aquel Dios que tanto le había favorecido, sirven de advertencia al nuevo pueblo de Dios. San Pablo, recordando los beneficios extraordinarios de que gozaron los hebreos en el desierto, escribe: «todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual... Pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto» (1Cor 10, 3-5). Tal fue el triste epílogo de una historia de infidelidades y de prevaricaciones.

Pertenecer al pueblo de Dios, disponer a voluntad del agua viva de la gracia, del alimento espiritual de la Eucaristía y de todos los demás sacramentos no es garantía de salvación, si el cristiano no se compromete en un trabajo profundo de conversión y de total adhesión a Dios. Nadie puede presumir, ni en virtud de su posición en la Iglesia, ni en virtud de la propia virtud o de los buenos servicios prestados: «el que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga» (ibid 12).

Es la misma enseñanza que la comunidad de los fieles recibe hoy de la boca de Jesús. A quien le refería el hecho de una represión política que había segado la vida de varias víctimas, el Señor decía: «¿Pensáis que esos Galileos eran más pecadores que los demás Galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo» (Lc 13, 2-3). Palabras severas que dan a comprender que con Dios no se puede jugar; y sin embargo, palabras que proceden del amor de Dios, quien promueve por todos los medios la salvación de sus criaturas.

Dios no habla ya hoy a su pueblo por medio de Moisés, sino por medio de su Hijo divino; se hace patente, no en una zarza que arde sin consumirse, sino en su Unigénito, el cual, llamando a los hombres a penitencia, personifica la misericordia infinita, que nunca mengua. Con esta misericordia, Jesús suplica al Padre que prolongue el tiempo y espere todavía, hasta que todos se enmienden; como hace el viñador de la parábola, el cual, frente a la higuera infructuosa, dice al amo: «Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás» (ibid 8-9). Jesús ofrece a todos los hombres su gracia, les vivifica con los méritos de su Pasión, les nutre con su Cuerpo y con su Sangre, suplica para ellos la misericordia del Padre; ¿qué más podría hacer? Le corresponde al hombre no abusar de tantos de ellos cada vez mejor para dar cristiana.

 

Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios. El perdona todas tus culpas, y cura todas tus enfermedades... El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos. Enseñó sus caminos a Moisés y sus hazañas a los hijos de Israel. El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles. (Salmo 103, 2-3. 6-8. 11).

Vuélvete, Señor, y libra mi alma.. hazme volver, porque siento dificultad y trabajo en mi conversión...

Está escrito: en el mundo estaba, y el mundo fue hecho por él, y el mundo no le conoció. Luego si estabas en este mundo y el mundo no te conoció, nuestra inmundicia no tolera tu mirada. Pero cuando nos volvemos a él, es decir, cuando renovamos nuestro espíritu por el cambio de la vida vieja, experimentamos lo duro y trabajoso que es, Señor, retroceder de la oscuridad de los deseos terrenos a la serenidad y sosiego de la luz divina. En tal embarazo decimos: vuélvete, Señor, para que la vuelta se lleve a cabo en nosotros, la cual te encuentra preparado y ofreciéndote a ser gozado de tus amadores...

Libra mi alma, que está como adherida a las perplejidades de este siglo y soporta ciertas espinas de los deseos desgarrantes en la misma conversión... Sáname, en fin, no por mis méritos, sino por tu misericordia. (San Agustín, Enarraciones sobre los Salmos, 6, 5).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

   

domingo, 16 de marzo de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 2º Domingo de Cuaresma - Ciclo C: “Este es mi Hijo, mi Elegido: escuchadle”

 

«Señor, tú eres mi luz y mi salvación... No me ocultes tu rostro» (SI 27, 1-9).

La liturgia de este domingo está iluminada por los resplandores de la transfiguración del Señor, preludio de su resurrección y garantía de la del cristiano. A modo de introducción, la primera lectura (Gn 15, 5-12. 17-18) narra la alianza de Dios con Abrahán. Después de haberle profetizado por tercera vez una numerosa descendencia: «Mira el cielo y cuenta las estrellas... Así será tu descendencia» (ib 5), Dios le señala la tierra que le dará en posesión; y Abrahán con humilde confianza le pide una garantía de esas promesas.

El Señor condesciende benévolamente y hace con él un contrato según las costumbres de los pueblos nómadas de aquellos tiempos; Abrahán prepara un sacrificio de animales sobre el cual baja de noche el Señor en forma de fuego, sellando así la alianza: «A tu descendencia he dado esta tierra...» (ib 18). Es una figura de la nueva y definitiva alianza que un día Dios establecerá sobre la sangre de Cristo, en virtud de la cual el género humano tendrá derecho no a una patria terrena sino a la patria celestial y eterna.

La segunda lectura (Flp 3, 17-4, 1) es una fervorosa exhortación a llevar con amor la cruz de Cristo, a fin de ser un día partícipes de su gloria. «Muchos viven según os dije tantas veces, y ahora os repito con lágrimas, como enemigos de la cruz de Cristo» (lb 18). El Apóstol se queja de los cristianos que se entregan a los placeres terrenos, a las satisfacciones de la carne con el pensamiento preocupado solamente de las cosas de la tierra. Y he aquí que el Apóstol toma el vuelo hacia la altura y nos recuerda la visión del Tabor: Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (ib 20-21). La transfiguración del cristiano será realmente plena sólo en la vida eterna, pero ya se inicia aquí abajo por medio del bautismo; la gracia de Cristo es la levadura que desde las entrañas nos transforma y transfigura en su imagen, si aceptamos llevar con él nuestra cruz.

Sobre el Tabor (Evangelio: Lc 9, 28-36) ante Jesús transfigurado el Señor una vez más se compromete en favor de los hombres a quienes presenta a su Hijo muy amado: «Este es mi Hijo, mi Elegido: escuchadle» (ib 35); se lo entrega como Maestro; pero en el Calvario se lo entregará como Víctima. San Lucas precisa que la transfiguración aconteció sobre el monte mientras Jesús oraba: «Y mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante» (ib 29). Jesús permite que por un momento su divinidad resplandezca a través de las apariencias humanas, y así se presenta a los ojos estáticos de sus discípulos como realmente es: «resplandor de la gloria del Padre, imagen de su sustancia» (Hb 1, 3).

Contemplar el rostro de Dios fue siempre el anhelo de los justos del Antiguo Testamento y de los santos del Nuevo: «Señor, yo busco tu rostro. No me ocultes tu rostro» (Salmo Resp.). Pero cuando Dios concede semejante gracia, no deja de ser más que un instante, que, lo mismo que en la visión del Tabor, está ordenada a robustecer la fe y a infundir nuevo valor para llevar la cruz. Junto al Señor transfigurado aparecen dos hombres: Moisés y Elías; el primero representa a la ley; el segundo a los profetas; la ley que Cristo ha venido a perfeccionar, los profetas cuyas enseñanzas y vaticinios ha venido a completar y realizar respectivamente.

La presencia de estos personajes históricos demuestra la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Su conversación se refería a la pasión de Jesús: «y hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén» (Lc 9, 31). Lo mismo que Moisés y Elías habían sufrido y habían sido perseguidos por causa de Dios, así también tendrá que padecer Jesús. La Transfiguración es una visión de gloria que se entremezcla con diálogos de pasión, de dolor: dos aspectos opuestos pero no contrastantes del único misterio pascual de Cristo. Muerte y resurrección, cruz y gloria.

 

Señor, busco tu rostro, tu rostro deseo, Señor. Enséñame, pues, ahora, Señor Dios mío, dónde y cómo buscarte, dónde y cómo encontrarte. Señor, si no estás aquí, ¿dónde te buscaré ausente? Y si estás en todas las partes, ¿por qué no te veo presente? Mas, ciertamente, tú habitas en una luz inaccesible... ¿Quién me llevará e introducirá en esa luz para que yo te vea?

Señor, enséñame a buscarte y muéstrate a mí, que te busco, pues no puedo buscarte, si tú no me enseñas a hacerlo, ni puedo encontrarte, si tú no te manifiestas. ¡Oh Señor!, que yo le busque deseando, que te desee buscando, que te encuentre amando, que te ame encontrándote. (San Anselmo, Prostogium 1).

¡Unas veces gemimos, otras oramos! El gemido es propio de los infelices, la oración es propia de los menesterosos. Pasará la oración y vendrá la alabanza; pasará el llanto y vendrá la alegría. Por lo tanto, mientras nos hallamos en los días de la prueba, que no cese nuestra oración a ti, ¡oh Dios!, a quien dirigimos una sola petición; y haz que no cesemos de dirigirte esta petición hasta que no logremos que se cumpla, gracias a que tú nos la concedas y nos guie.

Una sola cosa pido, después de tanto orar, llorar y gemir: no pido más que una cosa... Mi corazón te ha dicho: he buscado tu rostro, tu rostro seguiré buscando, Señor. Una cosa te he pedido, Señor, y esa cosa seguiré buscando: ¡tu rostro! (San Agustín, Enarraciones sobre los Salmos, 36, II, 14-16).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 9 de marzo de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 1º Domingo de Cuaresma - Ciclo C: A servir a Dios como el único Señor

 

«Todo el que crea en él no será confundido» (Rm 10, 11).

En el primer domingo de Cuaresma los cristianos son trasladados para vivir un momento de intensa oración, al desierto (Lc 4, 1-13), a donde Jesús «fue llevado por el Espíritu». El desierto, en la Sagrada Escritura, es el lugar privilegiado para encontrarse con Dios; así fue para Israel que habitó en él durante cuarenta años, para Elías que en él trascurrió cuarenta días, para el Bautista que se retiró a él desde la adolescencia. Jesús consagra esta costumbre y vive en la soledad durante cuarenta días. Para Jesús, sin embargo, el desierto no es sólo el lugar del retiro y de la intimidad con Dios, sino también el campo de la lucha suprema, «donde fue tentado por el diablo» (ib 2).

Satanás propone al Salvador un mesianismo de triunfo y de gloria. ¿Para qué sufrir hambre? Si él es el Hijo de Dios, que convierta las piedras en panes. ¿Para qué vivir como un miserable vagabundo por los caminos de Palestina, rodeado de gente desesperada por la pobreza y la opresión política? Si se postra a los pies de Satanás, recibirá de él reinos y poder. ¿Para qué padecer la oposición de los sacerdotes, de los doctores de la ley, de los jefes del pueblo? Si se arroja desde el alero del templo, los ángeles le llevarán en sus manos y todos le reconocerán como Mesías. No podían venir de Satanás, precipitado en los abismos por causa de su orgullo, otras sugerencias que no fueran éstas.

Pero Jesús, el Hijo de Dios que «se despojó de sí mismo tomando condición de siervo» (FI 2, 7) sabe muy bien que para reparar el pecado del hombre -rebeldía y soberbia- solamente hay un camino: humillación, obediencia, cruz. Precisamente porque él es el verdadero Mesías salvará al mundo no con el triunfo sino con el sufrimiento, «obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (ib 8). Las tentaciones del desierto enseñan que donde se fomentan intenciones ambiciosas, ansias de poder, de triunfo, de gloría, allí se esconde la intriga de Satanás. Y para destruir éstas y otras posibles incitaciones al mal es necesario mantener la palabra de Jesús: «Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto» (Lc 4, 8); es decir, es indispensable estar decididos a rechazar cualquier proposición que obstaculice reconocer y servir a Dios como el único Señor.

El concepto de fidelidad a Dios se desarrolla en las dos primeras lecturas del día, de las cuales una (Dt 26, 4-10) presenta la profesión de fe del antiguo pueblo de Dios, y otra (Rm 10, 8-13) la del nuevo. Llegado a la tierra prometida, todo hebreo debía presentar a Dios las primicias de su cosecha pronunciando una fórmula que sintetizaba la historia de Israel en tres puntos: la elección de los patriarcas y jefes de familia de un pueblo numeroso, el desarrollo del pueblo en Egipto y su éxodo a través del desierto, y finalmente el regalo de la tierra prometida. De esta manera el israelita piadoso reavivaba su fe en el Dios de los padres, le manifestaba su propio reconocimiento por los beneficios recibidos, su adhesión personal y la voluntad de servirle. Diríamos que era una forma de «credo», expresado con la palabra y con la vida.

Igualmente, aunque en otro contexto, san Pablo invita al cristiano a hacer profesión de su fe: «Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10, 9). Sobre dos puntos el Apóstol centra la atención: creer que Jesús es el Señor y creer en su resurrección. La fe después exige un doble acto: el interior -adhesión de la mente y del corazón a Cristo-, que es el que justifica al hombre; y el exterior -profesión pública de la fe, sea en la oración litúrgica, sea delante del mundo confesando a Cristo como lo hicieron los mártires-. Quien se apoye en Jesús no ha de temer, porque «todo el que crea en él no será confundido» (ib 11), y en su nombre vencerá toda batalla.

 

¡Oh Señor Jesús!, que al empezar tu vida pública te retiraste antes al desierto, atrae a todos los hombres al recogimiento del alma, que es el principio de la conversión y de la salud. Apartándote de la casa de Nazaret y de tu dulcísima Madre, quisiste probar la soledad, el sueño, el hambre; y al tentador, que te proponía la prueba de los milagros, tú le contestaste con la firmeza de la eterna palabra, que es prodigio de la gracia celestial.

¡Tiempo de Cuaresma! ¡Oh Señor!, no permitas que acudamos a los aljibes agrietados (Jer 2, 13), ni que imitemos al siervo infiel, ni a la virgen necia; no permitas que el goce de los bienes de la tierra torne insensible nuestro corazón al lamento de los pobres, de los enfermos, de los niños huérfanos, y de los innumerables hermanos nuestros a quienes todavía falta el mínimo necesario para comer, para cubrir sus miembros desnudos, para reunir y cobijar a la propia familia bajo un solo y mismo techo. (San Juan XXIII, Breviario).

¡Oh Jesús!, creemos en el amor, en la bondad; creemos que tú eres nuestro Salvador, que puedes lo que a los demás les está vedado y no pueden realizar. Creemos que tú eres la luz, la verdad, la vida; un solo deseo tenemos: permanecer siempre unidos. a ti; y ser cristianos, no sólo de nombre, sino cristianos convencidos, apóstoles, celadores. (San Pablo VI, Enseñanzas, V, 4)

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 2 de marzo de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 8º Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo C: “De lo que rebosa el corazón habla la boca”

 

«Manda, Señor, a tus ángeles que me guarden en todos mis caminos» (SI 91, 11).

En el Evangelio de san Lucas el discurso sobre la caridad está seguido de algunas aplicaciones prácticas que esbozan la fisonomía de los discípulos de Cristo, los cuales, como dice san Mateo, deben ser «luz del mundo» (5, 14).

Es imposible alumbrar a los otros, si no se tiene luz: «¿Podrá un ciego guiar a otro ciego?» (Lc 6, 39). La luz del discípulo no proviene de su perspicacia, sino de las enseñanzas de Cristo aceptadas y seguidas dócilmente porque «el discípulo no está por encima del maestro» (ib 40). Sólo en la medida que asimila y traduce en vida la doctrina y ejemplos del maestro hasta llegar a ser una imagen viviente del mismo, puede el cristiano ser guía luminosa para los hermanos y atraerlos a él. Es un trabajo que empeña la vida en un esfuerzo continuo por asemejarse cada vez más a Cristo. Esto requiere una serena introspección que permita conocer los propios defectos para no caer en el absurdo denunciado por el Señor: «¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo?» (ib 41).

Nunca suceda que el discípulo de Jesús exija de los otros lo que no hace o pretenda corregir en el prójimo lo que tolera en sí mismo tal vez en forma más grave. Combatir el mal en los otros y no combatirlo en el propio corazón es hipocresía, contra la que el Señor descargó con energía intransigente. El criterio para distinguir al discípulo auténtico del hipócrita son las palabras y las obras; «cada árbol se conoce por su fruto» (ib 44). Ya el Antiguo Testamento había dicho: «El fruto manifiesta el cultivo del árbol; así la palabra, el pensamiento del corazón humano» (Ecli 27, 6).

Jesús toma este símil ya conocido de sus oyentes y lo desarrolla poniendo en evidencia que lo más importante es siempre lo interior del hombre del que se deriva su conducta. Como el fruto manifiesta la calidad del árbol, así las obras del hombre muestran la bondad o malicia de su corazón. «El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo» (Lc 6, 45). El hipócrita puede enmascararse cuanto quiera; antes o después el bien o el mal que tiene en el corazón desborda y se deja ver; «porque de la abundancia de su corazón habla su boca» (ib). He aquí, pues, el punto importante: guardar cuidadosamente el «tesoro del corazón» extirpando de él toda raíz de mal y cultivando toda clase de bien, en especial la rectitud, la pureza y la intención buena y sincera.

Pero es evidente que al discípulo de Cristo no le basta un corazón naturalmente bueno y recto; le hace falta un corazón renovado y plasmado según las enseñanzas de Cristo, un corazón convertido totalmente al Evangelio. El empeño es arduo, porque la tentación y el pecado también en el corazón del discípulo están siempre al acecho. Para animarle recuerda san Pablo que Cristo ha vencido al pecado y que su victoria es garantía de la del cristiano. «Pero ¡gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!» (1 Cr 15, 57).

 

Tú, ¡oh Jesús!, has encendido la luz para que continúe ardiendo; haz que seamos vigilantes y llenos de celo, no sólo por motivo de nuestra propia salvación, sino también por la de aquellos que... han sido conducidos de la mano hacia la verdad... Haz que nuestra vida sea digna de la gracia, a fin de que así como la gracia se predica en todas partes, pareja con la gracia corra nuestra vida.

Tú has dicho: «Brille vuestra luz», es decir, haya grande virtud, haya fuego abundante, brille una luz indecible. Porque cuando la virtud alcanza ese grado, es imposible quede definitivamente oculta... Nada hace al hombre tan ilustre, por mucho que él quiera ocultarse, como la práctica de la virtud. (San Juan Crisóstomo, Comentario al Ev. seg. S. Mateo, 15, 7-8).

Como no se riegan por sí, tampoco por sí se iluminan los montes... En tu luz, Señor, veré la luz. Así, pues, si veremos la luz en tu luz, ¿quién caerá lejos de la luz sino aquel para el que tú no fuiste luz? Si yo quiero ser luz por mí mismo, iré a caer lejos de ti que me iluminas. Por eso, sabiendo que sólo cae el que quiere ser luz a sí mismo, mientras de por sí es tiniebla, te ruego no permitas ponga en mí pie la soberbia, ni me deje arrastrar de los ejemplos de los pecadores..., para que no caiga lejos de ti. (San Agustín, In Ps. 120, 5).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

   

domingo, 23 de febrero de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 7º Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo C: “Amad a vuestros enemigos”

 

«Señor, tú eres clemente y misericordioso; tú perdonas todas mis culpas» (SI 103, 8. 3).

El Antiguo Testamento ofrece en David un ejemplo excepcional de magnanimidad hacia los enemigos. Perseguido a muerte por Saúl, una noche se encuentra el joven en el campamento de su adversario; el rey yace dormido, su lanza está allí al lado, todos en derredor duermen. La ocasión es propicia, y su amigo Abisaí le propone matar al rey. Pero David lo impide; tomando la lanza de Saúl huye, y luego se la muestra desde lejos gritando: «Hoy te ha entregado el Señor en mis manos, pero no he querido alzar mi mano contra el ungido del Señor» (1 Sm 26, 23). ¡Tal vez un cristiano no habría hecho otro tanto!

Sin embargo, el acto generoso de David, que constituía una excepción en un tiempo en que regía la ley del talión, es norma inderogable para los seguidores de Cristo. «Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os maltraten» (Lc 6, 27-28). Jesús conoce el corazón humano herido por el pecado; sabe que frente a los insultos, injusticias o violencias se alza prepotente el instinto de venganza; pero con todo presenta el perdón no como un acto heroico reservado a los santos, sino como un sencillo deber de todo cristiano. Esto exige una profunda conversión, un verdadero trastrueque de pensamientos y sentimientos; pero es esto precisamente lo que él pide a sus discípulos. «Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen otro tanto!» (ib 32).

El cristiano no ha de obrar con la mentalidad de los pecadores y de los que no han sido iluminados aún por la luz del Evangelio. Precisamente en el campo de la caridad y del perdón es donde debe distinguirse de ellos. Por eso insiste el Señor con propuestas desconcertantes: «Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra... Da a todo el que te pida...» (ib 29-30). Si no siempre se han de aplicar estas palabras a la letra, tampoco se las puede arrinconar; hay que captar su sentido profundo que es el abstenerse de vengar la ofensa, estar prontos a hacer el bien a cualquiera, dar en lo posible hasta más de lo debido, renunciar al derecho propio antes de contender con el hermano. En resumen, se trata de aquella «justicia mayor» (Mt 5, 20) animada por el amor y que se pierde en el amor, que Jesús vino a enseñar y que él el primero practicó, dando su vida por gente rebelde e ingrata, muriendo por nosotros «cuando éramos aún pecadores» (Rm 5, 8).

El hombre natural hijo de Adán, no es capaz de entender ni de vivir esta doctrina; para serlo, tiene que renacer en Cristo y hacerse en él hombre espiritual. «Del mismo modo -dice San Pablo- que hemos revestido la imagen del hombre terreno -Adán-, debemos también revestir la de Cristo, hombre celestial» (1 Cor 15, 49). Sólo en la gloria llegará esto a su plenitud; pero comienza aquí cuando por el bautismo es vivificado el fiel con la gracia y el Espíritu de Cristo, y así se hace capaz de amar como Cristo ha amado y enseñado a amar.

 

¡Qué grande es tu paciencia, Dios mío!... Tú haces nacer y salir el sol sobre los buenos como sobre los malos; bañas la tierra con tu lluvia, y nadie queda excluido de tus beneficios, desde el momento que el agua se concede indistintamente a justos e injustos. Te vemos obrar con una paciencia siempre igual frente a los culpables y a los inocentes, a las personas que te reconocen y a las que te niegan, a las que saben darte gracias y a los ingratos... Las ofensas te amargan con frecuencia y aun de continuo; y, sin embargo, no desahogas tu indignación y esperas, pacientemente el día señalado para el juicio. Y aunque tienes la venganza en tu mano, prefieres tener larga paciencia, prefieres en tu

bondad diferir el castigo, esperando que la obstinada malicia del hombre, sufra, si es posible, por fin un cambio... Pues tú mismo dices: «No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (Ez 33, 11). Y también: «Volveos a mí» (Mal 3, 7), «volved al Señor vuestro, Dios, porque él es clemente y compasivo, tardo a la cólera, rico en amor, y se allana ante la desgracia» (Joel 2, 13).

Nosotros alcanzamos la perfección plena sólo cuando tu paciencia, oh Padre, habita en nosotros, cuando nuestra semejanza contigo, perdida con el pecado de Adán, se manifiesta y resplandece en nuestras acciones. (San Cipriano, De bono patientiae, 4-5).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.