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domingo, 31 de agosto de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 22º Domingo del Tiempo Ordinario: «El que se humille, será ensalzado»

 

“Señor, tú revelas tus secretos a los humildes” (Ecli 3, 20).

Las lecturas de este Domingo proponen una meditación sobre la humildad, tanto más oportuna cuanto menos se comprende y practica esta virtud. Ya en el Antiguo Testamento (1ª lectura: Ecli 3, 17-18. 20. 28-29) habla de su necesidad sea en las relaciones con Dios sea en las relaciones con el prójimo. “Hazte pequeño en las grandezas humanas y así alcanzarás el favor de Dios” (ib 18).

La humildad no consiste en negar las propias cualidades sino en reconocer que son puro don de Dios; síguese de ahí que cuanto uno tiene más “grandezas humanas”, o sea, es más rico en dones, tanto más debe humillarse reconociendo que todo le ha sido dado por Dios. Hay luego “grandezas” puramente accidentales provenientes del grado social o del cargo que se ocupa; aunque nada añadan éstas al valor intrínseco de la persona, el hombre tiende a hacer de ellas un timbre de honor, un escabel sobre el que levantarse sobre los otros.

“Hijo mío –amonesta la Escritura-, en tus asuntos procede con humildad, y te querrán” (ib 17). Como la humildad atrae a sí el amor, la soberbia lo espanta; los orgullosos son aborrecibles a todos. Si luego el hombre deja arraigar en sí la soberbia, ésta se hace en él como una segunda naturaleza, de modo que no se da ya cuenta de su malicia y se hace incapaz de enmienda.

Por eso Jesús anatematiza todas las formas de orgullo, sacando a luz su profunda vanidad. Así sucedió cuando, invitado a comer por un fariseo, veía a los invitados precipitarse a ocupar los primeros puestos (Lc 14, 1. 7-14). Escena ridícula y desagradable, pero verdadera. ¿Puede acaso un puesto hacer al hombre mayor o mejor de lo que es? Es precisamente su mezquindad lo que le lleva a enmascarar su pequeñez con la dignidad del puesto. Por lo demás, esto le expone a más fáciles humillaciones, porque antes o después no faltará quien haga notar que ha pretendido demasiado.

Es lo que enseña Jesús diciendo: “Cuando te conviden, ve a sentarte en el último puesto… Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (ib 10-11). Puede parecer todo esto muy elemental; sin embargo, la vida de muchos, aun cristianos, se reduce a una carrera hacia los primeros puestos. Y no les faltan motivos para justificarlo, a título de bien, de apostolado y hasta de gloria de Dios. Pero si tuviesen el valor de examinarse a fondo, descubrirían que se trata sólo de vanidad.

Jesús dirige otra lección a su huésped: “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos ni a tus hermanos ni a tus parientes ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote y quedarás pagado” (ib 12). Jesús invierte por completo la mentalidad corriente. El mundo reserva sus invitaciones a las personas que lo honran por su dignidad o de las que puede esperar algún provecho; conducta inspirada en la vanidad y el egoísmo. Pero el discípulo de Cristo debe conducirse al revés: invitar a los “pobres, lisiados, cojos y ciegos”, o sea, a gente necesitada de ayuda e incapaz de “pagar” lo recibido.

De este modo podrá decirse no sólo honrado, sino “dichoso” (ib 13-14), porque le “pagarán cuando resuciten los muertos” (ib 13-14). Es imposible cambiar la mentalidad hasta este punto si no se está convencido profundamente de que los valores son verdaderos sólo en la medida en que pueden ordenarse a los eternos, y que la vida terrena no es más que una peregrinación hacia la “ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celeste” donde los justos -los humildes y caritativos- están “inscritos en el cielo” (2ª lectura, Heb 12, 18-19. 22-24a).

 

“Inclina, Señor tu oído y escúchame… Tú inclinas el oído, si yo no me engrío. Te acercas al humillado y te apartas lejos del exaltado, a menos que no hayas exaltado tú al antes que se humilló. Oh Dios, inclina hacia nosotros tu oído. Tú estás arriba, nosotros abajo. Tú te hallas en la altura, nosotros en la bajeza, pero no abandonados, pues has mostrado tu amor con nosotros, porque aún siendo pecadores, Cristo murió por nosotros… ‘Inclina, Señor, tu oído y escúchame, porque soy pobre y desvalido’. Luego no inclinas el oído al rico, sino al pobre y desvalido, al humilde y al que confiesa; al que necesita misericordia. No inclinas tu oído al hastiado y al engreído, al que se jacta como si nada le faltase” (San Agustín, In Ps 85, 2).

“Haz, Señor, que estemos unidos con todos nuestros hermanos, hasta con los más lejanos, hasta con aquellos que tú has tratado de modo muy diferente de nosotros. Enséñanos a amar, a hacer que se aprovechen de nuestras riquezas los hermanos menos favorecidos; haz que los amemos fraternamente, que partamos con ellos nuestros bienes, que corramos a ofrecérselos suplicándolos que los acepten. (Carlos de Foucauld, Meditaciones sobre el A. T.).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 24 de agosto de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 21º Domingo del Tiempo Ordinario: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?»


“Señor, firme es tu misericordia con nosotros y tu fidelidad dura por siempre” (Sal 116, 2).

El tema de la salvación es proyectado por la liturgia de hoy con una amplitud universal. La primera lectura (Is 66, 18-21) reproduce una de las profecías más grandiosas sobre la llamada de todos los pueblos a la fe. “Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua -dice el Señor-; vendrán para ver mi gloria” (ib 18). Como la división de los hombres es señal de pecado, así su reunificación es señal de la obra salvadora de Dios y de su amor a todos. El enviará a los supervivientes de Israel, que le permanecieron fieles, a los países más lejanos para dar a conocer su nombre.

Los paganos no sólo se convertirán, sino se reintegrarán los judíos dispersos, “como ofrenda al Señor” (ib 20), a Jerusalén. Y entre los mismos paganos convertidos, Dios se escogerá a sus sacerdotes (ib 21). Es la superación máxima de la división entre Israel y los otros pueblos; superación que anunciaron muchas veces los profetas, sin ser comprendida, y que sólo Jesús opera preparándole el camino con su predicación y unificando los pueblos con la sangre de su Cruz.

El Evangelio de hoy (Lc 13, 22-30) refiere justamente la enseñanza de Jesús sobre este argumento. Lo motiva una pregunta: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?” (ib 23). Jesús va más allá de la pregunta y se fija en lo esencial: todos pueden salvarse porque a todos se ofrece la salvación, pero para conseguirla tiene cada cual que apresurarse a convertirse antes de que sea demasiado tarde. Jesús quiere abatir la mentalidad estrecha de los suyos y afirma que en el día de la cuenta no valdrá la pertenencia al pueblo judío ni la familiaridad gozada con él, por eso será inútil decir: “Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas” (ib 26).

Si a estos privilegios no corresponden la fe y las obras, los mismos hijos de Israel serán excluidos del reino de Dios. “Y vendrán de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros y primeros que serán los últimos” (ib 29-30). Aunque llamados los primeros a la salvación, si no se convierten y aceptan a Cristo, los judíos se verán suplantados por otros pueblos llamados los últimos. Dígase lo mismo del nuevo pueblo de Dios: el privilegio de pertenecer a la Iglesia no conduce a la salvación, si no va acompañado de una adhesión plena a Cristo y a su Evangelio.

Los creyentes, pues, no pueden cerrarse en su posición privilegiada, sino que ésta precisamente los compromete a estar abiertos a todos los hermanos para atraerlos a la fe. Delante de Dios no valen privilegios, sino la humildad que elimina toda presunción, el amor que abre el corazón al bien ajeno, el espíritu de renuncia que da esfuerzo para “entrar por la puerta estrecha” (ib 24) superando toda suerte de egoísmo.

A este punto interviene la segunda lectura (Hb 12, 5-7. 11-13) con la cálida exhortación de san Pablo a combatir animosamente las batallas de la vida. Es Dios quien mediante las dificultades y sufrimientos pone a prueba a sus hijos, porque quiere corregirlos, purificarlos y hacerlos “partícipes de su santidad” (ib 10). Es verdad que “ningún castigo nos gusta cuando lo recibimos, sino que nos duele; pero da como fruto una vida honrada y en paz” (ib 11), o sea, una vida de virtud y de mayor cercanía a Dios. Dios es un padre que corrige y prueba sólo con la mira de un bien mayor: “el Señor reprende a los que ama y prueba a sus hijos preferidos” (ib 6). Aceptar las pruebas es entrar “por la puerta estrecha” señalada por Jesús.

 

“Por el único sacrificio de Cristo, tu Unigénito, te has adquirido, Señor, un pueblo de hijos; concédenos propicio los dones de la unidad y de la paz en tu Iglesia (Misal Romano, Oración sobre las ofrendas).

“Te pedimos, Señor, que lleves en nosotros a su plenitud la obra salvadora de tu misericordia; condúcenos a perfección tan alta y mantennos en ella de tal forma que en todo sepamos agradarte. (Misal Romano, Oración después de la Comunión).

“Dios mío, cada alma es para ti todo un mundo y el universo entero palpita delante de ti como una alma sola. Tú no nos has creado en masa ni nos gobiernas por junto; sino atento a cada uno le amas como si fuese la única criatura viviente en el mundo…

Pastor eterno, antes de ir adelante, a la cabeza de tus queridas ovejas, antes de que tomases carne humana para indicarles el camino, antes aún de hacerlas salir de ese aprisco feliz que es el santuario de tus pensamientos y de tu voluntad adorable, antes de bosquejarlas en el tiempo y lanzarlas por el mundo a su destino, las has llamado una a una por su nombre. Tú dices: “El buen Pastor llama a sus ovejas una a una, y cuando las ha sacado, va delante de ellas, y sus ovejas le siguen, porque conocen su voz” (Mons. Carlos Gay, “Vida y virtudes cristianas”).

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


domingo, 17 de agosto de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 20º Domingo del Tiempo Ordinario: “He venido a traer fuego a la tierra”

 

«Señor, que sepa llegar hasta la sangre en la pelea contra el pecado» (Hb 12, 4).

El servicio de Dios tomado en serio no ofrece una vida cómoda y tranquila, sino que con frecuencia expone al riesgo, a la pelea y a las persecuciones. Tal es el tema de la Liturgia de este domingo esbozado desde la primera lectura (Jr 38, 4-6. 8-10). Jeremías con motivo de su predicación sin miramientos para nadie, ha venido a ser «varón discutido y debatido por todo el país» (Jr 15, 10). Para librarse de él los jefes militares lo acusan ante el rey de derrotismo y, obtenida la autorización para ello, lo arrojan en una cisterna cenagosa donde el profeta se hunde en el fango. Habría ciertamente perecido allí, si Dios no le hubiese socorrido por medio de un desconocido que consiguió arrancar al rey el permiso de sacarlo de aquel lugar mortífero.

El salmo responsorial del día expresa bien esta situación de Jeremías: «Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito. Me levantó de la fosa fatal, de la charca fangosa» (SI 39, 2-3).

En la segunda lectura (Hb 12, 1-2) san Pablo, después de haber hablado de la fe intrépida de los antiguos patriarcas y profetas, anima a los cristianos a emularlos: «corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe» (ib 1-2). Del Antiguo Testamento lleva el Apóstol al cristiano hacia Jesús del que los mayores personajes de la antigüedad —Jeremías incluido— no son más que figuras descoloridas.

Él es el ejemplar divino que debe mirar el creyente, el máximo luchador por la causa de Dios que por cumplir su voluntad, «soportó la cruz sin miedo a la ignominia» (ib). Basando la fe en él, que es su causa, autor y sostén, el cristiano no ha de temer resistir hasta la sangre en su «pelea contra el pecado» (ib 4) y contra todo lo que pueda apartarlo de la fidelidad plena a su Dios.

Jesús que ha proclamado dichosos a los pacíficos y ha dejado su paz en herencia a sus discípulos, declara sin reticencias en el Evangelio de hoy (Lc 12, 49-53) que no ha venido a traer al mundo la paz sino la división» (ib 51). La afirmación, desconcertante a primera vista, no contradice ni anula lo que dice en otra parte, sino precisa que la paz interior, contraseña de la armonía entre el hombre y Dios y, por lo tanto, de la adhesión a su querer, no le exonera de la lucha y de la guerra contra todo lo que dentro de él -pasiones, tentaciones, pecados- o en el propio ambiente se opone a la voluntad de Dios, atenta a la fe e impide el servicio del Señor.  Entonces el cristiano más pacífico debe tornarse luchador animoso e impávido que no teme riesgos ni persecuciones, a ejemplo de Jeremías y mucho más del de Cristo que ha peleado contra el pecado hasta la sangre y la ignominia de la cruz.

Mas para que esa lucha sea legítima y santa no se le ha de mezclar ningún móvil o fin humano y personalista; debe brotar sólo del fuego de amor que Jesús vino a prender en la tierra (ib 49), con el fin único de que llamee doquier para gloria del Padre y la salvación de los hombres. Por este fuego de amor, Jesús deseó ardientemente el bautismo de sangre de su pasión (ib 50); por este fuego de amor debe el cristiano estar pronto a resistir aun a la persona más querida y a separarse de ella si le impidiese profesar su fe, realizar su vocación y cumplir la voluntad de Dios. Divisiones amargas que son cruz muy penosa, pero ordenada -como la de Jesús- a la salvación de aquellos mismos que se abandonan por amor a él.

 

“Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito; me levantó de la fosa fatal, de la charca fangosa; afianzó mis pies sobre la roca y aseguró mis pasos. Me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios... Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.” (Salmo 40, 2-5).

“¡Oh Jesús, mi dulce Capitán! Alzando el estandarte de tu Cruz me dices amorosamente: «Toma la cruz que te presento y, aunque te parezca grave su peso, sígueme y no dudes». Para responder a tu invitación, te prometo, celestial Esposo mío, no resistir más a tu amor. Pero ya veo que te encaminas al Calvario, y tu esposa te sigue prontamente... Dispón siempre de mí como más te agrade, que con todo estaré contenta, con tal que te siga por el camino del Calvario, y cuanto más espinosa la encuentre y más pesada la cruz, tanto más consolada me sentiré, pues deseo amarte con amor paciente..., con amor sólido y sin división.

De grado entrego mi corazón a las aflicciones, a las tristezas y a los trabajos. Gozo de no gozar, porque a aquella mesa de la eternidad que me espera, debe preceder en esta vida el ayuno. Señor mío, tú en la cruz por mí y yo por ti. ¡Ah! ¡Si se entendiese de una vez qué dulce es y cuánto vale el padecer y callar por ti, Jesús! ¡Oh amado sufrimiento, oh buen Jesús!” (Santa Teresa Margarita Redi, La spiritualitá).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 


domingo, 10 de agosto de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 19º Domingo del Tiempo Ordinario: “No temas, pequeño rebaño…”

 

“Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti” (Sal 32,22).

Vida de fe a la espera de la patria celestial: tal podría ser la síntesis de la Liturgia de este día, a partir de un breve fragmento del libro de la Sabiduría (18, 5-9) que recuerda la fatídica noche de la liberación del pueblo elegido. Noche de luto y exterminio para los egipcios, que, habiendo rechazado la Palabra de Dios, anunciada por Moisés, vieron perecer a sus primogénitos; noche de alegría y libertad para los hebreos, que habiendo creído en las promesas divinas, fueron respetados e iniciaron la marcha liberadora hacia el desierto donde Dios les esperaba para estipular con ellos la alianza.

La fe o la falta de ella deciden la suerte de esos dos pueblos, y mientras se abate la ruina de los incrédulos, viene la salvación sobre los creyentes. Toda la historia del pueblo hebreo elegido por Dios como pueblo “suyo” está tejida sobre la trama de la fe.

Se continúa el tema con la segunda lectura (Hb 11, 1-2. 8-19) donde san Pablo bosqueja con singular maestría la gran figura de Abrahán, el padre de los creyentes. Toda la vida del patriarca está acompasada por su fe magnífica. Por la fe obedece a Dios, deja su tierra y parte hacia un destino no precisado. Por la fe cree que aunque encorvado ya por los años, tendrá un hijo de la anciana Sara. Por la fe no vacila, a un mandato divino, en sacrificar a Isaac, su hijo único del que esperaba la descendencia prometida por Dios. Abrahán cree contra toda evidencia y espera, pensando “que Dios tiene poder hasta para resucitar muertos” (ib 19). Su conducta demuestra con claridad que “la fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve” (ib 10).

También el Evangelio del día (Lc 12, 32-48) invita a la espera: “Lo mismo vosotros, estad preparados” (ib 40); prontos en la fe y en la esperanza para el día del Señor y la celestial Jerusalén. La perícopa se inicia con una promesa rebosante de ternura más que paterna: “No temas pequeño rebaño; porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino” (ib 32). Los discípulos de Jesús, auque pocos y dispersos en medio de un mundo incrédulo, no deben temer, pues el Padre los ha constituido herederos del Reino y sobre él se apoya en su certeza de alcanzarlo un día. Pero deben, como Abrahán, renunciar a las seguridades terrenas y aceptar vivir como pobres, desasidos y desarraigados, totalmente vueltos hacia el verdadero tesoro que no está en la tierra sino en los cielos.

Por eso nada de preocupaciones y afanes excesivos por las cosas temporales, sino cuidar de ellas teniendo “Ceñida la cintura y encendidas las lámparas; como los que aguardan a que su señor vuelva para abrirle apenas venga y llame” (ib 35-36). Sigue la parábola del administrador fiel, cuyo objeto es subrayar la grave responsabilidad de cuantos están encargados de proveer a los hermanos. ¡Ay de ellos si en la espera del amor que “tarda en llegar” (ib 45), se aprovechan de su posición a expensas de los que fueron confiados a sus cuidados. La larga espera no puede autorizar ninguna negligencia o intemperancia.

¿Cuándo vendrá el Señor? ¿Cuándo y cómo seremos introducidos en su reino? Esto es secreto de Dios. También los cristianos, como Abrahán, deberán aguardar con fe y esperanza sin saber el cuándo o el cómo del cumplimiento de las divinas promesas.

 

Señor, te pido una fe nueva, viva, profunda... Mi alma, más dura que una piedra, más insensible que el acero, más árida que el desierto, está ávida de beber a grandes sorbos esta ola de fe y de amor..., ya que es de fe de lo que necesito, y de amor y caridad, porque mi alma está fría; y este entusiasmo y esta fe me los ofrecerá la Virgen santa, consoladora de los pecadores... Así me elevaré a las esferas más altas de nuestro cristianismo... con la fe poderosa, con el corazón puro; un cristianismo como el de los tiempos de Esteban.

Esto pido, Cristo Jesús, no otra cosa: fe, plenitud de fe y voluntad pura de servirte a ti y a tu Iglesia. (Canovai, Suscipe, Domine).

“Señor, si dices que vigilemos y estemos preparados, es porque a la hora que menos lo pensemos, te presentarás tú. Así quieres que estemos siempre dispuestos al combate y que en todo momento practiquemos la virtud. Es como si dijeras: Si el vulgo de las gentes supieran cuándo había de morir, para aquel día reservarían absolutamente su fervor. Así, pues, para que no limiten su fervor a ese día, no revelas ni el común ni el propio de cada uno, pues quieres que te estemos siempre esperando y seamos siempre fervorosos. De ahí que dejaste también en la incertidumbre el fin de cada uno. Sabiendo que has de venir infaliblemente, haz que vigilemos y estemos preparados a fin de que no nos lleven desapercibidos de este mundo.

Señor, tú exiges de tu siervo prudencia y fidelidad. Lo llamas “leal”, porque no sisó nada ni dilapidó vana y neciamente de los bienes de su señor; lo llamas “prudente”, porque supo administrar como debía lo que se le había confiado. Haznos también a nosotros, Señor, siervos leales y prudentes, para que no usurpemos nada de cuanto te pertenece y administremos convenientemente tus bienes” (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 77, 2, 3).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 3 de agosto de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 18º Domingo del Tiempo Ordinario: “¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!”

 

“Venid, aclamemos al Señor…, la roca que nos salva” (Sal 95, 1).

El tema que nos ofrecen las lecturas de este domingo se refiere al valor de las realidades terrenas –vida, trabajo, riquezas, etc.- y al comportamiento del cristiano frente a ellas. La primera lectura (Ecle 1, 2; 2, 21-23) declara la vanidad, es decir, la inconsistencia de las cosas terrenas que pasan con la fugacidad del viento: “Vanidad de vanidades…, todo es vanidad”. La vida del hombre es breve, destinada a la muerte; su trabajo y su sabiduría pueden a lo más procurarle un buen patrimonio, pero un día se verá forzado a abandonarlo.

Entonces ¿para qué afanarse? “¿Qué saca el hombre de todo su trabajo?” (ib 2, 22). ¿Para qué sirven sus días agobiados de dolor y preocupaciones? ¿Para qué sus noches insomnes? Este breve fragmento no da la respuesta, y se limita a observar que la vida terrena vivida por sí misma, sin relación a Dios y a un fin superior, es totalmente desilusoria. Ya en el Antiguo Testamento, y sobre todo en el libro de la Sabiduría que habla de la inmortalidad del hombre, se da una solución a este problema. Pero sólo el Nuevo Testamento da la respuesta definitiva: todas las realidades terrenas tienen un valor en relación a Dios y por lo tanto, cuando son empleadas según el orden querido por él.

A esto alude la segunda lectura (Col 3, 1-5. 9-11) con la conocida frase paulina: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba…; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra” (ib 1-2). El cristiano regenerado por el bautismo a una vida nueva en Cristo sabe que su destino no está encerrado en horizontes terrenos y que, aun atendiendo a los deberes de la vida presente, su corazón debe estar dirigido al fin último: la vida eterna en la eterna comunión con Dios. No espera, pues, de la vida terrena la felicidad que ella no puede darle y que sólo en Dios puede hallar. Por consiguiente, en el uso de los bienes terrenos será moderado y sabrá mortificarse –en sus pasiones, en sus deseos desordenados, en sus codicias (ib 5)-, para morir al pecado que lo aparta de Dios y para vivir, por el contrario, “con Cristo en Dios” (ib 3).

Pero la respuesta directa a todos estos cuestionamientos está en el Evangelio del día (Lc 12, 13-21) y está introducida en el rechazo resuelto de Jesús a intervenir en la partición de una herencia. El ha venido a dar la vida eterna y no a ocuparse de los bienes transitorios que no pueden dar estabilidad alguna a la existencia del hombre. “Mirad: guardaos de toda clase de codicia -dice el Señor-. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de los bienes” (ib 15). E inmediatamente añade la parábola del rico necio que demuestra gráficamente la sabiduría de su enseñanza. Un hombre tuvo una gran cosecha, hasta el punto de no saber dónde almacenarla. Pero mientras proyectaba la construcción de nuevos graneros y se propone gozar largamente de esos bienes, es llamado por Dios a cuentas y oye que le dicen: “Lo que has acumulado ¿de quien será?” (ib 20).

La necedad y el pecado de este hombre están en haber acumulado riquezas con el objeto único de gozarlas egoístamente: “Hombre…, túmbate, come, bebe y date buena vida” (ib 19), sin pensar en las necesidades del prójimo ni en los deberes para con Dios. Dios está totalmente ausente de sus proyectos, como si su vida, lejos de depender de él, dependiese de sus bienes: “tienes bienes acumulados para muchos años” (ib). Pero aquella misma noche queda cortada su vida y se encuentra ante Dios con las manos vacías, carente de obras válidas para la eternidad. Y la parábola concluye: “Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios”.

 

“Todo pasa bajo el cielo: primavera, verano, otoño, invierno, cada estación llega a su turno. Pasan las fortunas del mundo: el que antes dominaba, es ahora abatido, y se eleva en cambio, el que antes estaba en tierra. Cuando las fortunas se hunden, la riqueza bate las alas y vuela. Los amigos se hacen enemigos, y los enemigos, amigos, y cambian también nuestros deseos, nuestras aspiraciones y nuestros proyectos. No hay nada estable fuera de ti, Dios mío. Tú eres el centro y la vida de todos los que, siendo mudables, confían en ti como un Padre, y vuelven a ti los ojos, satisfechos de poder dejarse en tus manos.

Sé, Dios mío, que debe operarse en mí un cambio, si quiero llegar a contemplar tu rostro. Se trata de la muerte. Cuerpo y alma deben morir a este mundo. Mi persona, mi alma tienen que ser regeneradas, porque sólo el santo puede llegar a verte… Haz que día a día me vaya modelando según tú y, abandonándome en tus brazos, sea transformado de gloria en gloria. Para llegar hasta ti, oh Señor, es preciso que pase por la prueba, la tentación y la lucha. Aun cuando yo no capte exactamente lo que me espera, sé al menos esto y sé también que si tú estás a mi lado, caminaré hacia lo mejor no hacia lo peor. Cualquiera sea mi suerte, rico o pobre, sano o enfermo, rodeado de amigos o abandonado a mí solo, todo acabará mal, si quien me sostiene no es el Inmutable. Todo, en cambio, acabará bien, si tengo a Jesús conmigo, a Jesús que es el mismo hoy, mañana y siempre” (J. H. Newman, Madurez cristiana).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 27 de julio de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 17º Domingo del Tiempo Ordinario: “Pedid, buscad, llamad…”

 

«Señor, tu misericordia es eterna; no abandones la obra de tus manos» (SI 38, 8).

La plegaria del hombre y la misericordia condescendiente de Dios son los temas que se entrelazan en las lecturas de este día. En primer lugar se presenta la conmovedora y atrevida oración de Abrahán en favor de las ciudades pecadoras (Gn 18, 20-32; 1.a lectura), magnífica expresión de su confianza en Dios y de su solicitud por la salvación de los demás. Dios le ha revelado su designio de destruir a Sodoma y Gomorra pervertidas hasta el colmo, y el patriarca busca detener el castigo en consideración a los justos que podría haber entre los pecadores. Pero desde la propuesta de cincuenta justos se ve obligado a bajar gradualmente hasta el exiguo número de diez: «Que no se enfade mi Señor si hablo una vez más. ¿Y si se encuentran diez justos?» (ib 32).

Ni la benévola condescendencia de Dios que va aceptando la reducción del número, ni la cordial súplica de Abrahán consiguen salvar la ciudad por culpa de la general corrupción; sólo la familia de Lot será salvada para testimoniar la misericordia divina y el poder de la intercesión de Abrahán. El episodio quedará como un, documento de las terribles consecuencias de la obstinación en el mal y de la fuerza reparadora del bien, por la cual sólo diez justos -si los hubiese habido- habrían podido impedir la ruina de la ciudad.

Pero en el Nuevo Testamento se abre una nueva y maravillosa página de la misericordia de Dios: un solo justo, «el siervo de Yavé» anunciado por los profetas, basta para salvar no dos ciudades ni una nación, sino a la humanidad entera. En vista de la pasión de Cristo, Dios perdonó todos los pecados de los hombres, borró «el protocolo que nos condenaba con sus cláusulas y era contrario a nosotros; lo quitó de en medio, clavándolo en la cruz» (CI 2, 14; 2.a lectura). Esta frase Imaginativa de Pablo expresa muy bien cómo la deuda enorme de los pecados de todo el género humano ha sido anulada con la muerte de Cristo. Sin embargo, ni esa superabundante expiación aprovechará al hombre, si éste no colabora con Su renuncia personal.

El Evangelio del día (Lc 11, 1-13) vuelve a tomar de lleno el tema de la oración. Jesús, interrogado por sus discípulos, les enseña a orar: «Cuando oréis decid: "Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino"» (ib 2). Abrahán, el amigo de Dios, lo llamaba «mi Señor»; el cristiano, autorizado por Jesús, lo llama «Padre», nombre que da a su plegaria un tono completamente nuevo: filial, por el que puede derramar libremente su corazón en el corazón de Dios, exponiéndole sus necesidades en la forma sencilla y espontánea que indica el «Padre nuestro».

Además, con la parábola del amigo importuno, que sigue inmediatamente, enseña Jesús a orar con perseverancia e insistencia -como hizo Abrahán-, sin miedo a ser indiscretos: «pedid, buscad, llamad». Para Dios no hay horas inoportunas; nunca siente fastidio por la oración humilde y confiada de sus hijos, antes bien se complace en ella: «Quien pide, recibe, quien busca halla, y al que llama, se le abre» (ib 10). Y si no siempre obtiene el hombre lo que desea, es seguro que su oración nunca es vana, pues el Padre celestial responde siempre a ella con su amor y su favor, aunque tal vez de modo oculto y diferente a lo que el hombre espera.

Lo importante no es obtener esto o aquello, sino que nunca le falte la gracia de ser fiel a Dios cada día. Esta gracia está asegurada al que ora sin cansarse: «Si vosotros que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?» (ib 13). En el don del Espíritu Santo se incluyen todos los bienes sobrenaturales que Dios quiere conceder a sus hijos.

 

¡Oh, qué recia cosa os pido, verdadero Dios mío, que queráis a quien no os quiere, que abráis a quien no os llama, que deis salud a quien gusta de estar enfermo y anda procurando la enfermedad...! Vos decís, Señor mío, que venís a buscar los pecadores; éstos, Señor, son los verdaderos pecadores. No miréis nuestra ceguedad, mi Dios, sino a la mucha sangre que derramó vuestro Hijo por nosotros. Resplandezca vuestra misericordia en tan crecida maldad; mirad, Señor, que somos hechura vuestra. Válganos vuestra bondad y misericordia. (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones, 8, 3).

Oh Jesús, creemos que lo puedes todo y que nos concederás todo lo que te pidamos con fe; nos lo concederás porque eres infinitamente bueno y omnipotente; nos otorgarás más aún, pues lo has prometido formalmente. Nos lo concederás sea dándonos la cosa pedida, sea dándonos otra mejor. Si nos haces esperar, si recibimos tarde o tal vez nunca, estamos seguros de que la espera es lo mejor para nosotros, de que el recibir tarde o tal vez nunca es mejor para nosotros que recibir enseguida. (Carlos de Foucauld, Meditaciones sobre el Evangelio).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 20 de julio de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 16º Domingo del Tiempo Ordinario: “Sólo una cosa es necesaria”

 

«Señor mío..., te ruego no pases de largo junto a tu siervo» (Gn 18, 3).

La presencia de Dios entre los hombres y la hospitalidad a él ofrecida por éstos, son el tema sugestivo de la primera lectura y del Evangelio del día.

En la primera lectura (Gn 18, 1-10a) tenemos la singular aparición de Yahvé a Abrahán por medio de tres misteriosos personajes, portadores visibles de la invisible majestad de Dios. La premura excepcional con que Abrahán los acoje y el generoso banquete que les prepara revelan en el patriarca la intuición de un suceso extraordinario, divino. «Señor mío -dice postrándose hasta la tierra-, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo» (ib 3). Más que una invitación, estas palabras son una súplica reveladora de su ansia de hospedar al Señor, acogerlo en su tienda y tenerlo junto a sí.

Abrahán se muestra también aquí como «el amigo de Dios» (Is 41,8) que trata con él con sumo respeto y, al mismo tiempo, con confianza humilde y vivo deseo de servirle. Terminada la comida, la promesa de un hijo, a pesar de la avanzada edad de Abrahán y de Sara, descubre claramente la naturaleza sobrenatural de los tres personajes, uno de los cuales habla como hablaría Dios mismo (ib 13). Una tradición cristiana antigua ha visto en esta aparición -tres hombres saludados por Abrahán como si fuesen una sola persona- una figura de la Santísima Trinidad. Como quiera que sea es cierto que «el Señor se apareció a Abrahán junto a la encina de Mambré» (ib 1), le habló y trató familiarmente hasta sentarse a su mesa.

También el Evangelio del día (Lc 10, 38-42) muestra a Dios sentado a la mesa del hombre, pero con una circunstancia absolutamente nueva, la de su Hijo hecho carne, venido a habitar en medio de los hombres. La escena tiene lugar en Betania, en casa de Marta, donde Jesús es acogido con una premura muy similar a la de Abrahán con sus visitantes. Como él, Marta se apresura a preparar un convite desacostumbrado; pero su solicitud no es compartida por su hermana, la cual, imitando más bien el ansia de Abrahán de conversar con Dios, aprovecha la visita del Maestro para sentarse a sus pies y escucharlo. En realidad, aunque las intenciones de Marta sean óptimas y su afanarse sea expresión de amor, hay un modo mejor de acoger al Señor, como él mismo lo declara, y es el elegido por María.

En efecto, cuando Dios visita al hombre, lo hace sobre todo para traerle sus dones, su palabra; y nadie afirmará que sea más importante afanarse que escuchar la palabra del Señor. Siempre valdrá más lo que Dios hace y dice a los hombres que lo que éstos pueden hacer por él. «Marta, Marta: andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria» (ib 41-24). Tan necesaria es, que sin ella no hay salvación, porque la palabra de Dios es palabra de vida eterna, y es de necesidad absoluta escucharla. Lo que salva al hombre no es la multiplicidad de las obras, sino la palabra de Dios escuchada con amor y vivida con fidelidad. «María ha escogido la parte mejor» (ib 42).

Esta elección no es patrimonio exclusivo de los contemplativos, sino que todo cristiano debe -en cierta medida- hacerla suya, no presumiendo darse a la acción sin haber profundizado antes la palabra de Dios en la oración. Sólo así será capaz de vivir el Evangelio, aunque el hacerlo le resulte arduo y le exija sacrificios. San Pablo podía decir con alegría: «completo en mi carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia» (CI 1, 24; 2.a lectura), porque había meditado a fondo el evangelio de la cruz o, habiendo penetrado el misterio de Cristo, había encontrado fuerza para revivirlo en sí mismo.

 

Oye, Señor, la voz interior que dirigí a tus oídos con esfuerzo animoso. Compadécete de mí y óyeme. A ti dirijo mi corazón: Busqué tu rostro. No me presenté a los hombres, sino que en lo escondido, donde sólo oyes tú, te dijo mi corazón: Busqué tu rostro, no algún premio fuera de ti. Buscaré, Señor, tu rostro, perseveraré en la búsqueda incansablemente. No buscaré a algo vil, oh Señor, sino tu rostro, a fin de amarte gratis, porque no encuentro cosa más estimable. (San Agustín, In Ps, 26, I, 7-8).

¡Oh Señor! Dame el anhelo de escucharte. Existe a veces una necesidad tan imperiosa de callar, que una quisiera permanecer como María Magdalena, ese maravilloso ejemplo de vida contemplativa, a tus pies, ¡oh divino Maestro!, ávida de conocerlo todo, de penetrar cada vez más, en el misterio del amor que has venido a revelarnos. Haz que durante los momentos de actividad, mientras desempeño el oficio de Marta, mi alma pueda permanecer siempre adorante, inmersa, como María Magdalena, en tu contemplación, bebiendo ininterrumpidamente de esta fuente como un sediento. Así es como entiendo yo, Señor, el apostolado: podré irradiarte, darte a las almas, cuando esté en contacto continuo con esta divina fuente. Haz que me compenetre tan profundamente contigo, Maestro divino, que permanezca en íntima unión con tu alma y me identifique con todos tus sentimientos, para luego vivir como tú, cumpliendo la voluntad del Padre. (Cf. Isabel de la Trinidad, Cartas, 137).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 13 de julio de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 15º Domingo del Tiempo Ordinario: ¿Qué he de hacer para ganar la vida eterna?

 

“Esté tu palabra, Señor, en mi boca y en mi corazón para ponerla en práctica” (Dt 30, 14).

La ley de Dios es el gozne sobre el que gira la Liturgia de hoy. “Escucha la voz del Señor tu Dios, guardando sus preceptos y mandatos” (Dt 30, 10). Dios no se ha quedado extraño a la vida del hombre, sino que se ha inclinado sobre él, ha pactado con él una alianza y le ha manifestado su voluntad por la ley. No es una ley abstracta, impuesta sólo desde fuera, sino escrita en el corazón del hombre desde el primer momento de la creación; una ley, por lo tanto, acorde con su naturaleza, coincidente con sus exigencias esenciales y apta para conducirlo a la plena realización de sí según el fin que Dios le ha asignado.

“El precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda ni inalcanzable –dice el sagrado texto-. Está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo” (ib 11. 14). Esa palabra se hizo luego inefablemente cercana al hombre cuando la Palabra eterna de Dios, su Verbo, se hizo carne y vino a plantar su tienda en medio de los hombres, revelándoles del modo más pleno la voluntad divina expresada en los mandamientos y enseñándoles a practicarlos con perfección.

El Evangelio del día (Lc 10, 25-37) presenta justamente a Jesús al habla con un doctor de la ley acerca del mandamiento primero: el amor a Dios y al prójimo. El doctor interroga al Maestro no por deseo de aprender, sino “para ponerlo a prueba” (ib 25), y termina su consulta preguntándole: “¿Y quién es mi prójimo?” (ib 29). Jesús no le responde con una definición, sino con la historia de un hombre caído en manos de bandoleros, despojado y abandonado medio muerto en el camino. Dos individuos pasan al lado –un sacerdote y un levita-, lo ven, pero siguen adelante sin cuidarse de él; sólo un samaritano se detiene compasivo y le socorre.

La conclusión es clara: no hay que hacer distinciones de religión, ni de raza, ni de amigo o enemigo; todo hombre necesitado de ayuda es “prójimo” y debe ser amado como se ama cada uno a sí mismo. Más aún, la parábola obliga al doctor de la ley a reconocer que quien ha cumplido la ley ha sido no un hombre instruido especialmente en ella -como el sacerdote o el levita-, sino por un samaritano, tenido por los judíos como incrédulo y pecador; y éste precisamente es propuesto como modelo al que, con mentalidad farisaica, se considera justo, impecable y observante de la ley.

“Anda, haz tú lo mismo” (ib 37), le dice Jesús. Poco importa, en efecto, conocer la moral a la perfección, discutir y filosofar en torno a ella, cuando no se sabe cumplir los deberes más elementales en casos tan claros y urgentes como el propuesto por la parábola. El que tiene el corazón duro y es egoísta, siempre hallará mil excusas para eximirse de la ayuda al prójimo, sobre todo cuando el hacerlo le sea incómodo y le exija sacrificio.

La segunda lectura (Col 1, 15-20) trata un argumento del todo diferente; celebra las grandezas de Cristo: su primado absoluto sobre todas las criaturas, creadas “por él y para él” (ib 16), y su soberanía sobre los hombres, reconciliados con Dios “por medio de él” y redimidos “por la sangre de su cruz” (ib 20). Con todo es posible ponerlo en relación con el Evangelio del día: Jesús, que es “imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura”, quiere ser reconocido y amado por los hombres en una imagen tan humilde y tan visible como el prójimo. “Lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40); es como decir que el cristiano tiene que amar al prójimo no sólo como a sí mismo, sino como está obligado a amar a su Señor.

 

“Oh Dios, que muestras a los errantes la luz de tu verdad para que puedan volver al camino recto; concede a todos los que se profesan cristianos rechazar lo que es contrario a este nombre y seguir, lo que le es conforme. (Misal Romano, Colecta).

“Oh caridad, tú eres el dulce y santo lazo que une al alma con su Creador; tú unes a Dios con el hombre y al hombre con Dios. Oh caridad inestimable, tú has tenido clavado sobre el árbol de la santísima cruz al Dios-hombre; tú reúnes a los enemistados, unes a los separados, enriqueces a los que son pobres de virtud porque das vida a todas las virtudes. Tú das la paz y destruyes la guerra; das paciencia, fortaleza y larga perseverancia en toda buena obra; nunca te cansas y nunca te separas del amor de Dios y del prójimo, ni por penas ni por aflicciones, ni por injurias, escarnios o villanías. Tú ensanchas el corazón, el cual acoge a amigos y enemigos y a toda criatura, porque se ha revestido del afecto de Cristo y le sigue a él.

¡Oh Cristo, dulce Jesús! Concédeme esa inefable caridad, para que sea perseverante y nunca cambie, porque quien posee la caridad está fundado en ti, piedra viva, es decir, ha aprendido de ti a amar a su Creador, siguiendo tus huellas. En ti leo la regla y la doctrina que me conviene tener, porque tú eres el camino, la verdad y la vida; por donde, leyendo en ti, que eres libro de vida, podré andar el camino recto y atender sólo al amor a Dios y a la salvación de mi prójimo” (Santa Catalina de Siena, Epistolario, 7).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


domingo, 6 de julio de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 14º Domingo del Tiempo Ordinario: Paz de Cristo y tribulación del mundo

 

«Señor de la Paz, concédenos la paz siempre y en todos los órdenes» (2 Ts 3, 16).

El tema de la paz emerge de las lecturas de hoy donde se la presenta en sus múltiples aspectos.

La primera lectura (Is 66, 10-14c) habla de ella como síntesis de los bienes -gozo, seguridad, prosperidad, tranquilidad, consuelo- prometidos por Dios a Jerusalén restaurada tras el destierro de Babilonia. “Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz; como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones… Como un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo” (ib 12-13). Se ve claro por el contexto que se trata de un don divino, característico de la era mesiánica. Será Jesús el portador de esa paz que es a un tiempo gracia, salvación y felicidad eterna no sólo para los individuos sino para todo el pueblo de Dios que confluirá de todas las partes del mundo a la Jerusalén celestial, el reino de la paz perfecta.

Pero también la Iglesia, la nueva Jerusalén terrena, posee ya el tesoro de la paz ofrecido por Jesús a los hombres de buena voluntad y tiene la misión de difundirla en el mundo. Este fue el encargo confiado por el Salvador a los setenta y dos discípulos enviados a predicar el Reino de Dios (cfr. Evangelio de la Santa Misa de hoy: Lc 10, 1-12. 17-20). “Poneos en camino. Mirad que os mando como corderos en medio de lobos” (ib 3). Esta expresión indica precisamente una misión de mansedumbre, de bondad y de paz semejante a la de Jesús, “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29), no condenando a los pecadores, sino inmolándose a sí mismo, estableciendo la paz mediante la sangre de su cruz.

“Cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a esta casa. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros” (Lc 10, 5-6). No se trata de un simple saludo augural, sino de una bendición divina obradora de bien y de salvación. Donde “descansa” la paz de Jesús que ha reconciliado a los hombres con Dios y entre sí, descansa la salvación. El hombre que la acoge está en paz con Dios y con los hermanos, vive en la gracia y el amor y está a salvo del pecado. Esta paz se posa sobre la “gente de paz”, o sea sobre los que llamados por Dios a la salvación, corresponden a la invitación aceptando sus exigencias; esos son los herederos afortunados de la paz de Cristo y de los bienes mesiánicos.

Pero Jesús advierte que no espere nadie una paz parecida a la que ofrece el mundo, promesa ilusoria de una felicidad exenta de todo mal. “No se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14, 27), ha dicho él; porque su paz es tan profunda que puede coexistir hasta con las tribulaciones más punzantes. Si el mundo se mofa de esa paz y la rechaza, los discípulos, aunque sufriendo por el rechazo, no pierden la paz interior ni dejan de anunciar “el Evangelio de la paz” (Ef 6, 15). Humildes, pobres, sin pretensiones y contentos con cubrir las necesidades de la vida (Lc 10, 4. 7-8), continúan en el mundo la misión de Jesús ofreciendo a quien quiera acogerla “la buena noticia de la paz” (Hc 10, 36).

San Pablo (segunda lectura: Gál 6, 14-18) es el prototipo. En su apostolado, no busca otro apoyo ni otra gloria que “la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (ib 14), por la cual se considera crucificado a todo cuanto el mundo puede ofrecerle: ventajas materiales, gloria, acomodo. El mundo no tiene atractivo para quien se ha dejado fascinar por el Crucificado y se complace en llevar sobre su cuerpo “las marcas de Jesús” (ib 17). Tiene, pues, derecho a que le dejen tranquilo en la paz de su Señor, la que invoca para sí y para cuantos sigan su ejemplo: “La paz y la misericordia de Dios venga sobre todos los que se ajustan a esta norma” (ib 16).

 

“Oh Dios, que por medio de la humillación de tu Hijo has levantado el mundo, danos tu gozo, para que libres de la opresión de la culpa, podamos gozar de la felicidad sin fin” (Misal Romano, Oración Colecta).

“Señor, Dios omnipotente, Jesucristo, rey de la gloria, tú eres la verdadera paz, la caridad eterna, ilumina, te lo ruego, con la luz de tu paz el fondo de nuestras almas, purifica nuestra conciencia con la dulzura de tu amor. Concédenos ser hombres de paz, desearte a ti, príncipe de la paz, y estar protegidos y custodiados de continuo por ti contra los peligros del mundo. Haz que bajo las alas de tu benevolencia, busquemos la paz con todas las fuerzas de nuestro corazón, así podremos ser acogidos en los gozos eternos cuando vuelvas a recompensar a los que lo merecen.

Señor Jesucristo, tú eres la paz de todos los hombres: los que te hallan, hallan el descanso; los que te abandonan son heridos por los males más implacables. Concédenos, Señor, te lo rogamos que no demos el beso de Judas; concédenos la paz que tu sacramento ha prescrito a los demás apóstoles difundir. Haz que tu Iglesia halle en nosotros, durante el curso de nuestra vida terrena, hombres de paz, para loar tu bondad y así compartamos un día la felicidad que no tiene fin” (Prières eucharistiques, 64a; 93).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


domingo, 22 de junio de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C: Corpus Christi

 

«Que tenga yo hambre de ti, "Pan de vida"» (Jn 6, 48).

La solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo es presentada hoy por la Liturgia en relación con el sacerdocio de Cristo, cuyo don supremo es la Eucaristía: Sacrificio ofrecido al Padre y Banquete servido a los hombres.

La primera lectura (Gn 14, 18-20) recuerda la más antigua figura de Cristo Sacerdote: Melquisedec, rey de Salem y sacerdote «del Dios altísimo» que, en acción de gracias a Dios por la victoria de Abrahán, ofrece un sacrificio de «pan y vino», símbolo de la Eucaristía. Sobre este personaje misterioso del que la Biblia no da indicación alguna ni acerca de su origen ni acerca de su muerte, escribe San Pablo: «sin padre, ni madre, ni genealogía, sin comienzo de días, ni fin de vida, asemejado al Hijo de Dios permanece sacerdote para siempre» (Hb 7, 3). Melquisedec es llamado «sacerdote para siempre» porque de él no se conoce ni el principio ni el fin. Con mayor razón conviene este título a Cristo, cuyo sacerdocio no tiene origen humano sino divino, y por tanto es eterno en el sentido más absoluto. A él le aplica la Iglesia el versículo que se repite hoy en el salmo responsorial: «Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec». En el Nuevo Testamento, acabado el sacerdocio levítico, queda sólo el sacerdocio eterno de Cristo que se prolonga en el tiempo por el sacerdocio católico.

La segunda lectura (1 Cr 11, 23-26) presenta a Cristo Sacerdote en el acto de instituir la Eucaristía, Sacrificio del Nuevo Testamento. La relación es la transmitida por el Apóstol según la tradición «que procede del Señor» (ib 23). Como Melquisedec, Jesús ofreció «pan y vino», pero su bendición realizó el gran milagro: «Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros... Esta copa es la nueva Alianza sellada con mi sangre» (ib 24-25). Ya no es pan, sino verdadero Cuerpo de Cristo; ya no es vino, sino verdadera Sangre. Jesús anticipa en la Eucaristía lo que cumplirá en el Calvario en sus miembros rotos, y anticipándolo lo deja en testamento a los suyos como memorial de su Pasión: «Haced esto... en memoria mía» (ib). Por eso, concluye San Pablo, «cada vez que coméis de este pan y bebéis de la copa, proclamaréis la muerte del Señor hasta que vuelva» (ib 26). No es una «memoria» que se limita a evocar un suceso, ni es una proclamación de solas palabras, porque la Eucaristía hace actualmente presente, aunque en forma sacramental el Sacrificio de la Cruz y el convite de la última Cena. La misma realidad se ofrece a los fieles de todos los tiempos, para que puedan unirse al Sacrificio de Cristo y alimentarse de su Sangre «hasta que venga» (MR).

La Eucaristía como banquete es el argumento tratado por el Evangelio del día bajo la figura transparente de la multiplicación de los panes (Lc 9, 11b-17). No tenemos aquí sólo el lejano simbolismo del pan y del vino ofrecidos por Melquisedec, sino una acción de Jesús que es preludio evidente de la Cena eucarística. Jesús toma los panes, eleva los ojos al cielo, los bendice, los parte y los distribuye; gestos todos que repetirá en el Cenáculo cuando cambie el pan en su cuerpo. Otro detalle llama la atención: los panes se multiplican en sus manos y de éstos pasan a las de los discípulos que los distribuyen a la multitud. Del mismo modo, siempre será él quien realice el milagro eucarístico, aunque se servirá de sus sacerdotes que serán los ministros y como los tesoreros. En fin, «comieron todos y se saciaron» (ib 17). La eucaristía es el convite ofrecido a todos los hombres para saciar su hambre de Dios y de vida eterna. La solemnidad de hoy es una invitación a despertar la fe y el amor a la Eucaristía, para que los fieles se sientan más hambrientos de ella, se acerquen a ella con mayor fervor y sepan excitar esta hambre saludable en sus hermanos indiferentes.

 

En verdad es justo... darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo nuestro Señor, verdadero y único sacerdote. El cual, al instituir el sacrificio de la eterna Alianza, se ofreció a sí mismo como víctima de eterna salvación, y nos mandó perpetuar esta ofrenda en conmemoración suya. Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica. (Misal Romano, Prefacio).

¡Oh nuevo y antiguo misterio! Antiguo por la figura, nuevo por la verdad del Sacramento, en el cual la criatura recibe siempre máxima novedad. Bien sabemos, y por la fe lo vemos con certeza, que ese pan y ese vino consagrados se convierten sustancialmente, por el divino poder, en tu Cuerpo y en tu Sangre, oh Cristo Dios y Hombre, a las palabras que tú ordenaste y que el sacerdote recita en este misterio sagrado...

¡Oh Dios humanado, tú sacias, colmas, rebosas y alegras tus criaturas, sobre todas y más allá de todas ellas, sin modo ni medida... Oh bien no reflexionado, desconocido, no amado, pero encontrado por los que te ansían todo entero y no pueden poseerte totalmente! Haz que yo vaya a tu encuentro, oh sumo Bien, me acerque a tan sublime mesa con reverencia grande, mucha pureza, gran temor e inmenso amor. Que me acerque toda gozosa y adornada, porque vengo a ti que eres el bien de toda gloria, a ti que eres beatitud perfecta y vida eterna, belleza, dulzura, sublimidad, todo amor y suavidad de amor. (Beata Ángela de Foligno, II libro della B. Angela II, p. 192. 194-5).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 15 de junio de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C: La Santísima Trinidad

 

«Nuestra fe en ti, Dios uno en tres Personas, nos sea prenda de salvación» (Misal Romano, oración después de la Comunión).

Concluido el ciclo de los misterios de la vida de Cristo, la Liturgia se eleva a contemplar el misterio de la Santísima Trinidad. En el Antiguo Testamento este misterio es desconocido; sólo a la luz de la revelación neotestamentaria se pueden descubrir en él lejanas alusiones. Una de las más expresivas es la contenida en el elogio de la Sabiduría, atributo divino presentado como persona (Pr 8, 22-31; 1ª lectura). El Señor me poseyó al principio de sus tareas, al principio de sus obras antiquísimas... Antes de los abismos fui engendrada... Cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como arquitecto» (ib 22.24.29-30). Es, pues, una persona coexistente con Dios desde la eternidad, engendrada por él y que tiene junto a él una misión de colaboradora en la obra de la creación.

Para el cristiano no es difícil descubrir en esta personificación de la sabiduría-atributo una figura profética de la sabiduría increada, el Verbo eterno, segunda Persona de la Santísima Trinidad, de la que escribió San Juan: «En el principio la Palabra existía, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios... Todo se hizo por ella» (1, 1.3). Pero las expresiones que más impresionan son aquellas en que la sabiduría dice que se goza por la creación de los hombres y que tiene sus delicias en ellos. ¿Cómo no pensar en la Sabiduría eterna, en el Verbo que se hace carne y viene a morar entre los hombres?

En la segunda lectura (Rm 5, 1-5), la revelación de la Trinidad es claramente manifiesta. Ahí están las tres Personas divinas en sus relaciones con el hombre. Dios Padre lo justifica restableciéndolo en su gracia, el Hijo se encarna y muere en la cruz para obtenerle ese don y el Espíritu Santo viene a derramar en su corazón el amor de la Trinidad. Para entrar en relaciones con los «Tres», el hombre debe creer en Cristo su Salvador, en el Padre que lo ha enviado y en el Espíritu Santo que inspira en su corazón el amor del Padre y del Hijo. De esta fe nace la esperanza de poder un día gozar «de la gloria de los hijos de Dios» (ib 2) en una comunión sin velos con la Trinidad sacrosanta. Las pruebas y las tribulaciones de la vida no pueden remover la esperanza del cristiano; ésta no es vana, porque se funda en el amor de Dios que desde el día del bautismo «ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado» (ib 5). Fe, esperanza y amor son las virtudes que permiten al cristiano iniciar en la tierra la comunión con la Trinidad que será plena y beatificante en la gloria eterna.

El Evangelio del día (Jn 16, 12-15) proyecta nueva luz sobre la misión del Espíritu Santo y sobre todo el misterio trinitario. En el discurso de la Cena, al prometer el Espíritu Santo, dice Jesús: «Cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena» (ib 13). También Jesús es la Verdad (Jn 14, 6) y ha enseñado a los suyos toda la verdad que ha aprendido del Padre —«todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15)—; por eso el Espíritu Santo no enseñará cosas que no estén contenidas en el mensaje de Cristo, sino que hará penetrar su significado profundo y dará su exacta inteligencia preservando la verdad del error. Dios es uno solo, por eso única es la verdad; el Padre la posee totalmente y totalmente la comunica al Hijo: «Todo lo que tiene el Padre es mío», declara Jesús y añade: el Espíritu Santo «tomará de lo mío y os lo anunciará» (Jn 16, 15).

De este modo afirma Jesús la unidad de naturaleza y la distinción de las tres Personas divinas. No sólo la verdad, sino todo es común entre ellas, pues poseen una única naturaleza divina. Con todo, el Padre la posee como principio, el Hijo en cuanto engendrado por el Padre y el Espíritu Santo en cuanto que procede del Padre y del Hijo. No obstante, el Padre no es mayor que el Hijo, ni el Hijo que el Espíritu Santo. En ellos hay una perfecta comunión de vida, de verdad y de amor. El Hijo de Dios vino a la tierra justamente para introducir al hombre en esta comunión altísima haciéndolo capaz por la fe y el amor, de vivir en sociedad con la Trinidad que mora en él.

 

Tú, Trinidad eterna, eres el Hacedor, y yo la hechura. En la recreación que de mí hiciste en la sangre de tu Hijo, he conocido que estabas enamorado de la belleza de tu hechura.

¡Oh abismo, oh deidad eterna, oh mar profundo! ¿Podías dar algo más que darte a ti mismo? Eres fuego que siempre arde y no se consume. Eres fuego que consume en su calor todo amor propio del alma. Eres fuego que quita toda frialdad. Tú alumbras...

En esta luz te conozco a ti, santo e infinito Bien; Bien sobre todo bien. Bien feliz, Bien incomprensible, Bien inestimable. Belleza sobre toda belleza. Sabiduría sobre toda sabiduría, porque tú eres la sabiduría misma. Tú, manjar de los ángeles, dado con fuego de amor a los hombres. Tú, vestido que cubre toda desnudez, sacias al hombre en tu dulzura. Dulce, sin mezcla de amargura.

¡Oh Trinidad eterna! En la luz que me diste... he conocido... el camino de la gran perfección para que te sirva con luz y no con tinieblas, sea espejo de buena y santa vida y me eleve de mi vida miserable, ya que por culpa mía te he servido siempre en tinieblas... Y tú, Trinidad eterna, con tu luz disipaste las tinieblas. (Santa Catalina de Siena, Diálogo 167).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

   

domingo, 6 de abril de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 5º Domingo de Cuaresma - Ciclo C: “¿Ninguno te ha condenado?, Tampoco yo”

 

«Señor, has estado grande con nosotros» (Sal 126, 3).

La Liturgia de la Palabra propone hoy la consideración de la Pascua, ya muy próxima, bajo el aspecto de la liberación del pecado. Merecida, una vez para siempre y para todos, por Cristo, esta liberación debe, todavía, actuarse en cada hombre; es más, este hecho exige un continuo repetirse y renovarse, porque durante toda la vida los hombres están expuestos a caer y nadie puede considerarse impecable.

Dios, que, tiempo atrás, había multiplicado los prodigios para librar al pueblo elegido de la esclavitud egipcia, los promete nuevos y mayores para liberarlo de la cautividad babilónica (1ª lectura). «Mirad que realizo, algo nuevo... Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo, para apagar la sed de mi pueblo» (Is 43, 19-20). Dejando aparte las vicisitudes históricas de Israel, la profecía ilumina el futuro mesiánico, en el que Dios hará en favor del nuevo Israel -la Iglesia- cosas absolutamente nuevas. No un camino material, sino que entregará su Unigénito al mundo para que sea el «camino» de la salvación; no agua para apagar la sed en las fauces resecas, sino el agua viva de la gracia que brota del sacrificio de Cristo para purificar al hombre del pecado y saciar la sed que tiene de lo infinito.

Esta novedad de cosas viene ilustrada, de un modo concreto, por el episodio evangélico de la adúltera, mujer arrastrada a los pies de Jesús para que éste la juzgue: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?» (Jn 8, 4). Y el Salvador hace algo absolutamente nuevo, no contemplado por la ley antigua; no pronuncia una sentencia, sino que tras de una pausa silenciosa, cargada de tensión por parte de los acusadores y de la acusada, dice sencillamente: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra» (ibid 7). Todos los hombres son pecadores; nadie, por lo tanto, tiene el derecho de erigirse en juez de los demás.

Sólo uno lo tiene: el Inocente, el Señor; más ni siquiera él lo usa, prefiriendo ejercer su poder de Salvador: «¿Ninguno te ha condenado?... Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (ibid 10-11). Sólo Cristo, que vino para dar su vida por la salvación de los pecadores, puede librar a la mujer de su pecado y decirle: «no peques más». Su palabra lleva en sí la gracia que se deriva de su sacrificio. En el sacramento de la penitencia se renueva, para cada uno de los creyentes, el gesto liberador de Cristo, que confiere al hombre la gracia para luchar contra el pecado, para «no pecar más».

La segunda lectura sugiere un ahondamiento de estas reflexiones. San Pablo, que ha sacrificado las tradiciones, la cultura, el sistema de vida que le ligaban a su pueblo, estimando todo esto «basura con tal de ganar a Cristo» (Flp 3, 8), anima al cristiano a que renuncie, por el mismo fin, a todo lo que no conduce al Señor, a todo lo que está en contraste con el Señor. Este es el camino para librarse completamente del pecado y para asemejarse progresivamente a Cristo «muriendo su misma muerte, para llegar un día a la resurrección» (ibid 10. 11). Es un camino que lleva consigo continuas y nuevas superaciones, y nuevas liberaciones, para alcanzar una adhesión cada vez más profunda a Cristo. Nadie puede pensar «estar en la meta», sino que debe lanzarse, seguir corriendo «para conseguirla»: para ganar a Cristo como él mismo fue ganado por Cristo (ibid 12).

 

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo nuestro Señor. Porque se acercan ya los días santos de su pasión salvadora y de su resurrección gloriosa; en ellos celebramos su triunfo sobre el poder de nuestro enemigo y renovamos el misterio de nuestra redención. Porque en la salvación redentora de tu Hijo el universo aprende a proclamar tu grandeza y, por la fuerza de la cruz, el mundo es juzgado como reo y el crucificado exaltado como juez poderoso. (MISAL ROMANO, Prefacio de la Pasión, II, I).

¡Oh Jesús mío!, ¿qué he hecho yo? ¿Cómo he podido abandonarte y despreciarte? ¿Cómo he podido olvidar tu nombre, pisotear tu ley, trasgredir tus mandatos? ¡Oh Dios mío, Criador mío! ¡Salvador mío, vida mía y todo mi bien! ¡Infeliz de mí! ¡Miserable de mil! Infeliz, porque he pecado..., porque me he convertido en un animal irracional. Jesús mío, tierno pastor, dulce Maestro, socórreme, levanta a tu ovejita abatida, extiende tu mano para sostenerme, borra mis pecados, cura mis llagas, fortalece mi debilidad, sálvame o pereceré. Confieso ser indigno de vivir, indigno de la luz, indigno de tu socorro; sin embargo, tu misericordia es muy grande, ten piedad de mí, ¡oh Dios que tanto amas a los hombres! Ultima esperanza mía, ten piedad de mí, conforme a la grandeza de tus misericordias. (Beato Luis de Blois, Guía espiritual, 4).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 30 de marzo de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 4º Domingo de Cuaresma - Ciclo C: “Padre, pequé contra el cielo y ante ti”

 

«Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias» (Sal 34, 7).

El pensamiento de la Pascua antigua y nueva, rubricada por la reconciliación del hombre con Dios, se hace cada vez más presente en la Liturgia cuaresmal. La primera lectura presenta al pueblo elegido, el cual, tras de una larga purificación sufrida durante cuarenta años de peregrinación en el desierto, entra finalmente en la tierra prometida, y en ella celebra jubiloso la primera pascua. Dios ha perdonado sus infidelidades y mantiene las antiguas promesas, dando a Israel una patria en la que podrá levantarle un templo.

Pero «lo antiguo ha pasado -dice la segunda lectura-. lo nuevo ha comenzado» (2Cor 5, 17). La gran novedad es la Pascua cristiana que suple a la antigua, la Pascua en la que Cristo ha sido inmolado para reconciliar a los hombres con Dios. Ya no es la sangre de un cordero la que salva a los hombres, ni el rito de la circuncisión o la ofrenda de los frutos de la tierra los que les hacen agradables a Dios; es el mismo Dios, que se compromete personalmente en la salvación de la humanidad dando a su Hijo Unigénito: «Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados» (ibid 19).

Sólo Dios podía tomar esta iniciativa, sólo su amor podía inspirarla, sólo su misericordia era capaz de realizarla. Cristo inocente sustituye al hombre pecador; la humanidad se ve libre del enorme peso de sus culpas y éstas caen sobre los hombros del «que no había pecado» y al que Dios «hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios» (ibid 21). Una vez más, la Cuaresma invita a contemplar la misericordia divina revelada en el misterio pascual, por el que el hombre se hace en Cristo «una criatura nueva», libre del pecado, reconciliada con Dios, de vuelta ya a la casa del Padre.

De retorno habla precisamente la parábola de la que Jesús se sirve para hacer comprender a los que se creen justos -los escribas y los fariseos- el misterio de la misericordia de Dios.

Se trata de la parábola del hijo pródigo que abandona la casa del padre, exige la parte que le toca de la fortuna para vivir independiente y libre, y pierde, sin embargo, en el vicio el dinero y la libertad, viéndose reducido a ser esclavo de las pasiones y convirtiéndose en despreciable guardián de cerdos. Los reproches de la conciencia, eco de la voz de Dios, provocan su retorno. Dios es el padre que espera sin cansarse a los hijos que le han abandonado y les incita a que vuelvan permitiendo que les hiera el aguijón de los desengaños y de los remordimientos, Y cuando les ve venir por el camino del arrepentimiento, corre a su encuentro para hacer más rápida la reconciliación, para ofrecerles el beso del perdón, para festejarles.

En esta fiesta deben participar también los hijos que quedaron en casa, fieles al deber, pero tal vez más por costumbre que por amor, y, por lo tanto, incapaces de comprender el amor del Padre para con los hermanos, de gozarlo y compartirlo. Todos los hombres, por lo demás, aunque en medida y formas diversas, son pecadores; dichosos los que reconociéndolo humildemente sienten la necesidad de reconciliarse con Dios, de convertirse cada vez más a su amor y al amor de los hermanos.

 

Señor, que por tu Palabra hecha carne reconciliaste a los hombres contigo, haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe viva y entrega generosa, a celebrar las próximas fiestas pascuales. (Misal Romano, Oración Colecta).

¡Oh Jesús!, yo soy la oveja perdida y tú eres el buen Pastor, que corriste solícito y ansiosamente en busca de mí, me encontraste por fin, y después de prodigarme mil caricias, me llevaste alegre sobre tus hombros y me condujiste al redil... Verdaderamente soy, ¡ay de mí!, el hijo pródigo. He disipado tus bienes, los dones naturales y sobrenaturales, y me he reducido a la más miserable de las condiciones, porque huí lejos de ti, que eres el Verbo por quien todas las cosas fueron hechas y sin ti todas las cosas son malas, porque son nada. Y tú eres el Padre amorosísimo que me acogiste con alegría cuando, enmendado de mis errores, volví a tu casa, busqué de nuevo refugio a la sombra de tu amor y de tu abrazo. Tú volviste a tenerme por hijo, me admitiste de nuevo a tu mesa, me hiciste otra vez partícipe de tus alegrías, me nombraste como en otro tiempo heredero tuyo...

Tú eres mi buen Jesús, el mansísimo cordero que me llamaste tu amigo, que me miraste amorosamente en mi pecado, que me bendijiste cuando yo te maldecía; desde la cruz oraste por mí, y de tu corazón traspasado por la lanza hiciste brotar un chorro de sangre divina que me lavó de mis inmundicias, limpió mi alma de sus iniquidades; me arrancaste de la muerte muriendo por mí, y venciendo a la muerte me trajiste la vida, me abriste el paraíso.

¡Oh amor, oh amor de Jesús! A pesar de todo, y por fin, este amor ha vencido: estoy contigo, ¡oh Maestro mío, oh Amigo mío, oh Esposo mío, oh Padre mío! ¡Heme aquí en tu corazón! Dime, ¿qué quieres que haga? (JUAN XXIII, El diario de mi alma, 1900).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.