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domingo, 2 de marzo de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 8º Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo C: “De lo que rebosa el corazón habla la boca”

 

«Manda, Señor, a tus ángeles que me guarden en todos mis caminos» (SI 91, 11).

En el Evangelio de san Lucas el discurso sobre la caridad está seguido de algunas aplicaciones prácticas que esbozan la fisonomía de los discípulos de Cristo, los cuales, como dice san Mateo, deben ser «luz del mundo» (5, 14).

Es imposible alumbrar a los otros, si no se tiene luz: «¿Podrá un ciego guiar a otro ciego?» (Lc 6, 39). La luz del discípulo no proviene de su perspicacia, sino de las enseñanzas de Cristo aceptadas y seguidas dócilmente porque «el discípulo no está por encima del maestro» (ib 40). Sólo en la medida que asimila y traduce en vida la doctrina y ejemplos del maestro hasta llegar a ser una imagen viviente del mismo, puede el cristiano ser guía luminosa para los hermanos y atraerlos a él. Es un trabajo que empeña la vida en un esfuerzo continuo por asemejarse cada vez más a Cristo. Esto requiere una serena introspección que permita conocer los propios defectos para no caer en el absurdo denunciado por el Señor: «¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo?» (ib 41).

Nunca suceda que el discípulo de Jesús exija de los otros lo que no hace o pretenda corregir en el prójimo lo que tolera en sí mismo tal vez en forma más grave. Combatir el mal en los otros y no combatirlo en el propio corazón es hipocresía, contra la que el Señor descargó con energía intransigente. El criterio para distinguir al discípulo auténtico del hipócrita son las palabras y las obras; «cada árbol se conoce por su fruto» (ib 44). Ya el Antiguo Testamento había dicho: «El fruto manifiesta el cultivo del árbol; así la palabra, el pensamiento del corazón humano» (Ecli 27, 6).

Jesús toma este símil ya conocido de sus oyentes y lo desarrolla poniendo en evidencia que lo más importante es siempre lo interior del hombre del que se deriva su conducta. Como el fruto manifiesta la calidad del árbol, así las obras del hombre muestran la bondad o malicia de su corazón. «El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo» (Lc 6, 45). El hipócrita puede enmascararse cuanto quiera; antes o después el bien o el mal que tiene en el corazón desborda y se deja ver; «porque de la abundancia de su corazón habla su boca» (ib). He aquí, pues, el punto importante: guardar cuidadosamente el «tesoro del corazón» extirpando de él toda raíz de mal y cultivando toda clase de bien, en especial la rectitud, la pureza y la intención buena y sincera.

Pero es evidente que al discípulo de Cristo no le basta un corazón naturalmente bueno y recto; le hace falta un corazón renovado y plasmado según las enseñanzas de Cristo, un corazón convertido totalmente al Evangelio. El empeño es arduo, porque la tentación y el pecado también en el corazón del discípulo están siempre al acecho. Para animarle recuerda san Pablo que Cristo ha vencido al pecado y que su victoria es garantía de la del cristiano. «Pero ¡gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!» (1 Cr 15, 57).

 

Tú, ¡oh Jesús!, has encendido la luz para que continúe ardiendo; haz que seamos vigilantes y llenos de celo, no sólo por motivo de nuestra propia salvación, sino también por la de aquellos que... han sido conducidos de la mano hacia la verdad... Haz que nuestra vida sea digna de la gracia, a fin de que así como la gracia se predica en todas partes, pareja con la gracia corra nuestra vida.

Tú has dicho: «Brille vuestra luz», es decir, haya grande virtud, haya fuego abundante, brille una luz indecible. Porque cuando la virtud alcanza ese grado, es imposible quede definitivamente oculta... Nada hace al hombre tan ilustre, por mucho que él quiera ocultarse, como la práctica de la virtud. (San Juan Crisóstomo, Comentario al Ev. seg. S. Mateo, 15, 7-8).

Como no se riegan por sí, tampoco por sí se iluminan los montes... En tu luz, Señor, veré la luz. Así, pues, si veremos la luz en tu luz, ¿quién caerá lejos de la luz sino aquel para el que tú no fuiste luz? Si yo quiero ser luz por mí mismo, iré a caer lejos de ti que me iluminas. Por eso, sabiendo que sólo cae el que quiere ser luz a sí mismo, mientras de por sí es tiniebla, te ruego no permitas ponga en mí pie la soberbia, ni me deje arrastrar de los ejemplos de los pecadores..., para que no caiga lejos de ti. (San Agustín, In Ps. 120, 5).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

   

domingo, 23 de febrero de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 7º Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo C: “Amad a vuestros enemigos”

 

«Señor, tú eres clemente y misericordioso; tú perdonas todas mis culpas» (SI 103, 8. 3).

El Antiguo Testamento ofrece en David un ejemplo excepcional de magnanimidad hacia los enemigos. Perseguido a muerte por Saúl, una noche se encuentra el joven en el campamento de su adversario; el rey yace dormido, su lanza está allí al lado, todos en derredor duermen. La ocasión es propicia, y su amigo Abisaí le propone matar al rey. Pero David lo impide; tomando la lanza de Saúl huye, y luego se la muestra desde lejos gritando: «Hoy te ha entregado el Señor en mis manos, pero no he querido alzar mi mano contra el ungido del Señor» (1 Sm 26, 23). ¡Tal vez un cristiano no habría hecho otro tanto!

Sin embargo, el acto generoso de David, que constituía una excepción en un tiempo en que regía la ley del talión, es norma inderogable para los seguidores de Cristo. «Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os maltraten» (Lc 6, 27-28). Jesús conoce el corazón humano herido por el pecado; sabe que frente a los insultos, injusticias o violencias se alza prepotente el instinto de venganza; pero con todo presenta el perdón no como un acto heroico reservado a los santos, sino como un sencillo deber de todo cristiano. Esto exige una profunda conversión, un verdadero trastrueque de pensamientos y sentimientos; pero es esto precisamente lo que él pide a sus discípulos. «Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen otro tanto!» (ib 32).

El cristiano no ha de obrar con la mentalidad de los pecadores y de los que no han sido iluminados aún por la luz del Evangelio. Precisamente en el campo de la caridad y del perdón es donde debe distinguirse de ellos. Por eso insiste el Señor con propuestas desconcertantes: «Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra... Da a todo el que te pida...» (ib 29-30). Si no siempre se han de aplicar estas palabras a la letra, tampoco se las puede arrinconar; hay que captar su sentido profundo que es el abstenerse de vengar la ofensa, estar prontos a hacer el bien a cualquiera, dar en lo posible hasta más de lo debido, renunciar al derecho propio antes de contender con el hermano. En resumen, se trata de aquella «justicia mayor» (Mt 5, 20) animada por el amor y que se pierde en el amor, que Jesús vino a enseñar y que él el primero practicó, dando su vida por gente rebelde e ingrata, muriendo por nosotros «cuando éramos aún pecadores» (Rm 5, 8).

El hombre natural hijo de Adán, no es capaz de entender ni de vivir esta doctrina; para serlo, tiene que renacer en Cristo y hacerse en él hombre espiritual. «Del mismo modo -dice San Pablo- que hemos revestido la imagen del hombre terreno -Adán-, debemos también revestir la de Cristo, hombre celestial» (1 Cor 15, 49). Sólo en la gloria llegará esto a su plenitud; pero comienza aquí cuando por el bautismo es vivificado el fiel con la gracia y el Espíritu de Cristo, y así se hace capaz de amar como Cristo ha amado y enseñado a amar.

 

¡Qué grande es tu paciencia, Dios mío!... Tú haces nacer y salir el sol sobre los buenos como sobre los malos; bañas la tierra con tu lluvia, y nadie queda excluido de tus beneficios, desde el momento que el agua se concede indistintamente a justos e injustos. Te vemos obrar con una paciencia siempre igual frente a los culpables y a los inocentes, a las personas que te reconocen y a las que te niegan, a las que saben darte gracias y a los ingratos... Las ofensas te amargan con frecuencia y aun de continuo; y, sin embargo, no desahogas tu indignación y esperas, pacientemente el día señalado para el juicio. Y aunque tienes la venganza en tu mano, prefieres tener larga paciencia, prefieres en tu

bondad diferir el castigo, esperando que la obstinada malicia del hombre, sufra, si es posible, por fin un cambio... Pues tú mismo dices: «No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (Ez 33, 11). Y también: «Volveos a mí» (Mal 3, 7), «volved al Señor vuestro, Dios, porque él es clemente y compasivo, tardo a la cólera, rico en amor, y se allana ante la desgracia» (Joel 2, 13).

Nosotros alcanzamos la perfección plena sólo cuando tu paciencia, oh Padre, habita en nosotros, cuando nuestra semejanza contigo, perdida con el pecado de Adán, se manifiesta y resplandece en nuestras acciones. (San Cipriano, De bono patientiae, 4-5).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


domingo, 16 de febrero de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 6º Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo C: Bienaventuranzas y confianza

 

«Bendito quien confía en el Señor» (Jr 17, 7).

El cristiano no funda su esperanza ni en sí mismo, ni en los otros hombres, ni en los bienes terrenos. Su esperanza se arraiga en Cristo muerto y resucitado por él. «Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida -dice san Pablo-, somos los hombres más desgraciados» (1 Cr 15, 19). Pero la esperanza cristiana va mucho más allá de los límites de la vida terrena y alcanza la eterna, y justamente a causa de Cristo que resucitando ha dado al hombre el derecho de ser un día partícipe de su resurrección.

Con este espíritu se han de entender las bienaventuranzas proclamadas por el Señor, las cuales exceden cualquier perspectiva de seguridad y felicidad terrenas Para anclar en lo eterno. Con sus bienaventuranzas Jesús ha trastocado la valoración de las cosas; éstas ya no se ven según el dolor o el placer inmediato y transitorio que encierran, sino según el gozo futuro y eterno. Sólo el que cree en Cristo y confiando en él vive en la esperanza del reino de Dios, puede comprender esta lógica simplicísima y esencial: «Dichosos los pobres... Dichosos los que ahora tenéis hambre... Dichosos los que ahora lloráis... Dichosos vosotros cuando os odien los hombres» (Lc 6, 20-22).

Evidentemente no son la pobreza, el hambre, el dolor o la persecución en cuanto tales los que hacen dichoso al hombre, ni le dan derecho al reino de Dios; sino la aceptación de estas privaciones y sufrimientos sostenida en la confianza en el Padre celestial. Cuanto el hombre carente de seguridad y felicidad terrenas se abra más a la confianza en Dios, tanto más hallará en él su sostén y salvación. «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza, dice Jeremías (17, 7). Al contrario los ricos, los hartos, los que gozan, escuchan la amenaza de duros «¡ayes!» (Lc 6, 24- 26), no tanto por el bienestar que poseen, cuanto por estar tan apegados a ello que ponen en tales cosas todo su corazón y su esperanza.

El hombre satisfecho de las metas alcanzadas en esta tierra está amenazado del más grave de los peligros: naufragar en su autosuficiencia sin darse cuenta de su precariedad y sin sentir la necesidad urgente de ser salvado de ella. El reino de la tierra le basta hasta el punto de que el reino de Dios no tiene para él sentido alguno. Por eso dice de él el profeta: «Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor» (Jr 17, 5). Las bienaventuranzas del Señor se ofrecen a todos, pero sólo los hombres desprendidos de sí mismos y de los bienes terrenos son capaces de conseguirlas.

 

Ahora, mientras vivo en el cuerpo, me encamino hacia ti, Señor, puesto que caminamos por la fe, mas no por la visión. Llegará el tiempo en que veamos lo que creímos sin haberlo visto; más, cuando veamos lo que creímos, nos alegraremos... Entonces aparecerá la realidad de lo que ahora es esperanza... Ahora gimo, ahora corro al refugio para salvarme; ahora enfermo, llamo al médico... Ahora en el tiempo de esperanza, de sollozo, de humildad, de dolor, de flaqueza..., he sido para muchos objeto de extrañeza..., porque creo lo que no veo. Ellos, siendo bienaventurados en lo que ven, se alegran en la bebida, en la sensualidad, en la avaricia, en las riquezas, en las rapiñas, en las dignidades del siglo...; se alegran en esto. Yo voy por camino opuesto, despreciando las cosas pasajeras de la vida y temiendo las prósperas del mundo, hallándome sólo seguro en las promesas de Dios (San Agustín, In Ps 70, 8-9).

Vivo contento en mi esperanza, porque tú, Señor, eres veraz en tu promesa; sin embargo, no poseyéndote aún, gimo bajo el aguijón del deseo. Hazme perseverante en este deseo hasta que llegue lo que me has prometido. Entonces se acabarán los gemidos y resonará únicamente la alabanza. (San Agustín, In Ps, 148, 1).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 9 de febrero de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 5º Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo C: “Boga mar adentro”

 

«Eres excelso, Señor; pero miras al humilde, y al soberbio lo conoces desde lejos» (Sal 138, 6).

La Liturgia de la Palabra presenta hoy la vocación de tres hombres: Isaías, Pedro y Pablo. Para cada uno de ellos la llamada divina es precedida de una teofanía; Dios, antes de confiar al hombre una misión particular, se le revela y da a conocer. Grandiosa la revelación concedida a Isaías: «vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado» (Is 6, 1); en torno a él los serafines se postraban en adoración cantando: «Santo, santo, santo es el Señor Dios del universo» (ib 3). Frente a tal grandeza y santidad, Isaías tiembla; se siente como nunca impuro e indigno de estar en la presencia de Dios. Pero cuando siente la voz del Señor dirigirse a él: «¿A quién enviaré? ¿y quién irá de parte nuestra?», no titubea un instante y responde: «Heme aquí; envíame» (ib 8). El hombre no puede por su cuenta y riesgo asumir la misión de colaborador de Dios; pero si Dios le llama, su indignidad no puede ser un pretexto para echarse atrás.

Del todo diferentes fueron las circunstancias de la llamada definitiva de Pedro para «pescador de hombres». La escena no acaece en el templo como para Isaías, sino en el lago, en un contexto muy sencillo y humano, propio del Dios hecho hombre, venido a compartir la vida de los hombres. Después de haber predicado desde la barca de Pedro, Jesús le ordena echar las redes. «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero en tu palabra, echaré las redes» (Lc 5, 5). Su docilidad y confianza salen premiadas; capturaron tal cantidad de peces que las redes se rompían y llenaron las dos barcas, «que casi se hundían» (ib 7). El milagro imprevisible revela quién es Jesús, y Pedro, atónito como Isaías, cae de rodillas diciendo: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (ib 8). En presencia de Dios que se revela, el hombre por contraste advierte su nada y su miseria, y siente profunda la necesidad de humillarse. Al acto de humildad sigue la definitiva llamada: «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres». También aquí la respuesta es inmediata, y no sólo la de Pedro sino la de sus compañeros: «Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, le siguieron» (ib 10-11).

En la segunda lectura Pablo habla de su vocación de heraldo del misterio de Cristo. También a él se le reveló Cristo en el camino de Damasco y quedó tan anonadado, que durante toda la vida se tiene no sólo por el menor de los apóstoles, sino por «un aborto» (1 Cor 15, 8). Sin embargo, su correspondencia es plena y puede atestiguar que la gracia de Dios no ha sido en él estéril.

Tres vocaciones diferentes, pero la misma actitud de humildad y de disponibilidad, como base de toda respuesta al Dios que llama.

 

¡Oh Dios! Me has creado para una misión precisa, confiándome un cometido que a ningún otro has confiado... En cierta manera también yo soy necesario a tus planes divinos... Si caigo, puedes elegir otro, lo sé; como podrías suscitar de las piedras nuevos hijos de Abrahán. Pero esto no quita que tenga yo parte en tu obra, Dios mío, que sea un eslabón de la cadena, un vínculo de unión entre los hombres. Tú no me has creado en vano... Haz que obedezca a tus mandamientos y te sirva en mi vocación, para realizar el bien y llegar a ser ángel de paz y testigo de la verdad, permaneciendo en el puesto que tú, oh Señor, me has asignado. (Beato John Henry Newman, Madurez cristiana).

«Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes». También yo, Señor, sé que para mí es de noche cuando tú no hablas... He lanzado como un dardo mi voz..., y no he ganado todavía a ninguno. La he lanzado de día; ahora espero tu orden: en tu palabra echaré la red. ¡Oh vana presunción! ¡Oh fructífera humildad! Los que antes no habían cogido nada, luego por tu palabra, Señor, pescan una enorme cantidad de peces. Esto no es fruto de elocuencia humana, sino efecto de la llamada celestial. (San Ambrosio, Comentario al Evangelio de S. Lucas, IV, 76).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 26 de enero de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 3º Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo C: “Esta Escritura se ha cumplido hoy”

 

«Tus palabras, Señor, son espíritu y vida» (Jn 6, 63).

La Liturgia de hoy pone especialmente de relieve la celebración de la palabra de Dios. La primera lectura presenta la solemne proclamación de la ley divina hecha en Jerusalén delante de todo el pueblo reunido en la plaza, después de la repatriación de Babilonia. La lectura se abre con la «bendición» del sacerdote al que la muchedumbre responde postrándose «rostro en tierra» (Ne 8, 6), y prosigue «desde el alba hasta el mediodía», mientras todos escuchan de pie y en silencio: «los oídos del pueblo estaban atentos» (lb. 3).

Es Interesante el detalle del llanto del pueblo como expresión del arrepentimiento de sus culpas sacadas a luz por la lectura escuchada atentamente; y en fin la proclamación gozosa: «este día está consagrado a nuestro Señor. No estéis tristes; la alegría del Señor es vuestra fortaleza» (ib 10). Brevemente están indicadas todas las disposiciones para escuchar la palabra de Dios: respeto, atención, confrontación de la conducta propia con el texto sagrado, dolor de los pecados, gozo por haber descubierto una vez más la voluntad de Dios expresada en su ley.

El Evangelio presenta otra proclamación de la Palabra, más modesta en su forma exterior, pero en realidad infinitamente más solemne. En la sinagoga de Nazaret Jesús abre el libro de Isaías y lee —cierto que no fortuitamente— el paso relativo a su misión: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Le 4, 18). Sólo él puede leer en primera persona, aplicándola directamente a sí mismo, esa profecía que hasta ahora se había leído con ánimo tenso hacia el misterioso personaje anunciado; sólo él puede decir, concluida la lectura: «Esta lectura que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (ib. 21).

No es el evangelista quien sugiere este acercamiento —Lucas no hace más que referirlo—, sino Cristo mismo. El, que es objeto de la profecía, está presente en persona, lleno del Espíritu Santo, venido para anunciar a los pobres, a los pequeños y a los humildes la salvación. Él es el «cumplimiento» de la palabra leída, él, Palabra eterna del Padre.

Aunque no con tal inmediatez, Cristo está siempre presente en la Escritura: el Antiguo Testamento no hace otra cosa que anunciar y preparar su venida, el Nuevo Testamento atestigua y difunde su mensaje. Quien escucha con espíritu de fe la palabra sagrada, se encuentra siempre con Jesús de Nazaret, y cada encuentro señala una nueva etapa en su salvación.

 

Padre del Unigénito, lleno de bondad y de misericordia, que amas a los hombres..., tú colmas de bendición a cuantos se vuelven a ti. Recibe con agrado nuestra plegaria, danos el conocimiento, la fe, la piedad y la santidad... Nosotros doblamos las rodillas ante ti, oh Padre increado, por tu Hijo único: endereza nuestra mente y hazla pronta a tu servicio; concédenos buscarte y amarte, escrutar y profundizar tus palabras divinas; tiéndenos las manos y álzanos en pie; levántanos, oh Dios de las misericordias; ayúdanos a elevar la mirada, ábrenos los ojos, danos seguridad, haz que no tengamos que sonrojarnos ni experimentar vergüenza ni seamos condenados, destruye el acta de condenación redactada contra nosotros, escribe nuestros nombres en el libro de la vida, cuéntanos en el número de tus profetas y apóstoles, por tu Hijo único Jesucristo. (San Serapión de Antioquía, de Oraciones de los primeros cristianos, 190).

Escucha, oh Padre de Cristo, a quien nada se le oculta, mi plegaria de hoy. Haz sentir a tu siervo el canto maravilloso. Guíe mis pasos en tus caminos, oh Dios nuestro, el que te conoce porque nació de ti: el Cristo, el rey que ha librado a los hombres de todas sus miserias. (San Gregorio Nacianceno, de Oraciones de los primeros cristianos, 248).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

   

domingo, 19 de enero de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 2º Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo C: “Haced lo que Él os diga”

 

«Cantad al Señor un canto nuevo..., anunciad su salvación día tras día» (Sal 96, 1-2).

Para expresar el amor fuerte y tierno, celoso y misericordioso de Dios hacia su pueblo, los profetas no han hallado imagen más significativa que la del amor nupcial. Bajo este aspecto presentan las relaciones de alianza y amistad que Dios quiere establecer con Israel y la obra de salvación que realizar en favor de Jerusalén. «Porque como se casa joven con doncella, se casará contigo tu edificador, y con gozo de esposo por su novia, se alegrará por ti tu Dios» (Is 62, 5). La alegoría es retomada en el Nuevo Testamento con un sentido más concreto y profundo. El Hijo de Dios al encarnarse se desposa con la naturaleza humana uniéndola a sí de manera personal e indisoluble. Es por lo que Jesús, hablando del Reino de los cielos, lo compara a un banquete nupcial, y la llamada a entrar en él a una invitación a bodas. Son sus bodas con la humanidad celebradas en su encarnación y consumadas luego en la cruz.

En ese contexto, el primer milagro de Jesús que tuvo lugar en una fiesta de bodas, recuerda la realidad inefable de las relaciones de amor, de intimidad y de comunión que el Hijo de Dios hecho carne ha venido a establecer con los hombres. No sólo Israel o Jerusalén, sino toda la humanidad está llamada a participar en esta unión esponsal con Dios. El precio que le confiere este derecho será la sangre de Cristo derramada en la cruz en la hora establecida por el Padre.

En Caná, a donde ha ido Jesús con su Madre y sus discípulos, esa hora no ha llegado aún (Jn 2, 4); sin embargo, por intercesión de María, la anticipa con una «señal» que preludia la salvación y la redención. El agua se convierte milagrosamente en vino del mejor, como para indicar el profundo cambio que la muerte y la resurrección de Cristo van a obrar en los hombres, haciendo abundar la gracia donde antes abundaba el pecado, transformando el agua insípida y fría del egoísmo humano en el vino fuerte y generoso de la caridad. Y todo esto se realiza porque el hombre -todo hombre- está invitado a participar en las bodas del Verbo con la humanidad y a gozar, por lo tanto, de su amor e intimidad de esposo.

La presencia y la intervención de María en las bodas de Caná son un poderoso motivo de confianza. El hombre se siente indigno de la comunidad con Cristo, pero si se confía a la Madre, ella lo dispondrá y lo introducirá hasta Cristo adelantando su hora.

 

¡Oh abismo y altura inestimable de caridad, cuánto amas a esta tu esposa que es la humanidad! ¡Oh vida por quien las cosas todas viven! Tú la has arrebatado de las manos del demonio que la poseía como suya... y la has desposado con tu carne. Has dado en arras tu sangre, y por último, abriendo tus venas, has hecho el pagamento entero.

¡Oh inestimable amor y caridad! Tú demuestras ese deseo ardiente; y así corriste, como ebrio y ciego, al oprobio de la cruz. El ciego no ve, ni el ebrio..., así tú, casi como muerto, te perdiste a ti mismo; como ciego y ebrio por nuestra salud.

Y no te retrajo nuestra ignorancia ni nuestra ingratitud, ni el amor propio que nos tenemos.

¡Oh dulcísimo amor Jesús! Te has dejado cegar por el amor, que no te deja ver nuestras iniquidades; has perdido el sentimiento de ellas. ¡Oh dulce Señor! Paréceme que (el pecado) las ha querido ver y castigar sobre tu dulcísimo cuerpo, dándote el tormento de la cruz; y estando sobre la cruz como enamorado, nos muestras que no nos amas para utilidad tuya, sino para nuestra santificación. (Santa Catalina de Siena, Epistolario, 221, 225, v. 3).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


  

domingo, 22 de diciembre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 4º Domingo de Adviento: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!”

 

«Heme aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hb 10,7).

La liturgia del último domingo de Adviento asume el tono de una vigilia natalicia. Las profecías acerca del Mesías se precisan de Miqueas que indica el lugar de su nacimiento en una pequeña aldea, patria de David, de cuya descendencia era esperado el Salvador. «Pero tú, Belén de Efratá, pequeño entre los clanes de Judá, de ti me saldrá quien señoreará en Israel» (Mq 5, 1). En la frase que sigue «cuyos orígenes serán de antiguo, de días de muy remota antigüedad» (ib.), se puede ver una alusión al origen eterno y por lo tanto a la divinidad del Mesías. Tal es la interpretación de san Mateo que refiere esta profecía en su Evangelio como respuesta de los sumos sacerdotes acerca del lugar de nacimiento de Jesús (2; 4-6). Además, igual que Isaías (7, 14), el profeta Miqueas habla de la madre del Mesías - «la que ha de parir parirá». (Mq 5, 2)- sin mencionar al padre, dejando entrever de esta manera, al menos indirectamente, su nacimiento milagroso. Finalmente presenta su obra: salvará y reunirá «el resto» de Israel, lo guiará como pastor «con la fortaleza de Yahvé», extenderá su dominio «hasta los confines de la tierra» y traerá la paz (ib. 2. 3). La figura de Jesús nacido, humilde y escondido en Belén y sin embargo Hijo de Dios, venido para redimir «el resto de Israel» y a traer la salvación y la paz a todos los hombres, se esboza y perfila claramente en la profecía de Miqueas.

A este cuadro sigue otro más interior presentado por san Pablo, que pone de relieve las disposiciones del Hijo de Dios en el momento de su encarnación. «Heme aquí que vengo... para hacer, ¡Oh Dios!, tu voluntad» (Hb 10, 7). Los antiguos sacrificios no fueron suficientes para expiar los pecados de los hombres ni para dar a Dios un culto digno de él. Entonces el Hijo se ofrece: toma el cuerpo que el Padre le ha preparado, nace y vive en ese cuerpo a través del tiempo como víctima ofrecida en un sacrificio ininterrumpido que se consumará en la cruz. Único sacrificio grato a Dios, capaz de redimir a los hombres y que venía a abolir todos los demás sacrificios. «He aquí que vengo»; la obediencia a la voluntad del Padre es el motivo profundo de toda la vida de Cristo, desde Belén, al Gólgota y a la Resurrección. La Navidad está ya en la línea de la Pascua; una y otra no son más que dos momentos de un mismo holocausto ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de la humanidad.

El «he aquí que vengo» del Hijo tiene su resonancia más perfecta en el «he aquí la esclava del Señor» pronunciado por su Madre. También la vida de María es un continuó ofrecimiento a la voluntad del Padre, realizado en una obediencia guiada por la fe e inspirada por el amor. «Por su fe y obediencia engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre» (LG 63); por su fe y obediencia, en seguida del anuncio del ángel, parte de prisa para ofrecer a su prima Isabel sus servicios de «esclava» no menos de los hombres que de Dios. Y este es el gran servicio de María a la humanidad: llevarle a Cristo como se lo llevó a Isabel. En efecto, por medio de su Madre-Virgen el Salvador visitó la casa de Zacarías y la llenó del Espíritu Santo, de tal manera que Isabel descubrió el misterio que se cumplía en María y Juan saltó de gozo en el seno de su madre. Todo esto sucedió porque la Virgen creyó en la palabra de Dios y creyendo se ofreció a su divino querer: «Dichosa la que ha creído» (Lc 1, 45). El ejemplo de María nos enseña como una simple criatura puede asociarse al misterio de Cristo y llevar a Cristo al mundo mediante un «sí» continuamente repetido en la fe y vivido en la obediencia amorosa a la voluntad de Dios.

 

Dios, creador y restaurador del hombre, que has querido que tu Hijo, Palabra eterna, se encarnase en el seno de María, siempre Virgen; escucha nuestras suplicas y que Cristo, tu Unigénito, hecho hombre por nosotros, se digne, a imagen suya, transformarnos plenamente en hijos tuyos. (Misal Romano, Colecta del 17 de diciembre).

¡Oh María!, tú no dudaste, sino que creíste, y por eso conseguiste el fruto de la fe. «Bienaventurada tú que has creído». Pero también somos bienaventurados nosotros que hemos oído y creído, pues toda alma que cree, concibe y engendra la palabra de Dios y reconoce sus obras.

Haz, ¡oh María!, que en cada uno de nosotros resida tu alma para glorificar al Señor; que en todos nosotros resida tu espíritu para exultar en Dios. Si corporalmente sólo tú eres la Madre de Cristo, por la fe Cristo es fruto de todos. ¡Oh María!, ayúdame a recibir en mí al Verbo de Dios. (Cfr. San Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


domingo, 15 de diciembre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 3º Domingo de Adviento: “¿Qué debemos hacer?”

 

«Este es el Dios de mi salvación; en él confío y nada temo» (Is 12, 2).

En la inminencia de la Navidad la liturgia nos invita a la alegría por el grande acontecimiento salvífico que se dispone a celebrar, mientras continúa exhortándonos, a la conversión. La alegría es el tema de las dos primeras lecturas. «¡Exulta, hija de Sión! ¡Da voces jubilosas, Israel! ¡Regocíjate con todo el corazón, hija de Jerusalén!» (Sf 3, 14). El motivo de tanta alegría no es solamente la restauración de Jerusalén, sino la promesa mesiánica que hace ya gustar al profeta la presencia de Dios entre su pueblo: «Aquel día se dirá... está en medio de ti Yahvé como poderoso salvador» (ib. 16-17). «Aquel día» tan lleno de gozo será el día del nacimiento de Jesús en Belén; pues entonces el Señor se hará presente en el mundo de la manera más concreta, hecho hombre entre los hombres para ser el Salvador poderoso de todos.

Si Jerusalén se alboroza con la esperanza de «aquel día», la Iglesia cada año lo conmemora con alegría inmensamente más grande. Allí era sólo promesa y esperanza, aquí es realidad y un hecho ya cumplido. Y sin embargo tampoco esto excluye la esperanza porque el hombre está siempre en camino hacia el Señor, el cual, aunque venido ya en la carne, debe volver glorioso al final de los tiempos. El itinerario de la Iglesia se extiende entre estos dos acontecimientos; y del mismo modo que se alegra por el primero, también se alegra por el segundo y exhorta a sus hijos a que se regocijen con ella: «Alegraos siempre en el Señor. Repito: alegraos... ¡El Señor está cerca!» (Flp 4, 4-5). Cerca, porque ya ha venido; cerca, porque volverá; cerca, porque a quien le busca con amor cada Navidad trae una nueva gracia para descubrir al Señor y unirse a él de un modo nuevo y más profundo.

Como preparación a la venida del Señor, San Pablo nos recomienda, con alegría, la bondad: «Vuestra amabilidad sea notoria a todos los hombres» (ib. 5). Sobre este tema insiste el Evangelio a través de la predicación del Bautista enderezada a preparar las almas a la venida del Mesías. «Pues ¿qué hemos de hacer?» (Lc 3, 10), le preguntaban las muchedumbres venidas a oírle. Y él respondía: «El que tiene dos túnicas, dé una al que no la tiene, y el que tiene alimentos, haga lo mismo» (ib. 11). La caridad para con el prójimo, unida a la de Dios, es el punto central de la conversión; el hombre egoísta preocupado sólo de sus intereses debe cambiar de ruta preocupándose de las necesidades y del bien de los hermanos. También a los publicanos y a los soldados que le preguntaban, Juan propone un programa de justicia y de caridad: no exigir más de lo debido, no cometer atropellos, no explotar al prójimo, contentarse con la propia paga.

El Bautista no pedía grandes gestos, sino el amor del prójimo concretizado en la generosidad hacia los menesterosos y en la honradez en el cumplimento de la propia profesión. Era como el preludio del mandamiento del amor sobre el cual tanto había de insistir más tarde Jesús. Bastaría orientarse con plenitud en esta dirección para prepararse dignamente a la Navidad. Jesús en su Natividad quiere ser acogido no sólo personalmente, sino también en cada uno de los hombres, sobre todo en los pobres y en los atribulados, con los cuales gusta identificarse: «Tuve hambre, y me disteis de comer..., estaba desnudo, y me vestisteis» (Mt 25, 35- 36).

 

¡Oh Señor!, ven a nosotros aún antes de tu llegada; antes de aparecer ante el mundo entero, ven a visitarnos en lo más íntimo de nuestra alma... Ven ahora a visitarnos en el tiempo que corre entre tu primera y tu última venida, para que tu primera venida no nos sea inútil, y la última no nos traiga una sentencia de condenación. Con tu venida actual quieres corregir nuestra soberbia haciéndonos conformes a la humildad que manifestaste en tu primera venida; entonces podrás transformar nuestro humilde cuerpo haciéndolo semejante al tuyo glorioso, que aparecerá en el momento de tu venida final. Por esto te suplicamos con la más ardiente oración y con todo nuestro fervor: disponnos a recibir esta visita personal que nos da la gracia del primer adviento y nos promete la gloria del último. Porque tú, ¡oh Dios!, amas la misericordia y la verdad, y nos darás la gracia y la gloria: en tu misericordia nos concedes la gracia y en tu verdad nos darás la gloria. (Cfr. GUERRICO DE IGNY, De adventu Domini).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


domingo, 8 de diciembre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 2º Domingo de Adviento: “Preparad el camino del Señor”

 

«Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas» (Lc 3, 4).

«Despójate, Jerusalén, de tu saco de duelo y de aflicción, vístete para siempre los ornamentos de la gloria que te viene de Dios, envuélvete en el manto de justicia que Dios te envía... Porque Dios mismo traerá a Israel lleno de alegría, con el resplandor de su gloria, con la misericordia y justicia que de él vienen» (Bar 5, 1-2, 9). Con lenguaje poético el profeta Baruc invita a Jerusalén, desolada y desierta por el destierro de sus hijos, a la alegría porque se acerca el día de la salvación y su pueblo volverá a ella conducido por Dios mismo. Jerusalén es figura de la iglesia.

También la Iglesia sufre por tantos hijos suyos alejados y dispersos, y también ella es invitada en el Adviento a renovar la esperanza confiando en el Salvador que en cada Navidad renueva místicamente su venida para conducirla a la salvación con todo su pueblo. El pecado aleja a los hombres de Dios y de la iglesia; el camino del retorno es preparado por Dios mismo con la Encarnación de su Unigénito. Y todo el nuevo pueblo de Dios le sale al encuentro en el Adviento.

Los profetas habían hablado de un camino que había que trazar en el desierto para facilitar la vuelta de los desterrados. Pero cuando el Bautista reanuda la predicación de aquéllos y se presenta a las orillas del Jordán como «voz del que grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas» (Lc 3, ,4), ya no llama construir sendas materiales, sino a disponer los corazones para recibir al Mesías, que había ya venido y que estaba para empezar su misión. Por eso Juan iba «predicando el bautismo de conversión para la remisión de los pecados» (ib. 4).

Convertirse quiere decir purificarse del pecado, enderezar las torceduras del corazón y de la mente, colmar los derrumbes de la inconstancia y del capricho, derribar las pretensiones del orgullo, vencer las resistencias del egoísmo; destruir las asperezas en las relaciones con el prójimo, en una palabra, hacer de la propia vida un camino recto que vaya a Dios sin tortuosidades ni compromisos. Un programa éste que no se agota en solo el Adviento, pero que en cada Adviento debe ser actuado de un modo nuevo y más profundo para disponerse a la venida del Salvador. De esta manera «toda carne [es decir, todo hombre] verá la salvación de Dios» (lb. 6).

La conversión personal lleva consigo también el compromiso de trabajar por el bien de los hermanos y de la comunidad. Esta es la reflexión que brota de la segunda lectura. San Pablo se congratula con los Filipenses por su generosa contribución a la difusión del Evangelio y ruega para que su caridad crezca y se haga más iluminada, haciéndolos «puros e irreprensibles para el día de Cristo y llenos de frutos de justicia» (Flp 1,10- 11). En este pasaje paulino domina una perspectiva escatológica, en sintonía con el espíritu del Adviento, y constituye una nueva llamada a acelerar la conversión propia y de los demás, que deberá llevarse a término para «el día de Cristo Jesús (Ib. 6). Pero es necesario recordar que nuestra salvación y la de los demás es obra más de Dios que del hombre. Este debe colaborar con seriedad; pero es Dios quien toma la iniciativa de obra tan grande y quien debe llevarla a cabo (ib.). Sólo con la ayuda de la gracia puede el hombre aparecer «lleno de frutos de justicia» en el último día, porque la justicia, o sea, la santidad se consigue sólo «por Jesucristo» (ib. 11), abriéndose con humildad y. confianza a su acción santificadora.

 

Despierta, Señor, nuestros corazones y muévelos a preparar los caminos de tu Hijo, para que cuando venga podamos servirte con conciencia pura. (Misal Romano, Oración Colecta, jueves de la II semana de Adviento).

¡Oh Señor Jesús!, al venir por vez primera en la humildad de nuestra carne, realizaste el plan de redención trazado desde antiguo y nos abriste el camino de la salvación. Haz que cuando vengas de nuevo en la majestad de tu gloria, revelando así la plenitud de tu obra, podamos recibir los bienes prometidos que ahora, en vigilante espera, confiamos alcanzar. (Cfr. Misal Romano, Prefacio de Adviento I).

¡Oh Señor! No me jacto de mis obras... no alabo las obras de mis manos: temo que si tú las examinas, encontrarás en ellas más pecado que méritos. Sólo una cosa pido y esto espero conseguir: no desprecies las obras de tu mano. Mira en mí tu obra y no la mía, porque, si miras mi obra, me condenarás; pero si miras la tuya, me salvarás. Pues lo que hay en mí de bueno, todo me viene de ti y es tuyo más que mío... Por gracia he sido salvado, por medio de la fe y no por merecimiento mío, sino por don tuyo: no en virtud de mis obras, para que así no tenga ocasión de ensoberbecerme. Hechura tuya soy: plasmado en tu grada junto con mis obras buenas. (San Agustín, In Ps).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 1 de diciembre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 1º Domingo de Adviento: ¿Quién y para qué viene?

 

«¡Oh Señor!, fortalece nuestros corazones y haznos irreprensibles en la santidad para la venida de nuestro Señor Jesucristo» (1 Ts 3, 13).

«He aquí que vienen días -oráculo de Yahvé- en que yo cumpliré la buena palabra que yo he pronunciado sobre la casa de Israel... Suscitaré a David un renuevo de justicia» (Jr 33, 14-15). Jeremías anuncia la intención de Dios de cumplir la «buena palabra» o sea la promesa del Salvador que deberá nacer de la descendencia de David, figurado en un «renuevo de justicia». El restablecerá «la justicia y el derecho sobre la tierra», es decir, salvará a los hombres y los conducirá de nuevo a Dios.

La realización de este gran acontecimiento que se llevó a cabo con el nacimiento del Salvador, de la Virgen María, es uno de los puntos focales del Adviento. La Iglesia quiere que el pueblo cristiano no se limite a hacer en él sólo una conmemoración tradicional, sino que se prepare a vivir en profundidad el inefable misterio del Verbo de Dios hecho hombre «por nuestra salvación» (Credo). Y como esta salvación será completa, es decir, se extenderá a toda la humanidad sólo al fin de los tiempos, cuando «verán al Hijo del hombre venir en una nube con poder y majestad grandes» (Lc 21, 27), la Iglesia exhorta a los creyentes a vivir siempre en un continuado adviento. El recuerdo de la Navidad del Señor debe ser vivido «en la espera de que se cumpla la bienaventurada esperanza y venga nuestro Salvador Jesucristo» (Misal Romano). El Señor ha venido, viene y vendrá; hay quedarle gracias, acogerlo y esperarlo. Si la vida del cristiano se sale de esta órbita, fracasará rotundamente.

Al iniciar el tiempo del Adviento con la lectura del Evangelio que habla del fin del mundo y de la última venida del Señor, la Iglesia no intenta asustar a sus hijos, sino más bien amonestarlos, advertirlos de que el tiempo pasa, que la vida terrena es tan sólo provisional, y que la meta de las esperanzas y de los deseos no puede ser la ciudad terrena, sino la celestial. Si el mundo actual está sacudido por guerras y desórdenes y se desbanda con ideas falsas y costumbres depravadas, todo esto debe servirnos de aviso: el hombre que repudia a Dios perece, ya que sólo de él puede ser salvado. Pues entonces «cobrad ánimo y levantad vuestras cabezas, porque se acerca vuestra redención» (Lc 21; 28). La Iglesia sólo mira a suscitar en los corazones el deseo y el ansia de la salvación y el anhelo hacia el Salvador.

En vez de dejarse sumergir y arrastrar por las vicisitudes terrenas, hay que dominarlas y vivirlas con la vista puesta en la venida del Señor. «Estad atentos, no sea que se emboten vuestros corazones por la crápula, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, y de repente venga sobre vosotros aquel día» (ib. 34). Por el contrario, es necesario «velar en todo tiempo y orar» (ib. 36) y valerse del tiempo para progresar en el amor de Dios y del prójimo. Esto desea de nosotros y a esto nos exhorta San Pablo: «El Señor os acreciente y haga abundar en caridad de unos con otros y con todos.... a fin de fortalecer vuestros corazones y haceros irreprensibles en la santidad... en la venida de nuestro Señor Jesús» (1 Ts 3, 12-13). La justicia y santidad que el Salvador ha venido a traer a la tierra, deben germinar y crecer en el corazón del cristiano y de él desbordarse sobre el mundo.

 

“A ti elevo mi alma, Yahvé, mi Dios... Acuérdate, ¡oh Yahvé!, de tus misericordias y de tus gracias, pues son desde antiguo... Bueno y recto eres, Señor, por eso señalas a los errados el camino. Guías a los humildes por la justicia y adoctrinas a los pobres en tus sendas. Todas tus sendas son benevolencia y verdad para los que guardan tu alianza y tus mandamientos”. (Salmo 25, 1.6. 8-10).

“Puesto que tengo conciencia de tantos pecados, ¿de qué me aprovechará, Señor, que tú vengas si no vienes a mi alma ni a mi espíritu; si tú, ¡oh Cristo!, no vives en mí ni hablas en mí? Por esta razón, ¡oh Cristo!, debes venir a mí, y tu venida tiene que llevarse a cabo en mi persona. Tu segunda venida, ¡oh Señor!, tendrá lugar al fin del mundo, cuando podamos decir: «El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo».

Haz, ¡oh Señor!, que el fin de este mundo me encuentre... de manera que sea ciudadano del cielo por anticipado... Entonces se realizará en mí la presencia de la sabiduría, de la virtud y de la justicia, así como la redención; pues tú, ¡oh Cristo!, efectivamente has muerto una sola vez por los pecados del mundo, pero con la intención de perdonar diariamente los pecados del pueblo”. (Cfr. San Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.