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domingo, 6 de abril de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 5º Domingo de Cuaresma - Ciclo C: “¿Ninguno te ha condenado?, Tampoco yo”

 

«Señor, has estado grande con nosotros» (Sal 126, 3).

La Liturgia de la Palabra propone hoy la consideración de la Pascua, ya muy próxima, bajo el aspecto de la liberación del pecado. Merecida, una vez para siempre y para todos, por Cristo, esta liberación debe, todavía, actuarse en cada hombre; es más, este hecho exige un continuo repetirse y renovarse, porque durante toda la vida los hombres están expuestos a caer y nadie puede considerarse impecable.

Dios, que, tiempo atrás, había multiplicado los prodigios para librar al pueblo elegido de la esclavitud egipcia, los promete nuevos y mayores para liberarlo de la cautividad babilónica (1ª lectura). «Mirad que realizo, algo nuevo... Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo, para apagar la sed de mi pueblo» (Is 43, 19-20). Dejando aparte las vicisitudes históricas de Israel, la profecía ilumina el futuro mesiánico, en el que Dios hará en favor del nuevo Israel -la Iglesia- cosas absolutamente nuevas. No un camino material, sino que entregará su Unigénito al mundo para que sea el «camino» de la salvación; no agua para apagar la sed en las fauces resecas, sino el agua viva de la gracia que brota del sacrificio de Cristo para purificar al hombre del pecado y saciar la sed que tiene de lo infinito.

Esta novedad de cosas viene ilustrada, de un modo concreto, por el episodio evangélico de la adúltera, mujer arrastrada a los pies de Jesús para que éste la juzgue: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?» (Jn 8, 4). Y el Salvador hace algo absolutamente nuevo, no contemplado por la ley antigua; no pronuncia una sentencia, sino que tras de una pausa silenciosa, cargada de tensión por parte de los acusadores y de la acusada, dice sencillamente: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra» (ibid 7). Todos los hombres son pecadores; nadie, por lo tanto, tiene el derecho de erigirse en juez de los demás.

Sólo uno lo tiene: el Inocente, el Señor; más ni siquiera él lo usa, prefiriendo ejercer su poder de Salvador: «¿Ninguno te ha condenado?... Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (ibid 10-11). Sólo Cristo, que vino para dar su vida por la salvación de los pecadores, puede librar a la mujer de su pecado y decirle: «no peques más». Su palabra lleva en sí la gracia que se deriva de su sacrificio. En el sacramento de la penitencia se renueva, para cada uno de los creyentes, el gesto liberador de Cristo, que confiere al hombre la gracia para luchar contra el pecado, para «no pecar más».

La segunda lectura sugiere un ahondamiento de estas reflexiones. San Pablo, que ha sacrificado las tradiciones, la cultura, el sistema de vida que le ligaban a su pueblo, estimando todo esto «basura con tal de ganar a Cristo» (Flp 3, 8), anima al cristiano a que renuncie, por el mismo fin, a todo lo que no conduce al Señor, a todo lo que está en contraste con el Señor. Este es el camino para librarse completamente del pecado y para asemejarse progresivamente a Cristo «muriendo su misma muerte, para llegar un día a la resurrección» (ibid 10. 11). Es un camino que lleva consigo continuas y nuevas superaciones, y nuevas liberaciones, para alcanzar una adhesión cada vez más profunda a Cristo. Nadie puede pensar «estar en la meta», sino que debe lanzarse, seguir corriendo «para conseguirla»: para ganar a Cristo como él mismo fue ganado por Cristo (ibid 12).

 

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo nuestro Señor. Porque se acercan ya los días santos de su pasión salvadora y de su resurrección gloriosa; en ellos celebramos su triunfo sobre el poder de nuestro enemigo y renovamos el misterio de nuestra redención. Porque en la salvación redentora de tu Hijo el universo aprende a proclamar tu grandeza y, por la fuerza de la cruz, el mundo es juzgado como reo y el crucificado exaltado como juez poderoso. (MISAL ROMANO, Prefacio de la Pasión, II, I).

¡Oh Jesús mío!, ¿qué he hecho yo? ¿Cómo he podido abandonarte y despreciarte? ¿Cómo he podido olvidar tu nombre, pisotear tu ley, trasgredir tus mandatos? ¡Oh Dios mío, Criador mío! ¡Salvador mío, vida mía y todo mi bien! ¡Infeliz de mí! ¡Miserable de mil! Infeliz, porque he pecado..., porque me he convertido en un animal irracional. Jesús mío, tierno pastor, dulce Maestro, socórreme, levanta a tu ovejita abatida, extiende tu mano para sostenerme, borra mis pecados, cura mis llagas, fortalece mi debilidad, sálvame o pereceré. Confieso ser indigno de vivir, indigno de la luz, indigno de tu socorro; sin embargo, tu misericordia es muy grande, ten piedad de mí, ¡oh Dios que tanto amas a los hombres! Ultima esperanza mía, ten piedad de mí, conforme a la grandeza de tus misericordias. (Beato Luis de Blois, Guía espiritual, 4).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 30 de marzo de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 4º Domingo de Cuaresma - Ciclo C: “Padre, pequé contra el cielo y ante ti”

 

«Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias» (Sal 34, 7).

El pensamiento de la Pascua antigua y nueva, rubricada por la reconciliación del hombre con Dios, se hace cada vez más presente en la Liturgia cuaresmal. La primera lectura presenta al pueblo elegido, el cual, tras de una larga purificación sufrida durante cuarenta años de peregrinación en el desierto, entra finalmente en la tierra prometida, y en ella celebra jubiloso la primera pascua. Dios ha perdonado sus infidelidades y mantiene las antiguas promesas, dando a Israel una patria en la que podrá levantarle un templo.

Pero «lo antiguo ha pasado -dice la segunda lectura-. lo nuevo ha comenzado» (2Cor 5, 17). La gran novedad es la Pascua cristiana que suple a la antigua, la Pascua en la que Cristo ha sido inmolado para reconciliar a los hombres con Dios. Ya no es la sangre de un cordero la que salva a los hombres, ni el rito de la circuncisión o la ofrenda de los frutos de la tierra los que les hacen agradables a Dios; es el mismo Dios, que se compromete personalmente en la salvación de la humanidad dando a su Hijo Unigénito: «Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados» (ibid 19).

Sólo Dios podía tomar esta iniciativa, sólo su amor podía inspirarla, sólo su misericordia era capaz de realizarla. Cristo inocente sustituye al hombre pecador; la humanidad se ve libre del enorme peso de sus culpas y éstas caen sobre los hombros del «que no había pecado» y al que Dios «hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios» (ibid 21). Una vez más, la Cuaresma invita a contemplar la misericordia divina revelada en el misterio pascual, por el que el hombre se hace en Cristo «una criatura nueva», libre del pecado, reconciliada con Dios, de vuelta ya a la casa del Padre.

De retorno habla precisamente la parábola de la que Jesús se sirve para hacer comprender a los que se creen justos -los escribas y los fariseos- el misterio de la misericordia de Dios.

Se trata de la parábola del hijo pródigo que abandona la casa del padre, exige la parte que le toca de la fortuna para vivir independiente y libre, y pierde, sin embargo, en el vicio el dinero y la libertad, viéndose reducido a ser esclavo de las pasiones y convirtiéndose en despreciable guardián de cerdos. Los reproches de la conciencia, eco de la voz de Dios, provocan su retorno. Dios es el padre que espera sin cansarse a los hijos que le han abandonado y les incita a que vuelvan permitiendo que les hiera el aguijón de los desengaños y de los remordimientos, Y cuando les ve venir por el camino del arrepentimiento, corre a su encuentro para hacer más rápida la reconciliación, para ofrecerles el beso del perdón, para festejarles.

En esta fiesta deben participar también los hijos que quedaron en casa, fieles al deber, pero tal vez más por costumbre que por amor, y, por lo tanto, incapaces de comprender el amor del Padre para con los hermanos, de gozarlo y compartirlo. Todos los hombres, por lo demás, aunque en medida y formas diversas, son pecadores; dichosos los que reconociéndolo humildemente sienten la necesidad de reconciliarse con Dios, de convertirse cada vez más a su amor y al amor de los hermanos.

 

Señor, que por tu Palabra hecha carne reconciliaste a los hombres contigo, haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe viva y entrega generosa, a celebrar las próximas fiestas pascuales. (Misal Romano, Oración Colecta).

¡Oh Jesús!, yo soy la oveja perdida y tú eres el buen Pastor, que corriste solícito y ansiosamente en busca de mí, me encontraste por fin, y después de prodigarme mil caricias, me llevaste alegre sobre tus hombros y me condujiste al redil... Verdaderamente soy, ¡ay de mí!, el hijo pródigo. He disipado tus bienes, los dones naturales y sobrenaturales, y me he reducido a la más miserable de las condiciones, porque huí lejos de ti, que eres el Verbo por quien todas las cosas fueron hechas y sin ti todas las cosas son malas, porque son nada. Y tú eres el Padre amorosísimo que me acogiste con alegría cuando, enmendado de mis errores, volví a tu casa, busqué de nuevo refugio a la sombra de tu amor y de tu abrazo. Tú volviste a tenerme por hijo, me admitiste de nuevo a tu mesa, me hiciste otra vez partícipe de tus alegrías, me nombraste como en otro tiempo heredero tuyo...

Tú eres mi buen Jesús, el mansísimo cordero que me llamaste tu amigo, que me miraste amorosamente en mi pecado, que me bendijiste cuando yo te maldecía; desde la cruz oraste por mí, y de tu corazón traspasado por la lanza hiciste brotar un chorro de sangre divina que me lavó de mis inmundicias, limpió mi alma de sus iniquidades; me arrancaste de la muerte muriendo por mí, y venciendo a la muerte me trajiste la vida, me abriste el paraíso.

¡Oh amor, oh amor de Jesús! A pesar de todo, y por fin, este amor ha vencido: estoy contigo, ¡oh Maestro mío, oh Amigo mío, oh Esposo mío, oh Padre mío! ¡Heme aquí en tu corazón! Dime, ¿qué quieres que haga? (JUAN XXIII, El diario de mi alma, 1900).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

  

domingo, 23 de marzo de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 3º Domingo de Cuaresma - Ciclo C: La infinita paciencia de Dios

 

«¡Bendice, alma mía al Señor, y no olvides ninguno de sus favores!» (Sal 103, 2).

La llamada a la conversión constituye el centro de la Liturgia de este domingo. El encaminamiento viene señalado por el relato del llamamiento de Moisés para ser guía de su pueblo y organizar su salida de Egipto. El hecho se realiza a través de una teofanía, es decir una manifestación de Dios, el cual se hace patente en la zarza que arde, le hace oír a Moisés su voz, le llama por su nombre: «¡Moisés! ¡Moisés!» (Ex 3, 4), le revela el plan que ha trazado para la liberación de Israel y le ordena que se ponga al frente de la empresa. Inicia así la marcha de los hebreos a través del desierto, que no tiene el único significado de liberarlo de la opresión de un pueblo extranjero, sino que significa, más profundamente, la decisión de separarlo del contacto con gentes idólatras, de purificar sus costumbres, de despegar su corazón de los bienes terrenos para conducirlo a una religión más pura, a un contacto más íntimo con Dios, y de ahí a la posesión de la tierra prometida.

El éxodo del pueblo elegido es figura del itinerario de desapego y de conversión que el cristiano está llamado a realizar de un modo especial durante la Cuaresma. Al mismo tiempo, las vicisitudes de este pueblo, que pasa cuarenta años en el desierto sin decidirse nunca a una total fidelidad a aquel Dios que tanto le había favorecido, sirven de advertencia al nuevo pueblo de Dios. San Pablo, recordando los beneficios extraordinarios de que gozaron los hebreos en el desierto, escribe: «todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual... Pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto» (1Cor 10, 3-5). Tal fue el triste epílogo de una historia de infidelidades y de prevaricaciones.

Pertenecer al pueblo de Dios, disponer a voluntad del agua viva de la gracia, del alimento espiritual de la Eucaristía y de todos los demás sacramentos no es garantía de salvación, si el cristiano no se compromete en un trabajo profundo de conversión y de total adhesión a Dios. Nadie puede presumir, ni en virtud de su posición en la Iglesia, ni en virtud de la propia virtud o de los buenos servicios prestados: «el que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga» (ibid 12).

Es la misma enseñanza que la comunidad de los fieles recibe hoy de la boca de Jesús. A quien le refería el hecho de una represión política que había segado la vida de varias víctimas, el Señor decía: «¿Pensáis que esos Galileos eran más pecadores que los demás Galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo» (Lc 13, 2-3). Palabras severas que dan a comprender que con Dios no se puede jugar; y sin embargo, palabras que proceden del amor de Dios, quien promueve por todos los medios la salvación de sus criaturas.

Dios no habla ya hoy a su pueblo por medio de Moisés, sino por medio de su Hijo divino; se hace patente, no en una zarza que arde sin consumirse, sino en su Unigénito, el cual, llamando a los hombres a penitencia, personifica la misericordia infinita, que nunca mengua. Con esta misericordia, Jesús suplica al Padre que prolongue el tiempo y espere todavía, hasta que todos se enmienden; como hace el viñador de la parábola, el cual, frente a la higuera infructuosa, dice al amo: «Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás» (ibid 8-9). Jesús ofrece a todos los hombres su gracia, les vivifica con los méritos de su Pasión, les nutre con su Cuerpo y con su Sangre, suplica para ellos la misericordia del Padre; ¿qué más podría hacer? Le corresponde al hombre no abusar de tantos de ellos cada vez mejor para dar cristiana.

 

Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios. El perdona todas tus culpas, y cura todas tus enfermedades... El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos. Enseñó sus caminos a Moisés y sus hazañas a los hijos de Israel. El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles. (Salmo 103, 2-3. 6-8. 11).

Vuélvete, Señor, y libra mi alma.. hazme volver, porque siento dificultad y trabajo en mi conversión...

Está escrito: en el mundo estaba, y el mundo fue hecho por él, y el mundo no le conoció. Luego si estabas en este mundo y el mundo no te conoció, nuestra inmundicia no tolera tu mirada. Pero cuando nos volvemos a él, es decir, cuando renovamos nuestro espíritu por el cambio de la vida vieja, experimentamos lo duro y trabajoso que es, Señor, retroceder de la oscuridad de los deseos terrenos a la serenidad y sosiego de la luz divina. En tal embarazo decimos: vuélvete, Señor, para que la vuelta se lleve a cabo en nosotros, la cual te encuentra preparado y ofreciéndote a ser gozado de tus amadores...

Libra mi alma, que está como adherida a las perplejidades de este siglo y soporta ciertas espinas de los deseos desgarrantes en la misma conversión... Sáname, en fin, no por mis méritos, sino por tu misericordia. (San Agustín, Enarraciones sobre los Salmos, 6, 5).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

   

domingo, 16 de marzo de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 2º Domingo de Cuaresma - Ciclo C: “Este es mi Hijo, mi Elegido: escuchadle”

 

«Señor, tú eres mi luz y mi salvación... No me ocultes tu rostro» (SI 27, 1-9).

La liturgia de este domingo está iluminada por los resplandores de la transfiguración del Señor, preludio de su resurrección y garantía de la del cristiano. A modo de introducción, la primera lectura (Gn 15, 5-12. 17-18) narra la alianza de Dios con Abrahán. Después de haberle profetizado por tercera vez una numerosa descendencia: «Mira el cielo y cuenta las estrellas... Así será tu descendencia» (ib 5), Dios le señala la tierra que le dará en posesión; y Abrahán con humilde confianza le pide una garantía de esas promesas.

El Señor condesciende benévolamente y hace con él un contrato según las costumbres de los pueblos nómadas de aquellos tiempos; Abrahán prepara un sacrificio de animales sobre el cual baja de noche el Señor en forma de fuego, sellando así la alianza: «A tu descendencia he dado esta tierra...» (ib 18). Es una figura de la nueva y definitiva alianza que un día Dios establecerá sobre la sangre de Cristo, en virtud de la cual el género humano tendrá derecho no a una patria terrena sino a la patria celestial y eterna.

La segunda lectura (Flp 3, 17-4, 1) es una fervorosa exhortación a llevar con amor la cruz de Cristo, a fin de ser un día partícipes de su gloria. «Muchos viven según os dije tantas veces, y ahora os repito con lágrimas, como enemigos de la cruz de Cristo» (lb 18). El Apóstol se queja de los cristianos que se entregan a los placeres terrenos, a las satisfacciones de la carne con el pensamiento preocupado solamente de las cosas de la tierra. Y he aquí que el Apóstol toma el vuelo hacia la altura y nos recuerda la visión del Tabor: Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (ib 20-21). La transfiguración del cristiano será realmente plena sólo en la vida eterna, pero ya se inicia aquí abajo por medio del bautismo; la gracia de Cristo es la levadura que desde las entrañas nos transforma y transfigura en su imagen, si aceptamos llevar con él nuestra cruz.

Sobre el Tabor (Evangelio: Lc 9, 28-36) ante Jesús transfigurado el Señor una vez más se compromete en favor de los hombres a quienes presenta a su Hijo muy amado: «Este es mi Hijo, mi Elegido: escuchadle» (ib 35); se lo entrega como Maestro; pero en el Calvario se lo entregará como Víctima. San Lucas precisa que la transfiguración aconteció sobre el monte mientras Jesús oraba: «Y mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante» (ib 29). Jesús permite que por un momento su divinidad resplandezca a través de las apariencias humanas, y así se presenta a los ojos estáticos de sus discípulos como realmente es: «resplandor de la gloria del Padre, imagen de su sustancia» (Hb 1, 3).

Contemplar el rostro de Dios fue siempre el anhelo de los justos del Antiguo Testamento y de los santos del Nuevo: «Señor, yo busco tu rostro. No me ocultes tu rostro» (Salmo Resp.). Pero cuando Dios concede semejante gracia, no deja de ser más que un instante, que, lo mismo que en la visión del Tabor, está ordenada a robustecer la fe y a infundir nuevo valor para llevar la cruz. Junto al Señor transfigurado aparecen dos hombres: Moisés y Elías; el primero representa a la ley; el segundo a los profetas; la ley que Cristo ha venido a perfeccionar, los profetas cuyas enseñanzas y vaticinios ha venido a completar y realizar respectivamente.

La presencia de estos personajes históricos demuestra la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Su conversación se refería a la pasión de Jesús: «y hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén» (Lc 9, 31). Lo mismo que Moisés y Elías habían sufrido y habían sido perseguidos por causa de Dios, así también tendrá que padecer Jesús. La Transfiguración es una visión de gloria que se entremezcla con diálogos de pasión, de dolor: dos aspectos opuestos pero no contrastantes del único misterio pascual de Cristo. Muerte y resurrección, cruz y gloria.

 

Señor, busco tu rostro, tu rostro deseo, Señor. Enséñame, pues, ahora, Señor Dios mío, dónde y cómo buscarte, dónde y cómo encontrarte. Señor, si no estás aquí, ¿dónde te buscaré ausente? Y si estás en todas las partes, ¿por qué no te veo presente? Mas, ciertamente, tú habitas en una luz inaccesible... ¿Quién me llevará e introducirá en esa luz para que yo te vea?

Señor, enséñame a buscarte y muéstrate a mí, que te busco, pues no puedo buscarte, si tú no me enseñas a hacerlo, ni puedo encontrarte, si tú no te manifiestas. ¡Oh Señor!, que yo le busque deseando, que te desee buscando, que te encuentre amando, que te ame encontrándote. (San Anselmo, Prostogium 1).

¡Unas veces gemimos, otras oramos! El gemido es propio de los infelices, la oración es propia de los menesterosos. Pasará la oración y vendrá la alabanza; pasará el llanto y vendrá la alegría. Por lo tanto, mientras nos hallamos en los días de la prueba, que no cese nuestra oración a ti, ¡oh Dios!, a quien dirigimos una sola petición; y haz que no cesemos de dirigirte esta petición hasta que no logremos que se cumpla, gracias a que tú nos la concedas y nos guie.

Una sola cosa pido, después de tanto orar, llorar y gemir: no pido más que una cosa... Mi corazón te ha dicho: he buscado tu rostro, tu rostro seguiré buscando, Señor. Una cosa te he pedido, Señor, y esa cosa seguiré buscando: ¡tu rostro! (San Agustín, Enarraciones sobre los Salmos, 36, II, 14-16).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 9 de marzo de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 1º Domingo de Cuaresma - Ciclo C: A servir a Dios como el único Señor

 

«Todo el que crea en él no será confundido» (Rm 10, 11).

En el primer domingo de Cuaresma los cristianos son trasladados para vivir un momento de intensa oración, al desierto (Lc 4, 1-13), a donde Jesús «fue llevado por el Espíritu». El desierto, en la Sagrada Escritura, es el lugar privilegiado para encontrarse con Dios; así fue para Israel que habitó en él durante cuarenta años, para Elías que en él trascurrió cuarenta días, para el Bautista que se retiró a él desde la adolescencia. Jesús consagra esta costumbre y vive en la soledad durante cuarenta días. Para Jesús, sin embargo, el desierto no es sólo el lugar del retiro y de la intimidad con Dios, sino también el campo de la lucha suprema, «donde fue tentado por el diablo» (ib 2).

Satanás propone al Salvador un mesianismo de triunfo y de gloria. ¿Para qué sufrir hambre? Si él es el Hijo de Dios, que convierta las piedras en panes. ¿Para qué vivir como un miserable vagabundo por los caminos de Palestina, rodeado de gente desesperada por la pobreza y la opresión política? Si se postra a los pies de Satanás, recibirá de él reinos y poder. ¿Para qué padecer la oposición de los sacerdotes, de los doctores de la ley, de los jefes del pueblo? Si se arroja desde el alero del templo, los ángeles le llevarán en sus manos y todos le reconocerán como Mesías. No podían venir de Satanás, precipitado en los abismos por causa de su orgullo, otras sugerencias que no fueran éstas.

Pero Jesús, el Hijo de Dios que «se despojó de sí mismo tomando condición de siervo» (FI 2, 7) sabe muy bien que para reparar el pecado del hombre -rebeldía y soberbia- solamente hay un camino: humillación, obediencia, cruz. Precisamente porque él es el verdadero Mesías salvará al mundo no con el triunfo sino con el sufrimiento, «obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (ib 8). Las tentaciones del desierto enseñan que donde se fomentan intenciones ambiciosas, ansias de poder, de triunfo, de gloría, allí se esconde la intriga de Satanás. Y para destruir éstas y otras posibles incitaciones al mal es necesario mantener la palabra de Jesús: «Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto» (Lc 4, 8); es decir, es indispensable estar decididos a rechazar cualquier proposición que obstaculice reconocer y servir a Dios como el único Señor.

El concepto de fidelidad a Dios se desarrolla en las dos primeras lecturas del día, de las cuales una (Dt 26, 4-10) presenta la profesión de fe del antiguo pueblo de Dios, y otra (Rm 10, 8-13) la del nuevo. Llegado a la tierra prometida, todo hebreo debía presentar a Dios las primicias de su cosecha pronunciando una fórmula que sintetizaba la historia de Israel en tres puntos: la elección de los patriarcas y jefes de familia de un pueblo numeroso, el desarrollo del pueblo en Egipto y su éxodo a través del desierto, y finalmente el regalo de la tierra prometida. De esta manera el israelita piadoso reavivaba su fe en el Dios de los padres, le manifestaba su propio reconocimiento por los beneficios recibidos, su adhesión personal y la voluntad de servirle. Diríamos que era una forma de «credo», expresado con la palabra y con la vida.

Igualmente, aunque en otro contexto, san Pablo invita al cristiano a hacer profesión de su fe: «Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10, 9). Sobre dos puntos el Apóstol centra la atención: creer que Jesús es el Señor y creer en su resurrección. La fe después exige un doble acto: el interior -adhesión de la mente y del corazón a Cristo-, que es el que justifica al hombre; y el exterior -profesión pública de la fe, sea en la oración litúrgica, sea delante del mundo confesando a Cristo como lo hicieron los mártires-. Quien se apoye en Jesús no ha de temer, porque «todo el que crea en él no será confundido» (ib 11), y en su nombre vencerá toda batalla.

 

¡Oh Señor Jesús!, que al empezar tu vida pública te retiraste antes al desierto, atrae a todos los hombres al recogimiento del alma, que es el principio de la conversión y de la salud. Apartándote de la casa de Nazaret y de tu dulcísima Madre, quisiste probar la soledad, el sueño, el hambre; y al tentador, que te proponía la prueba de los milagros, tú le contestaste con la firmeza de la eterna palabra, que es prodigio de la gracia celestial.

¡Tiempo de Cuaresma! ¡Oh Señor!, no permitas que acudamos a los aljibes agrietados (Jer 2, 13), ni que imitemos al siervo infiel, ni a la virgen necia; no permitas que el goce de los bienes de la tierra torne insensible nuestro corazón al lamento de los pobres, de los enfermos, de los niños huérfanos, y de los innumerables hermanos nuestros a quienes todavía falta el mínimo necesario para comer, para cubrir sus miembros desnudos, para reunir y cobijar a la propia familia bajo un solo y mismo techo. (San Juan XXIII, Breviario).

¡Oh Jesús!, creemos en el amor, en la bondad; creemos que tú eres nuestro Salvador, que puedes lo que a los demás les está vedado y no pueden realizar. Creemos que tú eres la luz, la verdad, la vida; un solo deseo tenemos: permanecer siempre unidos. a ti; y ser cristianos, no sólo de nombre, sino cristianos convencidos, apóstoles, celadores. (San Pablo VI, Enseñanzas, V, 4)

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 2 de marzo de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 8º Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo C: “De lo que rebosa el corazón habla la boca”

 

«Manda, Señor, a tus ángeles que me guarden en todos mis caminos» (SI 91, 11).

En el Evangelio de san Lucas el discurso sobre la caridad está seguido de algunas aplicaciones prácticas que esbozan la fisonomía de los discípulos de Cristo, los cuales, como dice san Mateo, deben ser «luz del mundo» (5, 14).

Es imposible alumbrar a los otros, si no se tiene luz: «¿Podrá un ciego guiar a otro ciego?» (Lc 6, 39). La luz del discípulo no proviene de su perspicacia, sino de las enseñanzas de Cristo aceptadas y seguidas dócilmente porque «el discípulo no está por encima del maestro» (ib 40). Sólo en la medida que asimila y traduce en vida la doctrina y ejemplos del maestro hasta llegar a ser una imagen viviente del mismo, puede el cristiano ser guía luminosa para los hermanos y atraerlos a él. Es un trabajo que empeña la vida en un esfuerzo continuo por asemejarse cada vez más a Cristo. Esto requiere una serena introspección que permita conocer los propios defectos para no caer en el absurdo denunciado por el Señor: «¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo?» (ib 41).

Nunca suceda que el discípulo de Jesús exija de los otros lo que no hace o pretenda corregir en el prójimo lo que tolera en sí mismo tal vez en forma más grave. Combatir el mal en los otros y no combatirlo en el propio corazón es hipocresía, contra la que el Señor descargó con energía intransigente. El criterio para distinguir al discípulo auténtico del hipócrita son las palabras y las obras; «cada árbol se conoce por su fruto» (ib 44). Ya el Antiguo Testamento había dicho: «El fruto manifiesta el cultivo del árbol; así la palabra, el pensamiento del corazón humano» (Ecli 27, 6).

Jesús toma este símil ya conocido de sus oyentes y lo desarrolla poniendo en evidencia que lo más importante es siempre lo interior del hombre del que se deriva su conducta. Como el fruto manifiesta la calidad del árbol, así las obras del hombre muestran la bondad o malicia de su corazón. «El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo» (Lc 6, 45). El hipócrita puede enmascararse cuanto quiera; antes o después el bien o el mal que tiene en el corazón desborda y se deja ver; «porque de la abundancia de su corazón habla su boca» (ib). He aquí, pues, el punto importante: guardar cuidadosamente el «tesoro del corazón» extirpando de él toda raíz de mal y cultivando toda clase de bien, en especial la rectitud, la pureza y la intención buena y sincera.

Pero es evidente que al discípulo de Cristo no le basta un corazón naturalmente bueno y recto; le hace falta un corazón renovado y plasmado según las enseñanzas de Cristo, un corazón convertido totalmente al Evangelio. El empeño es arduo, porque la tentación y el pecado también en el corazón del discípulo están siempre al acecho. Para animarle recuerda san Pablo que Cristo ha vencido al pecado y que su victoria es garantía de la del cristiano. «Pero ¡gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!» (1 Cr 15, 57).

 

Tú, ¡oh Jesús!, has encendido la luz para que continúe ardiendo; haz que seamos vigilantes y llenos de celo, no sólo por motivo de nuestra propia salvación, sino también por la de aquellos que... han sido conducidos de la mano hacia la verdad... Haz que nuestra vida sea digna de la gracia, a fin de que así como la gracia se predica en todas partes, pareja con la gracia corra nuestra vida.

Tú has dicho: «Brille vuestra luz», es decir, haya grande virtud, haya fuego abundante, brille una luz indecible. Porque cuando la virtud alcanza ese grado, es imposible quede definitivamente oculta... Nada hace al hombre tan ilustre, por mucho que él quiera ocultarse, como la práctica de la virtud. (San Juan Crisóstomo, Comentario al Ev. seg. S. Mateo, 15, 7-8).

Como no se riegan por sí, tampoco por sí se iluminan los montes... En tu luz, Señor, veré la luz. Así, pues, si veremos la luz en tu luz, ¿quién caerá lejos de la luz sino aquel para el que tú no fuiste luz? Si yo quiero ser luz por mí mismo, iré a caer lejos de ti que me iluminas. Por eso, sabiendo que sólo cae el que quiere ser luz a sí mismo, mientras de por sí es tiniebla, te ruego no permitas ponga en mí pie la soberbia, ni me deje arrastrar de los ejemplos de los pecadores..., para que no caiga lejos de ti. (San Agustín, In Ps. 120, 5).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

   

domingo, 23 de febrero de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 7º Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo C: “Amad a vuestros enemigos”

 

«Señor, tú eres clemente y misericordioso; tú perdonas todas mis culpas» (SI 103, 8. 3).

El Antiguo Testamento ofrece en David un ejemplo excepcional de magnanimidad hacia los enemigos. Perseguido a muerte por Saúl, una noche se encuentra el joven en el campamento de su adversario; el rey yace dormido, su lanza está allí al lado, todos en derredor duermen. La ocasión es propicia, y su amigo Abisaí le propone matar al rey. Pero David lo impide; tomando la lanza de Saúl huye, y luego se la muestra desde lejos gritando: «Hoy te ha entregado el Señor en mis manos, pero no he querido alzar mi mano contra el ungido del Señor» (1 Sm 26, 23). ¡Tal vez un cristiano no habría hecho otro tanto!

Sin embargo, el acto generoso de David, que constituía una excepción en un tiempo en que regía la ley del talión, es norma inderogable para los seguidores de Cristo. «Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os maltraten» (Lc 6, 27-28). Jesús conoce el corazón humano herido por el pecado; sabe que frente a los insultos, injusticias o violencias se alza prepotente el instinto de venganza; pero con todo presenta el perdón no como un acto heroico reservado a los santos, sino como un sencillo deber de todo cristiano. Esto exige una profunda conversión, un verdadero trastrueque de pensamientos y sentimientos; pero es esto precisamente lo que él pide a sus discípulos. «Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen otro tanto!» (ib 32).

El cristiano no ha de obrar con la mentalidad de los pecadores y de los que no han sido iluminados aún por la luz del Evangelio. Precisamente en el campo de la caridad y del perdón es donde debe distinguirse de ellos. Por eso insiste el Señor con propuestas desconcertantes: «Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra... Da a todo el que te pida...» (ib 29-30). Si no siempre se han de aplicar estas palabras a la letra, tampoco se las puede arrinconar; hay que captar su sentido profundo que es el abstenerse de vengar la ofensa, estar prontos a hacer el bien a cualquiera, dar en lo posible hasta más de lo debido, renunciar al derecho propio antes de contender con el hermano. En resumen, se trata de aquella «justicia mayor» (Mt 5, 20) animada por el amor y que se pierde en el amor, que Jesús vino a enseñar y que él el primero practicó, dando su vida por gente rebelde e ingrata, muriendo por nosotros «cuando éramos aún pecadores» (Rm 5, 8).

El hombre natural hijo de Adán, no es capaz de entender ni de vivir esta doctrina; para serlo, tiene que renacer en Cristo y hacerse en él hombre espiritual. «Del mismo modo -dice San Pablo- que hemos revestido la imagen del hombre terreno -Adán-, debemos también revestir la de Cristo, hombre celestial» (1 Cor 15, 49). Sólo en la gloria llegará esto a su plenitud; pero comienza aquí cuando por el bautismo es vivificado el fiel con la gracia y el Espíritu de Cristo, y así se hace capaz de amar como Cristo ha amado y enseñado a amar.

 

¡Qué grande es tu paciencia, Dios mío!... Tú haces nacer y salir el sol sobre los buenos como sobre los malos; bañas la tierra con tu lluvia, y nadie queda excluido de tus beneficios, desde el momento que el agua se concede indistintamente a justos e injustos. Te vemos obrar con una paciencia siempre igual frente a los culpables y a los inocentes, a las personas que te reconocen y a las que te niegan, a las que saben darte gracias y a los ingratos... Las ofensas te amargan con frecuencia y aun de continuo; y, sin embargo, no desahogas tu indignación y esperas, pacientemente el día señalado para el juicio. Y aunque tienes la venganza en tu mano, prefieres tener larga paciencia, prefieres en tu

bondad diferir el castigo, esperando que la obstinada malicia del hombre, sufra, si es posible, por fin un cambio... Pues tú mismo dices: «No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (Ez 33, 11). Y también: «Volveos a mí» (Mal 3, 7), «volved al Señor vuestro, Dios, porque él es clemente y compasivo, tardo a la cólera, rico en amor, y se allana ante la desgracia» (Joel 2, 13).

Nosotros alcanzamos la perfección plena sólo cuando tu paciencia, oh Padre, habita en nosotros, cuando nuestra semejanza contigo, perdida con el pecado de Adán, se manifiesta y resplandece en nuestras acciones. (San Cipriano, De bono patientiae, 4-5).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


domingo, 16 de febrero de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 6º Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo C: Bienaventuranzas y confianza

 

«Bendito quien confía en el Señor» (Jr 17, 7).

El cristiano no funda su esperanza ni en sí mismo, ni en los otros hombres, ni en los bienes terrenos. Su esperanza se arraiga en Cristo muerto y resucitado por él. «Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida -dice san Pablo-, somos los hombres más desgraciados» (1 Cr 15, 19). Pero la esperanza cristiana va mucho más allá de los límites de la vida terrena y alcanza la eterna, y justamente a causa de Cristo que resucitando ha dado al hombre el derecho de ser un día partícipe de su resurrección.

Con este espíritu se han de entender las bienaventuranzas proclamadas por el Señor, las cuales exceden cualquier perspectiva de seguridad y felicidad terrenas Para anclar en lo eterno. Con sus bienaventuranzas Jesús ha trastocado la valoración de las cosas; éstas ya no se ven según el dolor o el placer inmediato y transitorio que encierran, sino según el gozo futuro y eterno. Sólo el que cree en Cristo y confiando en él vive en la esperanza del reino de Dios, puede comprender esta lógica simplicísima y esencial: «Dichosos los pobres... Dichosos los que ahora tenéis hambre... Dichosos los que ahora lloráis... Dichosos vosotros cuando os odien los hombres» (Lc 6, 20-22).

Evidentemente no son la pobreza, el hambre, el dolor o la persecución en cuanto tales los que hacen dichoso al hombre, ni le dan derecho al reino de Dios; sino la aceptación de estas privaciones y sufrimientos sostenida en la confianza en el Padre celestial. Cuanto el hombre carente de seguridad y felicidad terrenas se abra más a la confianza en Dios, tanto más hallará en él su sostén y salvación. «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza, dice Jeremías (17, 7). Al contrario los ricos, los hartos, los que gozan, escuchan la amenaza de duros «¡ayes!» (Lc 6, 24- 26), no tanto por el bienestar que poseen, cuanto por estar tan apegados a ello que ponen en tales cosas todo su corazón y su esperanza.

El hombre satisfecho de las metas alcanzadas en esta tierra está amenazado del más grave de los peligros: naufragar en su autosuficiencia sin darse cuenta de su precariedad y sin sentir la necesidad urgente de ser salvado de ella. El reino de la tierra le basta hasta el punto de que el reino de Dios no tiene para él sentido alguno. Por eso dice de él el profeta: «Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor» (Jr 17, 5). Las bienaventuranzas del Señor se ofrecen a todos, pero sólo los hombres desprendidos de sí mismos y de los bienes terrenos son capaces de conseguirlas.

 

Ahora, mientras vivo en el cuerpo, me encamino hacia ti, Señor, puesto que caminamos por la fe, mas no por la visión. Llegará el tiempo en que veamos lo que creímos sin haberlo visto; más, cuando veamos lo que creímos, nos alegraremos... Entonces aparecerá la realidad de lo que ahora es esperanza... Ahora gimo, ahora corro al refugio para salvarme; ahora enfermo, llamo al médico... Ahora en el tiempo de esperanza, de sollozo, de humildad, de dolor, de flaqueza..., he sido para muchos objeto de extrañeza..., porque creo lo que no veo. Ellos, siendo bienaventurados en lo que ven, se alegran en la bebida, en la sensualidad, en la avaricia, en las riquezas, en las rapiñas, en las dignidades del siglo...; se alegran en esto. Yo voy por camino opuesto, despreciando las cosas pasajeras de la vida y temiendo las prósperas del mundo, hallándome sólo seguro en las promesas de Dios (San Agustín, In Ps 70, 8-9).

Vivo contento en mi esperanza, porque tú, Señor, eres veraz en tu promesa; sin embargo, no poseyéndote aún, gimo bajo el aguijón del deseo. Hazme perseverante en este deseo hasta que llegue lo que me has prometido. Entonces se acabarán los gemidos y resonará únicamente la alabanza. (San Agustín, In Ps, 148, 1).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 9 de febrero de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 5º Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo C: “Boga mar adentro”

 

«Eres excelso, Señor; pero miras al humilde, y al soberbio lo conoces desde lejos» (Sal 138, 6).

La Liturgia de la Palabra presenta hoy la vocación de tres hombres: Isaías, Pedro y Pablo. Para cada uno de ellos la llamada divina es precedida de una teofanía; Dios, antes de confiar al hombre una misión particular, se le revela y da a conocer. Grandiosa la revelación concedida a Isaías: «vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado» (Is 6, 1); en torno a él los serafines se postraban en adoración cantando: «Santo, santo, santo es el Señor Dios del universo» (ib 3). Frente a tal grandeza y santidad, Isaías tiembla; se siente como nunca impuro e indigno de estar en la presencia de Dios. Pero cuando siente la voz del Señor dirigirse a él: «¿A quién enviaré? ¿y quién irá de parte nuestra?», no titubea un instante y responde: «Heme aquí; envíame» (ib 8). El hombre no puede por su cuenta y riesgo asumir la misión de colaborador de Dios; pero si Dios le llama, su indignidad no puede ser un pretexto para echarse atrás.

Del todo diferentes fueron las circunstancias de la llamada definitiva de Pedro para «pescador de hombres». La escena no acaece en el templo como para Isaías, sino en el lago, en un contexto muy sencillo y humano, propio del Dios hecho hombre, venido a compartir la vida de los hombres. Después de haber predicado desde la barca de Pedro, Jesús le ordena echar las redes. «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero en tu palabra, echaré las redes» (Lc 5, 5). Su docilidad y confianza salen premiadas; capturaron tal cantidad de peces que las redes se rompían y llenaron las dos barcas, «que casi se hundían» (ib 7). El milagro imprevisible revela quién es Jesús, y Pedro, atónito como Isaías, cae de rodillas diciendo: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (ib 8). En presencia de Dios que se revela, el hombre por contraste advierte su nada y su miseria, y siente profunda la necesidad de humillarse. Al acto de humildad sigue la definitiva llamada: «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres». También aquí la respuesta es inmediata, y no sólo la de Pedro sino la de sus compañeros: «Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, le siguieron» (ib 10-11).

En la segunda lectura Pablo habla de su vocación de heraldo del misterio de Cristo. También a él se le reveló Cristo en el camino de Damasco y quedó tan anonadado, que durante toda la vida se tiene no sólo por el menor de los apóstoles, sino por «un aborto» (1 Cor 15, 8). Sin embargo, su correspondencia es plena y puede atestiguar que la gracia de Dios no ha sido en él estéril.

Tres vocaciones diferentes, pero la misma actitud de humildad y de disponibilidad, como base de toda respuesta al Dios que llama.

 

¡Oh Dios! Me has creado para una misión precisa, confiándome un cometido que a ningún otro has confiado... En cierta manera también yo soy necesario a tus planes divinos... Si caigo, puedes elegir otro, lo sé; como podrías suscitar de las piedras nuevos hijos de Abrahán. Pero esto no quita que tenga yo parte en tu obra, Dios mío, que sea un eslabón de la cadena, un vínculo de unión entre los hombres. Tú no me has creado en vano... Haz que obedezca a tus mandamientos y te sirva en mi vocación, para realizar el bien y llegar a ser ángel de paz y testigo de la verdad, permaneciendo en el puesto que tú, oh Señor, me has asignado. (Beato John Henry Newman, Madurez cristiana).

«Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes». También yo, Señor, sé que para mí es de noche cuando tú no hablas... He lanzado como un dardo mi voz..., y no he ganado todavía a ninguno. La he lanzado de día; ahora espero tu orden: en tu palabra echaré la red. ¡Oh vana presunción! ¡Oh fructífera humildad! Los que antes no habían cogido nada, luego por tu palabra, Señor, pescan una enorme cantidad de peces. Esto no es fruto de elocuencia humana, sino efecto de la llamada celestial. (San Ambrosio, Comentario al Evangelio de S. Lucas, IV, 76).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 26 de enero de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 3º Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo C: “Esta Escritura se ha cumplido hoy”

 

«Tus palabras, Señor, son espíritu y vida» (Jn 6, 63).

La Liturgia de hoy pone especialmente de relieve la celebración de la palabra de Dios. La primera lectura presenta la solemne proclamación de la ley divina hecha en Jerusalén delante de todo el pueblo reunido en la plaza, después de la repatriación de Babilonia. La lectura se abre con la «bendición» del sacerdote al que la muchedumbre responde postrándose «rostro en tierra» (Ne 8, 6), y prosigue «desde el alba hasta el mediodía», mientras todos escuchan de pie y en silencio: «los oídos del pueblo estaban atentos» (lb. 3).

Es Interesante el detalle del llanto del pueblo como expresión del arrepentimiento de sus culpas sacadas a luz por la lectura escuchada atentamente; y en fin la proclamación gozosa: «este día está consagrado a nuestro Señor. No estéis tristes; la alegría del Señor es vuestra fortaleza» (ib 10). Brevemente están indicadas todas las disposiciones para escuchar la palabra de Dios: respeto, atención, confrontación de la conducta propia con el texto sagrado, dolor de los pecados, gozo por haber descubierto una vez más la voluntad de Dios expresada en su ley.

El Evangelio presenta otra proclamación de la Palabra, más modesta en su forma exterior, pero en realidad infinitamente más solemne. En la sinagoga de Nazaret Jesús abre el libro de Isaías y lee —cierto que no fortuitamente— el paso relativo a su misión: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Le 4, 18). Sólo él puede leer en primera persona, aplicándola directamente a sí mismo, esa profecía que hasta ahora se había leído con ánimo tenso hacia el misterioso personaje anunciado; sólo él puede decir, concluida la lectura: «Esta lectura que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (ib. 21).

No es el evangelista quien sugiere este acercamiento —Lucas no hace más que referirlo—, sino Cristo mismo. El, que es objeto de la profecía, está presente en persona, lleno del Espíritu Santo, venido para anunciar a los pobres, a los pequeños y a los humildes la salvación. Él es el «cumplimiento» de la palabra leída, él, Palabra eterna del Padre.

Aunque no con tal inmediatez, Cristo está siempre presente en la Escritura: el Antiguo Testamento no hace otra cosa que anunciar y preparar su venida, el Nuevo Testamento atestigua y difunde su mensaje. Quien escucha con espíritu de fe la palabra sagrada, se encuentra siempre con Jesús de Nazaret, y cada encuentro señala una nueva etapa en su salvación.

 

Padre del Unigénito, lleno de bondad y de misericordia, que amas a los hombres..., tú colmas de bendición a cuantos se vuelven a ti. Recibe con agrado nuestra plegaria, danos el conocimiento, la fe, la piedad y la santidad... Nosotros doblamos las rodillas ante ti, oh Padre increado, por tu Hijo único: endereza nuestra mente y hazla pronta a tu servicio; concédenos buscarte y amarte, escrutar y profundizar tus palabras divinas; tiéndenos las manos y álzanos en pie; levántanos, oh Dios de las misericordias; ayúdanos a elevar la mirada, ábrenos los ojos, danos seguridad, haz que no tengamos que sonrojarnos ni experimentar vergüenza ni seamos condenados, destruye el acta de condenación redactada contra nosotros, escribe nuestros nombres en el libro de la vida, cuéntanos en el número de tus profetas y apóstoles, por tu Hijo único Jesucristo. (San Serapión de Antioquía, de Oraciones de los primeros cristianos, 190).

Escucha, oh Padre de Cristo, a quien nada se le oculta, mi plegaria de hoy. Haz sentir a tu siervo el canto maravilloso. Guíe mis pasos en tus caminos, oh Dios nuestro, el que te conoce porque nació de ti: el Cristo, el rey que ha librado a los hombres de todas sus miserias. (San Gregorio Nacianceno, de Oraciones de los primeros cristianos, 248).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

   

domingo, 19 de enero de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 2º Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo C: “Haced lo que Él os diga”

 

«Cantad al Señor un canto nuevo..., anunciad su salvación día tras día» (Sal 96, 1-2).

Para expresar el amor fuerte y tierno, celoso y misericordioso de Dios hacia su pueblo, los profetas no han hallado imagen más significativa que la del amor nupcial. Bajo este aspecto presentan las relaciones de alianza y amistad que Dios quiere establecer con Israel y la obra de salvación que realizar en favor de Jerusalén. «Porque como se casa joven con doncella, se casará contigo tu edificador, y con gozo de esposo por su novia, se alegrará por ti tu Dios» (Is 62, 5). La alegoría es retomada en el Nuevo Testamento con un sentido más concreto y profundo. El Hijo de Dios al encarnarse se desposa con la naturaleza humana uniéndola a sí de manera personal e indisoluble. Es por lo que Jesús, hablando del Reino de los cielos, lo compara a un banquete nupcial, y la llamada a entrar en él a una invitación a bodas. Son sus bodas con la humanidad celebradas en su encarnación y consumadas luego en la cruz.

En ese contexto, el primer milagro de Jesús que tuvo lugar en una fiesta de bodas, recuerda la realidad inefable de las relaciones de amor, de intimidad y de comunión que el Hijo de Dios hecho carne ha venido a establecer con los hombres. No sólo Israel o Jerusalén, sino toda la humanidad está llamada a participar en esta unión esponsal con Dios. El precio que le confiere este derecho será la sangre de Cristo derramada en la cruz en la hora establecida por el Padre.

En Caná, a donde ha ido Jesús con su Madre y sus discípulos, esa hora no ha llegado aún (Jn 2, 4); sin embargo, por intercesión de María, la anticipa con una «señal» que preludia la salvación y la redención. El agua se convierte milagrosamente en vino del mejor, como para indicar el profundo cambio que la muerte y la resurrección de Cristo van a obrar en los hombres, haciendo abundar la gracia donde antes abundaba el pecado, transformando el agua insípida y fría del egoísmo humano en el vino fuerte y generoso de la caridad. Y todo esto se realiza porque el hombre -todo hombre- está invitado a participar en las bodas del Verbo con la humanidad y a gozar, por lo tanto, de su amor e intimidad de esposo.

La presencia y la intervención de María en las bodas de Caná son un poderoso motivo de confianza. El hombre se siente indigno de la comunidad con Cristo, pero si se confía a la Madre, ella lo dispondrá y lo introducirá hasta Cristo adelantando su hora.

 

¡Oh abismo y altura inestimable de caridad, cuánto amas a esta tu esposa que es la humanidad! ¡Oh vida por quien las cosas todas viven! Tú la has arrebatado de las manos del demonio que la poseía como suya... y la has desposado con tu carne. Has dado en arras tu sangre, y por último, abriendo tus venas, has hecho el pagamento entero.

¡Oh inestimable amor y caridad! Tú demuestras ese deseo ardiente; y así corriste, como ebrio y ciego, al oprobio de la cruz. El ciego no ve, ni el ebrio..., así tú, casi como muerto, te perdiste a ti mismo; como ciego y ebrio por nuestra salud.

Y no te retrajo nuestra ignorancia ni nuestra ingratitud, ni el amor propio que nos tenemos.

¡Oh dulcísimo amor Jesús! Te has dejado cegar por el amor, que no te deja ver nuestras iniquidades; has perdido el sentimiento de ellas. ¡Oh dulce Señor! Paréceme que (el pecado) las ha querido ver y castigar sobre tu dulcísimo cuerpo, dándote el tormento de la cruz; y estando sobre la cruz como enamorado, nos muestras que no nos amas para utilidad tuya, sino para nuestra santificación. (Santa Catalina de Siena, Epistolario, 221, 225, v. 3).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


  

domingo, 22 de diciembre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 4º Domingo de Adviento: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!”

 

«Heme aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hb 10,7).

La liturgia del último domingo de Adviento asume el tono de una vigilia natalicia. Las profecías acerca del Mesías se precisan de Miqueas que indica el lugar de su nacimiento en una pequeña aldea, patria de David, de cuya descendencia era esperado el Salvador. «Pero tú, Belén de Efratá, pequeño entre los clanes de Judá, de ti me saldrá quien señoreará en Israel» (Mq 5, 1). En la frase que sigue «cuyos orígenes serán de antiguo, de días de muy remota antigüedad» (ib.), se puede ver una alusión al origen eterno y por lo tanto a la divinidad del Mesías. Tal es la interpretación de san Mateo que refiere esta profecía en su Evangelio como respuesta de los sumos sacerdotes acerca del lugar de nacimiento de Jesús (2; 4-6). Además, igual que Isaías (7, 14), el profeta Miqueas habla de la madre del Mesías - «la que ha de parir parirá». (Mq 5, 2)- sin mencionar al padre, dejando entrever de esta manera, al menos indirectamente, su nacimiento milagroso. Finalmente presenta su obra: salvará y reunirá «el resto» de Israel, lo guiará como pastor «con la fortaleza de Yahvé», extenderá su dominio «hasta los confines de la tierra» y traerá la paz (ib. 2. 3). La figura de Jesús nacido, humilde y escondido en Belén y sin embargo Hijo de Dios, venido para redimir «el resto de Israel» y a traer la salvación y la paz a todos los hombres, se esboza y perfila claramente en la profecía de Miqueas.

A este cuadro sigue otro más interior presentado por san Pablo, que pone de relieve las disposiciones del Hijo de Dios en el momento de su encarnación. «Heme aquí que vengo... para hacer, ¡Oh Dios!, tu voluntad» (Hb 10, 7). Los antiguos sacrificios no fueron suficientes para expiar los pecados de los hombres ni para dar a Dios un culto digno de él. Entonces el Hijo se ofrece: toma el cuerpo que el Padre le ha preparado, nace y vive en ese cuerpo a través del tiempo como víctima ofrecida en un sacrificio ininterrumpido que se consumará en la cruz. Único sacrificio grato a Dios, capaz de redimir a los hombres y que venía a abolir todos los demás sacrificios. «He aquí que vengo»; la obediencia a la voluntad del Padre es el motivo profundo de toda la vida de Cristo, desde Belén, al Gólgota y a la Resurrección. La Navidad está ya en la línea de la Pascua; una y otra no son más que dos momentos de un mismo holocausto ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de la humanidad.

El «he aquí que vengo» del Hijo tiene su resonancia más perfecta en el «he aquí la esclava del Señor» pronunciado por su Madre. También la vida de María es un continuó ofrecimiento a la voluntad del Padre, realizado en una obediencia guiada por la fe e inspirada por el amor. «Por su fe y obediencia engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre» (LG 63); por su fe y obediencia, en seguida del anuncio del ángel, parte de prisa para ofrecer a su prima Isabel sus servicios de «esclava» no menos de los hombres que de Dios. Y este es el gran servicio de María a la humanidad: llevarle a Cristo como se lo llevó a Isabel. En efecto, por medio de su Madre-Virgen el Salvador visitó la casa de Zacarías y la llenó del Espíritu Santo, de tal manera que Isabel descubrió el misterio que se cumplía en María y Juan saltó de gozo en el seno de su madre. Todo esto sucedió porque la Virgen creyó en la palabra de Dios y creyendo se ofreció a su divino querer: «Dichosa la que ha creído» (Lc 1, 45). El ejemplo de María nos enseña como una simple criatura puede asociarse al misterio de Cristo y llevar a Cristo al mundo mediante un «sí» continuamente repetido en la fe y vivido en la obediencia amorosa a la voluntad de Dios.

 

Dios, creador y restaurador del hombre, que has querido que tu Hijo, Palabra eterna, se encarnase en el seno de María, siempre Virgen; escucha nuestras suplicas y que Cristo, tu Unigénito, hecho hombre por nosotros, se digne, a imagen suya, transformarnos plenamente en hijos tuyos. (Misal Romano, Colecta del 17 de diciembre).

¡Oh María!, tú no dudaste, sino que creíste, y por eso conseguiste el fruto de la fe. «Bienaventurada tú que has creído». Pero también somos bienaventurados nosotros que hemos oído y creído, pues toda alma que cree, concibe y engendra la palabra de Dios y reconoce sus obras.

Haz, ¡oh María!, que en cada uno de nosotros resida tu alma para glorificar al Señor; que en todos nosotros resida tu espíritu para exultar en Dios. Si corporalmente sólo tú eres la Madre de Cristo, por la fe Cristo es fruto de todos. ¡Oh María!, ayúdame a recibir en mí al Verbo de Dios. (Cfr. San Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


domingo, 15 de diciembre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C - 3º Domingo de Adviento: “¿Qué debemos hacer?”

 

«Este es el Dios de mi salvación; en él confío y nada temo» (Is 12, 2).

En la inminencia de la Navidad la liturgia nos invita a la alegría por el grande acontecimiento salvífico que se dispone a celebrar, mientras continúa exhortándonos, a la conversión. La alegría es el tema de las dos primeras lecturas. «¡Exulta, hija de Sión! ¡Da voces jubilosas, Israel! ¡Regocíjate con todo el corazón, hija de Jerusalén!» (Sf 3, 14). El motivo de tanta alegría no es solamente la restauración de Jerusalén, sino la promesa mesiánica que hace ya gustar al profeta la presencia de Dios entre su pueblo: «Aquel día se dirá... está en medio de ti Yahvé como poderoso salvador» (ib. 16-17). «Aquel día» tan lleno de gozo será el día del nacimiento de Jesús en Belén; pues entonces el Señor se hará presente en el mundo de la manera más concreta, hecho hombre entre los hombres para ser el Salvador poderoso de todos.

Si Jerusalén se alboroza con la esperanza de «aquel día», la Iglesia cada año lo conmemora con alegría inmensamente más grande. Allí era sólo promesa y esperanza, aquí es realidad y un hecho ya cumplido. Y sin embargo tampoco esto excluye la esperanza porque el hombre está siempre en camino hacia el Señor, el cual, aunque venido ya en la carne, debe volver glorioso al final de los tiempos. El itinerario de la Iglesia se extiende entre estos dos acontecimientos; y del mismo modo que se alegra por el primero, también se alegra por el segundo y exhorta a sus hijos a que se regocijen con ella: «Alegraos siempre en el Señor. Repito: alegraos... ¡El Señor está cerca!» (Flp 4, 4-5). Cerca, porque ya ha venido; cerca, porque volverá; cerca, porque a quien le busca con amor cada Navidad trae una nueva gracia para descubrir al Señor y unirse a él de un modo nuevo y más profundo.

Como preparación a la venida del Señor, San Pablo nos recomienda, con alegría, la bondad: «Vuestra amabilidad sea notoria a todos los hombres» (ib. 5). Sobre este tema insiste el Evangelio a través de la predicación del Bautista enderezada a preparar las almas a la venida del Mesías. «Pues ¿qué hemos de hacer?» (Lc 3, 10), le preguntaban las muchedumbres venidas a oírle. Y él respondía: «El que tiene dos túnicas, dé una al que no la tiene, y el que tiene alimentos, haga lo mismo» (ib. 11). La caridad para con el prójimo, unida a la de Dios, es el punto central de la conversión; el hombre egoísta preocupado sólo de sus intereses debe cambiar de ruta preocupándose de las necesidades y del bien de los hermanos. También a los publicanos y a los soldados que le preguntaban, Juan propone un programa de justicia y de caridad: no exigir más de lo debido, no cometer atropellos, no explotar al prójimo, contentarse con la propia paga.

El Bautista no pedía grandes gestos, sino el amor del prójimo concretizado en la generosidad hacia los menesterosos y en la honradez en el cumplimento de la propia profesión. Era como el preludio del mandamiento del amor sobre el cual tanto había de insistir más tarde Jesús. Bastaría orientarse con plenitud en esta dirección para prepararse dignamente a la Navidad. Jesús en su Natividad quiere ser acogido no sólo personalmente, sino también en cada uno de los hombres, sobre todo en los pobres y en los atribulados, con los cuales gusta identificarse: «Tuve hambre, y me disteis de comer..., estaba desnudo, y me vestisteis» (Mt 25, 35- 36).

 

¡Oh Señor!, ven a nosotros aún antes de tu llegada; antes de aparecer ante el mundo entero, ven a visitarnos en lo más íntimo de nuestra alma... Ven ahora a visitarnos en el tiempo que corre entre tu primera y tu última venida, para que tu primera venida no nos sea inútil, y la última no nos traiga una sentencia de condenación. Con tu venida actual quieres corregir nuestra soberbia haciéndonos conformes a la humildad que manifestaste en tu primera venida; entonces podrás transformar nuestro humilde cuerpo haciéndolo semejante al tuyo glorioso, que aparecerá en el momento de tu venida final. Por esto te suplicamos con la más ardiente oración y con todo nuestro fervor: disponnos a recibir esta visita personal que nos da la gracia del primer adviento y nos promete la gloria del último. Porque tú, ¡oh Dios!, amas la misericordia y la verdad, y nos darás la gracia y la gloria: en tu misericordia nos concedes la gracia y en tu verdad nos darás la gloria. (Cfr. GUERRICO DE IGNY, De adventu Domini).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.