domingo, 2 de marzo de 2025

INTIMIDAD DIVINA - 8º Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo C: “De lo que rebosa el corazón habla la boca”

 

«Manda, Señor, a tus ángeles que me guarden en todos mis caminos» (SI 91, 11).

En el Evangelio de san Lucas el discurso sobre la caridad está seguido de algunas aplicaciones prácticas que esbozan la fisonomía de los discípulos de Cristo, los cuales, como dice san Mateo, deben ser «luz del mundo» (5, 14).

Es imposible alumbrar a los otros, si no se tiene luz: «¿Podrá un ciego guiar a otro ciego?» (Lc 6, 39). La luz del discípulo no proviene de su perspicacia, sino de las enseñanzas de Cristo aceptadas y seguidas dócilmente porque «el discípulo no está por encima del maestro» (ib 40). Sólo en la medida que asimila y traduce en vida la doctrina y ejemplos del maestro hasta llegar a ser una imagen viviente del mismo, puede el cristiano ser guía luminosa para los hermanos y atraerlos a él. Es un trabajo que empeña la vida en un esfuerzo continuo por asemejarse cada vez más a Cristo. Esto requiere una serena introspección que permita conocer los propios defectos para no caer en el absurdo denunciado por el Señor: «¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo?» (ib 41).

Nunca suceda que el discípulo de Jesús exija de los otros lo que no hace o pretenda corregir en el prójimo lo que tolera en sí mismo tal vez en forma más grave. Combatir el mal en los otros y no combatirlo en el propio corazón es hipocresía, contra la que el Señor descargó con energía intransigente. El criterio para distinguir al discípulo auténtico del hipócrita son las palabras y las obras; «cada árbol se conoce por su fruto» (ib 44). Ya el Antiguo Testamento había dicho: «El fruto manifiesta el cultivo del árbol; así la palabra, el pensamiento del corazón humano» (Ecli 27, 6).

Jesús toma este símil ya conocido de sus oyentes y lo desarrolla poniendo en evidencia que lo más importante es siempre lo interior del hombre del que se deriva su conducta. Como el fruto manifiesta la calidad del árbol, así las obras del hombre muestran la bondad o malicia de su corazón. «El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo» (Lc 6, 45). El hipócrita puede enmascararse cuanto quiera; antes o después el bien o el mal que tiene en el corazón desborda y se deja ver; «porque de la abundancia de su corazón habla su boca» (ib). He aquí, pues, el punto importante: guardar cuidadosamente el «tesoro del corazón» extirpando de él toda raíz de mal y cultivando toda clase de bien, en especial la rectitud, la pureza y la intención buena y sincera.

Pero es evidente que al discípulo de Cristo no le basta un corazón naturalmente bueno y recto; le hace falta un corazón renovado y plasmado según las enseñanzas de Cristo, un corazón convertido totalmente al Evangelio. El empeño es arduo, porque la tentación y el pecado también en el corazón del discípulo están siempre al acecho. Para animarle recuerda san Pablo que Cristo ha vencido al pecado y que su victoria es garantía de la del cristiano. «Pero ¡gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!» (1 Cr 15, 57).

 

Tú, ¡oh Jesús!, has encendido la luz para que continúe ardiendo; haz que seamos vigilantes y llenos de celo, no sólo por motivo de nuestra propia salvación, sino también por la de aquellos que... han sido conducidos de la mano hacia la verdad... Haz que nuestra vida sea digna de la gracia, a fin de que así como la gracia se predica en todas partes, pareja con la gracia corra nuestra vida.

Tú has dicho: «Brille vuestra luz», es decir, haya grande virtud, haya fuego abundante, brille una luz indecible. Porque cuando la virtud alcanza ese grado, es imposible quede definitivamente oculta... Nada hace al hombre tan ilustre, por mucho que él quiera ocultarse, como la práctica de la virtud. (San Juan Crisóstomo, Comentario al Ev. seg. S. Mateo, 15, 7-8).

Como no se riegan por sí, tampoco por sí se iluminan los montes... En tu luz, Señor, veré la luz. Así, pues, si veremos la luz en tu luz, ¿quién caerá lejos de la luz sino aquel para el que tú no fuiste luz? Si yo quiero ser luz por mí mismo, iré a caer lejos de ti que me iluminas. Por eso, sabiendo que sólo cae el que quiere ser luz a sí mismo, mientras de por sí es tiniebla, te ruego no permitas ponga en mí pie la soberbia, ni me deje arrastrar de los ejemplos de los pecadores..., para que no caiga lejos de ti. (San Agustín, In Ps. 120, 5).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

   

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