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domingo, 7 de enero de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Santoral: Bautismo del Señor


«Dad a Yahvé, hijos de Dios, dad a Yahvé la gloria debida a su nombre» (Salmo 29, 1-2).

También la fiesta de hoy es una «epifanía», esto es, una manifestación de la divinidad de Jesús, realzada por la intervención directa del cielo. La profecía de Isaías acerca del “siervo de Dios”, figura del Mesías, le sirve como preludio. El profeta lo presenta en nombre del Señor: “He aquí a mi Siervo… mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él” (Is 42, 1). Son las grandes características de Cristo: él es por excelencia el “siervo de Dios” consagrado por entero a su gloria, a su servicio, diciendo al venir a este mundo: “Heme aquí que vengo… para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad” (Hb 10, 7); está lleno del Espíritu Santo bajo cuyo influjo cumple su misión salvadora, y Dios se complace en él.

La descripción profética de Isaías tiene su plena realización histórica en el episodio evangélico del bautismo de Jesús. Entonces “descendió el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma, sobre él y se dejó oír del cielo una voz: ‘Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco’.” (Lc 3, 21-22). No es ya un profeta que habla en nombre de Dios, sino Dios mismo y de la manera más solemne. Toda la Santísima Trinidad interviene en la gran epifanía a las orillas del Jordán: el Padre hace oír su voz dando testimonio del Hijo, el Hijo es presentado en Jesús, y el Espíritu Santo desciende visiblemente en forma de paloma sobre él.

La verdad que el profeta Isaías había anunciado en forma velada, “mi siervo” queda sustituida en esta otra: “mi Hijo amado”, que indica directamente la naturaleza divina de Cristo: el Espíritu Santo, que Jesús posee con plenitud precisamente por ser Hijo de Dios, aparece sobre él también en forma visible: Dios habla personal y públicamente, ya que todo el pueblo presente oye su voz (ib. 21).

El bautismo de Jesús es como la investidura oficial de su misión de Salvador; el Padre y el Espíritu Santo garantizan su identidad de Hijo de Dios y lo presentan al mundo para que el mundo acoja su mensaje. De esta manera se actúa en Cristo la historia de la salvación con la intervención de toda la Santísima Trinidad. Muy oportunamente, pues, nos invita hoy la liturgia a glorificar a Dios que se ha revelado con tanta liberalidad: “Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, postraos ante el Señor en el atrio sagrado” (Salmo responsorial).

San Pedro, testigo ocular del bautismo de Cristo, lo presenta, en su discurso a Cornelio, como el principio de la vida apostólica del Señor: “Vosotros sabéis lo acontecido… después del bautismo predicado por Juan, esto es, cómo Jesús de Nazaret le ungió Dios con el Espíritu Santo y con poder, y cómo pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo” (Hc 10, 37-38). Sus palabras son un eco de las de Isaías y del Evangelio. Así en todos estos textos Jesús es presentado como lleno, “ungido” del Espíritu Santo. Así como su vida terrena había comenzado por obra del Espíritu Santo, ahora su vida apostólica comienza con una especial intervención del mismo Espíritu; de él es poseído totalmente y de él es guiado al cumplimiento de su misión.

De modo análogo sucede con el cristiano: por el bautismo nace a la vida en Cristo por la intervención del Espíritu Santo que lo justifica y renueva en todo su ser, formando en él a un hijo de Dios. Y luego cuando, creciendo en edad, debe abrazar de modo responsable y consciente los deberes de la vida cristiana, el Espíritu Santo interviene con una nueva efusión en el sacramento de la confirmación para corroborarlo en la fe y hacerlo valeroso testigo de Cristo. Toda la vida del cristiano se desenvuelve bajo el influjo del Espíritu Santo.

El evangelista Mateo, al narrar el bautismo de Cristo, recuerda la primera negativa de Juan el Bautista para realizar aquel rito: “Soy yo quien debe ser por ti bautizado, ¿y vienes tú a mí?” (Mt 3, 14). Naturalmente el Señor no tenía necesidad de ser bautizado; sin embargo se dirige al Jordán uniéndose a los que iban a pedir el bautismo de penitencia, e insiste ante Juan: “Déjame obrar ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia” (ib 15). La “justicia” que Jesús quiere cumplir es el cumplimiento perfecto de la voluntad del Padre; y como una respuesta a este gesto tan humilde de Jesús que lo coloca a la par de los pecadores, el Padre revela al mundo su dignidad de Mesías y el Espíritu Santo desciende sobre él en forma visible”.

Condición indispensable al cristiano para hacer fructificar la gracia bautismal y para dejarse guiar por el Espíritu Santo es la humildad que le hace buscar en todo la voluntad de Dios, por encima de toda ganancia personal.

 

Las aguas del Jordán cayeron también sobre ti, ¡oh Jesús!, bajo la mirada de las muchedumbres, pero pocos te reconocieron entonces; y este misterio de fe lenta o de indiferencia, que se prolonga a lo largo de los siglos, sigue siendo un motivo de dolor para los que te aman y han recibido la misión de darte a conocer al mundo.

Y del mismo modo que tú, Cordero inocente, te presentaste a Juan en actitud de pecador, atráenos a nosotros a las aguas del Jordán. Allí queremos ir para confesar nuestros pecados y purificar nuestras almas. Y como los cielos abiertos anunciaron la voz del Padre que se complacía en ti, ¡oh Jesús!, también nosotros, superada victoriosamente la prueba, podamos, en los albores de tu resurrección, escuchar en la intimidad de nuestro corazón la misma voz del Padre celestial que reconozca en nosotros a sus hijos. (Juan XXIII, Breviario).

¡Oh Jesús!, tú santo, inocente, sin mancilla; separado de los pecadores, te adelantas como un culpable pidiendo el bautismo de la remisión de los pecados. ¿Qué misterio es éste?... Juan rehúsa con toda energía el administrarte ese bautismo de penitencia... y tú le respondes: «No te opongas ni un solo momento, pues sólo así nos conviene cumplir toda justicia... Y ¿cuál es esta justicia? Son las humillaciones de tu adorable humanidad que, en reverente pleitesía a la santidad infinita, constituyen la satisfacción plena de todas nuestras deudas para con la justicia divina. Tú, justo e inocente, te pones en lugar de toda la humanidad pecadora... ¡Oh Jesús!, que yo me humille contigo reconociendo mi condición de pecador y que renueve la renuncia al pecado hecha en el bautismo. (Columba Marmion, Cristo en sus misterios, 9).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


viernes, 6 de enero de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Santoral – Epifanía del Señor

 

«Te adoren todas las gentes de la tierra, Señor, y te sirvan todos los pueblos» (Ps 72, 11).

«Alegraos en el Señor -exclama San León Magno- porque a los pocos días de la solemnidad de la Natividad de Cristo, brilla la fiesta de su manifestación; y que la Virgen había dado a luz en aquel día, es reconocido en éste por el mundo» (Homilía 32, 1). Jesús se manifiesta hoy y es reconocido como Dios.

El Introito de la misa nos introduce directamente en este ambiente espiritual, presentándonos a Jesús en el fulgor regio de su divinidad: «He aquí que ha venido el Soberano Señor; en sus manos tiene el cetro, la potestad y el imperio». La primera lectura (Is 60, 1-6) prorrumpe en un himno de gloria anunciando la vocación de todos los pueblos a la fe; también ellos reconocerán y adorarán en Jesús a su único y verdadero Dios: «Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea para ti... Las gentes andarán en tu luz, y los reyes a la claridad de tu aurora... Llegarán de Sabá en tropel, trayendo oro e incienso y pregonando las glorias del Señor».

Ya no se contempla alrededor del pesebre la humilde presencia de los pastores, sino la fastuosa comitiva de los Magos, que han venido del Oriente para rendir homenaje al Niño Dios, como representantes de los que no pertenecían a su pueblo. Pues Jesús ha venido no sólo para la salvación de Israel, sino para la de todos los hombres de cualquier raza o nación. El instituyó «la nueva alianza en su sangre, convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles, que se condensara en unidad... y constituirá un nuevo Pueblo de Dios» (LG 9). También San Pablo habla de este grandioso misterio que él ha tenido la misión de anunciar al mundo: «los gentiles son coherederos y miembros todos de un mismo cuerpo, copartícipes de las promesas en Cristo Jesús mediante el Evangelio» (Ef 3, 6).

La fiesta de la Epifanía, primera manifestación y realización de ese misterio, incita a todos los fieles a compartir las ansias y las fatigas de la Iglesia, la cual «ora y trabaja a un tiempo, para que la totalidad del mundo se incorpore al pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y templo del Espíritu Santo» (LG 17). Epifanía, o Teofanía, quiere decir precisamente «manifestación de Dios»; que la oración y el celo de los creyentes apresuren el tiempo en que la luz de la fe brille sobre todos los pueblos, para que todos conozcan «la insondable riqueza de Cristo» (Ef 3, 8) y adoren en él a su Dios.

«Hemos visto su estrella en Oriente y venimos con dones a adorarle». En estas palabras del versículo del Aleluya sintetiza la misa de hoy la conducta de los Magos. Divisar la estrella y ponerse en camino, fue todo uno. No dudaron, porque su fe era sólida, firme, maciza. No titubearon frente a la fatiga del largo viaje, porque su corazón era generoso. No lo dejaron para más tarde, porque tenían un ánimo decidido.

En el cielo de nuestras almas aparece también frecuentemente una estrella misteriosa: es la inspiración íntima y clara de Dios que nos pide algún acto de generosidad, de desasimiento, o que nos invita a una vida de mayor intimidad con él. Si nosotros siguiéramos esa estrella con la misma fe, generosidad y prontitud de los Magos, ella nos conduciría hasta el Señor, haciéndonos encontrar al que buscamos.

Los Magos continuaron buscando al Niño aun durante el tiempo en que la estrella permaneció escondida a sus miradas; también nosotros debemos perseverar en la práctica de las buenas obras aun en medio de las más oscuras tinieblas interiores: es la prueba del espíritu, que solamente se puede superar con un intenso ejercicio de pura y desnuda fe. Sé que Dios lo quiere, debemos repetirnos en esos instantes, sé que Dios me llama, y esto me basta: «Sé a quién me he confiado y estoy seguro» Tm 1, 12); sé muy bien en qué manos me he colocado y, a pesar de todo lo que pueda sucederme, no dudaré jamás de su bondad.

Animados con estas disposiciones, vayamos también nosotros con los Magos a la gruta de Belén: «Y así como ellos en sus tesoros ofrecieron al Señor místicos dones, también del fondo de nuestros corazones se eleven ofrendas dignas de Dios» (San León Magno, Homilía, 32, 4).

 

Señor, tú que en este día revelaste a tu Hijo Unigénito por medio de una estrella a los pueblos gentiles; concede a los que ya te conocemos por la fe poder gozar un día, cara a cara, la hermosura infinita de tu gloria. (Misal Romano, Colecta).

Reconozco, ¡oh Señor!, en los Magos que te adoraron las primicias de nuestra vocación y de nuestra fe y celebro con alma alborozada el comienzo de nuestra feliz esperanza. Entonces fue cuando comenzamos a entrar en la posesión de nuestra herencia eterna. Entonces se nos abrieron los misterios de las Escrituras que nos hablan de ti, y la verdad, rechazada por la ceguera de los judíos, difundió su luz sobre todos los pueblos. Quiero venerar, pues, este día santísimo, en que tú, autor de nuestra salvación, te manifestaste; y adoro omnipotente en el cielo a ti a quien los Magos veneraron recién nacido en la cuna. Y así como ellos te ofrecieron dones sacados de sus tesoros con una significación mística, del mismo modo quiero sacar yo de mi corazón dones dignos de ti, Dios mío. (San León Magno, Homilía)

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

viernes, 30 de diciembre de 2022

INTIMIDAD DIVINA - Santoral - Fiesta de la Sagrada Familia



«Bienaventurado el que te teme, Señor, y anda por tus caminos» (Salmo 128, 1)

La fiesta de la Sagrada Familia, colocada por la liturgia en pleno clima natalicio, pone de relieve que el Hijo de Dios viniendo al mundo ha querido insertarse, como los demás hombres, en un núcleo familiar, aunque, por las condiciones singulares de María y de José a su respecto, su familia era del todo excepcional. Haciéndose hombre quiso seguir el camino de todos: tener una patria y una familia terrena; y ésta última tan sencilla y humilde que en lo exterior no se distinguía en nada de las otras familias israelitas. Sin embargo, el Evangelio refiere algunos episodios que ponen de relieve su inconfundible fisonomía espiritual.

Cuarenta días después del nacimiento de Jesús, María y José se dirigen al templo de Jerusalén «para presentarle al Señor, según está escrito en la ley de Moisés» (Lc 2, 22-23). Iluminado por el Espíritu Santo, Simeón reconoció en el Niño «al Cristo del Señor... Le tomó en sus brazos bendiciendo a Dios», y dirigiéndose luego a la madre, tras haberle hablado de la misión del Hijo, le dirigió estas palabras: «Una espada atravesará tu alma» (ib. 26.28.35).

Presentado Jesús en el templo, María y José, más que cumplir una formalidad externa en obsequio de la ley, renuevan a Dios el ofrecimiento de su entrega absoluta; y en las palabras de Simeón reciben la seguridad de que Dios ha aceptado ese gesto. De ello será señal «la espada», es decir el sufrimiento que acompañará sus pasos y mediante el cual participarán en la misión del Hijo. Con este espíritu los dos santos esposos abrazarán todas las tribulaciones de su vida nada fácil: las incomodidades de su repentina huida a Egipto, la incertidumbre de su acomodo en tierra extranjera, las fatigas del rudo trabajo, las privaciones de una vida pobre y más tarde las angustias por la pérdida del Hijo en la peregrinación a Jerusalén.

Jesús mismo les explicará la razón profunda de sus padecimientos cuando les dirá: «¿No sabíais que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre?» (ib. 49). Antes que a María y a José, Jesús pertenece al Padre celestial; a ellos toca únicamente criarle para la misión que el Padre le ha confiado. Situación ésta que exige de ellos el mayor desinterés y da a su vida el sentido de un servicio total a Dios en colaboración íntima con la obra salvadora del Hijo.

Mientras tanto, precisa el Evangelista, vueltos a Nazaret, Jesús «les estaba sujeto... y crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres» (lb. 51-52). Nota preciosa que indica cómo deberían crecer los hijos bajo los ojos de los padres cristianos.

La Sagrada Familia es propuesta por la Iglesia como modelo a toda familia cristiana. Ante todo, por la supremacía de Dios profundamente reconocida: en la casa de Nazaret Dios está siempre en el primer lugar y todo está subordinado a él; nada se quiere o se hace fuera de su voluntad. El sufrimiento es abrazado con profundo espíritu de fe reconociendo en cada circunstancia la realización de un plan divino, que muchas veces queda envuelto en el misterio. Las más ásperas y duras vicisitudes de la vida no turban la armonía, precisamente porque todo es considerado a la luz de Dios, porque Jesús es el centro de sus afectos, porque María y José gravitan alrededor de él, olvidados de sí y enteramente asociados a su misión.

Cuando la vida de una familia se inspira en semejantes principios, todo en ella procede ordenadamente: la obediencia a Dios y a su ley lleva a los hijos a honrar a sus padres, y a éstos a amarse y a comprenderse mutuamente, a amar a los hijos y a educarles respetando los derechos de Dios sobre ellos. Las lecturas bíblicas de esta fiesta subrayan sobre todo dos puntos de suma importancia. En primer lugar, el respeto de los hijos a sus padres: «Dios quiere que el padre sea honrado en los hijos... El que honra al padre expía sus pecados; y como el que atesora es el que honra a su madre... Hijo, acoge a tu padre en su ancianidad y no le des pesares en su vida» (Ec 3, 3-5. 14). Estas antiguas máximas del Eclesiástico son una eficaz amplificación del cuarto mandamiento; después de tantos siglos conservan aún hoy una actualidad indiscutible: vale la pena meditarlas en la oración.

El otro punto nos lo subraya San Pablo en la Epístola a los Colosenses; se trata del amor mutuo que debe hacer de la familia cristiana una comunidad ideal. «Hermanos, revestíos de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre, longanimidad, soportándoos y perdonándoos mutuamente siempre que alguno diere a otro motivo de queja. (3, 12-13). Si la familia no está fundada en el amor cristiano, es bien difícil que persevere en la armonía y en la unidad de los corazones. Cuando existe este amor mutuo, todo se supera y se acepta; pero si ese amor falta, todo resulta enormemente pesado. Y el único amor que perdura, no obstante los contrastes posibles aún en el seno de la familia, es el que se funda sobre el amor de Dios.

Cimentada de esta manera sobre el Evangelio, la familia cristiana es verdaderamente el primer núcleo de la Iglesia: en la Iglesia y con la Iglesia colabora a la obra de la salvación.

 

Dios, Padre nuestro, que has propuesto la Sagrada Familia como maravilloso ejemplo a los ojos de tu pueblo; concédenos, te rogamos, que, imitando sus virtudes domésticas y unidos por los lazos del amor, lleguemos a gozar de los premios eternos en el hogar del cielo. (Misal Romano, Colecta).

¡Oh Jesús!, te retiras a Nazaret; allí pasas los años de tu infancia, de tu juventud hasta los treinta años. Es por nosotros, por nuestro amor, por lo que lo haces... Durante estos treinta años no cesas de instruirnos, no por palabras, sino por tu silencio y tus ejemplos... Nos enseñas primeramente que se puede hacer bien a los hombres, mucho bien, un bien infinito, un bien divino, sin palabras, sin sermones, sin ruido, en silencio y dando buen ejemplo: El de la piedad, el de los deberes para con Dios, amorosamente cumplidos; el de la bondad para con los hombres, la ternura hacia aquellos que nos rodean, los deberes domésticos santamente cumplidos; el de la pobreza, el trabajo, la abyección, el recogimiento, la soledad, la oscuridad de la vida escondida en Dios, de una vida de oración, de penitencia, de retiro, enteramente perdida y sumergida en Dios. Nos enseñas a vivir del trabajo de nuestras manos, para no ser una carga para nadie y tener de qué dar a los pobres, y das a este género de vida una belleza incomparable... la de tu imitación. (Carlos de Foucauld, Retiro en Efrén, Escritos espirituales).

¡Oh, sí, verdaderamente tú eres, Salvador mío, un Dios escondido! ‘Deus absconditus, Israel Salvator’. Tú creces realmente, oh Jesús, en edad, en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres; tu alma posee desde el primer instante de tu entrada en el mundo la plenitud de la gracia, todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia; pero esta sabiduría y esta gracia no se manifiestan sino poco a poco y tú sigues siendo a los ojos de los hombres un Dios escondido, y tu divinidad se oculta tras la apariencia de un obrero. ¡Oh eterna sabiduría, que para levantarnos del abismo donde nos había arrojado la rebelión orgullosa de Adán, quisiste vivir en humilde taller y obedecer a simples criaturas, yo te adoro y te bendigo! (Columba Marmion, Cristo en sus misterios). 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

domingo, 25 de diciembre de 2022

INTIMIDAD DIVINA - Santoral - Natividad del Señor

 

«Un día santo brilla para nosotros: venid y adorad al Señor» (Leccionario)

«Hoy nos ha nacido el Salvador, que es Cristo Señor» (Leccionario). Los profetas entrevieron este día a distancia de siglos y lo describieron con profusión de imágenes: «El pueblo que andaba en tinieblas, vio una luz grande» (Is 9, 2). La luz que disipa las tinieblas del pecado, de la esclavitud y de la opresión es el preludio de la venida del Mesías portador de libertad, de alegría y de paz: «Nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo» (ib. 6). La profecía sobrepasa inmensamente la perspectiva de un nuevo David enviado por Dios para liberar a su pueblo y se proyecta sobre Belén iluminando el nacimiento no de un rey poderoso, sino del «Dios fuerte» hecho hombre; él es el «Niño» nacido para nosotros, el «Hijo» que nos ha sido dado. Sólo a él competen los títulos de «Maravilloso Consejero, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz» (ib.).

Pero cuando la profecía se hace historia, brilla una luz infinitamente más grande y el anuncio no viene ya de un mensajero terrestre sino el cielo. Mientras los pastores velaban de noche sobre sus rebaños, «se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvía con su luz... "Os traigo una buena nueva, una gran alegría, que es para todo el pueblo: Os ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías Señor"» (Lc 2, 9-11). El Salvador prometido y esperado desde hacía siglos, está ya vivo y palpitante entre los hombres: «encontraréis un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre» (lb. 12). El nuevo pueblo de Dios posee ya en ese niño al Mesías suspirado desde tiempos antiguos: la inmensa esperanza se ha convertido en inmensa realidad.

San Pablo lo contempla conmovido y exclama: «Se ha manifestado la gracia salutífera de Dios a todos los hombres... Apareció la bondad y el amor hacia los hombres de Dios, nuestro Salvador» (Tt 2, 11; 3, 4). Ha aparecido en el tierno Niño que descansa en el regazo de la Virgen Madre: es nuestro Dios, Dios con nosotros, hecho uno de nosotros, «enseñándonos a negar la impiedad y los deseos del mundo, para que vivamos... con la bienaventurada esperanza en la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro» (lb. 2, 12-13). El arco de la esperanza cristiana está tendido entre dos polos: el nacimiento de Jesús, principio de toda salvación, y su venida al fin de los siglos, meta orientadora de toda la vida cristiana. Contemplando y adorando el nacimiento de Jesús, el creyente debe vivir no cerrado en las realidades y en las esperanzas terrenas, sino abierto a esperanzas eternas, anhelando encontrarse un día con su Señor y Salvador.

La liturgia de las dos primeras misas de Navidad celebra sobre todo el nacimiento de Hijo de Dios en el tiempo, mientras que la tercera se eleva a su generación eterna en el seno del Padre. «Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios» (Jn 1, 1). Siendo Dios como el Padre, el Verbo que había existido siempre y que en el principio del tiempo presidió la obra de la creación, al llegar la plenitud de los tiempos «se hizo carne y habitó entre nosotros» (ib. 14), Misterio inaudito, inefable; y, sin embargo, no se trata de un mito ni de una figura, sino de una realidad histórica y documentada: «y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (ib.). El Evangelista San Juan conoció a Jesús, vivió con él, lo escuchó y tocó, y en él reconoció al Verbo eterno encarnado en nuestra humanidad. Las cosas grandiosas vaticinadas por los profetas en relación con el Mesías, son nada en comparación de esta sublime realidad de un Dios hecho carne.

Juan levanta un poco el velo del misterio: el Hijo de Dios al encarnarse se ha puesto al nivel del hombre para levantar el hombre a su dignidad: «a cuantos le recibieron dioles poder de venir a ser hijos de Dios» (ib. 12). Y no sólo esto, sino que se hizo carne para hacer a Dios accesible al hombre y que éste le conociera: «A Dios nadie le vio jamás; Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, éste le ha dado a conocer» (lb. 18). San Pablo desarrolla este pensamiento: «Después de haber hablado Dios muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas, últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo» (Hb 1; 1-2). Los profetas nos habían transmitido la palabra de Dios, pero Jesús es esa misma Palabra, el Verbo de Dios: Palabra encarnada que traduce a Dios en nuestro lenguaje humano revelándonos sobre todo su infinito amor por los hombres. Los profetas habían dicho cosas maravillosas sobre el amor de Dios; pero el Hijo de Dios encarna esté amor y lo muestra vivo y palpable en su persona. Ese «niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre» (Lc 2, 12), dice a los hombres que Dios los ama hasta dar a su Unigénito para su salvación.

Este mensaje anunciado un día por los ángeles a los pastores debe ser llevado hoy a todos los hombres -especialmente a los pobres, a los humildes, a los despreciados, a los afligidos- no ya por los ángeles sino por los creyentes. ¿De qué serviría, en efecto, festejar el nacimiento de Jesús si los cristianos no supiesen anunciarlo a los hermanos con su propia vida? Celebra la Navidad de veras quien recibe en sí al Salvador con fe y con amor cada día más intensos, quien lo deja nacer y vivir en su corazón para que pueda manifestarse al mundo a través de la bondad, de la benignidad y de la entrega caritativa de cuantos creemos en él.

 

El pueblo que andaba en tinieblas, vio una luz grande. Sobre los que habitan en la tierra de sombras de muerte resplandeció una brillante luz... Porque nos ha nacido un Niño, nos ha sido dado un Hijo que tiene sobre los hombros la soberanía y que se llamará Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz. (Isaías, 9, 2. 6).

¡Oh feliz mil veces el nacimiento aquel, en que la Virgen Madre, por obra del Espíritu Santo, dio a luz a nuestro Salvador y el Niño redentor del mundo descubrió su bendito rostro! Canten las regiones del cielo, cantad ángeles todos, canten la gloria del Señor todas las criaturas; no cese lengua alguna, vayan acordes las voces de todos. Mirad que ya aparece aquel a quien los profetas cantaban en los remotos siglos, el prometido antiguamente en los verídicos libros de los escritores sagrados; alábenle todas las criaturas. (AURELIO PRUDENCIO, Himno de todas las horas).

¡Oh Dios!, que de modo admirable has creado al hombre, a tu imagen y semejanza y de un modo más admirable todavía elevaste su condición por Jesucristo; concédenos compartir la vida divina de aquél que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana (Colecta).

Por Cristo Señor resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva; pues al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos (Prefacio III).

¡Oh dulce Niño de Belén!, haz que yo me acerque con toda el alma a este profundo misterio de la Navidad. Pon en el corazón de los hombres aquella paz que ellos buscan tan ásperamente a veces y que sólo tú puedes dar. Ayúdanos a conocernos mejor y a vivir fraternamente como hijos de un mismo Padre. Descúbrenos tu belleza, tu santidad y tu pureza. Despierta en nuestro corazón el amor y el agradecimiento por tu infinita bondad. Une a todos los hombres en la caridad. Y danos tu celeste paz. (JUAN XXIII, Breviario).

  

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.