«Dad a Yahvé, hijos de Dios, dad a Yahvé la gloria debida a su nombre» (Salmo 29, 1-2).
También la fiesta de hoy es una «epifanía», esto es, una manifestación de la divinidad de Jesús, realzada por la intervención directa del cielo. La profecía de Isaías acerca del “siervo de Dios”, figura del Mesías, le sirve como preludio. El profeta lo presenta en nombre del Señor: “He aquí a mi Siervo… mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él” (Is 42, 1). Son las grandes características de Cristo: él es por excelencia el “siervo de Dios” consagrado por entero a su gloria, a su servicio, diciendo al venir a este mundo: “Heme aquí que vengo… para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad” (Hb 10, 7); está lleno del Espíritu Santo bajo cuyo influjo cumple su misión salvadora, y Dios se complace en él.
La descripción profética de Isaías tiene su plena realización histórica en el episodio evangélico del bautismo de Jesús. Entonces “descendió el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma, sobre él y se dejó oír del cielo una voz: ‘Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco’.” (Lc 3, 21-22). No es ya un profeta que habla en nombre de Dios, sino Dios mismo y de la manera más solemne. Toda la Santísima Trinidad interviene en la gran epifanía a las orillas del Jordán: el Padre hace oír su voz dando testimonio del Hijo, el Hijo es presentado en Jesús, y el Espíritu Santo desciende visiblemente en forma de paloma sobre él.
La verdad que el profeta Isaías había anunciado en forma velada, “mi siervo” queda sustituida en esta otra: “mi Hijo amado”, que indica directamente la naturaleza divina de Cristo: el Espíritu Santo, que Jesús posee con plenitud precisamente por ser Hijo de Dios, aparece sobre él también en forma visible: Dios habla personal y públicamente, ya que todo el pueblo presente oye su voz (ib. 21).
El bautismo de Jesús es como la investidura oficial de su misión de Salvador; el Padre y el Espíritu Santo garantizan su identidad de Hijo de Dios y lo presentan al mundo para que el mundo acoja su mensaje. De esta manera se actúa en Cristo la historia de la salvación con la intervención de toda la Santísima Trinidad. Muy oportunamente, pues, nos invita hoy la liturgia a glorificar a Dios que se ha revelado con tanta liberalidad: “Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, postraos ante el Señor en el atrio sagrado” (Salmo responsorial).
San Pedro, testigo ocular del bautismo de Cristo, lo presenta, en su discurso a Cornelio, como el principio de la vida apostólica del Señor: “Vosotros sabéis lo acontecido… después del bautismo predicado por Juan, esto es, cómo Jesús de Nazaret le ungió Dios con el Espíritu Santo y con poder, y cómo pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo” (Hc 10, 37-38). Sus palabras son un eco de las de Isaías y del Evangelio. Así en todos estos textos Jesús es presentado como lleno, “ungido” del Espíritu Santo. Así como su vida terrena había comenzado por obra del Espíritu Santo, ahora su vida apostólica comienza con una especial intervención del mismo Espíritu; de él es poseído totalmente y de él es guiado al cumplimiento de su misión.
De modo análogo sucede con el cristiano: por el bautismo nace a la vida en Cristo por la intervención del Espíritu Santo que lo justifica y renueva en todo su ser, formando en él a un hijo de Dios. Y luego cuando, creciendo en edad, debe abrazar de modo responsable y consciente los deberes de la vida cristiana, el Espíritu Santo interviene con una nueva efusión en el sacramento de la confirmación para corroborarlo en la fe y hacerlo valeroso testigo de Cristo. Toda la vida del cristiano se desenvuelve bajo el influjo del Espíritu Santo.
El evangelista Mateo, al narrar el bautismo de Cristo, recuerda la primera negativa de Juan el Bautista para realizar aquel rito: “Soy yo quien debe ser por ti bautizado, ¿y vienes tú a mí?” (Mt 3, 14). Naturalmente el Señor no tenía necesidad de ser bautizado; sin embargo se dirige al Jordán uniéndose a los que iban a pedir el bautismo de penitencia, e insiste ante Juan: “Déjame obrar ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia” (ib 15). La “justicia” que Jesús quiere cumplir es el cumplimiento perfecto de la voluntad del Padre; y como una respuesta a este gesto tan humilde de Jesús que lo coloca a la par de los pecadores, el Padre revela al mundo su dignidad de Mesías y el Espíritu Santo desciende sobre él en forma visible”.
Condición
indispensable al cristiano para hacer fructificar la gracia bautismal y para
dejarse guiar por el Espíritu Santo es la humildad que le hace buscar en todo
la voluntad de Dios, por encima de toda ganancia personal.
Las aguas del Jordán cayeron también sobre ti, ¡oh Jesús!, bajo la mirada de las muchedumbres, pero pocos te reconocieron entonces; y este misterio de fe lenta o de indiferencia, que se prolonga a lo largo de los siglos, sigue siendo un motivo de dolor para los que te aman y han recibido la misión de darte a conocer al mundo.
Y del mismo modo que tú, Cordero inocente, te presentaste a Juan en actitud de pecador, atráenos a nosotros a las aguas del Jordán. Allí queremos ir para confesar nuestros pecados y purificar nuestras almas. Y como los cielos abiertos anunciaron la voz del Padre que se complacía en ti, ¡oh Jesús!, también nosotros, superada victoriosamente la prueba, podamos, en los albores de tu resurrección, escuchar en la intimidad de nuestro corazón la misma voz del Padre celestial que reconozca en nosotros a sus hijos. (Juan XXIII, Breviario).
¡Oh Jesús!, tú santo, inocente, sin mancilla; separado de los pecadores, te adelantas como un culpable pidiendo el bautismo de la remisión de los pecados. ¿Qué misterio es éste?... Juan rehúsa con toda energía el administrarte ese bautismo de penitencia... y tú le respondes: «No te opongas ni un solo momento, pues sólo así nos conviene cumplir toda justicia... Y ¿cuál es esta justicia? Son las humillaciones de tu adorable humanidad que, en reverente pleitesía a la santidad infinita, constituyen la satisfacción plena de todas nuestras deudas para con la justicia divina. Tú, justo e inocente, te pones en lugar de toda la humanidad pecadora... ¡Oh Jesús!, que yo me humille contigo reconociendo mi condición de pecador y que renueve la renuncia al pecado hecha en el bautismo. (Columba Marmion, Cristo en sus misterios, 9).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.