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domingo, 2 de noviembre de 2025

INTIMIDAD DIVINA – Santoral: Conmemoración de todos los fieles difuntos

 
«Señor, los que son fieles permanecerán junto a ti en el amor» (Sb 3, 9).

Ayer la Iglesia peregrina en la tierra celebraba la gloria de la Iglesia celestial invocando la intercesión de los Santos y hoy se reúne en ración para hacer sufragios por sus hijos que, «ya difuntos, se purifican» (LG 49). Mientras dure el tiempo, la Iglesia constará de tres estados: los bienaventurados que gozan ya de la visión de Dios, los difuntos necesitados de purificación todavía no admitidos a ella, y los viadores que soportan las pruebas de la vida presente. Entre unos y otros hay una separación profunda, que, no obstante, no impide su unión espiritual, «pues todos los que son de Cristo... constituyen una misma Iglesia y mutuamente se unen en él.

La unión de los viadores con los hermanos que se durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien... se robustece con la comunicación de bienes espirituales» (ib). ¿Qué bienes son estos? Los santos interceden por los hermanos que combaten aquí abajo y los estimulan con su ejemplo; y éstos oran para apresurar la gloria eterna a los hermanos difuntos que aguardan ser introducidos en ella. Es la comunión de los santos en función: santos del cielo, del purgatorio o de la tierra, pero todos santos, aunque en grado muy diferente, por la gracia de Cristo que los vivifica y en la que todos están unidos.

A la luz de esta consoladora realidad, la muerte no aparece más como la destrucción del hombre, sino como tránsito y a un nacimiento a la vida verdadera, la vida eterna. «Sabemos -escribe San Pablo- que si esta tienda, que es nuestra habitación terrestre, se desmorona, tenemos una casa que es de Dios, una habitación eterna... que está en los cielos» (2 Cr 5, 1; 2.ª lectura, 2.ª Misa). Viadores en la tierra, difuntos en el purgatorio y bienaventurados en el cielo, estamos todos en camino hacia la resurrección final, que nos hará plenamente participantes del misterio pascual de Cristo. Y mientras lo somos en parte, oremos unos por otros y, sobre todo, ofrezcamos sufragios por nuestros muertos, porque «es una idea piadosa y santa rezar por los difuntos para que sean liberados del pecado» (2 Mac 12, 46; 1.ª lectura, 3.ª Misa).

La Liturgia del día pone el acento sobre la fe y la esperanza en la vida eterna, sólidamente fundadas en la Revelación. Es significativo el trozo del libro de la Sabiduría (1.ª lectura, 1.ª Misa: Sb 3, 1-6. 9): «Las almas de los justos están en las manos de Dios y no les alcanzará tormento alguno. Creyeron los insensatos que habían muerto; tuvieron por quebranto su salida de este mundo, y su partida de entre nosotros por completa destrucción; pero ellos están en la paz» (ib 1-3). Para quien ha creído en Dios y le ha servido, la muerte no es un salto en la nada, sino en los brazos de Dios: es el encuentro personal con él, para «permanecer junto a él en el amor» (ib 9) y en la alegría de su amistad. El cristiano auténtico no teme, por eso, la muerte, antes, considerando que mientras vivimos aquí abajo «vivimos lejos del Señor», repite con San Pablo: «Preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor» (2 Cr 5, 6.8; 2.ª lectura, 2.ª Misa). No se trata de exaltar la muerte, sino de verla como realmente es en el plan de Dios: el natalicio para la vida eterna.

Esta visión serena y optimista de la muerte se basa sobre la fe en Cristo y sobre la pertenencia a él: «ésta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda a ninguno de los que él me ha dado, sino que los resucite el último día» (Jn 6, 39; Evangelio, 2.ª Misa). Todos los hombres han sido dados a Cristo, y él los ha pagado al precio de su sangre. Si aceptan su pertenencia a él y la viven con la fe y con las obras según el Evangelio, pueden estar seguros de que serán contados entre los «suyos» y, como a tales, nadie podrá arrancarlos de su mano, ni siquiera la muerte. «Ya vivamos, ya muramos, del Señor somos» (Rm 14, 8; 2.ª lectura, 1.ª Misa). Somos del Señor porque nos ha redimido e incorporado a sí, porque vivimos en él y para él mediante la gracia y el amor; si somos suyos en vida, lo continuaremos siendo en la muerte.

Cristo, Señor de nuestra vida, vendrá a ser el Señor de nuestra muerte, que él absorberá en la suya transformándola en vida eterna. Así se verifica para los creyentes la plegaria sacerdotal de Jesús: «Padre, quiero que donde yo esté, estén también conmigo los que tú me has dado, para que contemplen mi gloria» (Jn 17, 24; Evangelio, 3.ª Misa). A esta oración de Cristo corresponde la de la Iglesia, que implora esa gracia para todos sus hijos difuntos: «Concede, Señor, que nuestros hermanos difuntos entren en la gloria con tu Hijo, el cual nos une a todos en el gran misterio de tu amor» (Sobre las ofrendas, 1.ª Misa).

 

Señor y Dios, no se puede desear para los otros más de lo que se desea para sí mismo. Por eso te suplico: no me separes después de la muerte de aquellos que he amado tan tiernamente en la tierra. Haz, Señor, te lo suplico, que donde esté yo se encuentren los otros conmigo, para que allá arriba pueda gozarme de su presencia dado que en la tierra me vi tan presto privado de ellos.

Te imploro, Dios soberano, acojas pronto a estos hijos amados en el seno de la vida. En lugar de su vida terrena tan breve, concédeles poseer la felicidad eterna. (San Ambrosio, De obitu Valentiniani, 81).

Oh Señor y Creador del universo y especialmente del hombre, creado a tu imagen; Dios de los hombres, Padre, Señor de la vida y de la muerte; tú conservas y colmas de beneficios nuestras almas; tú los acabas y transformas todo con la obra de tu Verbo, en la hora establecida y según la disposición de tu sabiduría; acoge hoy a nuestros hermanos difuntos como a las primicias de nuestra peregrinación...

Ojalá nos acojas también a nosotros, en el momento que te plazca, después de habernos guiado y mantenido en la carne, el tiempo que te parezca útil y saludable. Ojalá nos acojas preparados por tu temor, sin turbación y sin vacilación, en el último día. Haz que no dejemos con pena las cosas de la tierra, como acaece a los que están demasiado asidos al mundo y a le carne; haz que nos dirijamos resueltos y felices hacia la vida perene y bienaventurada, que se halla en Cristo Jesús, Señor nuestro, de quien es la gloria por los siglos de los siglos. Amén. (San Gregorio Nacianceno, Oración por el hermano Cesáreo, 24).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

sábado, 1 de noviembre de 2025

INTIMIDAD DIVINA – Santoral: Solemnidad de todos los santos

 

«Estos son los que buscan al Señor» (Salmo resp.).

«Alegrémonos todos en el Señor al celebrar este día de fiesta en honor de todos los Santos. Los ángeles se alegran de esta solemnidad y alaban a una al Hijo de Dios» (Entrada). La Liturgia de la Iglesia peregrina se une hoy a la de la Iglesia celestial para celebrar a Cristo Señor, fuente de la santidad y de la gloria de los elegidos, «muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas» (ib 9). Todos están «marcados en la frente» y «vestidos con vestiduras blancas», lavadas «en la sangre del Cordero» (ib 3, 9.14). Marca y vestidos son símbolos del bautismo que imprime en el hombre el carácter inconfundible de la pertenencia a Cristo y que, purificándolo del pecado, lo reviste de pureza y de gracia en virtud de su sangre. Pues la santidad no es otra cosa que la maduración plena de la gracia bautismal, y así es posible en todos los bautizados.

Los Santos que festeja hoy la Iglesia no son sólo los reconocidos oficialmente por la canonización, sino también aquellos otros muchos más numerosos y desconocidos que han sabido, «con la ayuda de Dios, conservar y perfeccionar en su vida la santificación que recibieron» (LG 40). Santidad oculta, vivida en las circunstancias ordinarias de la vida, sin brillo aparente, sin gestos que atraigan la atención, pero real y preciosa. Mas hay una característica común a todos los elegidos: «Estos son -dice el sagrado texto- los que vienen de la gran tribulación» (Ap 7, 14). «Gran tribulación» es la lucha sostenida por la defensa de la fe, son las persecuciones y el martirio sufridos por Cristo, y lo son también las cruces y los trabajos de la vida cotidiana.

Los Santos llegaron a la gloria sólo a través de la tribulación, la cual completó la purificación comenzada en el bautismo y los asoció a la pasión de Cristo para asociarlos luego a su gloria. Llegados a la bienaventuranza eterna, los elegidos no cesan de dar gracias a Dios por ello y cantan «con voz potente»: «La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono y del Cordero» (ib 10). Y responde en el cielo el «Amén» eterno de los ángeles postrados delante del trono del Altísimo (ib 11-12); y debe responder en la tierra el «Amén» de todo el Pueblo de Dios que camina hacia la patria celestial esforzándose en emular la santidad de los elegidos. «Amén», así es, por la gracia de Cristo que abre a todos el camino de la santidad.

La segunda lectura (1 Jn 3, 1-3) reasume y completa el tema de la primera lectura poniendo en evidencia el amor de Dios que ha hecho al hombre hijo suyo y la dignidad del mismo hombre que es realmente hijo de Dios. «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (ib 1). Don que no se reserva para la vida eterna, sino que se otorga ya en la vida presente, realidad profunda que transforma interiormente al hombre haciéndolo partícipe de la vida divina. Con todo, aquí en la tierra es una realidad que permanece velada; se manifestará plenamente en la gloria; entonces «seremos semejantes a Dios, porque le veremos tal cual es» (ib 2). La gloria que contempla hoy la Iglesia en los Santos es precisamente la que se deriva de la visión de Dios, por la cual están revestidos y penetrados de su resplandor infinito.

En el Evangelio (Mt 5, 1-12a) Jesús mismo ilustra el tema de la santidad y de la bienaventuranza eterna mostrando el camino que conduce a ella. Punto de partida son las condiciones concretas de la vida humana donde el sufrimiento no es un incidente fortuito, sino una realidad conexa a su estructuró. Jesús no vino a anularlo, sino a redimirlo, haciendo de él un medio de salvación y de bienaventuranza eterna. La pobreza, las aflicciones, las injusticias, las persecuciones aceptadas con corazón humilde y sumiso a la voluntad de Dios, con serenidad nacida de la fe en él y con el deseo de participar en la pasión de Cristo, no envilecen al hombre, antes lo ennoblecen; lo purifican, lo hacen semejante al Salvador doliente y, por ende, digno de tener parte en su gloria.

«Bienaventurados los pobres..., bienaventurados los que lloran..., bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia..., bienaventurados los perseguidos..., porque de ellos es el Reino de los Cielos» (ib 3 4.6.10). También las otras cuatro bienaventuranzas, aunque no digan relación directa al sufrimiento, exigen un gran espíritu de sacrificio. Pues no se puede ser manso, misericordioso, puro de corazón o pacífico sin luchar contra las propias pasiones y sin vencerse a sí mismo para aceptar serenamente situaciones difíciles y sembrar doquiera amor y paz.

El itinerario de las bienaventuranzas es el recorrido por los santos; pero de modo especialísimo es el recorrido por Jesús que quiso tomar sobre sí las miserias y sufrimientos humanos para enseñar al hombre a santificarlos. En él pobre, doliente, manso, misericordioso, pacífico, perseguido y por este camino llegado a la gloria, encuentra el cristiano la realización más perfecta de las bienaventuranzas evangélicas.

 

¡Oh almas que ya gozáis sin temor de vuestro gozo y estáis siempre embebidas en alabanzas de mi Dios! Venturosa fue vuestra, suerte. Qué gran razón tenéis de ocuparos siempre en estas alabanzas y qué envidia os tiene mi alma, que estáis ya libres del dolor que dan las ofensas tan graves que en estos desventurados tiempos se hacen a mi Dios, y de ver tanto desagradecimiento, y de ver que no se quiere ver esta multitud de almas que lleva Satanás.

¡Oh bienaventuradas almas celestiales! Ayudad a nuestra miseria y sednos intercesores ante la divina misericordia, para que nos dé algo de vuestro gozo y reparta con nosotras de ese clero conocimiento que tenéis.

Dadnos, Dios mío, Vos a entender qué es lo que se da a los que pelean varonilmente en este sueño de esta miserable vida. Alcanzadnos, oh ánimas amadoras, a entender el gozo que os da ver la eternidad de vuestros gozos, y cómo es cosa tan deleitosa ver cierto que no se han de acabar...

¡Oh ánimas bienaventuradas, que tan bien os supisteis aprovechar, y comprar heredad tan deleitosa y permaneciente con este precioso precio!, decidnos: ¿cómo granjeabais con él bien tan sin fin? Ayudadnos, pues estáis tan cerca de la fuente; coged agua para los que acá perecemos de sed. (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones, 13, 1-2. 4).

Soy la más pequeña de las criaturas. Conozco mi miseria y mi debilidad. Pero sé también cuánto gustan los corazones nobles y generosos de hacer el bien. Os suplico, pues, ¡oh bienaventurados moradores del cielo!, os suplico que me adoptéis por hija. Para vosotros solos será la gloria que me hagáis adquirir; pero dignaos escuchar mi súplica. Es temeraria, lo sé, sin embargo, me atrevo a pediros que me alcancéis vuestro doble amor. (Santa Teresa del Niño Jesús, MB XI, 16).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


viernes, 15 de agosto de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Santoral: La Asunción de la Virgen María

Fra Angelico - The Dormition and
Assumption of the Virgin
(detalle), 1424-1434.
 

“Todas las generaciones te llamarán bienaventurada, porque ha hecho en ti cosas grandes el Todopoderoso” (Lc 1, 48-49).

“Una señal grandiosa apareció en el cielo: una mujer con el sol por vestido, la luna bajo sus pies y en la cabeza una corona de doce estrellas” (Antífona de Entrada de la Santa Misa de la Asunción). Así saluda la liturgia a María asunta al cielo aplicándole las palabras del Apocalipsis (12, 1) que se leen hoy también en la primera lectura. En la visión profética de Juan esa mujer excepcional aparece esperando un hijo y en lucha con el “dragón”, el eterno enemigo de Dios y de los hombres. Este cuadro de luz y de sombras, de gloria y de guerra lleva a pensar en la realización de la promesa mesiánica contenida en las palabras dirigidas por Dios a la serpiente engañadora: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te aplastará la cabeza” (Gn 3, 15).

Todo esto se realizó por medio de María, la Madre del Salvador, contra el que se precipitó Satanás, pero del que éste fue definitivamente vencido. Cristo, hijo de María, es el Vencedor, sin embargo, para que la humanidad pueda gozar plenamente de la victoria conseguida por él, es necesario que, como él, sostenga la lucha. En este duro combate el hombre es sostenido por la fe en Cristo y por el poder de su gracia; pero también lo es por la protección materna de María que desde la gloria del cielo no cesa de interceder por cuantos militan en seguimiento de su Hijo divino. Ellos vencerán en virtud de la sangre del Cordero (Ap 12, 11), la sangre que le fue dada por la Virgen Madre. María dio el Salvador al mundo; por medio de ella, pues, “llega la victoria, el poder y el reino de nuestro Dios, y el mando de su Mesías” (ib 10). Así sucedió porque tal ha sido “la voluntad del que ha establecido que lo tuviésemos todo por medio de María” (San Bernardo, De aquad, 7).

Mientras la visión apocalíptica muestra al hijo de la mujer arrebatado y llevado junto al trono de Dios -alusión a la ascensión de Cristo al cielo- presenta a la mujer misma en fuga a “un lugar preparado por Dios” (Ap 12, 5-6), figura de la asunción de María a la gloria del Eterno. María es la primera mujer en participar plenamente en la suerte de su Hijo divino; unida a él como madre y “compañera singularmente generosa” que “cooperó de forma enteramente impar” a su obra de Salvador (Lumen Gentium 62), comparte su gloria, asunta en cuerpo y alma al cielo.

El concepto expresado por la primera lectura es completado por la segunda (1 Cor 15, 20-26). San Pablo hablando de Cristo, primicia de los resucitados, concluye que un día todos los creyentes tendrán parte de su glorificación. Pero en diferente grado: “Primero Cristo como primicia; después, todos los cristianos” (ib 23). Y entre “los cristianos” el primer puesto pertenece sin duda a la Virgen, que fue siempre suya porque jamás estuvo ajada por el pecado. Es la única criatura en quien el esplendor de la imagen de Dios nunca fue ofuscado; es la “inmaculada concepción”, la obra intacta de la Trinidad, en la que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo han podido siempre complacerse, recabando de ella una respuesta total a su amor.

La respuesta de María al amor de Dios resuena en el Evangelio de este día (Lc 1, 39-59), tanto en las palabras de Isabel que exaltan la gran fe que ha llevado a María a adherirse sin vacilación al querer divino, como en las de la misma Virgen que entona un himno de alabanza al Altísimo por las cosas grandes que ha hecho en ella. María no se mira a sí misma sino para reconocer su pequeñez, y de ésta se eleva a Dios para glorificar su dignación y misericordia, su intervención y su poder en favor de los pequeños, de los humildes y de los pobres, entre los cuales se coloca ella con suma sencillez. Su respuesta al amor inmenso de Dios que la ha elegido entre todas las mujeres para madre de su Hijo divino es invariablemente la dada al ángel: “Aquí está la esclava del Señor” (ib 38).

Para María ser esclava significa estar totalmente abierta y disponible para Dios: él puede hacer de ella lo que quiera. Y Dios, después de haberla asociado a la pasión de su Hijo, la ensalzará un día realizando en ella las palabras de su cántico: “derriba del solio a los poderosos y enaltece a los humildes” (ib 52); pues la humilde esclava, en efecto, “fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial…, con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de los señores” (Lumen Gentium 59). En María asunta al cielo la cristiandad entera tiene una poderosa abogada y también un magnífico modelo. De ella aprenden todos a reconocer la propia pequeñez, a ofrecerse a Dios en total disponibilidad a sus quereres y a creer en el amor misericordioso y omnipotente con fe inquebrantable.

 

“¡Oh amor de María, oh ardiente amor de la Virgen!, eres demasiado ardiente, demasiado vasto…, un cuerpo mortal no puede contenerte; es demasiado abrasado tu ardor para que pueda ocultarse bajo esta pobre ceniza. Ve…, brilla en la eternidad; ve, arde, quema delante del trono de Dios…, apágate aquí y multiplícate en el seno de este Dios, único capaz de contenerte! (J. B. Bossuet, La Asunción de la Virgen, 1, 1).

“¡Oh Virgen Inmaculada, Madre de Dios y madre de los hombres! Nosotros creemos con todo el fervor de nuestra fe en tu asunción triunfal en cuerpo y alma al cielo, donde eres aclamada Reina por todos los coros de los ángeles y todos los ejércitos de los santos; nos unimos a ellos para alabar y bendecir al Señor, que te ha ensalzado sobre todas las demás puras criaturas, y para ofrecerte las aspiraciones de nuestra devoción y de nuestro amor.

Sabemos que tu mirada, que acariciaba maternalmente la humanidad abatida y doliente de Jesús en la tierra, se sacia en el cielo con la vista de la humanidad gloriosa de la Sabiduría increada y que la alegría de tu espíritu al contemplar cara a cara a la adorable Trinidad hace a tu corazón estremecerse de beatificante ternura; y nosotros, pobres pecadores, nosotros a quienes el cuerpo corta el vuelo del alma, te suplicamos purifiques nuestros sentidos, para que aprendamos desde aquí abajo a gustar a Dios, a Dios sólo, en el encanto de las criaturas.

Confiamos que tus ojos misericordiosos se inclinen sobre nuestras miserias y sobre nuestras angustias, sobre nuestras luchas y sobre nuestras debilidades, que tus labios sonrían compartiendo nuestros gozos y nuestras victorias; que escuches a Jesús decirte de cada uno de nosotros, como en otro tiempo del discípulo amado: “Ahí tienes a tu hijo”. Y nosotros que te invocamos como Madre nuestra, te tomamos, como Juan, por guía, fuerza y consuelo de nuestra vida mortal.

Desde esta tierra, donde peregrinamos, confortados por la fe en la futura resurrección, miramos hacia ti, nuestra vida, nuestra dulzura y nuestra esperanza. Atráenos con la dulzura de tu voz, para mostrarnos un día, después de este destierro, a Jesús, fruto bendito de tu vientre, ¡oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María” (Su Santidad Pío XII, Papa).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 29 de junio de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Santoral: Santos Pedro y Pablo

 

«El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo» (2 Tm 4, 18).

1. - «Estos son los que mientras estuvieron en la tierra con sangre plantaron la Iglesia: bebieron el cáliz y lograron ser amigos de Dios» (Antífona de Entrada). La Iglesia une en una sola celebración a Pedro jefe de la Iglesia y a Pablo el Apóstol de las gentes. Uno y otro son el fundamento vivo de la Iglesia plantada con las fatigas de su predicación incesante y fecundada, por fin, con su martirio. Este es el primer aspecto iluminado por las lecturas del día. La primera (Hc 12, 1-11) recuerda uno de los encarcelamientos de Pedro, que tuvo lugar por orden de la autoridad política, que -como en el proceso de Jesús- lo hizo porque «esto agradaba a los judíos» (ib 3). De este modo Pedro corre la misma suerte que Jesús. No puede ser de otra manera, porque «no está el discípulo por encima de su maestro» (Mt 10, 24) y ya había avisado el Maestro: «si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15, 20). Mas a Pedro no le ha llegado todavía la hora suprema y así, mientras «la Iglesia oraba a Dios insistentemente por él» (Hc 12, 5), un ángel del Señor se le presentó para librarlo.

También Pablo es presentado hoy entre cadenas (2 Tm 4, 6-8. 17-18), pero la suya es la prisión definitiva que terminará con el suplicio. El Apóstol es consciente de su situación, con todo sus palabras no revelan amargura, sino la serena satisfacción de haber gastado su vida por el Evangelio: «Yo estoy a punto de ser sacrificado y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida» (ib 6-8).

Los dos Apóstoles en cadenas atestiguan que sólo es verdadero discípulo de Cristo el que sabe afrontar por él las tribulaciones y persecuciones, y hasta el mismo martirio. Al mismo tiempo las vicisitudes de cada uno demuestran que Cristo no abandona a sus apóstoles perseguidos: interviene en su ayuda para salvarlos de los peligros -como cuando Pedro fue librado de la cárcel- o para sostenerlos en sus dificultades, como declara Pablo: «El Señor me ayudó y me dio fuerzas... El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo» (ib 17.18). Para el discípulo que, como Pablo, desea unirse a Cristo, el mismo martirio es una liberación; más aún, es la liberación definitiva que a través de la muerte le introduce en la gloria de su Señor.

2.- El Evangelio (Mt 16, 13-20) recuerda el episodio de Cesárea, cuando Simón Pedro, a la pregunta del Maestro, hace su magnífica profesión de fe: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (ib 16). Jesús le responde congratulándose con él por la luz divina que le ha permitido penetrar su misterio de Hijo de Dios y Salvador de los hombres; y como reflejándose en el discípulo que le ha reconocido, lo hace partícipe de sus características y poderes. Cristo, piedra angular de la Iglesia (Hc 4, 11), se asocia al Apóstol como fundamental de la misma: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18). El, que ha recibido del Padre «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18), lo transmite a Pedro: «Te daré las llaves del Reino de los Cielos», y le confiere la potestad suprema de atar y desatar (Mt 16, 19). Pedro no comprende enseguida el alcance de esa investidura que lo liga estrechamente a Cristo; lo irá comprendiendo progresivamente por la continua intimidad con el Maestro y la experiencia dolorosa de su propia fragilidad. Cuando Jesús lo rechace por su protesta frente al anuncio de la Pasión, o cuando una sola mirada suya le haga descubrir toda la vileza de su negación, Pedro intuirá que el secreto de su victoria estará sólo en la plena comunión con Cristo, animada de una absoluta confianza en él y vivida en la semejanza con su cruz. Entonces estará preparado a escuchar: «Apacienta mis corderos..., apacienta, mis ovejas» (Jn 21, 15-16).

Constituido ya pastor del rebaño del Señor, Pedro mismo instruirá a los creyentes sobre sus relaciones con Cristo y sobre su puesto en la Iglesia: «Acercándoos a él, piedra viva..., también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual» (1 Pe 2, 4-5). Como las prerrogativas de Pedro continúan siendo las del Papa, así las prerrogativas de los primeros cristianos deben ser las de los fieles de todos los tiempos. Unidos a Cristo, «piedra viva», y a su Vicario, «piedra fundamental», también ellos son «piedras vivas» destinadas a edificar y sostener la Iglesia. Y esto mediante la oración particular por el Papa -a imitación de la primera comunidad cristiana que oraba por Pedro encadenado-, y mediante el ofrecimiento «de sacrificios espirituales» concretados en una fidelidad plena al Evangelio, a la Iglesia y al Vicario de Cristo, a pesar de las dificultades y persecuciones, confiando en el que dijo: «Las puertas del infierno no prevalecerán» (Mt 16, 18).

 

¿Qué gracias os daremos, oh bienaventurados apóstoles, por tantas fatigas como por nosotros habéis soportado? Me acuerdo de ti, oh Pedro, y quedo atónito; me acuerdo de ti, oh Pablo, y... me deshago en lágrimas. No sé qué decir, ni sé proferir palabra contemplando vuestros sufrimientos. ¡Cuántas prisiones habéis santificado, cuántas cadenas honrado, cuántos tormentos sostenido, cuántas maldiciones tolerado! ¡Qué lejos habéis llevado a Cristo! ¡Cómo habéis alegrado las iglesias con vuestra predicación! Vuestras lenguas son instrumentos benditos; vuestros miembros se cubrieron de sangre por la Iglesia. ¡Habéis imitado a Cristo en todo!...

Gózate, Pedro, que se te concedió gustar el, leño de la cruz de Cristo. Y a semejanza del Maestro quisiste morir crucificado, pero no erecto como Cristo Señor, sino cabeza abajo, como emprendiendo el camino de la tierra al cielo. Dichosos los clavos que atravesaron miembros tan santos. Tú con toda confianza encomendaste tu alma a las manos del Señor, tú que le serviste asiduamente a él y a la Iglesia su esposa, tú que, fidelísimo entre todos los apóstoles, amaste al Señor con todo el ardor de tu espíritu.

Gózate también tú, oh bienaventurado Pablo, cuya cabeza segó la espada y cuyas virtudes no se pueden explicar con palabras. ¿Qué espada pudo atravesar tu santa garganta, ese instrumento del Señor, admirado del cielo y de la tierra?... Esa espada sea para mí como una corona, y los clavos de Pedro como joyas engastadas en una diadema. (San Juan Crisóstomo, Sermón de Metafraste, MG 59, 494).

¡Oh suma e inefable Deidad! He pecado y no soy digna de rogarte a ti, pero tú eres potente para hacerme digna de ello. Castiga, Señor mío, mis pecados y no te fijes en mis miserias. Un cuerpo tengo y éste te doy y ofrezco; he aquí mi carne, he aquí mi sangre... Si es tu voluntad, tritura mis huesos y mis tuétanos por tu Vicario en la tierra, único esposo de tu Esposa, por el cual te ruego te dignes escucharme... Dale un corazón nuevo, que crezca continuamente en gracia, fuerte para levantar el pendón de la santísima cruz, a fin de que los infieles puedan participar, como nosotros, del fruto de la Pasión, la sangre de tu unigénito Hijo, Cordero inmaculado. (Santa Catalina de Siena, Elevaciones, I).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


viernes, 27 de junio de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Santoral – Ciclo C: El Sagrado Corazón de Jesús

 

«Saquemos agua con gozo de la fuente del Salvador» (Is 12, 3).

En la Liturgia de esta solemnidad se entrelazan dos figuras: la del Corazón de Jesús en el propio de la Misa y la del Buen Pastor en las lecturas bíblicas. Todas expresan la misma realidad: el amor infinito de Cristo que ha dado la vida por su rebaño y se ha dejado traspasar el corazón para que fuese para todos fuente de salvación.

Muchos son los pasos del Antiguo Testamento que anuncian al Mesías como pastor. Uno de los más bellos es sin duda el que se lee hoy en la primera lectura (Ez 34, 11-16). Luego de la desbandada del pueblo elegido por incuria de sus jefes, Dios en persona declara que quiere tomarlo él mismo a su cargo. El lo recogerá en torno suyo, irá a buscar a los dispersos, los traerá a su patria a terrenos regadizos y fecundos, como hace el buen pastor, que reúne la grey querida en el redil y la conduce a pastos abundosos: «Yo mismo apacentaré mis ovejas, ya mismo las haré sestear» (ib 15). A estos cuidados amorosos comunes a todo el pueblo, añadirá otros individuales y delicadísimos para cada uno: «Buscaré la oveja perdida, haré volver a la descarriada, curaré a la herida y sanaré a la enferma... Las pastorearé con justicia» (ib 16). El fondo mesiánico de esta profecía es evidente; anticipa y prepara la figura llena de ternura y amor de Jesús, el Buen Pastor, que vendrá a guiar el rebaño del Padre, cuidándose hasta de la última oveja desbandada o herida.

Dan fe de ello el largo discurso de Juan sobre el Buen Pastor (10, 1-21) y la narración de Lucas sobre la oveja perdida relatada en el Evangelio de hoy (Lc 15, 3-7). Jesús no se limita a guardar su rebaño en bloque ni se contenta con que se salve la mayoría, antes deja solas las que están ya al seguro para ir en busca de la única pérdida. Habrá sido imprudente o caprichosa, terca y aun rebelde; no importa. Es una criatura que el Padre le confió para que no perezca; por eso Jesús la busca y la sigue hasta conseguir tomarla sobre sus hombros y devolverla al redil. Entonces todo es fiesta y alegría en la tierra y en el cielo. Todo hombre puede reconocerse a sí mismo en esta imagen. La resistencia a la gracia, las repulsas, las infidelidades, los caprichos del orgullo y del egoísmo son otras tantas evasiones más o menos graves del amor de Cristo. Es preciso no malograr sus llamamientos, dejarse seguir y alcanzar por él, dejarse tomar en brazos y volver al aprisco, para estrechar más profundamente su amistad. A esto invita el Corazón santísimo de Jesús.

Sin lenguaje figurado, san Pablo en la segunda lectura (Rm 5, 5-11) presenta el amor de Cristo como la prueba mayor del amor de Dios a la humanidad. «La prueba del amor que Dios nos tiene nos la ha dado en esto: Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (ib 8). Pues el amor divino rebasó toda medida cuando Dios entregó a su Unigénito para la salvación del hombre pecador. Y Cristo, inmolándose en la cruz, dio un testimonio extremo de su caridad, por encima de la misma medida que él había señalado como máxima: «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Sólo él ha tenido un amor mayor aún, porque murió por nosotros «cuando todavía éramos pecadores» y, por ende, «enemigos» (Rm 5, 8.10). De este hecho toma arranque la esperanza y confianza inmensas de San Pablo: Y ya que estamos ahora justificados por su sangre, con más razón seremos salvados por él de la cólera. En efecto, si cuando éramos todavía enemigos de Dios, fuimos reconciliados con él por la muerte de su Hijo, con más razón... seremos salvados por su vida» (ib 9-10). Después de la muerte de Cristo, el hombre no puede dudar ya del amor de Dios y de su misericordia, ni desconfiar de su salvación. Porque entre los hombres y Dios está ya siempre el Corazón de Cristo para pedir e «interceder por nosotros» (Hb 7, 25).

 

Oh Dios, que en el corazón de tu Hijo, herido por nuestros pecados, has depositado infinitos tesoros de caridad; te pedimos que, al rendirle el homenaje de nuestro amor, le ofrezcamos una cumplida reparación. (Misal Romano, Oración Colecta).

¡Oh, cuán dulce y gozosa cosa es vivir en este corazón! Tu Corazón, oh buen Jesús, es el rico tesoro, la preciosa margarita, que hemos descubierto en tu cuerpo herido, como en campo cavado...

Yo he hallado tu Corazón..., oh dulcísimo Jesús: corazón de Rey, corazón de hermano, corazón de amigo. ¿Y no oraré? Oraré, sí; que tu Corazón -resueltamente lo diré- también es mío. Si tú, oh Cristo, eres mi cabeza, ¿por qué no ha de ser mío cuanto te pertenece?... ¡Oh, qué dicha! ¡Jesús y yo tenemos un solo, un mismo corazón!... ¡Ea, pues, oh dulcísimo Jesús! Habiendo hallado este corazón divino, que es tuyo y mío, oraré a ti, mi Dios. Acoge en el sagrario de tu audiencia mis preces; más, llévame, arrebátame todo a tu Corazón. La tortuosidad de mis pecados me impide la entrada. Pero, dilatado y ensanchado ese tu Corazón por una caridad incomprensible y siendo tú el único que puedes hacer limpio al concebido en pecado, ¡oh hermosísimo Jesús!, lávame más y más de mis iniquidades, límpiame de mis culpas, y purificado por ti, pueda yo acercarme a ti, Purísimo, y merezca habitar en tu Corazón todos los días de mi vida, y entender y obrar según tu beneplácito. (San Buenaventura, La vid mística, 3, 3-4).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

martes, 25 de marzo de 2025

INTIMIDAD DIVINA – Santoral: La Anunciación del Señor

 

«Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad» (Salmo responsorial).

El motivo dominante de la liturgia de esta solemnidad es el del ofrecimiento y entrega total a Dios. Se canta en la antífona de entrada, se repite en el estribillo del salmo responsorial y se proclama en la segunda lectura: «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Hb 10, 5-7). Expresa las disposiciones de Cristo y de su Madre íntimamente unidos en una actitud idéntica de ofrecimiento y de aceptación.

El autor de la Carta a los Hebreros sacó esas palabras del salterio (SI 39, 8.9) y las recibió como pronunciadas por el Hijo de Dios en el momento de su encarnación: «Cuando Cristo entró en el mundo, dijo: "Tú no quieres sacrificios ni ofrendas; pero me has preparado un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias". Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: "Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad"» (Hb 10, 5-7). Antes que el Hijo de Dios pronunciase en el tiempo su ofrecimiento, antes que tomase el cuerpo que el Padre había determinado prepararle en el seno de una humilde doncella, era necesario que ese mismo ofrecimiento fuese hecho por la que debía ser su Madre.

Dios, en efecto, infinitamente respetuoso de la libertad de su criatura, «quiso que precediera a la encarnación la aceptación de la Madre predestinada» (LG 56). Y María al anuncio del ángel, hizo su ofrecimiento: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). La diferencia de términos no anula la Identidad de significado y de disposiciones. El Ecce ancilla Domini de María es el eco perfecto en el tiempo del Ecce eterno del Verbo y hace posible su actuación. Su ofrecimiento se funde con el de Cristo formando una única oblación que Madre e Hijo vivirán inseparablemente unidos hasta consumarla en el Calvario para gloria del Padre y redención de los hombres.

Así hoy, guiados por la Liturgia, los fieles celebran la ofrenda más excelsa que jamás haya sido presentada a Dios y de la que salió nuestra salvación. Mientras dan gracias a Cristo y a su Madre por este don inmenso, le suplican los haga capaces de ofrecerse a Dios sin reservas para que se cumpla en ellos toda su voluntad. «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad».

En la solemnidad de la Anunciación, aparece Jesús más unido que nunca a María no sólo en el relato evangélico, sino también en la profecía de Isaías que hoy se lee en la primera lectura (7, 10-14). En un momento crítico de la historia de Israel, el profeta anuncia al rey Acaz un salvador extraordinario enviado por Dios, cuyo nacimiento será de una virgen: «Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pone por nombre Emmanuel» (ib 14).

El vaticinio, aunque pronunciado en un contexto de detalles que se refieren a la historia de aquellos tiempos, es demasiado explícito para no reconocer en él el primer anuncio misterioso de la encarnación del Hijo de Dios en el seno de la Virgen de Nazaret. Así lo interpreta Mateo, que lo reproduce textualmente como conclusión de su narración del nacimiento de Jesús: «Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: "Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo y le pone por nombre Emmanuel, que significa: Dios con nosotros"» (1, 22-23).

En el Evangelio del día, Lucas refiere el hecho histórico del anuncio del nacimiento de Jesús (1, 26-38). La narración es abiertamente mariana, sea porque sólo María puede haberla referido, sea porque fue ella la protagonista. Pero todo está en función del que había de venir: Jesús. Este es designado como «Hijo del Altísimo», a quien se le dará «el trono de David..., y su reino no tendrá fin» (ib 32-33). Su concepción en el seno de María no será por obra de varón, sino por intervención divina especial: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Ib 35).

Ante la grandeza inaudita de este anuncio, María se abisma en un acto de fe y de humildad sin precedentes. Justamente porque es humilde, cree cosas humanamente imposibles; primera entre todas las criaturas cree la Virgen en Cristo Hijo de Dios, que, por un misterio inexplicable, está para hacerse en ella hombre verdadero. Creyendo acepta, pero su humildad no le permite ofrecerse a Dios sino en cualidad de esclava; y Dios responde al punto haciendo de ella la madre intacta de su Unigénito. Misterio de misericordia infinita por parte del Altísimo; acto de humildad y de fe por parte de María. «La Virgen escucha, cree y concibe», dice San Agustín (Sermón 196, 1, 1). Humildad y fe son la tierra fértil en la que Dios realiza los milagros de su amor todopoderoso.

 

¡Oh Verbo!, tú te lanzas hacia la [criatura] imagen tuya y por amor a la carne te revestiste de carne; por amor a mi alma, te dignas fundir tu persona divina con un alma inteligente... ¡Oh fusión inaudita, oh compenetración paradójica! Tú, que eres el que es, vienes al tiempo, increado, te haces objeto de creación. Tú que no puedes ser contenido en ningún lugar, entras en el tiempo y en el espacio y un alma espiritual se convierte en mediadora entre la divinidad y la pesadez de la carne. Tú que lo enriqueces todo, te haces pobre y sufres la pobreza de mi carne, para que sea yo enriquecido con tu divinidad. Tú que eres la plenitud, te vacías; te despojas por un tiempo de tu gloria, para que pueda yo participar de tu plenitud.

¡Qué riqueza de bondad! ¡Qué inmenso misterio te envuelve! He sido hecho partícipe de tu imagen, Dios mío, pero no he sabido guardarla; ahora tú te haces partícipe de mi carne para salvar la imagen que me diste y para hacer inmortal mi carne. (San Gregorio Nacienceno, Oratio, 45, 9).

¡Oh María!, vaso de humildad, en el que está y arde la llama del verdadero conocimiento, por el que te levantaste por encima de ti y por eso agradaste al Padre eterno, por lo cual él te arrebató y te atrajo a sí, amándote con singular amor. Con esta luz y fuego de tu caridad y con el aceite de tu humildad atrajiste e inclinaste a su divinidad a venir a ti; aunque antes fue atraído para venir a nosotros por el ardentísimo fuego de su inestimable caridad...

¡Oh María, dulcísimo amor mío!, en ti está escrito el Verbo, del que hemos recibido la doctrina de la vida... Yo veo que este Verbo, apenas escrito en ti, no estuvo sin la cruz del santo deseo; apenas concebido en ti, le fue infundido y unido el deseo de morir por la salvación del hombre, para lo que se encarnó...

¡Oh María!, hoy tu tierra nos ha germinado al Salvador... ¡Oh María! Bendita seas entre todas las mujeres por todos los siglos, que hoy nos has dado parte de tu harina. Hoy le Deidad se ha unido y amasado con nuestra humanidad tan fuertemente, que jamás se pudo separar ya esta unión ni por la muerte ni por nuestra ingratitud. (Santa Catalina de Siena, Elevaciones, 15).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


miércoles, 19 de marzo de 2025

INTIMIDAD DIVINA – Santoral: San José

 

«Este es el administrador fiel y solícito a quien el Señor ha puesto al frente de su servidumbre» (Entrada).

La Liturgia de hoy en honor de San José pone de relieve las características de este hombre humilde y silencioso que ocupó un puesto de primer plano en la inserción del Hijo de Dios en la historia. Descendiente de David -«hijo de David», como dice el Evangelio (Mt 1, 20)- emparenta a Cristo con la estirpe de la que Israel esperaba al Mesías. Por medio del humilde carpintero de Nazaret se realiza así la profecía hecha a David: «Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia y tu trono durará por siempre» (2 Sm 7, 16; 1.a lectura) José no es el padre natural de Jesús porque no le ha dado la vida, pero es el padre virginal que por mandato divino cumple, para con él, una misión legal: le da un nombre, lo inserta en su linaje, lo tutela y provee a su sustento. Esta relación tan íntima con Jesús le viene de su desposorio con María.

José es el, hombre «justo» (Mt 1, 19) al que ha sido confiada la misión de esposo virgen de la más excelsa entre las criaturas y de padre virginal del Hijo del Altísimo. Es «justo» en el sentido pleno del vocablo, que indica virtud perfecta y santidad. Una justicia, pues, que penetra todo su ser mediante una total pureza de corazón y de vida y una total adhesión a Dios y a su voluntad. Todo esto en un cuadro de vida humilde y escondida como ninguna, pero resplandeciente de fe y amor. «El justo vivirá de la fe» (Rm 1, 17); y José, el «justo» por excelencia, vivió en grado máximo de esta virtud. Muy oportunamente la segunda lectura (Rm 4, 13.1618. 22) habla de la fe de Abrahán presentándola como tipo y figura de la de José.

Abrahán «creyó contra toda esperanza» (ib 18) que llegaría a ser padre de una gran descendencia y continuó creyéndolo aun cuando, por obedecer a una orden divina, estaba para sacrificar a su hijo único. José frente al misterio desconcertante de la maternidad de María creyó en la palabra del ángel: «la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo» (Mt 1, 20), y cortando toda vacilación obedeció a su mandato: «no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer» (ib). Con más fe que Abrahán, hubo de creer en lo que es humanamente inimaginable: la maternidad de una virgen y la encarnación del Hijo de Dios. Por su fe y obediencia mereció que estos misterios se cumpliesen bajo su techo.

Toda la vida de José fue un acto continuado de fe y de obediencia en las circunstancias más oscuras y humanamente difíciles. Poco después del nacimiento de Jesús se le dice: «Levántate, toma al Niño y a su madre y huye a Egipto» (Mt 2, 13); más tarde el ángel del Señor le ordena: «Ve a la tierra de Israel» (ib 20). Inmediatamente -de noche- José obedece. No demora, no pide explicaciones ni opone dificultades. Es a la letra «el administrador fiel y solícito a quien el Señor ha puesto al frente de su familia» (Lc 12, 42), totalmente disponible a la voluntad de Dios, atento al menor gesto suyo y presto a su servicio. Una entrega semejante es prueba de un amor perfecto; José ama a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas.

Su posición de jefe de la sagrada familia le hace entrar en una intimidad singular con Dios cuyas veces hace, cuyas órdenes ejecuta y cuya voluntad interpreta; con María, cuyo esposo es; con el Hijo de Dios hecho hombre, a quien ve crecer bajo sus ojos y sustenta con su trabajo. Desde el momento en que el ángel le revela el secreto de la maternidad de María, José vive en la órbita del misterio de la encarnación; es su espectador, custodio, adorador y servidor. Su existencia se consume en estas relaciones, en un clima de comunión con Jesús y María y de oración silenciosa y adoradora. Nada tiene y nada busca para sí: Jesús le llama padre, pero José sabe en que no es su hijo, y Jesús mismo lo confirmará: «¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49).

María es su esposa, pero José sabe que ella pertenece exclusivamente a Dios y la guarda para él, facilitándole la misión de madre del Hijo de Dios. Y luego, cuando su obra ya no es necesaria, desaparece silenciosamente. Sin embargo, José ocupa todavía en la Iglesia un lugar importante, pues continúa para con la entera familia de los creyentes su obra de custodio silencioso y providente, comenzada con la pequeña familia de Nazaret. Así la Iglesia lo venera e invoca como su protector y así lo contemplan los creyentes mientras se esfuerza en imitar sus virtudes. En los momentos oscuros de la vida, el ejemplo de San José es para todos un estímulo a la fe inquebrantable, a la aceptación sin reservas de la voluntad de Dios y al Servicio generoso.


Anuncia, oh José..., los prodigios divinos que tus ojos han contemplado: tú has visto al Infante reposar en el seno de la Virgen; lo has adorado con los Magos; has cantado gloria a Dios con los pastores según la palabra del Ángel: ruega a Cristo Dios para que nuestras almas sean salvas...

Tu alma fue obediente al divino mandato; colmado de pureza sin par, oh dichoso José, mereciste recibir por esposa a la que es pura e inmaculada entre todas las mujeres; tú fuiste el custodio de esa Virgen, cuando mereció convertirse en tabernáculo del Creador...

Tú llevaste, de la ciudad de David a Egipto, a la Virgen pura, como a nube misteriosa que lleva escondido en su seno el Sol de justicia... Oh José, ministro del incomprensible misterio.

Tú asististe con acierto, oh José, al Dios hecho niño en la carne; le serviste como uno de sus ángeles; él te iluminó al punto, y tú acogiste sus rayos espirituales. ¡Oh dichoso! Te mostraste esplendente de tu luz en tu corazón y en tu alma. El que con una palabra formó el cielo, la tierra y el mar, se llamó hijo del carpintero, hijo tuyo, oh admirable José. Fuiste hecho padre del que no tiene principio y que te honró como a ministro de un misterio que excede toda inteligencia.

¡Qué preciosa fue tu muerte a los ojos del Señor, oh dichoso! Consagrado al Señor desde la infancia, fuiste el guardián sagrado de la Virgen bendita; y cantaste con ella el cántico: «Toda criatura bendiga al Señor y lo ensalce por los siglos. Amén». (Himno de la Iglesia griega, de Les plus beaux textes sur S. Joseph, p. 121-2).

Oh José, varón prudente, esplendente de bondad..., teniendo en tus brazos a Cristo, fuiste santificado. Santifica a los que ahora celebran tu memoria, oh justo, oh José santísimo, esposo de la Madre de Dios la toda santa... ¡Oh tú, feliz, pide sin cesar al Verbo libre de tentaciones a los que te veneran. Tú guardaste a la Inmaculada que conservó intacta su virginidad y en la cual el Verbo se hizo carne. Tú la guardaste después de la Natividad misteriosa. Junto con ella, oh José, portador de Dios, acuérdate de nosotros. (José el Himnógrafo, de Les plus beaux textes sur S. Joseph, p. 29-31).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

domingo, 2 de febrero de 2025

INTIMIDAD DIVINA – Santoral: La Presentación del Señor

 

«Gloria a ti, Cristo, luz que alumbras a las naciones» (Lc 2, 32).

La Liturgia de esta fiesta tiene un tono solemne y gozoso por la primera entrada de Cristo en el templo y, al mismo tiempo, un todo sacrificial porque viene para ser inmolado.

Da la entonación la profecía de Malaquías (3, 1-4): «entrará en su santuario el Señor a quien vosotros buscáis» (ib 1). Es fácil aplicar este texto al hecho que hoy conmemora: la llegada de Cristo al templo donde, cuarenta días después de su nacimiento, es presentado por María y José, según las prescripciones de la ley mosaica. El Hijo de Dios, al encarnarse, quiso «parecerse en todo a sus hermanos» (Hb 2, 17; 2.ª lectura); sin dejar de ser Dios, quiso ser verdadero hombre entre los hombres, meterse en su historia y compartir en todo su vida, sin excluir la observancia de la ley prescrita para el hombre pecador. El cumplimiento de la ley es así la ocasión para que Jesús se encuentre en el templo con su pueblo que le aguardaba en la fe. En efecto, es recibido por Simeón «hombre justo y piadoso que aguardaba el consuelo de Israel» (Lc 2, 25), y por la profetisa Ana que vivía en la oración y penitencia. Iluminados por el Espíritu Santo, reconocen ambos en aquel niñito presentado por una joven madre con la humilde ofrenda de los pobres, al Salvador prometido y prorrumpen en himnos de alabanza. Simeón lo toma entre sus brazos exclamando: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador» (ib 29- 30); y Ana habla de él con entusiasmo «a todos los que aguardaban la liberación de Israel» (ib 38).

Recordando este suceso la Liturgia invita hoy a los fieles a ir al encuentro de Cristo en la casa de Dios, donde lo encontrarán en la celebración de la Eucaristía, para saludarlo como a su Salvador, para ofrecerle el homenaje de una fe y un amor ardientes, semejantes a los de Simeón y Ana, y, en fin, para recibirlo no entre los brazos sino en el corazón. Este es el significado de la procesión de «la Candelaria»: ir al encuentro de Cristo «luz del mundo» con la llama encendida de la vida cristiana que debe ser un reflejo luminoso de su resplandor.

Según la profecía de Malaquías, el Señor viene a su templo para purificar al pueblo del pecado, para que pueda presentar a Dios «la ofrenda como es debido», la cual «entonces agradará al Señor» (MI 3, 3-4). La primera ofrenda, que instaura el culto perfecto y da valor a toda otra oblación, es precisamente la que Cristo hizo de sí al Padre. Para él no valió el rescate ofrecido, como valía para todos los primogénitos de los judíos; pues era la víctima voluntaria que sería sacrificada por la salvación del mundo. Pero aceptando su condición de recién nacido, Jesús quiso ser ofrecido por las manos de su Madre, que aparece así en su función de corredentora. María no ignora que Jesús es el Salvador del mundo y, a través del velo de las profecías, intuye que Jesús cumplirá su misión por un misterio de dolor, en el que ella, como madre, deberá participar. La profecía de Simeón se lo confirma claramente: «a ti una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 35). María comprende y en lo secreto de su corazón repite el fiat como en Nazaret. Ofreciendo a su hijo, se ofrece a sí misma, comenzando así su pasión de madre que asociará cada día más a la del Hijo.

Otra similitud entre la Madre y el Hijo es la humildad profunda con que María, aunque consciente de su virginidad, se rebaja al nivel de las otras mujeres y confundida entre ellas se presenta al sacerdote para el rito de la purificación. Jesús no debía ser rescatado, María no necesitaba ser purificada y, sin embargo, se someten a estas leyes para enseñar a los hombres el respeto y la fidelidad a los mandatos del Señor, y el valor de la humildad y la obediencia.

La purificación de María, unida a la presentación de Jesús, es símbolo de la purificación de que el hombre está siempre, tan necesitado y que sólo puede ser obtenido por los méritos de Cristo presentado al Padre para «expiar así los pecados del pueblo» (Hb 2, 17). Como presentó a su Hijo, así presente María a todo fiel a Dios, y su mediación maternal lo disponga a la purificación que debe operarse en él. La oblación inmaculada y santa de Cristo lo santifique y lo haga capaz de ofrecer al Padre oraciones y sacrificios aceptos a su majestad divina.

 

Todos corremos a tu encuentro, oh Cristo, los que sincera y profundamente adoramos tu misterio, nos encaminamos a ti llenos de alegría... Llevamos cirios encendidos, como símbolo de tu resplandor divino.

Gracias a ti resplandece la creación, y se inunda de una luz eterna que disipa las tinieblas del mal. Po estos cirios encendidos sean, sobre todo, símbolo del resplandor interior con que queremos prepararnos al encuentro contigo, oh Cristo. Pues como tu Madre, virgen purísima, te llevó entre sus brazos a ti, luz verdadera, ofreciéndote a los que se encontraban en las tinieblas, así también nosotros, teniendo en las manos esta luz visible a todos e iluminados con su resplandor, vamos de prisa al encuentro contigo, que eres la verdadera luz...

Ha llegado la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo... Todos juntos venimos a ti, oh Cristo, para dejarnos invadir de tu esplendor y para recibirte como el anciano Simeón, oh eterna luz viviente. Con él exultamos de gozo y cantamos un himno de agradecimiento a Dios. Padre de la luz, que nos ha enviado la luz verdadera para sacarnos de las tinieblas y hacernos luminosos. (San Sofronio de Jerus, De Hipapante, 3, 6-7).

 

Ofrece tu Hijo, Virgen sagrada, y presenta al Señor el fruto bendito de tu seno virginal. Ofrece para nuestra reconciliación la víctima santa y agradable a Dios. Por todos modos aceptará Dios Padre la nueva ofrenda y preciosísima víctima, de la cual dice él mismo: «Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias»...

Yo os ofreceré voluntariamente un sacrificio, Señor, porque voluntariamente fuiste ofrecido por mi salud, no por tu necesidad... Dos cosas tengo, Señor, que son el cuerpo y el alma ¡Ojalá que te las pueda ofrecer en sacrificio de alabanza! Mejor es para mí y mucho más útil y glorioso ofrecerme a ti que dejarme para mí mismo. Porque en mí mismo se turba mi alma, y mi espíritu se alegrará en ti si es ofrecido sinceramente... No quiere Dios mi muerte, ¿y no le ofreceré yo gustosamente mi vida? Esta es una víctima pacífica, víctima agradable a Dios, víctima viva. (San Bernardo, In Purificatione B. V. Mariae, 3, 2-3).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

miércoles, 1 de enero de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Santoral: Santa María, Madre de Dios

 

«Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre» (Lc 1, 42).

La reforma litúrgica ha consagrado a la Madre de Dios la octava de Navidad que coincide con el comienzo del año civil y que, según el Evangelio, es el día en que fue impuesto el nombre a Jesús: «Cuando se hubieron cumplido los ocho días le dieron el nombre de Jesús» (Lc 2, 21).

Al tema del nombre del Señor, recordado explícitamente en el Evangelio de hoy, se entona la primera lectura con el texto de una conmovedora bendición sacerdotal sugerida por Dios mismo: «De este modo habréis de bendecir a los hijos de Israel; diréis: Que Yahvé te bendiga y te guarde. Que haga resplandecer su faz sobre ti y te otorgue su gracia... Así invocarán mi nombre... y yo los bendeciré (Nm 6, 23-27). La bendición del Señor, reservada un tiempo a los hijos de Israel, se extiende hoy a todos los pueblos por mediación de Jesús. «En Cristo» bendice Dios «con toda bendición espiritual» (Ef 1, 3) a quien le busca con corazón sincero; por Cristo «vuelve a él su rostro y le da la paz» (Nm 6, 26). No hay modo mejor de comenzar el año que invocando el nombre de Dios y recibiendo de él el don precioso de la paz.

La consideración de un niño «de ocho días» no puede separarse del recuerdo de su madre; y por eso la liturgia se dirige hoy espontáneamente a María, la Virgen Madre, presente siempre, aunque discretamente, donde quiera se encuentra su Hijo divino. Mirando a Cristo la Iglesia invoca la intercesión maternal de María sobre todos los creyentes: «Dios y Señor nuestro... concédenos experimentar la intercesión de aquélla de quien hemos recibido a tu Hijo Jesucristo, el autor de la vida (Colecta). La bendición de Dios adquiere, por decirlo así, un tono materno: los creyentes son bendecidos en Jesús por intercesión de María, porque sólo la pureza y el amor de esta humilde Virgen los hacen dignos «de recibir al autor de la vida», Jesús, Hijo de Dios.

La bendición del Señor prometida a Israel, llegue hoy, por medio de Jesús y de María, a todos los hombres, trayendo a todos los corazones la gracia y la paz: «Ten piedad de nosotros, y bendícenos» (Ps 66, 2).

La presencia de María aflora con insistencia en los varios textos litúrgicos, pero siempre de forma velada, perfectamente entonada a su carácter, todo silencio y humildad.

En la segunda lectura san Pablo la menciona, pero no la nombra; subraya únicamente el hecho del nacimiento de Cristo de una mujer: «Envió Dios a su Hijo nacido de mujer... para que recibiésemos la adopción de hijos» (GI 4, 4-5). La encarnación del Hijo de Dios se ha realizado de un modo virginal, pero por la vía normal de la naturaleza humana: nace de una mujer, María, y por medio de ella se introduce hombre entre los hombres. Y precisamente porque pertenece a su estirpe, porque es su hermano en la carne, Jesús puede rescatar a los hombres y hacerlos hermanos suyos en el espíritu y por lo tanto participantes de su filiación divina. La gracia de adopción llega a los hombres por mediación de María, que, siendo madre de Cristo, es también madre de los que en Cristo son hechos hijos de Dios. Si en el corazón de los creyentes mora «el Espíritu de su Hijo que grita ¡Abba, Padre!» (ib. 6), esto se debe también —por haberlo así dispuesto Dios— a la función materna de María Santísima.

Con igual discreción presenta el Evangelio de la misa del día a María en actitud de cumplir su oficio de madre. La narración de Lucas deja entrever a María que, poco después del nacimiento de Jesús, acoge a los pastores y «llena de alegría, les muestra a su Hijo primogénito» (LG, 157), escuchando con atención cuanto ellos cuentan de la aparición y anuncio del ángel. Luego, mientras se van los pastores glorificando y alabando a Dios por lo que habían oído y visto (Lc 2, 20), María se queda junto a su Hijo «guardando todas estas cosas y meditándolas en su corazón» (ib. 19).

María es madre de Jesús no sólo porque le ha dado la carne y la sangre, sino también porque ha penetrado íntimamente en su misterio y se ha unido a él de la manera más profunda: «se consagró totalmente a sí misma... a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención con él y bajo él» (LG 56). Por eso María «es nuestra Madre en el orden de la gracia» (ib. 61).

 

Tú, ¡oh Benigno!, que naciste por nosotros de una Virgen... no desprecies a los que formaste con tu mano; muestra tu poder a los hombres, ¡oh Misericordioso! Escucha a la que te engendró, tu Madre que intercede por nosotros, y salva, ¡oh Salvador nuestro!, al pueblo desolado. (Oraciones de rito bizantino a la Madre de Dios).

¡Oh Hija siempre virgen que pudiste concebir sin intervención de varón! Porque el que tú concebiste tiene un Padre eterno. ¡Oh hija de la estirpe terrestre que llevaste al Creador en tus brazos divinamente maternales!...

Verdaderamente tú eres más preciosa que toda la creación, porque sólo de ti ha recibido el Creador en herencia las primicias de nuestra materia humana. Su carne ha sido hecha de tu carne, su sangre de tu sangre; Dios se ha alimentado con tu leche, y tus labios han tocado los labios de Dios...

¡Oh mujer toda amable y mil veces bienaventurada! «Tú eres bendita entre las mujeres, y bendito es el fruto de tu seno». ¡Oh Mujer, hija del rey David y Madre de Dios, rey universal! Obra maestra viviente, en quien Dios creador se complace, y cuyo espíritu es guiado sólo por Dios y a él sólo atiende... Por él tú viniste a la vida y en gracia a él servirás a la salvación universal, para que por medio tuyo se cumpla el antiguo designio de Dios, que es la encarnación del Verbo y nuestra divinización. (Texto atribuido a San Juan Damasceno, Homilía in nativ. B. V. M.).

Quiero considerar este año nuevo, oh Jesús mío, como una página en blanco que tu Padre me presenta y en la cual irá escribiendo día tras día lo que haya dispuesto de mí en sus divinos designios. Yo desde este momento escribo en la cabecera de la primera página con absoluta confianza: ‘Domine, fac de me sicut vis’: Señor, haz lo que quieras de mí. Y al final de esa misma página pongo ya desde ahora el amén, el sí de mi aceptación a todas las disposiciones de tu voluntad divina. ¡Oh Señor!, desde este momento, sí a todas las alegrías, a todos los dolores, a todas las gracias, a todas las fatigas que has preparado para mí y que día tras día me irás descubriendo. Haz que mi amén sea el amén de Pascua, seguido siempre por el aleluya, esto es, pronunciado con todo el corazón, con la alegría de una entrega completa. Dame tu amor y tu gracia y no necesitaré otra cosa para ser rico. (Sor Carmela del Espíritu Santo, Escritos inéditos).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

domingo, 7 de enero de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Santoral: Bautismo del Señor


«Dad a Yahvé, hijos de Dios, dad a Yahvé la gloria debida a su nombre» (Salmo 29, 1-2).

También la fiesta de hoy es una «epifanía», esto es, una manifestación de la divinidad de Jesús, realzada por la intervención directa del cielo. La profecía de Isaías acerca del “siervo de Dios”, figura del Mesías, le sirve como preludio. El profeta lo presenta en nombre del Señor: “He aquí a mi Siervo… mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él” (Is 42, 1). Son las grandes características de Cristo: él es por excelencia el “siervo de Dios” consagrado por entero a su gloria, a su servicio, diciendo al venir a este mundo: “Heme aquí que vengo… para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad” (Hb 10, 7); está lleno del Espíritu Santo bajo cuyo influjo cumple su misión salvadora, y Dios se complace en él.

La descripción profética de Isaías tiene su plena realización histórica en el episodio evangélico del bautismo de Jesús. Entonces “descendió el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma, sobre él y se dejó oír del cielo una voz: ‘Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco’.” (Lc 3, 21-22). No es ya un profeta que habla en nombre de Dios, sino Dios mismo y de la manera más solemne. Toda la Santísima Trinidad interviene en la gran epifanía a las orillas del Jordán: el Padre hace oír su voz dando testimonio del Hijo, el Hijo es presentado en Jesús, y el Espíritu Santo desciende visiblemente en forma de paloma sobre él.

La verdad que el profeta Isaías había anunciado en forma velada, “mi siervo” queda sustituida en esta otra: “mi Hijo amado”, que indica directamente la naturaleza divina de Cristo: el Espíritu Santo, que Jesús posee con plenitud precisamente por ser Hijo de Dios, aparece sobre él también en forma visible: Dios habla personal y públicamente, ya que todo el pueblo presente oye su voz (ib. 21).

El bautismo de Jesús es como la investidura oficial de su misión de Salvador; el Padre y el Espíritu Santo garantizan su identidad de Hijo de Dios y lo presentan al mundo para que el mundo acoja su mensaje. De esta manera se actúa en Cristo la historia de la salvación con la intervención de toda la Santísima Trinidad. Muy oportunamente, pues, nos invita hoy la liturgia a glorificar a Dios que se ha revelado con tanta liberalidad: “Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, postraos ante el Señor en el atrio sagrado” (Salmo responsorial).

San Pedro, testigo ocular del bautismo de Cristo, lo presenta, en su discurso a Cornelio, como el principio de la vida apostólica del Señor: “Vosotros sabéis lo acontecido… después del bautismo predicado por Juan, esto es, cómo Jesús de Nazaret le ungió Dios con el Espíritu Santo y con poder, y cómo pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo” (Hc 10, 37-38). Sus palabras son un eco de las de Isaías y del Evangelio. Así en todos estos textos Jesús es presentado como lleno, “ungido” del Espíritu Santo. Así como su vida terrena había comenzado por obra del Espíritu Santo, ahora su vida apostólica comienza con una especial intervención del mismo Espíritu; de él es poseído totalmente y de él es guiado al cumplimiento de su misión.

De modo análogo sucede con el cristiano: por el bautismo nace a la vida en Cristo por la intervención del Espíritu Santo que lo justifica y renueva en todo su ser, formando en él a un hijo de Dios. Y luego cuando, creciendo en edad, debe abrazar de modo responsable y consciente los deberes de la vida cristiana, el Espíritu Santo interviene con una nueva efusión en el sacramento de la confirmación para corroborarlo en la fe y hacerlo valeroso testigo de Cristo. Toda la vida del cristiano se desenvuelve bajo el influjo del Espíritu Santo.

El evangelista Mateo, al narrar el bautismo de Cristo, recuerda la primera negativa de Juan el Bautista para realizar aquel rito: “Soy yo quien debe ser por ti bautizado, ¿y vienes tú a mí?” (Mt 3, 14). Naturalmente el Señor no tenía necesidad de ser bautizado; sin embargo se dirige al Jordán uniéndose a los que iban a pedir el bautismo de penitencia, e insiste ante Juan: “Déjame obrar ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia” (ib 15). La “justicia” que Jesús quiere cumplir es el cumplimiento perfecto de la voluntad del Padre; y como una respuesta a este gesto tan humilde de Jesús que lo coloca a la par de los pecadores, el Padre revela al mundo su dignidad de Mesías y el Espíritu Santo desciende sobre él en forma visible”.

Condición indispensable al cristiano para hacer fructificar la gracia bautismal y para dejarse guiar por el Espíritu Santo es la humildad que le hace buscar en todo la voluntad de Dios, por encima de toda ganancia personal.

 

Las aguas del Jordán cayeron también sobre ti, ¡oh Jesús!, bajo la mirada de las muchedumbres, pero pocos te reconocieron entonces; y este misterio de fe lenta o de indiferencia, que se prolonga a lo largo de los siglos, sigue siendo un motivo de dolor para los que te aman y han recibido la misión de darte a conocer al mundo.

Y del mismo modo que tú, Cordero inocente, te presentaste a Juan en actitud de pecador, atráenos a nosotros a las aguas del Jordán. Allí queremos ir para confesar nuestros pecados y purificar nuestras almas. Y como los cielos abiertos anunciaron la voz del Padre que se complacía en ti, ¡oh Jesús!, también nosotros, superada victoriosamente la prueba, podamos, en los albores de tu resurrección, escuchar en la intimidad de nuestro corazón la misma voz del Padre celestial que reconozca en nosotros a sus hijos. (Juan XXIII, Breviario).

¡Oh Jesús!, tú santo, inocente, sin mancilla; separado de los pecadores, te adelantas como un culpable pidiendo el bautismo de la remisión de los pecados. ¿Qué misterio es éste?... Juan rehúsa con toda energía el administrarte ese bautismo de penitencia... y tú le respondes: «No te opongas ni un solo momento, pues sólo así nos conviene cumplir toda justicia... Y ¿cuál es esta justicia? Son las humillaciones de tu adorable humanidad que, en reverente pleitesía a la santidad infinita, constituyen la satisfacción plena de todas nuestras deudas para con la justicia divina. Tú, justo e inocente, te pones en lugar de toda la humanidad pecadora... ¡Oh Jesús!, que yo me humille contigo reconociendo mi condición de pecador y que renueve la renuncia al pecado hecha en el bautismo. (Columba Marmion, Cristo en sus misterios, 9).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.