«Un día santo brilla para nosotros: venid y adorad al Señor» (Leccionario)
«Hoy nos ha nacido el Salvador, que es Cristo Señor» (Leccionario). Los profetas entrevieron este día a distancia de siglos y lo describieron con profusión de imágenes: «El pueblo que andaba en tinieblas, vio una luz grande» (Is 9, 2). La luz que disipa las tinieblas del pecado, de la esclavitud y de la opresión es el preludio de la venida del Mesías portador de libertad, de alegría y de paz: «Nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo» (ib. 6). La profecía sobrepasa inmensamente la perspectiva de un nuevo David enviado por Dios para liberar a su pueblo y se proyecta sobre Belén iluminando el nacimiento no de un rey poderoso, sino del «Dios fuerte» hecho hombre; él es el «Niño» nacido para nosotros, el «Hijo» que nos ha sido dado. Sólo a él competen los títulos de «Maravilloso Consejero, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz» (ib.).
Pero cuando la profecía se hace historia, brilla una luz infinitamente más grande y el anuncio no viene ya de un mensajero terrestre sino el cielo. Mientras los pastores velaban de noche sobre sus rebaños, «se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvía con su luz... "Os traigo una buena nueva, una gran alegría, que es para todo el pueblo: Os ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías Señor"» (Lc 2, 9-11). El Salvador prometido y esperado desde hacía siglos, está ya vivo y palpitante entre los hombres: «encontraréis un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre» (lb. 12). El nuevo pueblo de Dios posee ya en ese niño al Mesías suspirado desde tiempos antiguos: la inmensa esperanza se ha convertido en inmensa realidad.
San Pablo lo contempla conmovido y exclama: «Se ha manifestado la gracia salutífera de Dios a todos los hombres... Apareció la bondad y el amor hacia los hombres de Dios, nuestro Salvador» (Tt 2, 11; 3, 4). Ha aparecido en el tierno Niño que descansa en el regazo de la Virgen Madre: es nuestro Dios, Dios con nosotros, hecho uno de nosotros, «enseñándonos a negar la impiedad y los deseos del mundo, para que vivamos... con la bienaventurada esperanza en la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro» (lb. 2, 12-13). El arco de la esperanza cristiana está tendido entre dos polos: el nacimiento de Jesús, principio de toda salvación, y su venida al fin de los siglos, meta orientadora de toda la vida cristiana. Contemplando y adorando el nacimiento de Jesús, el creyente debe vivir no cerrado en las realidades y en las esperanzas terrenas, sino abierto a esperanzas eternas, anhelando encontrarse un día con su Señor y Salvador.
La liturgia de las dos primeras misas de Navidad celebra sobre todo el nacimiento de Hijo de Dios en el tiempo, mientras que la tercera se eleva a su generación eterna en el seno del Padre. «Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios» (Jn 1, 1). Siendo Dios como el Padre, el Verbo que había existido siempre y que en el principio del tiempo presidió la obra de la creación, al llegar la plenitud de los tiempos «se hizo carne y habitó entre nosotros» (ib. 14), Misterio inaudito, inefable; y, sin embargo, no se trata de un mito ni de una figura, sino de una realidad histórica y documentada: «y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (ib.). El Evangelista San Juan conoció a Jesús, vivió con él, lo escuchó y tocó, y en él reconoció al Verbo eterno encarnado en nuestra humanidad. Las cosas grandiosas vaticinadas por los profetas en relación con el Mesías, son nada en comparación de esta sublime realidad de un Dios hecho carne.
Juan levanta un poco el velo del misterio: el Hijo de Dios al encarnarse se ha puesto al nivel del hombre para levantar el hombre a su dignidad: «a cuantos le recibieron dioles poder de venir a ser hijos de Dios» (ib. 12). Y no sólo esto, sino que se hizo carne para hacer a Dios accesible al hombre y que éste le conociera: «A Dios nadie le vio jamás; Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, éste le ha dado a conocer» (lb. 18). San Pablo desarrolla este pensamiento: «Después de haber hablado Dios muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas, últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo» (Hb 1; 1-2). Los profetas nos habían transmitido la palabra de Dios, pero Jesús es esa misma Palabra, el Verbo de Dios: Palabra encarnada que traduce a Dios en nuestro lenguaje humano revelándonos sobre todo su infinito amor por los hombres. Los profetas habían dicho cosas maravillosas sobre el amor de Dios; pero el Hijo de Dios encarna esté amor y lo muestra vivo y palpable en su persona. Ese «niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre» (Lc 2, 12), dice a los hombres que Dios los ama hasta dar a su Unigénito para su salvación.
Este
mensaje anunciado un día por los ángeles a los pastores debe ser llevado hoy a
todos los hombres -especialmente a los pobres, a los humildes, a los
despreciados, a los afligidos- no ya por los ángeles sino por los creyentes.
¿De qué serviría, en efecto, festejar el nacimiento de Jesús si los cristianos
no supiesen anunciarlo a los hermanos con su propia vida? Celebra la Navidad de
veras quien recibe en sí al Salvador con fe y con amor cada día más intensos,
quien lo deja nacer y vivir en su corazón para que pueda manifestarse al mundo
a través de la bondad, de la benignidad y de la entrega caritativa de cuantos
creemos en él.
El pueblo que andaba en tinieblas, vio una luz grande. Sobre los que habitan en la tierra de sombras de muerte resplandeció una brillante luz... Porque nos ha nacido un Niño, nos ha sido dado un Hijo que tiene sobre los hombros la soberanía y que se llamará Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz. (Isaías, 9, 2. 6).
¡Oh feliz
mil veces el nacimiento aquel, en que la Virgen Madre, por obra del Espíritu
Santo, dio a luz a nuestro Salvador y el Niño redentor del mundo descubrió su
bendito rostro! Canten las regiones del cielo, cantad ángeles todos, canten la
gloria del Señor todas las criaturas; no cese lengua alguna, vayan acordes las
voces de todos. Mirad que ya aparece aquel a quien los profetas cantaban en los
remotos siglos, el prometido antiguamente en los verídicos libros de los
escritores sagrados; alábenle todas las criaturas. (AURELIO PRUDENCIO, Himno de
todas las horas).
¡Oh Dios!, que de modo admirable has creado al hombre, a tu imagen y semejanza y de un modo más admirable todavía elevaste su condición por Jesucristo; concédenos compartir la vida divina de aquél que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana (Colecta).
Por Cristo Señor resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva; pues al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos (Prefacio III).
¡Oh dulce
Niño de Belén!, haz que yo me acerque con toda el alma a este profundo misterio
de la Navidad. Pon en el corazón de los hombres aquella paz que ellos buscan
tan ásperamente a veces y que sólo tú puedes dar. Ayúdanos a conocernos mejor y
a vivir fraternamente como hijos de un mismo Padre. Descúbrenos tu belleza, tu
santidad y tu pureza. Despierta en nuestro corazón el amor y el agradecimiento
por tu infinita bondad. Une a todos los hombres en la caridad. Y danos tu
celeste paz. (JUAN XXIII, Breviario).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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