«Gloria a ti, Cristo, luz
que alumbras a las naciones» (Lc 2, 32).
La
Liturgia de esta fiesta tiene un tono solemne y gozoso por la primera entrada
de Cristo en el templo y, al mismo tiempo, un todo sacrificial porque viene
para ser inmolado.
Da
la entonación la profecía de Malaquías (3, 1-4): «entrará en su santuario el
Señor a quien vosotros buscáis» (ib 1). Es fácil aplicar este texto al hecho que
hoy conmemora: la llegada de Cristo al templo donde, cuarenta días después de
su nacimiento, es presentado por María y José, según las prescripciones de la
ley mosaica. El Hijo de Dios, al encarnarse, quiso «parecerse en todo a sus
hermanos» (Hb 2, 17; 2.ª lectura); sin dejar de ser Dios, quiso ser verdadero
hombre entre los hombres, meterse en su historia y compartir en todo su vida,
sin excluir la observancia de la ley prescrita para el hombre pecador. El
cumplimiento de la ley es así la ocasión para que Jesús se encuentre en el
templo con su pueblo que le aguardaba en la fe. En efecto, es recibido por
Simeón «hombre justo y piadoso que aguardaba el consuelo de Israel» (Lc 2, 25),
y por la profetisa Ana que vivía en la oración y penitencia. Iluminados por el
Espíritu Santo, reconocen ambos en aquel niñito presentado por una joven madre
con la humilde ofrenda de los pobres, al Salvador prometido y prorrumpen en
himnos de alabanza. Simeón lo toma entre sus brazos exclamando: «Ahora, Señor,
según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han
visto a tu Salvador» (ib 29- 30); y Ana habla de él con entusiasmo «a todos los
que aguardaban la liberación de Israel» (ib 38).
Recordando
este suceso la Liturgia invita hoy a los fieles a ir al encuentro de Cristo en
la casa de Dios, donde lo encontrarán en la celebración de la Eucaristía, para
saludarlo como a su Salvador, para ofrecerle el homenaje de una fe y un amor
ardientes, semejantes a los de Simeón y Ana, y, en fin, para recibirlo no entre
los brazos sino en el corazón. Este es el significado de la procesión de «la
Candelaria»: ir al encuentro de Cristo «luz del mundo» con la llama encendida
de la vida cristiana que debe ser un reflejo luminoso de su resplandor.
Según
la profecía de Malaquías, el Señor viene a su templo para purificar al pueblo
del pecado, para que pueda presentar a Dios «la ofrenda como es debido», la
cual «entonces agradará al Señor» (MI 3, 3-4). La primera ofrenda, que instaura
el culto perfecto y da valor a toda otra oblación, es precisamente la que
Cristo hizo de sí al Padre. Para él no valió el rescate ofrecido, como valía
para todos los primogénitos de los judíos; pues era la víctima voluntaria que
sería sacrificada por la salvación del mundo. Pero aceptando su condición de
recién nacido, Jesús quiso ser ofrecido por las manos de su Madre, que aparece
así en su función de corredentora. María no ignora que Jesús es el Salvador del
mundo y, a través del velo de las profecías, intuye que Jesús cumplirá su
misión por un misterio de dolor, en el que ella, como madre, deberá participar.
La profecía de Simeón se lo confirma claramente: «a ti una espada te traspasará
el alma» (Lc 2, 35). María comprende y en lo secreto de su corazón repite el
fiat como en Nazaret. Ofreciendo a su hijo, se ofrece a sí misma, comenzando
así su pasión de madre que asociará cada día más a la del Hijo.
Otra
similitud entre la Madre y el Hijo es la humildad profunda con que María, aunque
consciente de su virginidad, se rebaja al nivel de las otras mujeres y
confundida entre ellas se presenta al sacerdote para el rito de la purificación.
Jesús no debía ser rescatado, María no necesitaba ser purificada y, sin
embargo, se someten a estas leyes para enseñar a los hombres el respeto y la
fidelidad a los mandatos del Señor, y el valor de la humildad y la obediencia.
La
purificación de María, unida a la presentación de Jesús, es símbolo de la purificación
de que el hombre está siempre, tan necesitado y que sólo puede ser obtenido por
los méritos de Cristo presentado al Padre para «expiar así los pecados del
pueblo» (Hb 2, 17). Como presentó a su Hijo, así presente María a todo fiel a
Dios, y su mediación maternal lo disponga a la purificación que debe operarse
en él. La oblación inmaculada y santa de Cristo lo santifique y lo haga capaz
de ofrecer al Padre oraciones y sacrificios aceptos a su majestad divina.
Todos
corremos a tu encuentro, oh Cristo, los que sincera y profundamente adoramos tu
misterio, nos encaminamos a ti llenos de alegría... Llevamos cirios encendidos,
como símbolo de tu resplandor divino.
Gracias a
ti resplandece la creación, y se inunda de una luz eterna que disipa las
tinieblas del mal. Po estos cirios encendidos sean, sobre todo, símbolo del resplandor
interior con que queremos prepararnos al encuentro contigo, oh Cristo. Pues
como tu Madre, virgen purísima, te llevó entre sus brazos a ti, luz verdadera,
ofreciéndote a los que se encontraban en las tinieblas, así también nosotros,
teniendo en las manos esta luz visible a todos e iluminados con su resplandor,
vamos de prisa al encuentro contigo, que eres la verdadera luz...
Ha
llegado la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo... Todos juntos
venimos a ti, oh Cristo, para dejarnos invadir de tu esplendor y para recibirte
como el anciano Simeón, oh eterna luz viviente. Con él exultamos de gozo y
cantamos un himno de agradecimiento a Dios. Padre de la luz, que nos ha enviado
la luz verdadera para sacarnos de las tinieblas y hacernos luminosos. (San
Sofronio de Jerus, De Hipapante, 3, 6-7).
Ofrece tu
Hijo, Virgen sagrada, y presenta al Señor el fruto bendito de tu seno virginal.
Ofrece para nuestra reconciliación la víctima santa y agradable a Dios. Por
todos modos aceptará Dios Padre la nueva ofrenda y preciosísima víctima, de la
cual dice él mismo: «Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias»...
Yo os
ofreceré voluntariamente un sacrificio, Señor, porque voluntariamente fuiste
ofrecido por mi salud, no por tu necesidad... Dos cosas tengo, Señor, que son
el cuerpo y el alma ¡Ojalá que te las pueda ofrecer en sacrificio de alabanza!
Mejor es para mí y mucho más útil y glorioso ofrecerme a ti que dejarme para mí
mismo. Porque en mí mismo se turba mi alma, y mi espíritu se alegrará en ti si
es ofrecido sinceramente... No quiere Dios mi muerte, ¿y no le ofreceré yo
gustosamente mi vida? Esta es una víctima pacífica, víctima agradable a Dios,
víctima viva. (San Bernardo, In Purificatione B. V. Mariae, 3, 2-3).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.