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martes, 25 de marzo de 2025

INTIMIDAD DIVINA – Santoral: La Anunciación del Señor

 

«Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad» (Salmo responsorial).

El motivo dominante de la liturgia de esta solemnidad es el del ofrecimiento y entrega total a Dios. Se canta en la antífona de entrada, se repite en el estribillo del salmo responsorial y se proclama en la segunda lectura: «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Hb 10, 5-7). Expresa las disposiciones de Cristo y de su Madre íntimamente unidos en una actitud idéntica de ofrecimiento y de aceptación.

El autor de la Carta a los Hebreros sacó esas palabras del salterio (SI 39, 8.9) y las recibió como pronunciadas por el Hijo de Dios en el momento de su encarnación: «Cuando Cristo entró en el mundo, dijo: "Tú no quieres sacrificios ni ofrendas; pero me has preparado un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias". Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: "Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad"» (Hb 10, 5-7). Antes que el Hijo de Dios pronunciase en el tiempo su ofrecimiento, antes que tomase el cuerpo que el Padre había determinado prepararle en el seno de una humilde doncella, era necesario que ese mismo ofrecimiento fuese hecho por la que debía ser su Madre.

Dios, en efecto, infinitamente respetuoso de la libertad de su criatura, «quiso que precediera a la encarnación la aceptación de la Madre predestinada» (LG 56). Y María al anuncio del ángel, hizo su ofrecimiento: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). La diferencia de términos no anula la Identidad de significado y de disposiciones. El Ecce ancilla Domini de María es el eco perfecto en el tiempo del Ecce eterno del Verbo y hace posible su actuación. Su ofrecimiento se funde con el de Cristo formando una única oblación que Madre e Hijo vivirán inseparablemente unidos hasta consumarla en el Calvario para gloria del Padre y redención de los hombres.

Así hoy, guiados por la Liturgia, los fieles celebran la ofrenda más excelsa que jamás haya sido presentada a Dios y de la que salió nuestra salvación. Mientras dan gracias a Cristo y a su Madre por este don inmenso, le suplican los haga capaces de ofrecerse a Dios sin reservas para que se cumpla en ellos toda su voluntad. «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad».

En la solemnidad de la Anunciación, aparece Jesús más unido que nunca a María no sólo en el relato evangélico, sino también en la profecía de Isaías que hoy se lee en la primera lectura (7, 10-14). En un momento crítico de la historia de Israel, el profeta anuncia al rey Acaz un salvador extraordinario enviado por Dios, cuyo nacimiento será de una virgen: «Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pone por nombre Emmanuel» (ib 14).

El vaticinio, aunque pronunciado en un contexto de detalles que se refieren a la historia de aquellos tiempos, es demasiado explícito para no reconocer en él el primer anuncio misterioso de la encarnación del Hijo de Dios en el seno de la Virgen de Nazaret. Así lo interpreta Mateo, que lo reproduce textualmente como conclusión de su narración del nacimiento de Jesús: «Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: "Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo y le pone por nombre Emmanuel, que significa: Dios con nosotros"» (1, 22-23).

En el Evangelio del día, Lucas refiere el hecho histórico del anuncio del nacimiento de Jesús (1, 26-38). La narración es abiertamente mariana, sea porque sólo María puede haberla referido, sea porque fue ella la protagonista. Pero todo está en función del que había de venir: Jesús. Este es designado como «Hijo del Altísimo», a quien se le dará «el trono de David..., y su reino no tendrá fin» (ib 32-33). Su concepción en el seno de María no será por obra de varón, sino por intervención divina especial: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Ib 35).

Ante la grandeza inaudita de este anuncio, María se abisma en un acto de fe y de humildad sin precedentes. Justamente porque es humilde, cree cosas humanamente imposibles; primera entre todas las criaturas cree la Virgen en Cristo Hijo de Dios, que, por un misterio inexplicable, está para hacerse en ella hombre verdadero. Creyendo acepta, pero su humildad no le permite ofrecerse a Dios sino en cualidad de esclava; y Dios responde al punto haciendo de ella la madre intacta de su Unigénito. Misterio de misericordia infinita por parte del Altísimo; acto de humildad y de fe por parte de María. «La Virgen escucha, cree y concibe», dice San Agustín (Sermón 196, 1, 1). Humildad y fe son la tierra fértil en la que Dios realiza los milagros de su amor todopoderoso.

 

¡Oh Verbo!, tú te lanzas hacia la [criatura] imagen tuya y por amor a la carne te revestiste de carne; por amor a mi alma, te dignas fundir tu persona divina con un alma inteligente... ¡Oh fusión inaudita, oh compenetración paradójica! Tú, que eres el que es, vienes al tiempo, increado, te haces objeto de creación. Tú que no puedes ser contenido en ningún lugar, entras en el tiempo y en el espacio y un alma espiritual se convierte en mediadora entre la divinidad y la pesadez de la carne. Tú que lo enriqueces todo, te haces pobre y sufres la pobreza de mi carne, para que sea yo enriquecido con tu divinidad. Tú que eres la plenitud, te vacías; te despojas por un tiempo de tu gloria, para que pueda yo participar de tu plenitud.

¡Qué riqueza de bondad! ¡Qué inmenso misterio te envuelve! He sido hecho partícipe de tu imagen, Dios mío, pero no he sabido guardarla; ahora tú te haces partícipe de mi carne para salvar la imagen que me diste y para hacer inmortal mi carne. (San Gregorio Nacienceno, Oratio, 45, 9).

¡Oh María!, vaso de humildad, en el que está y arde la llama del verdadero conocimiento, por el que te levantaste por encima de ti y por eso agradaste al Padre eterno, por lo cual él te arrebató y te atrajo a sí, amándote con singular amor. Con esta luz y fuego de tu caridad y con el aceite de tu humildad atrajiste e inclinaste a su divinidad a venir a ti; aunque antes fue atraído para venir a nosotros por el ardentísimo fuego de su inestimable caridad...

¡Oh María, dulcísimo amor mío!, en ti está escrito el Verbo, del que hemos recibido la doctrina de la vida... Yo veo que este Verbo, apenas escrito en ti, no estuvo sin la cruz del santo deseo; apenas concebido en ti, le fue infundido y unido el deseo de morir por la salvación del hombre, para lo que se encarnó...

¡Oh María!, hoy tu tierra nos ha germinado al Salvador... ¡Oh María! Bendita seas entre todas las mujeres por todos los siglos, que hoy nos has dado parte de tu harina. Hoy le Deidad se ha unido y amasado con nuestra humanidad tan fuertemente, que jamás se pudo separar ya esta unión ni por la muerte ni por nuestra ingratitud. (Santa Catalina de Siena, Elevaciones, 15).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


lunes, 3 de febrero de 2025

domingo, 2 de febrero de 2025

INTIMIDAD DIVINA – Santoral: La Presentación del Señor

 

«Gloria a ti, Cristo, luz que alumbras a las naciones» (Lc 2, 32).

La Liturgia de esta fiesta tiene un tono solemne y gozoso por la primera entrada de Cristo en el templo y, al mismo tiempo, un todo sacrificial porque viene para ser inmolado.

Da la entonación la profecía de Malaquías (3, 1-4): «entrará en su santuario el Señor a quien vosotros buscáis» (ib 1). Es fácil aplicar este texto al hecho que hoy conmemora: la llegada de Cristo al templo donde, cuarenta días después de su nacimiento, es presentado por María y José, según las prescripciones de la ley mosaica. El Hijo de Dios, al encarnarse, quiso «parecerse en todo a sus hermanos» (Hb 2, 17; 2.ª lectura); sin dejar de ser Dios, quiso ser verdadero hombre entre los hombres, meterse en su historia y compartir en todo su vida, sin excluir la observancia de la ley prescrita para el hombre pecador. El cumplimiento de la ley es así la ocasión para que Jesús se encuentre en el templo con su pueblo que le aguardaba en la fe. En efecto, es recibido por Simeón «hombre justo y piadoso que aguardaba el consuelo de Israel» (Lc 2, 25), y por la profetisa Ana que vivía en la oración y penitencia. Iluminados por el Espíritu Santo, reconocen ambos en aquel niñito presentado por una joven madre con la humilde ofrenda de los pobres, al Salvador prometido y prorrumpen en himnos de alabanza. Simeón lo toma entre sus brazos exclamando: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador» (ib 29- 30); y Ana habla de él con entusiasmo «a todos los que aguardaban la liberación de Israel» (ib 38).

Recordando este suceso la Liturgia invita hoy a los fieles a ir al encuentro de Cristo en la casa de Dios, donde lo encontrarán en la celebración de la Eucaristía, para saludarlo como a su Salvador, para ofrecerle el homenaje de una fe y un amor ardientes, semejantes a los de Simeón y Ana, y, en fin, para recibirlo no entre los brazos sino en el corazón. Este es el significado de la procesión de «la Candelaria»: ir al encuentro de Cristo «luz del mundo» con la llama encendida de la vida cristiana que debe ser un reflejo luminoso de su resplandor.

Según la profecía de Malaquías, el Señor viene a su templo para purificar al pueblo del pecado, para que pueda presentar a Dios «la ofrenda como es debido», la cual «entonces agradará al Señor» (MI 3, 3-4). La primera ofrenda, que instaura el culto perfecto y da valor a toda otra oblación, es precisamente la que Cristo hizo de sí al Padre. Para él no valió el rescate ofrecido, como valía para todos los primogénitos de los judíos; pues era la víctima voluntaria que sería sacrificada por la salvación del mundo. Pero aceptando su condición de recién nacido, Jesús quiso ser ofrecido por las manos de su Madre, que aparece así en su función de corredentora. María no ignora que Jesús es el Salvador del mundo y, a través del velo de las profecías, intuye que Jesús cumplirá su misión por un misterio de dolor, en el que ella, como madre, deberá participar. La profecía de Simeón se lo confirma claramente: «a ti una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 35). María comprende y en lo secreto de su corazón repite el fiat como en Nazaret. Ofreciendo a su hijo, se ofrece a sí misma, comenzando así su pasión de madre que asociará cada día más a la del Hijo.

Otra similitud entre la Madre y el Hijo es la humildad profunda con que María, aunque consciente de su virginidad, se rebaja al nivel de las otras mujeres y confundida entre ellas se presenta al sacerdote para el rito de la purificación. Jesús no debía ser rescatado, María no necesitaba ser purificada y, sin embargo, se someten a estas leyes para enseñar a los hombres el respeto y la fidelidad a los mandatos del Señor, y el valor de la humildad y la obediencia.

La purificación de María, unida a la presentación de Jesús, es símbolo de la purificación de que el hombre está siempre, tan necesitado y que sólo puede ser obtenido por los méritos de Cristo presentado al Padre para «expiar así los pecados del pueblo» (Hb 2, 17). Como presentó a su Hijo, así presente María a todo fiel a Dios, y su mediación maternal lo disponga a la purificación que debe operarse en él. La oblación inmaculada y santa de Cristo lo santifique y lo haga capaz de ofrecer al Padre oraciones y sacrificios aceptos a su majestad divina.

 

Todos corremos a tu encuentro, oh Cristo, los que sincera y profundamente adoramos tu misterio, nos encaminamos a ti llenos de alegría... Llevamos cirios encendidos, como símbolo de tu resplandor divino.

Gracias a ti resplandece la creación, y se inunda de una luz eterna que disipa las tinieblas del mal. Po estos cirios encendidos sean, sobre todo, símbolo del resplandor interior con que queremos prepararnos al encuentro contigo, oh Cristo. Pues como tu Madre, virgen purísima, te llevó entre sus brazos a ti, luz verdadera, ofreciéndote a los que se encontraban en las tinieblas, así también nosotros, teniendo en las manos esta luz visible a todos e iluminados con su resplandor, vamos de prisa al encuentro contigo, que eres la verdadera luz...

Ha llegado la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo... Todos juntos venimos a ti, oh Cristo, para dejarnos invadir de tu esplendor y para recibirte como el anciano Simeón, oh eterna luz viviente. Con él exultamos de gozo y cantamos un himno de agradecimiento a Dios. Padre de la luz, que nos ha enviado la luz verdadera para sacarnos de las tinieblas y hacernos luminosos. (San Sofronio de Jerus, De Hipapante, 3, 6-7).

 

Ofrece tu Hijo, Virgen sagrada, y presenta al Señor el fruto bendito de tu seno virginal. Ofrece para nuestra reconciliación la víctima santa y agradable a Dios. Por todos modos aceptará Dios Padre la nueva ofrenda y preciosísima víctima, de la cual dice él mismo: «Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias»...

Yo os ofreceré voluntariamente un sacrificio, Señor, porque voluntariamente fuiste ofrecido por mi salud, no por tu necesidad... Dos cosas tengo, Señor, que son el cuerpo y el alma ¡Ojalá que te las pueda ofrecer en sacrificio de alabanza! Mejor es para mí y mucho más útil y glorioso ofrecerme a ti que dejarme para mí mismo. Porque en mí mismo se turba mi alma, y mi espíritu se alegrará en ti si es ofrecido sinceramente... No quiere Dios mi muerte, ¿y no le ofreceré yo gustosamente mi vida? Esta es una víctima pacífica, víctima agradable a Dios, víctima viva. (San Bernardo, In Purificatione B. V. Mariae, 3, 2-3).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

jueves, 16 de enero de 2025

JESUCRISTO, TÚ SÍ QUE VALES: La dirección espiritual, ¿cómo hacerla?

 

Tema del episodio Nº 06 del ciclo:

La dirección espiritual, ¿cómo hacerla?

“Jesucristo, Tú sí que vales”, es un micro programa de reflexión vocacional, realizado por el sacerdote, periodista y escritor argentino residente en España, José Antonio Medina Pellegrini, quien era en el momento de su emisión original en antena el Director Espiritual del Seminario "San Bartolomé" de la Diócesis de Cádiz y Ceuta, España.

Se emitió originalmente en el curso pastoral 2012-2013 todos los viernes al mediodía en Cope Cádiz, y posteriormente por Radio María España.

La locución está realizada por el Sr. Nino Romero.

domingo, 5 de enero de 2025

INTIMIDAD DIVINA – 2º Domingo después de Navidad: “El Verbo se hizo carne”

 

«Gloria a ti oh Cristo, predicado a las naciones, creído en el mundo» (2 Tm 3, 16).

«El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14); este versículo del cuarto Evangelio, repetido como estribillo en el salmo responsorial, sintetiza la liturgia del segundo domingo después de Navidad, que prolonga la reflexión sobre el misterio del Verbo encarnado.

La primera lectura (Ec 24, 1-4, 8-12) nos introduce el argumento. Es la descripción de la Sabiduría divina que desde el principio de la creación ha estado presente en el mundo ordenando todas las cosas y que, por voluntad del Altísimo, ha puesto su «tienda en Jacob», es decir, entre el pueblo de Israel: «tuve en Sión morada y estable... Eché raíces en el pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad». En el Antiguo Testamento la sabiduría es considerada como atributo y como presencia de Dios entre los hombres.

Pero el Nuevo Testamento supera inmensamente esta posición. La sabiduría de Dios se presenta como Persona divina, y no de una manera alegórica, sino del modo más real y concreto: es Cristo Jesús, Hijo de Dios, que encarna toda la sabiduría del Padre y es la «sabiduría de Dios» (1 Cr 1, 24). En Cristo la Sabiduría de Dios toma carne humana y viene a morar entre los hombres para revelarles los misterios de Dios y guiarlos más directamente a él. No se trata de una revelación que se detiene en el plano del conocimiento, sino que tiende por el contrario a lanzar a los hombres en el mismo torrente de la vida divina para hacerlos hijos de Dios.

Tema éste que san Pablo desarrolla en la segunda lectura: Dios nos eligió y «nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo» (Ef 1, 4-5). La comprensión de este plan divino, que coincide con la historia de la salvación, debe estar a la base de la formación de todos los creyentes; por eso pide el Apóstol a Dios que les conceda «espíritu de sabiduría y de revelación» iluminando sus corazones para que entiendan cuál es la esperanza a les ha llamado (ib. 17-18). ¿Pero quién, fuera de Jesús, que es la Sabiduría y la Palabra del Padre, puede revelar plenamente a los hombres estas divinas realidades? Escuchando y contemplando a Jesús, el hombre descubre los maravillosos designios de Dios para su salvación y a cuál esperanza ha ido llamado.

Mientras san Pablo se complace en presentar a Cristo como «sabiduría de Dios» (1 Cr 1, 24), «irradiación de su gloria e impronta de su sustancia» (Hb 1, 3), el evangelista san Juan nos lo presenta como el Verbo, significando con este término el pensamiento y la palabra de Dios. Se trata de la misma realidad divina presentada con matices diversos; el Hijo de Dios es Dios, igual en todo al Padre: en él está toda la sabiduría, todo el pensamiento, toda la palabra del Padre; él es el Verbo.

«Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios» (Jn 1, 1). Así nos presenta Juan la segunda Persona de la Santísima Trinidad, que preside con el Padre y el Espíritu Santo la creación del universo; pero sobre todo la presenta como vida y luz de los hombres que viene al mundo para vivificarlos e iluminarlos. «Era la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre... Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron. Mas a cuantos le recibieron les dio poder de poder ser hijos de Dios» (ib. 9. 11-12). Es el mismo pensamiento expresado por san Pablo en la carta a los Efesios. El Verbo, Hijo de Dios, encarnándose viene al mundo, se llama Cristo Jesús y los que le reciben, o sea, los que «creen en su nombre» (ib. 12), en él y por él se hacen hijos de Dios.

El sublime prólogo de Juan culmina en la contemplación del Verbo encarnado: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria» (ib. 14). No es ya la sabiduría como atributo y signo de la presencia de Dios la que viene a poner su tienda entre los hombres, sino la Sabiduría como segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo de Dios «hecho carne», hecho verdadero hombre. El Evangelista habla de él como testimonio ocular: lo ha visto con sus propios ojos, lo ha tocado con sus manos y escuchado con sus oídos (1 Jn 1, 1-3); lo ha visto Hombre entre los hombres, conviviendo su misma vida; pero al mismo tiempo ha podido contemplar su gloria: en el Tabor, en las apariciones después de la Resurrección, en la Ascensión al cielo. Todo lo que el Evangelista ha visto y contemplado quiere transfundirlo en los que lean su testimonio, para que crean en Cristo, Verbo encarnado, para que todos le acojan y reciban de su plenitud «gracia sobre gracia» (Jn 1, 16) y en especial la gracia de conocer a Dios. «A Dios nadie le vio jamás; el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer» (ib. 18).

 

La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Glorifica al Señor, Jerusalén, alaba al Señor tu Dios, Sión... Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina; él envía su mensaje a la tierra, y su palabra corre veloz. (Leccionario, responsorial).

¡Oh Sabiduría eterna, llena de bondad e infinitamente benéfica!, tú has constituido tu placer y tus delicias en estar y conversar con los hombres. Y esto se realizó cuando tú, oh Verbo, te hiciste hombre y pusiste tu morada entre los hombres. Que yo me deleite contigo, oh Verbo, pensamiento y sabiduría de Dios. Que yo escuche la palabra que me habla en un profundo y admirable silencio. Que la escuche con los oídos del corazón, diciéndote con Samuel: «Habla, oh Señor, que tu siervo escucha». Haz que, imponiéndome silencio a mí mismo y a todo lo que no es Dios, deje correr dulcemente mi corazón hacia el Verbo, hacia la Sabiduría eterna... que se hizo hombre y estableció su morada en medio de nosotros. (Cfr. J. B. Bossuet, Elevazioni a Dio sui misteri).

Jesucristo, Señor y Dios nuestro, por la voluntad del Padre en los tiempos eternos, naciste en los últimos tiempos de una Virgen que no conoció varón; te sometiste a la ley para rescatarnos de la ley, liberarnos de la servidumbre de la corrupción y concedernos la dignidad de hijos... Señor mío, líbrame ahora de toda vanidad, realiza tu promesa y líbranos de la vergüenza del pecado, para llenar nuestros corazones con el Espíritu Santo, que podamos decir: Abba, Padre. Haz de nosotros hijos de tu Padre, sálvanos de todos los males de este mundo. (Oraciones de los primeros cristianos).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

domingo, 24 de noviembre de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 34º Domingo del Tiempo Ordinario: Jesucristo, Rey del Universo

 

«A aquel que nos amó, nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre..., la gloria y el poder por los siglos de los siglos» (Ap 1, 5-6).

La solemnidad de hoy, puesta al fin del año litúrgico, aparece como la síntesis de los misterios de Cristo conmemorados durante el año, y como el vértice desde donde brilla con mayor luminosidad su figura de Salvador y Señor de todas las cosas. En las dos primeras lecturas domina la idea de la majestad y la potestad regia de Cristo. La profecía de Daniel (7, 13-14) prevé su aparición «entre las nubes del cielo» (lb 13), fórmula tradicional que indica el retorno glorioso de Cristo al fin de los tiempos para juzgar al mundo. Pues «a él se le dio poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su poder es eterno, no cesará. Su reino no acabará» (ib 14). Dios -«el Anciano» (ib 13)- lo ha constituido Señor de toda la creación confiriéndole un poder que rebasa los confines del tiempo.

Este concepto es corroborado en la segunda lectura (Ap 1, 5-8) con la famosa expresión: «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso» (ib 8). Cristo-Verbo eterno es «el que es» y ha sido siempre, principio y fin de toda la creación; Cristo-Verbo encarnado es el que viene a salvar a los hombres, principio y fin de toda la redención, y es además el que vendrá un día a juzgar al mundo. «¡Mirad! El viene en las nubes. Todo ojo lo verá; también los que le atravesaron. Todos los pueblos de la tierra se lamentarán por su causa» (ib 7). De este modo a la visión grandiosa de Cristo Señor universal se une la de Cristo crucificado, y ésta reclama la consideración de su inmenso amor: «nos amó, nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre» (ib 5).

Rey y Señor, no ha escogido otro camino para librar a los hombres del pecado que lavarlos con su propia sangre. Sólo a ese precio los ha introducido en su reino, donde son admitidos no tanto como súbditos cuanto como hermanos y coherederos, como copartícipes de su realeza y de su señorío sobre todas las cosas, para que con él, único Sacerdote, puedan ofrecer y consagrar a Dios toda la creación. «Nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre» (ib 6). Hasta ese punto ha querido Cristo Señor hacer partícipe al hombre de sus grandezas.

También el Evangelio (Ji 18, 33b-37) presenta la realeza de Cristo en relación con su pasión y a la vez la contrapone a las realezas terrestres. Todo ello a base de la conversación entre Jesús y Pilatos. Mientras que el Señor siempre se había sustraído a las multitudes que en los momentos de entusiasmo querían proclamarlo rey, ahora que está para ser condenado a muerte, confiesa su realeza sin reticencias. A la pregunta de Pilatos: «Con que ¿tú eres rey?», responde: «Tú lo dices: Soy Rey» (ib 37). Pero había declarado de antemano: «Mi reino no es de este mundo» (ib 36).

La realeza de Cristo no está en función de un dominio temporal y político, sino en un señorío espiritual que consiste en anunciar la verdad y conducir a los hombres a la Verdad suprema, liberándolos de toda tiniebla de error y de pecado. «Para esto he venido al mundo -dice Jesús-; para ser testigo de la verdad» (ib 37). El es el «Testigo fiel» (2.° lectura) de la verdad -o sea del misterio de Dios y de sus designios para la salvación del mundo-, que ha venido a revelar a los hombres y a testimoniar con el sacrificio de la vida. Por eso únicamente cuando está para encaminarse a la cruz, se declara Rey; y desde la cruz atraerá a todos a sí (Jn 12, 32). Es impresionante que en el Evangelio de Juan, el evangelista teólogo, el tema de la realeza de Cristo esté constantemente enlazado con el de su pasión. En realidad la cruz es el trono real de Cristo; desde la cruz extiende los brazos para estrechar a sí a todos los hombres y desde la cruz los gobierna con su amor. Para que reine sobre nosotros, hay que dejarse atraer y vencer por ese amor.

 

Dios todopoderoso y eterno, que quisiste fundar todas las cosas en tu Hijo muy amado, Rey del universo; haz que toda la creación, liberada de la esclavitud del pecado, sirva a tu Majestad y te glorifique sin fin. (Misal Romano, Colecta).

Rey sois, Dios mío, sin fin, que no es reino prestado el que tenéis. Cuando en el Credo se dice: «Vuestro reino no tiene fin», casi siempre me es particular regalo. Aláboos, Señor, y bendígoos para siempre; en fin, vuestro reino durará para siempre (Santa Teresa de Jesús, Camino, 22, 1).

¡Oh Jesús mío! ¡Quién pudiese dar a entender la majestad con que os mostráis! Y cuán Señor de todo el mundo y de los cielos y de otros mil mundos y sin cuento mundo y cielos que vos creasteis, entiende el alma, según con la majestad que os representáis, que no es nada para ser Vos Señor de ello. Aquí se ve claro, Jesús mío, el poco poder de todos los demonios en comparación del vuestro, y cómo quien os tuviere contento puede repisar el infierno todo... Veo que queréis dar a entender al alma mía cuán grande es [vuestra majestad] y el poder que tiene esta sacratísima Humanidad junto con la Divinidad. Aquí se representa bien qué será el día del Juicio ver esta majestad de este Rey, y verle con rigor para los malos. Aquí es la verdadera humildad que deja en el alma, de ver su miseria, que no la puede ignorar. Aquí la confusión y verdadero arrepentimiento de los pecados, que, aun con verle que muestra amor, no sabe adónde se meter, y así se deshace toda. (Santa Teresa de Jesús, Vida, 28, 8-9).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

  

jueves, 1 de agosto de 2024

ES TIEMPO DE MISERICORDIA (audios): Las obras de misericordia son el testamento de Jesús

Tema del programa Nº 21 del ciclo:

Las obras de misericordia son el testamento de Jesús

“Es tiempo de Misericordia”, es un micro programa de evangelización, realizado por el sacerdote, periodista y escritor argentino residente en España, José Antonio Medina Pellegrini, que se emitió dentro del Programa “Iglesia Noticia” de la Diócesis de Getafe.

Su día y horario de emisión fue el domingo a las 09:45 hs y fue transmitido por Cadena Cope, en las siguientes frecuencias: Cope Comunidad 101.0 FM, Cope Madrid Sur 89.7 FM, Cope Jarama. 100.5 FM y Cope Pinares 92.2 FM (cada una de estas frecuencias se escuchan en la zona sur de Madrid), desde el mes de febrero hasta diciembre de 2016.

“Es tiempo de Misericordia” nos presenta en cada una de sus emisiones distintas alocuciones, homilías y catequesis del Santo Padre Francisco sobre la Divina Misericordia, para que nosotros, al escucharlas, nos decidamos a ser receptores de la misma y a darla, a manos llenas, a nuestros hermanos.

Locución: Cristina Lozano

viernes, 7 de junio de 2024

¡BUENOS DÍAS, ÁVILA! (audios): España y el Sagrado Corazón de Jesús


Tema de esta emisión:

España y el Sagrado Corazón de Jesús

Este ciclo radiofónico incluye una serie de reflexiones del Padre José Medina que nos pretenden hacer ver el nuevo día con ilusión y esperanza, centrados en Cristo Jesús.

¡Buenos días, Ávila! se emitió originalmente en días rotativos a las 8 de la mañana durante los años 2009-2010 en Cadena Cope Ávila, España.

lunes, 8 de enero de 2024

FE Y VIDA (audios): El Bautismo del Señor y nuestro bautismo



Tema de esta emisión:

El Bautismo del Señor y nuestro bautismo

Este ciclo radiofónico incluye una serie de reflexiones del Padre José Medina que nos pretenden acercar la fe en Cristo a la vida cotidiana.

Se emitió originalmente los lunes del curso 2009-2010 por la mañana en Cadena Cope Ávila, en el programa “La mañana en Ávila” con la conducción del periodista Javier Ruiz Ayúcar.




domingo, 7 de enero de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Santoral: Bautismo del Señor


«Dad a Yahvé, hijos de Dios, dad a Yahvé la gloria debida a su nombre» (Salmo 29, 1-2).

También la fiesta de hoy es una «epifanía», esto es, una manifestación de la divinidad de Jesús, realzada por la intervención directa del cielo. La profecía de Isaías acerca del “siervo de Dios”, figura del Mesías, le sirve como preludio. El profeta lo presenta en nombre del Señor: “He aquí a mi Siervo… mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él” (Is 42, 1). Son las grandes características de Cristo: él es por excelencia el “siervo de Dios” consagrado por entero a su gloria, a su servicio, diciendo al venir a este mundo: “Heme aquí que vengo… para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad” (Hb 10, 7); está lleno del Espíritu Santo bajo cuyo influjo cumple su misión salvadora, y Dios se complace en él.

La descripción profética de Isaías tiene su plena realización histórica en el episodio evangélico del bautismo de Jesús. Entonces “descendió el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma, sobre él y se dejó oír del cielo una voz: ‘Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco’.” (Lc 3, 21-22). No es ya un profeta que habla en nombre de Dios, sino Dios mismo y de la manera más solemne. Toda la Santísima Trinidad interviene en la gran epifanía a las orillas del Jordán: el Padre hace oír su voz dando testimonio del Hijo, el Hijo es presentado en Jesús, y el Espíritu Santo desciende visiblemente en forma de paloma sobre él.

La verdad que el profeta Isaías había anunciado en forma velada, “mi siervo” queda sustituida en esta otra: “mi Hijo amado”, que indica directamente la naturaleza divina de Cristo: el Espíritu Santo, que Jesús posee con plenitud precisamente por ser Hijo de Dios, aparece sobre él también en forma visible: Dios habla personal y públicamente, ya que todo el pueblo presente oye su voz (ib. 21).

El bautismo de Jesús es como la investidura oficial de su misión de Salvador; el Padre y el Espíritu Santo garantizan su identidad de Hijo de Dios y lo presentan al mundo para que el mundo acoja su mensaje. De esta manera se actúa en Cristo la historia de la salvación con la intervención de toda la Santísima Trinidad. Muy oportunamente, pues, nos invita hoy la liturgia a glorificar a Dios que se ha revelado con tanta liberalidad: “Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, postraos ante el Señor en el atrio sagrado” (Salmo responsorial).

San Pedro, testigo ocular del bautismo de Cristo, lo presenta, en su discurso a Cornelio, como el principio de la vida apostólica del Señor: “Vosotros sabéis lo acontecido… después del bautismo predicado por Juan, esto es, cómo Jesús de Nazaret le ungió Dios con el Espíritu Santo y con poder, y cómo pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo” (Hc 10, 37-38). Sus palabras son un eco de las de Isaías y del Evangelio. Así en todos estos textos Jesús es presentado como lleno, “ungido” del Espíritu Santo. Así como su vida terrena había comenzado por obra del Espíritu Santo, ahora su vida apostólica comienza con una especial intervención del mismo Espíritu; de él es poseído totalmente y de él es guiado al cumplimiento de su misión.

De modo análogo sucede con el cristiano: por el bautismo nace a la vida en Cristo por la intervención del Espíritu Santo que lo justifica y renueva en todo su ser, formando en él a un hijo de Dios. Y luego cuando, creciendo en edad, debe abrazar de modo responsable y consciente los deberes de la vida cristiana, el Espíritu Santo interviene con una nueva efusión en el sacramento de la confirmación para corroborarlo en la fe y hacerlo valeroso testigo de Cristo. Toda la vida del cristiano se desenvuelve bajo el influjo del Espíritu Santo.

El evangelista Mateo, al narrar el bautismo de Cristo, recuerda la primera negativa de Juan el Bautista para realizar aquel rito: “Soy yo quien debe ser por ti bautizado, ¿y vienes tú a mí?” (Mt 3, 14). Naturalmente el Señor no tenía necesidad de ser bautizado; sin embargo se dirige al Jordán uniéndose a los que iban a pedir el bautismo de penitencia, e insiste ante Juan: “Déjame obrar ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia” (ib 15). La “justicia” que Jesús quiere cumplir es el cumplimiento perfecto de la voluntad del Padre; y como una respuesta a este gesto tan humilde de Jesús que lo coloca a la par de los pecadores, el Padre revela al mundo su dignidad de Mesías y el Espíritu Santo desciende sobre él en forma visible”.

Condición indispensable al cristiano para hacer fructificar la gracia bautismal y para dejarse guiar por el Espíritu Santo es la humildad que le hace buscar en todo la voluntad de Dios, por encima de toda ganancia personal.

 

Las aguas del Jordán cayeron también sobre ti, ¡oh Jesús!, bajo la mirada de las muchedumbres, pero pocos te reconocieron entonces; y este misterio de fe lenta o de indiferencia, que se prolonga a lo largo de los siglos, sigue siendo un motivo de dolor para los que te aman y han recibido la misión de darte a conocer al mundo.

Y del mismo modo que tú, Cordero inocente, te presentaste a Juan en actitud de pecador, atráenos a nosotros a las aguas del Jordán. Allí queremos ir para confesar nuestros pecados y purificar nuestras almas. Y como los cielos abiertos anunciaron la voz del Padre que se complacía en ti, ¡oh Jesús!, también nosotros, superada victoriosamente la prueba, podamos, en los albores de tu resurrección, escuchar en la intimidad de nuestro corazón la misma voz del Padre celestial que reconozca en nosotros a sus hijos. (Juan XXIII, Breviario).

¡Oh Jesús!, tú santo, inocente, sin mancilla; separado de los pecadores, te adelantas como un culpable pidiendo el bautismo de la remisión de los pecados. ¿Qué misterio es éste?... Juan rehúsa con toda energía el administrarte ese bautismo de penitencia... y tú le respondes: «No te opongas ni un solo momento, pues sólo así nos conviene cumplir toda justicia... Y ¿cuál es esta justicia? Son las humillaciones de tu adorable humanidad que, en reverente pleitesía a la santidad infinita, constituyen la satisfacción plena de todas nuestras deudas para con la justicia divina. Tú, justo e inocente, te pones en lugar de toda la humanidad pecadora... ¡Oh Jesús!, que yo me humille contigo reconociendo mi condición de pecador y que renueve la renuncia al pecado hecha en el bautismo. (Columba Marmion, Cristo en sus misterios, 9).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.


domingo, 26 de noviembre de 2023

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo A - 34º Domingo del Tiempo Ordinario: Jesucristo, Rey del Universo

 


«Admítenos, Señor, en tu reino de justicia, de amor y de paz» (Misal Romano, Prefacio).

La Iglesia, después de haber conmemorado en el curso del año litúrgico los misterios de la vida de Cristo a través de los cuales se cumple la obra de la salvación, en el último domingo del año se recoge en torno a su Señor para celebrar su triunfo final, cuando vuelva como Rey glorioso a recoger los frutos de su redención. Este es en síntesis el significado de la solemnidad de hoy.

La Liturgia de la Palabra presenta hoy tres aspectos particulares de la realeza de Cristo. La segunda lectura (1 Cr 15, 20-26a. 28) pone en evidencia su poder soberano sobre el pecado y sobre la muerte. Cristo muerto y resucitado para la salvación de la humanidad es la «primicia» de los que, habiendo creído en él, resucitarán un día a la vida eterna. En efecto, «si por Adán murieron todos» a causa del pecado, «por Cristo todos volverán a la vida» (ib 22) gracias a su resurrección. La victoria sobre la muerte -último enemigo de Cristo- coronará la obra de salvación; y al fin de los tiempos, cuando los muertos resuciten, Cristo podrá entregar al Padre el reino conquistado por él, reino de resucitados que cantarán eternamente las alabanzas del Dios de la vida. Así toda la creación que el Padre sometió al Hijo para que la librase del pecado y de la muerte, ya completamente redimida y renovada, será sometida y devuelta por el mismo Hijo al Padre, «y así Dios lo será todo en todos» (ib 28) y será glorificado eternamente por toda criatura.

La primera lectura (Ez 34, 11-12. 15-17) subraya por su parte el amor de Cristo Rey. Vino a la tierra a establecer el Reino del Padre no con la fuerza del conquistador, sino con la bondad y mansedumbre del pastor: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas siguiendo su rastro. Como un pastor sigue el rastro de su rebaño cuando se encuentran las ovejas dispersas, así seguiré yo el rastro de mis ovejas» (ib 11-12). Cristo fue el buen pastor por excelencia, solícito en guardar, apacentar, defender y salvar el rebaño que el Padre le confió. Y como los hombres estaban dispersos y alejados de Dios y de su amor, él los buscó, como busca el pastor las ovejas descarriadas, y los curó, como venda el pastor las ovejas heridas y cura las enfermas (ib 16). Además para devolverlos al amor del Padre, dio su vida. Después de una entrega tal, bien puede Cristo decir, mirando su rebaño: «Yo voy a juzgar entre oveja y oveja, entre cabra y macho cabrío» (ib 17). Cristo Rey-Pastor será un día Rey-Juez.

Es éste el tercer aspecto de su realeza, desarrollado ampliamente en el Evangelio (Mt 25, 31-46). «Cuando venga en su gloria el Hijo del Hombre y todos los ángeles con él..., serán reunidas ante él todas las naciones. El separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras» (ib 31-33). El Hijo del hombre, que vino en humildad y sufrimiento a salvar el rebaño que el Padre le confió, volverá Rey glorioso al final de los tiempos a juzgar a los que fueron objeto de su amor.

¿Sobre qué los juzgará? Sobre el amor; porque el amor es la síntesis de su mensaje, el móvil y fin de toda su obra de salvación. El que no ama se excluye voluntariamente del reino de Cristo y el último día verá confirmada para siempre esa exclusión. El juicio sobre el amor será muy concreto; no versará sobre palabras sino sobre hechos: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber...» (ib 35). Aunque Rey glorioso, Jesús no olvida que se ha hecho nuestro hermano y premia como hechos a él los más humildes actos de caridad realizados con el más pequeño de los hombres: «Heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (ib 34). El amor, síntesis del cristianismo, es la condición para ser admitidos al reino de Cristo que es reino de amor. El que ama no tendrá nada que temer del juicio de Cristo Rey de Amor.

 

Te adoro, oh Jesús, Señor mío... Tú eres Rey. Te veo en espíritu sentado en un trono a la derecha de Dios... Todo depende de ese trono; todo lo que depende de Dios y del imperio del cielo está sometido a ese trono: ése es tu imperio.

Pero ese imperio es sagrado: es un sacerdocio... Tú celebras para nosotros un oficio y una fiesta eterna a la diestra del Padre. Le muestras de continuo las cicatrices de las heridas que lo aplacan y nos salvan. Le ofreces nuestras oraciones, intercedes por nuestros pecados, nos bendices y nos consagras. Desde lo más alto de los cielos bautizas a tus hijos, cambias dones terrenos en tu Cuerpo y en tu Sangre, perdonas los pecados, envías a tu Espíritu Santo, consagras a tus ministros y haces todo lo que hacen ellos en tu nombre.

Cuando nacemos nos lavas con un agua celestial, cuando morimos, nos sostienes con una unción que nos conforta; y así nuestros males se convierten en medicinas y nuestra muerte en un paso a la vida verdadera. ¡Oh Dios, oh Rey, oh Pontífice!, me uno a ti, te ensalzo..., me someto a tu divinidad, a tu imperio y a tu sacerdocio... Todos tus enemigos, oh Rey mío, serán subyugados, serán vencidos, serán forzados a besar la huella de tus pies... Siéntate entretanto en tu trono, oh Rey de gloria, permanece en el cielo hasta el día en que volverás de nuevo a juzgar a vivos y a muertos... Entonces bajarás; pero volverás bien pronto a ocupar tu puesto con todos los predestinados, que estarán íntimamente unidos a ti; y presentarás a Dios este Reino: todo el pueblo salvado, esto es, Cabeza y miembros, y Dios será todo en todos. (Jacobo Benigno Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio, III, 52, v 1).

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.

 

domingo, 6 de agosto de 2023

SANTORAL: La Transfiguración del Señor

 


Queridos amigos y hermanos del blog: hoy 6 de agosto celebra la Iglesia la Fiesta de la Transfiguración del Señor que nos presenta uno de los más grandes milagros que Jesucristo realizó, no delante de una multitud, ni siquiera de los doce apóstoles, sino solamente delante de tres, Pedro, Santiago y Juan. Esta Fiesta que se venía celebrando desde muy antiguo en las iglesias de Oriente y Occidente, pero el papa Calixto III, en 1457 la extendió a toda la cristiandad para conmemorar la victoria que los cristianos obtuvieron en Belgrado, sobre Mahomet II, orgulloso conquistador de Constantinopla y enemigo del cristianismo, y cuya noticia llegó a Roma el 6 de agosto

El Evangelista San Mateo en el capítulo 17, versículos 1 al 9, relata este hecho de la siguiente manera: “Seis días después tomó Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, y los llevó aparte, a un monte alto.  Y se transfiguró delante de ellos, su rostro brilló como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.

Y se les aparecieron Moisés y Elías hablando con El.  Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: ‘Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, haré aquí tres carpas, una para ti, una para Moisés y otra para Elías’.  Aún estaba hablando él, cuando los cubrió una nube resplandeciente, y salió de la nube una voz que decía: ‘Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mi complacencia, escuchadle’.

Al oírla, los discípulos cayeron sobre su rostro, sobrecogidos de gran temor.  Jesús se acercó, y tocándolos dijo: ‘Levantaos, no temáis’.  Alzando ellos los ojos no vieron a nadie, sino sólo a Jesús.  Al bajar del monte les mandó Jesús: ‘No deis a conocer esta visión a nadie hasta que resucite de entre los muertos’.”

Este milagro de Cristo que acabamos de leer es la síntesis del misterio de la muerte y resurrección del Señor y la expresión característica de la vocación del cristiano. Fue para los apóstoles un fortalecimiento para que no se abatieran ante los sufrimientos que Jesús había de padecer.  Era necesario que comprendieran que la pasión del Señor en lugar de ser aniquilamiento de la gloria del Hijo de Dios era el paso obligado que lo condujo a esa misma gloria.

Pero esta visión beatificante de Cristo no era más que un anticipo de la gloria de la resurrección y un viático para seguir con más fuerzas a Jesús en el camino del Calvario. Es esto lo que dijo claramente la voz que vino del cielo: ‘Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mi complacencia, escuchadle’. El Padre se complace en el Hijo porque aceptó ocultar sus resplandores bajo el velo de la carne humana y hasta bajo la ignominia de la cruz. 

El Señor, momentáneamente, dejó entrever su divinidad, y los discípulos quedaron fuera de sí, llenos de una inmensa dicha, que llevarían en su alma toda la vida. “La transfiguración les revela a un Cristo que no se descubría en la vida de cada día. Está ante ellos como Alguien en quien se cumple la Alianza Antigua, y, sobre todo, como el Hijo elegido del Eterno Padre al que es preciso prestar fe absoluta y obediencia total” (Juan Pablo II, Homilía 27-II-1983), al que debemos buscar todos los días de nuestra existencia aquí en la tierra

Nosotros que somos sus discípulos actuales tenemos que escucharle siempre, y aún más atentamente cuando habla de la cruz e indica el camino. Nuestra vocación de cristianos es conformarnos a Cristo Crucificado para poder ser un día conformados y revestidos de su gloria.

Pidamos a Nuestra Señora que sepamos ofrecer con paz el dolor y la fatiga que cada día trae consigo, con el pensamiento puesto en Jesús, que nos acompaña en esta vida y que nos espera, glorioso al final del camino. “Y cuando llegue aquella hora en que se cierren mis ojos humanos, abridme otros, Señor, otros más grandes para contemplar vuestra faz inmensa. ¡Sea la muerte un mayor nacimiento!” (J. Margall, Canto espiritual), el comienzo de una vida sin fin.

viernes, 7 de julio de 2023

SAN JUAN DE LA CRUZ: El milagro del Cristo de Segovia

 

"Fray Juan, pídeme lo que quisieres..."

Queridos amigos y hermanos: el convento segoviano de los Padres Carmelitas Descalzos, situado junto a la ermita de la Fuencisla, a orillas del Eresma y frente al Alcázar, tuvo como fundador a San Juan de la Cruz en 1588. En las obras trabajó el mismo Santo con sus manos. Finalmente sólo pudo ver terminadas una parte del convento y de la iglesia, pues en 1591 dejó la ciudad para no volver, pues murió ese mismo año en Úbeda. La Iglesia en la que reposan los restos de San Juan de la Cruz se encuentra al final de una empinada escalera que evoca la subida al monte Carmelo. El místico poeta fue prior del convento desde 1588 a 1591.

El “milagro del Cristo de Segovia” aconteció en 1591, cuando san Juan de la Cruz, con 49 años de edad, se encontraba en la última etapa de su vida. Sólo le quedaba vivo su hermano mayor Francisco, éste viudo, con siete hijos. Francisco vino a Segovia porque le habían dicho que su hermano se alejaría mucho de esta ciudad al año siguiente, ya que Juan de la Cruz estaba destinado a México, destino al cual nunca llegó. En Segovia estuvieron juntos varios días.

Cuadro original en la Iglesia de
los Carmelitas de Segovia
En la clásica biografía del santo, recuerda el P. Crisógono (Crisógono de Jesús Sacramentado, «Vida de San Juan de la Cruz», cap. 18, en Vida y obras de San Juan de la Cruz, BAC, Madrid 1955, pp. 402-3), la conversación que tuvieron en Segovia el místico de Fontiveros y su piadoso hermano:

«Una noche -quizá en la primavera de 1591, la última que fray Juan pasó en Segovia y en la tierra- después de cenar toma de la mano a Francisco y sale con él a la huerta. Las noches primaverales segovianas en la huerta del convento son deliciosas: ambiente puro, quietud de soledad con sonoridades de aguas lejanas, olor a flores silvestres, firmamento profundo… Cuando están solos los dos hermanos, fray Juan se dispone a confiar a Francisco algo que guarde como un secreto. [...] Fray Juan comienza a hablarle con sencillez:

"Quiero contaros una cosa que me sucedió con Nuestro Señor. Teníamos un crucifijo en el convento, y estando yo un día delante de él, parecióme estaría más decentemente en la iglesia, y con deseo de que no sólo los religiosos le reverenciasen, sino también los de fuera, hícelo como me había parecido. 

Después de tenerle en la Iglesia puesto lo más decentemente que yo pude, estando un día en oración delante de él, me dijo: 'Fray Juan, pídeme lo que quisieres, que yo te lo concederé por este servicio que me has hecho'

Yo le dije: 'Señor, lo que quiero que me deis es trabajos que padecer por vos, y que sea yo menospreciado y tenido en poco'

Esto pedí a Nuestro Señor, y Su Majestad lo ha trocado, de suerte que antes tengo pena de la mucha honra que me hacen tan sin merecerla".

No fue un crucifijo, como por imprecisión dice Francisco de Yepes; fue un cuadro. Aún se conserva. Es el busto del Señor con la cruz a cuestas pintado sobre cuero. Apenas destaca más que la faz doliente coronada de espinas. Emociona su expresión melancólica, dolorida y afable a la vez, con los labios entreabiertos, como si acabase de pronunciar las palabras que fray Juan oyó aquel día, orando ante él, en la iglesia del Carmen de Segovia».

Después de esta confesión, Francisco le pide permiso a su hermano para volver a casa. Ya no se verían más. Era la primavera de 1591.

Tal acontecimiento transmitido por Francisco, hermano del Santo, muy pronto se conoció como «el milagro de Segovia», dando con el paso de los años lugar a numerosas reproducciones pictóricas e iconográficas. Milagro que encierra quizás una profecía del Santo sobre sí mismo: ante este cuadro de Cristo intuyó Juan de la Cruz cómo iba a ser el final de sus días, y ante él expresó su deseo de terminarlos como un cristiano fiel y cabal.

La respuesta que da a la pregunta de Cristo nos presenta una gran resonancia con la última de las bienaventuranzas: «Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan por mi causa, estad alegres y contentos porque vuestra recompensa será grande en el cielo» (Mt 5, 11-12).

Esta escena de Segovia revela, pues, el contenido más genuino de su experiencia mística, como lo explican los mismos carmelitas de Segovia hoy: la unión espiritual con Cristo, “que es el mayor y más alto estado a que en esta vida se puede llegar”.

Con mi bendición.

Padre José Medina.