domingo, 2 de febrero de 2025

INTIMIDAD DIVINA – Santoral: La Presentación del Señor

 

«Gloria a ti, Cristo, luz que alumbras a las naciones» (Lc 2, 32).

La Liturgia de esta fiesta tiene un tono solemne y gozoso por la primera entrada de Cristo en el templo y, al mismo tiempo, un todo sacrificial porque viene para ser inmolado.

Da la entonación la profecía de Malaquías (3, 1-4): «entrará en su santuario el Señor a quien vosotros buscáis» (ib 1). Es fácil aplicar este texto al hecho que hoy conmemora: la llegada de Cristo al templo donde, cuarenta días después de su nacimiento, es presentado por María y José, según las prescripciones de la ley mosaica. El Hijo de Dios, al encarnarse, quiso «parecerse en todo a sus hermanos» (Hb 2, 17; 2.ª lectura); sin dejar de ser Dios, quiso ser verdadero hombre entre los hombres, meterse en su historia y compartir en todo su vida, sin excluir la observancia de la ley prescrita para el hombre pecador. El cumplimiento de la ley es así la ocasión para que Jesús se encuentre en el templo con su pueblo que le aguardaba en la fe. En efecto, es recibido por Simeón «hombre justo y piadoso que aguardaba el consuelo de Israel» (Lc 2, 25), y por la profetisa Ana que vivía en la oración y penitencia. Iluminados por el Espíritu Santo, reconocen ambos en aquel niñito presentado por una joven madre con la humilde ofrenda de los pobres, al Salvador prometido y prorrumpen en himnos de alabanza. Simeón lo toma entre sus brazos exclamando: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador» (ib 29- 30); y Ana habla de él con entusiasmo «a todos los que aguardaban la liberación de Israel» (ib 38).

Recordando este suceso la Liturgia invita hoy a los fieles a ir al encuentro de Cristo en la casa de Dios, donde lo encontrarán en la celebración de la Eucaristía, para saludarlo como a su Salvador, para ofrecerle el homenaje de una fe y un amor ardientes, semejantes a los de Simeón y Ana, y, en fin, para recibirlo no entre los brazos sino en el corazón. Este es el significado de la procesión de «la Candelaria»: ir al encuentro de Cristo «luz del mundo» con la llama encendida de la vida cristiana que debe ser un reflejo luminoso de su resplandor.

Según la profecía de Malaquías, el Señor viene a su templo para purificar al pueblo del pecado, para que pueda presentar a Dios «la ofrenda como es debido», la cual «entonces agradará al Señor» (MI 3, 3-4). La primera ofrenda, que instaura el culto perfecto y da valor a toda otra oblación, es precisamente la que Cristo hizo de sí al Padre. Para él no valió el rescate ofrecido, como valía para todos los primogénitos de los judíos; pues era la víctima voluntaria que sería sacrificada por la salvación del mundo. Pero aceptando su condición de recién nacido, Jesús quiso ser ofrecido por las manos de su Madre, que aparece así en su función de corredentora. María no ignora que Jesús es el Salvador del mundo y, a través del velo de las profecías, intuye que Jesús cumplirá su misión por un misterio de dolor, en el que ella, como madre, deberá participar. La profecía de Simeón se lo confirma claramente: «a ti una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 35). María comprende y en lo secreto de su corazón repite el fiat como en Nazaret. Ofreciendo a su hijo, se ofrece a sí misma, comenzando así su pasión de madre que asociará cada día más a la del Hijo.

Otra similitud entre la Madre y el Hijo es la humildad profunda con que María, aunque consciente de su virginidad, se rebaja al nivel de las otras mujeres y confundida entre ellas se presenta al sacerdote para el rito de la purificación. Jesús no debía ser rescatado, María no necesitaba ser purificada y, sin embargo, se someten a estas leyes para enseñar a los hombres el respeto y la fidelidad a los mandatos del Señor, y el valor de la humildad y la obediencia.

La purificación de María, unida a la presentación de Jesús, es símbolo de la purificación de que el hombre está siempre, tan necesitado y que sólo puede ser obtenido por los méritos de Cristo presentado al Padre para «expiar así los pecados del pueblo» (Hb 2, 17). Como presentó a su Hijo, así presente María a todo fiel a Dios, y su mediación maternal lo disponga a la purificación que debe operarse en él. La oblación inmaculada y santa de Cristo lo santifique y lo haga capaz de ofrecer al Padre oraciones y sacrificios aceptos a su majestad divina.

 

Todos corremos a tu encuentro, oh Cristo, los que sincera y profundamente adoramos tu misterio, nos encaminamos a ti llenos de alegría... Llevamos cirios encendidos, como símbolo de tu resplandor divino.

Gracias a ti resplandece la creación, y se inunda de una luz eterna que disipa las tinieblas del mal. Po estos cirios encendidos sean, sobre todo, símbolo del resplandor interior con que queremos prepararnos al encuentro contigo, oh Cristo. Pues como tu Madre, virgen purísima, te llevó entre sus brazos a ti, luz verdadera, ofreciéndote a los que se encontraban en las tinieblas, así también nosotros, teniendo en las manos esta luz visible a todos e iluminados con su resplandor, vamos de prisa al encuentro contigo, que eres la verdadera luz...

Ha llegado la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo... Todos juntos venimos a ti, oh Cristo, para dejarnos invadir de tu esplendor y para recibirte como el anciano Simeón, oh eterna luz viviente. Con él exultamos de gozo y cantamos un himno de agradecimiento a Dios. Padre de la luz, que nos ha enviado la luz verdadera para sacarnos de las tinieblas y hacernos luminosos. (San Sofronio de Jerus, De Hipapante, 3, 6-7).

 

Ofrece tu Hijo, Virgen sagrada, y presenta al Señor el fruto bendito de tu seno virginal. Ofrece para nuestra reconciliación la víctima santa y agradable a Dios. Por todos modos aceptará Dios Padre la nueva ofrenda y preciosísima víctima, de la cual dice él mismo: «Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias»...

Yo os ofreceré voluntariamente un sacrificio, Señor, porque voluntariamente fuiste ofrecido por mi salud, no por tu necesidad... Dos cosas tengo, Señor, que son el cuerpo y el alma ¡Ojalá que te las pueda ofrecer en sacrificio de alabanza! Mejor es para mí y mucho más útil y glorioso ofrecerme a ti que dejarme para mí mismo. Porque en mí mismo se turba mi alma, y mi espíritu se alegrará en ti si es ofrecido sinceramente... No quiere Dios mi muerte, ¿y no le ofreceré yo gustosamente mi vida? Esta es una víctima pacífica, víctima agradable a Dios, víctima viva. (San Bernardo, In Purificatione B. V. Mariae, 3, 2-3).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

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