«A aquel que nos amó, nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre..., la gloria y el poder por los siglos de los siglos» (Ap 1, 5-6).
La solemnidad de hoy, puesta al fin del año litúrgico, aparece como la síntesis de los misterios de Cristo conmemorados durante el año, y como el vértice desde donde brilla con mayor luminosidad su figura de Salvador y Señor de todas las cosas. En las dos primeras lecturas domina la idea de la majestad y la potestad regia de Cristo. La profecía de Daniel (7, 13-14) prevé su aparición «entre las nubes del cielo» (lb 13), fórmula tradicional que indica el retorno glorioso de Cristo al fin de los tiempos para juzgar al mundo. Pues «a él se le dio poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su poder es eterno, no cesará. Su reino no acabará» (ib 14). Dios -«el Anciano» (ib 13)- lo ha constituido Señor de toda la creación confiriéndole un poder que rebasa los confines del tiempo.
Este concepto es corroborado en la segunda lectura (Ap 1, 5-8) con la famosa expresión: «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso» (ib 8). Cristo-Verbo eterno es «el que es» y ha sido siempre, principio y fin de toda la creación; Cristo-Verbo encarnado es el que viene a salvar a los hombres, principio y fin de toda la redención, y es además el que vendrá un día a juzgar al mundo. «¡Mirad! El viene en las nubes. Todo ojo lo verá; también los que le atravesaron. Todos los pueblos de la tierra se lamentarán por su causa» (ib 7). De este modo a la visión grandiosa de Cristo Señor universal se une la de Cristo crucificado, y ésta reclama la consideración de su inmenso amor: «nos amó, nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre» (ib 5).
Rey y Señor, no ha escogido otro camino para librar a los hombres del pecado que lavarlos con su propia sangre. Sólo a ese precio los ha introducido en su reino, donde son admitidos no tanto como súbditos cuanto como hermanos y coherederos, como copartícipes de su realeza y de su señorío sobre todas las cosas, para que con él, único Sacerdote, puedan ofrecer y consagrar a Dios toda la creación. «Nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre» (ib 6). Hasta ese punto ha querido Cristo Señor hacer partícipe al hombre de sus grandezas.
También el Evangelio (Ji 18, 33b-37) presenta la realeza de Cristo en relación con su pasión y a la vez la contrapone a las realezas terrestres. Todo ello a base de la conversación entre Jesús y Pilatos. Mientras que el Señor siempre se había sustraído a las multitudes que en los momentos de entusiasmo querían proclamarlo rey, ahora que está para ser condenado a muerte, confiesa su realeza sin reticencias. A la pregunta de Pilatos: «Con que ¿tú eres rey?», responde: «Tú lo dices: Soy Rey» (ib 37). Pero había declarado de antemano: «Mi reino no es de este mundo» (ib 36).
La realeza de Cristo no está en función de un dominio temporal y político, sino en un señorío espiritual que consiste en anunciar la verdad y conducir a los hombres a la Verdad suprema, liberándolos de toda tiniebla de error y de pecado. «Para esto he venido al mundo -dice Jesús-; para ser testigo de la verdad» (ib 37). El es el «Testigo fiel» (2.° lectura) de la verdad -o sea del misterio de Dios y de sus designios para la salvación del mundo-, que ha venido a revelar a los hombres y a testimoniar con el sacrificio de la vida. Por eso únicamente cuando está para encaminarse a la cruz, se declara Rey; y desde la cruz atraerá a todos a sí (Jn 12, 32). Es impresionante que en el Evangelio de Juan, el evangelista teólogo, el tema de la realeza de Cristo esté constantemente enlazado con el de su pasión. En realidad la cruz es el trono real de Cristo; desde la cruz extiende los brazos para estrechar a sí a todos los hombres y desde la cruz los gobierna con su amor. Para que reine sobre nosotros, hay que dejarse atraer y vencer por ese amor.
Dios todopoderoso y eterno, que quisiste fundar todas las cosas en tu Hijo muy amado, Rey del universo; haz que toda la creación, liberada de la esclavitud del pecado, sirva a tu Majestad y te glorifique sin fin. (Misal Romano, Colecta).
Rey sois, Dios mío, sin fin, que no es reino prestado el que tenéis. Cuando en el Credo se dice: «Vuestro reino no tiene fin», casi siempre me es particular regalo. Aláboos, Señor, y bendígoos para siempre; en fin, vuestro reino durará para siempre (Santa Teresa de Jesús, Camino, 22, 1).
¡Oh Jesús mío! ¡Quién pudiese dar a entender la
majestad con que os mostráis! Y cuán Señor de todo el mundo y de los cielos y
de otros mil mundos y sin cuento mundo y cielos que vos creasteis, entiende el
alma, según con la majestad que os representáis, que no es nada para ser Vos
Señor de ello. Aquí se ve claro, Jesús mío, el poco poder de todos los demonios
en comparación del vuestro, y cómo quien os tuviere contento puede repisar el
infierno todo... Veo que queréis dar a entender al alma mía cuán grande es
[vuestra majestad] y el poder que tiene esta sacratísima Humanidad junto con la
Divinidad. Aquí se representa bien qué será el día del Juicio ver esta majestad
de este Rey, y verle con rigor para los malos. Aquí es la verdadera humildad
que deja en el alma, de ver su miseria, que no la puede ignorar. Aquí la
confusión y verdadero arrepentimiento de los pecados, que, aun con verle que
muestra amor, no sabe adónde se meter, y así se deshace toda. (Santa Teresa de
Jesús, Vida, 28, 8-9).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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