«Bienaventurado el que te teme, Señor, y anda por tus caminos» (Salmo 128, 1)
La
fiesta de la Sagrada Familia, colocada por la liturgia en pleno clima
natalicio, pone de relieve que el Hijo de Dios viniendo al mundo ha querido
insertarse, como los demás hombres, en un núcleo familiar, aunque, por las
condiciones singulares de María y de José a su respecto, su familia era del
todo excepcional. Haciéndose hombre quiso seguir el camino de todos: tener una
patria y una familia terrena; y ésta última tan sencilla y humilde que en lo
exterior no se distinguía en nada de las otras familias israelitas. Sin embargo,
el Evangelio refiere algunos episodios que ponen de relieve su inconfundible
fisonomía espiritual.
Cuarenta días después del nacimiento de Jesús, María y José se dirigen al templo de Jerusalén «para presentarle al Señor, según está escrito en la ley de Moisés» (Lc 2, 22-23). Iluminado por el Espíritu Santo, Simeón reconoció en el Niño «al Cristo del Señor... Le tomó en sus brazos bendiciendo a Dios», y dirigiéndose luego a la madre, tras haberle hablado de la misión del Hijo, le dirigió estas palabras: «Una espada atravesará tu alma» (ib. 26.28.35).
Presentado Jesús en el templo, María y José, más que cumplir una formalidad externa en obsequio de la ley, renuevan a Dios el ofrecimiento de su entrega absoluta; y en las palabras de Simeón reciben la seguridad de que Dios ha aceptado ese gesto. De ello será señal «la espada», es decir el sufrimiento que acompañará sus pasos y mediante el cual participarán en la misión del Hijo. Con este espíritu los dos santos esposos abrazarán todas las tribulaciones de su vida nada fácil: las incomodidades de su repentina huida a Egipto, la incertidumbre de su acomodo en tierra extranjera, las fatigas del rudo trabajo, las privaciones de una vida pobre y más tarde las angustias por la pérdida del Hijo en la peregrinación a Jerusalén.
Jesús
mismo les explicará la razón profunda de sus padecimientos cuando les dirá:
«¿No sabíais que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre?» (ib. 49). Antes
que a María y a José, Jesús pertenece al Padre celestial; a ellos toca
únicamente criarle para la misión que el Padre le ha confiado. Situación ésta
que exige de ellos el mayor desinterés y da a su vida el sentido de un servicio
total a Dios en colaboración íntima con la obra salvadora del Hijo.
Mientras
tanto, precisa el Evangelista, vueltos a Nazaret, Jesús «les estaba sujeto... y
crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres» (lb. 51-52).
Nota preciosa que indica cómo deberían crecer los hijos bajo los ojos de los
padres cristianos.
La Sagrada Familia es propuesta por la Iglesia como modelo a toda familia cristiana. Ante todo, por la supremacía de Dios profundamente reconocida: en la casa de Nazaret Dios está siempre en el primer lugar y todo está subordinado a él; nada se quiere o se hace fuera de su voluntad. El sufrimiento es abrazado con profundo espíritu de fe reconociendo en cada circunstancia la realización de un plan divino, que muchas veces queda envuelto en el misterio. Las más ásperas y duras vicisitudes de la vida no turban la armonía, precisamente porque todo es considerado a la luz de Dios, porque Jesús es el centro de sus afectos, porque María y José gravitan alrededor de él, olvidados de sí y enteramente asociados a su misión.
Cuando la vida de una familia se inspira en semejantes principios, todo en ella procede ordenadamente: la obediencia a Dios y a su ley lleva a los hijos a honrar a sus padres, y a éstos a amarse y a comprenderse mutuamente, a amar a los hijos y a educarles respetando los derechos de Dios sobre ellos. Las lecturas bíblicas de esta fiesta subrayan sobre todo dos puntos de suma importancia. En primer lugar, el respeto de los hijos a sus padres: «Dios quiere que el padre sea honrado en los hijos... El que honra al padre expía sus pecados; y como el que atesora es el que honra a su madre... Hijo, acoge a tu padre en su ancianidad y no le des pesares en su vida» (Ec 3, 3-5. 14). Estas antiguas máximas del Eclesiástico son una eficaz amplificación del cuarto mandamiento; después de tantos siglos conservan aún hoy una actualidad indiscutible: vale la pena meditarlas en la oración.
El otro punto nos lo subraya San Pablo en la Epístola a los Colosenses; se trata del amor mutuo que debe hacer de la familia cristiana una comunidad ideal. «Hermanos, revestíos de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre, longanimidad, soportándoos y perdonándoos mutuamente siempre que alguno diere a otro motivo de queja. (3, 12-13). Si la familia no está fundada en el amor cristiano, es bien difícil que persevere en la armonía y en la unidad de los corazones. Cuando existe este amor mutuo, todo se supera y se acepta; pero si ese amor falta, todo resulta enormemente pesado. Y el único amor que perdura, no obstante los contrastes posibles aún en el seno de la familia, es el que se funda sobre el amor de Dios.
Cimentada de esta manera sobre el Evangelio, la familia cristiana es verdaderamente el primer núcleo de la Iglesia: en la Iglesia y con la Iglesia colabora a la obra de la salvación.
Dios, Padre nuestro, que has propuesto la Sagrada Familia como maravilloso ejemplo a los ojos de tu pueblo; concédenos, te rogamos, que, imitando sus virtudes domésticas y unidos por los lazos del amor, lleguemos a gozar de los premios eternos en el hogar del cielo. (Misal Romano, Colecta).
¡Oh Jesús!, te retiras a Nazaret; allí pasas los años de tu infancia, de tu juventud hasta los treinta años. Es por nosotros, por nuestro amor, por lo que lo haces... Durante estos treinta años no cesas de instruirnos, no por palabras, sino por tu silencio y tus ejemplos... Nos enseñas primeramente que se puede hacer bien a los hombres, mucho bien, un bien infinito, un bien divino, sin palabras, sin sermones, sin ruido, en silencio y dando buen ejemplo: El de la piedad, el de los deberes para con Dios, amorosamente cumplidos; el de la bondad para con los hombres, la ternura hacia aquellos que nos rodean, los deberes domésticos santamente cumplidos; el de la pobreza, el trabajo, la abyección, el recogimiento, la soledad, la oscuridad de la vida escondida en Dios, de una vida de oración, de penitencia, de retiro, enteramente perdida y sumergida en Dios. Nos enseñas a vivir del trabajo de nuestras manos, para no ser una carga para nadie y tener de qué dar a los pobres, y das a este género de vida una belleza incomparable... la de tu imitación. (Carlos de Foucauld, Retiro en Efrén, Escritos espirituales).
¡Oh, sí,
verdaderamente tú eres, Salvador mío, un Dios escondido! ‘Deus absconditus,
Israel Salvator’. Tú creces realmente, oh Jesús, en edad, en sabiduría y en
gracia delante de Dios y de los hombres; tu alma posee desde el primer instante
de tu entrada en el mundo la plenitud de la gracia, todos los tesoros de la
sabiduría y de la ciencia; pero esta sabiduría y esta gracia no se manifiestan
sino poco a poco y tú sigues siendo a los ojos de los hombres un Dios
escondido, y tu divinidad se oculta tras la apariencia de un obrero. ¡Oh eterna
sabiduría, que para levantarnos del abismo donde nos había arrojado la rebelión
orgullosa de Adán, quisiste vivir en humilde taller y obedecer a simples criaturas,
yo te adoro y te bendigo! (Columba Marmion, Cristo en sus misterios).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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