«Te adoren todas las gentes de la tierra, Señor, y te sirvan todos los pueblos» (Ps 72, 11).
«Alegraos en el Señor -exclama San León Magno- porque a los pocos días de la solemnidad de la Natividad de Cristo, brilla la fiesta de su manifestación; y que la Virgen había dado a luz en aquel día, es reconocido en éste por el mundo» (Homilía 32, 1). Jesús se manifiesta hoy y es reconocido como Dios.
El Introito de la misa nos introduce directamente en este ambiente espiritual, presentándonos a Jesús en el fulgor regio de su divinidad: «He aquí que ha venido el Soberano Señor; en sus manos tiene el cetro, la potestad y el imperio». La primera lectura (Is 60, 1-6) prorrumpe en un himno de gloria anunciando la vocación de todos los pueblos a la fe; también ellos reconocerán y adorarán en Jesús a su único y verdadero Dios: «Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea para ti... Las gentes andarán en tu luz, y los reyes a la claridad de tu aurora... Llegarán de Sabá en tropel, trayendo oro e incienso y pregonando las glorias del Señor».
Ya no se contempla alrededor del pesebre la humilde presencia de los pastores, sino la fastuosa comitiva de los Magos, que han venido del Oriente para rendir homenaje al Niño Dios, como representantes de los que no pertenecían a su pueblo. Pues Jesús ha venido no sólo para la salvación de Israel, sino para la de todos los hombres de cualquier raza o nación. El instituyó «la nueva alianza en su sangre, convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles, que se condensara en unidad... y constituirá un nuevo Pueblo de Dios» (LG 9). También San Pablo habla de este grandioso misterio que él ha tenido la misión de anunciar al mundo: «los gentiles son coherederos y miembros todos de un mismo cuerpo, copartícipes de las promesas en Cristo Jesús mediante el Evangelio» (Ef 3, 6).
La fiesta de la Epifanía, primera manifestación y realización de ese misterio, incita a todos los fieles a compartir las ansias y las fatigas de la Iglesia, la cual «ora y trabaja a un tiempo, para que la totalidad del mundo se incorpore al pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y templo del Espíritu Santo» (LG 17). Epifanía, o Teofanía, quiere decir precisamente «manifestación de Dios»; que la oración y el celo de los creyentes apresuren el tiempo en que la luz de la fe brille sobre todos los pueblos, para que todos conozcan «la insondable riqueza de Cristo» (Ef 3, 8) y adoren en él a su Dios.
«Hemos visto su estrella en Oriente y venimos con dones a adorarle». En estas palabras del versículo del Aleluya sintetiza la misa de hoy la conducta de los Magos. Divisar la estrella y ponerse en camino, fue todo uno. No dudaron, porque su fe era sólida, firme, maciza. No titubearon frente a la fatiga del largo viaje, porque su corazón era generoso. No lo dejaron para más tarde, porque tenían un ánimo decidido.
En el cielo de nuestras almas aparece también frecuentemente una estrella misteriosa: es la inspiración íntima y clara de Dios que nos pide algún acto de generosidad, de desasimiento, o que nos invita a una vida de mayor intimidad con él. Si nosotros siguiéramos esa estrella con la misma fe, generosidad y prontitud de los Magos, ella nos conduciría hasta el Señor, haciéndonos encontrar al que buscamos.
Los Magos continuaron buscando al Niño aun durante el tiempo en que la estrella permaneció escondida a sus miradas; también nosotros debemos perseverar en la práctica de las buenas obras aun en medio de las más oscuras tinieblas interiores: es la prueba del espíritu, que solamente se puede superar con un intenso ejercicio de pura y desnuda fe. Sé que Dios lo quiere, debemos repetirnos en esos instantes, sé que Dios me llama, y esto me basta: «Sé a quién me he confiado y estoy seguro» Tm 1, 12); sé muy bien en qué manos me he colocado y, a pesar de todo lo que pueda sucederme, no dudaré jamás de su bondad.
Animados con estas disposiciones, vayamos también nosotros con los Magos a la gruta de Belén: «Y así como ellos en sus tesoros ofrecieron al Señor místicos dones, también del fondo de nuestros corazones se eleven ofrendas dignas de Dios» (San León Magno, Homilía, 32, 4).
Señor, tú que en este día revelaste a tu Hijo Unigénito por medio de una estrella a los pueblos gentiles; concede a los que ya te conocemos por la fe poder gozar un día, cara a cara, la hermosura infinita de tu gloria. (Misal Romano, Colecta).
Reconozco, ¡oh Señor!, en los Magos que te adoraron las primicias de nuestra vocación y de nuestra fe y celebro con alma alborozada el comienzo de nuestra feliz esperanza. Entonces fue cuando comenzamos a entrar en la posesión de nuestra herencia eterna. Entonces se nos abrieron los misterios de las Escrituras que nos hablan de ti, y la verdad, rechazada por la ceguera de los judíos, difundió su luz sobre todos los pueblos. Quiero venerar, pues, este día santísimo, en que tú, autor de nuestra salvación, te manifestaste; y adoro omnipotente en el cielo a ti a quien los Magos veneraron recién nacido en la cuna. Y así como ellos te ofrecieron dones sacados de sus tesoros con una significación mística, del mismo modo quiero sacar yo de mi corazón dones dignos de ti, Dios mío. (San León Magno, Homilía)
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.
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