«Heme aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hb 10,7).
La liturgia del último domingo de Adviento asume el tono de una vigilia natalicia. Las profecías acerca del Mesías se precisan de Miqueas que indica el lugar de su nacimiento en una pequeña aldea, patria de David, de cuya descendencia era esperado el Salvador. «Pero tú, Belén de Efratá, pequeño entre los clanes de Judá, de ti me saldrá quien señoreará en Israel» (Mq 5, 1). En la frase que sigue «cuyos orígenes serán de antiguo, de días de muy remota antigüedad» (ib.), se puede ver una alusión al origen eterno y por lo tanto a la divinidad del Mesías. Tal es la interpretación de san Mateo que refiere esta profecía en su Evangelio como respuesta de los sumos sacerdotes acerca del lugar de nacimiento de Jesús (2; 4-6). Además, igual que Isaías (7, 14), el profeta Miqueas habla de la madre del Mesías - «la que ha de parir parirá». (Mq 5, 2)- sin mencionar al padre, dejando entrever de esta manera, al menos indirectamente, su nacimiento milagroso. Finalmente presenta su obra: salvará y reunirá «el resto» de Israel, lo guiará como pastor «con la fortaleza de Yahvé», extenderá su dominio «hasta los confines de la tierra» y traerá la paz (ib. 2. 3). La figura de Jesús nacido, humilde y escondido en Belén y sin embargo Hijo de Dios, venido para redimir «el resto de Israel» y a traer la salvación y la paz a todos los hombres, se esboza y perfila claramente en la profecía de Miqueas.
A este cuadro sigue otro más interior presentado por san Pablo, que pone de relieve las disposiciones del Hijo de Dios en el momento de su encarnación. «Heme aquí que vengo... para hacer, ¡Oh Dios!, tu voluntad» (Hb 10, 7). Los antiguos sacrificios no fueron suficientes para expiar los pecados de los hombres ni para dar a Dios un culto digno de él. Entonces el Hijo se ofrece: toma el cuerpo que el Padre le ha preparado, nace y vive en ese cuerpo a través del tiempo como víctima ofrecida en un sacrificio ininterrumpido que se consumará en la cruz. Único sacrificio grato a Dios, capaz de redimir a los hombres y que venía a abolir todos los demás sacrificios. «He aquí que vengo»; la obediencia a la voluntad del Padre es el motivo profundo de toda la vida de Cristo, desde Belén, al Gólgota y a la Resurrección. La Navidad está ya en la línea de la Pascua; una y otra no son más que dos momentos de un mismo holocausto ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de la humanidad.
El
«he aquí que vengo» del Hijo tiene su resonancia más perfecta en el «he aquí la
esclava del Señor» pronunciado por su Madre. También la vida de María es un
continuó ofrecimiento a la voluntad del Padre, realizado en una obediencia
guiada por la fe e inspirada por el amor. «Por su fe y obediencia engendró en
la tierra al mismo Hijo del Padre» (LG 63); por su fe y obediencia, en seguida
del anuncio del ángel, parte de prisa para ofrecer a su prima Isabel sus
servicios de «esclava» no menos de los hombres que de Dios. Y este es el gran
servicio de María a la humanidad: llevarle a Cristo como se lo llevó a Isabel.
En efecto, por medio de su Madre-Virgen el Salvador visitó la casa de Zacarías
y la llenó del Espíritu Santo, de tal manera que Isabel descubrió el misterio
que se cumplía en María y Juan saltó de gozo en el seno de su madre. Todo esto sucedió
porque la Virgen creyó en la palabra de Dios y creyendo se ofreció a su divino
querer: «Dichosa la que ha creído» (Lc 1, 45). El ejemplo de María nos enseña
como una simple criatura puede asociarse al misterio de Cristo y llevar a
Cristo al mundo mediante un «sí» continuamente repetido en la fe y vivido en la
obediencia amorosa a la voluntad de Dios.
Dios, creador y restaurador del hombre, que has querido que tu Hijo, Palabra eterna, se encarnase en el seno de María, siempre Virgen; escucha nuestras suplicas y que Cristo, tu Unigénito, hecho hombre por nosotros, se digne, a imagen suya, transformarnos plenamente en hijos tuyos. (Misal Romano, Colecta del 17 de diciembre).
¡Oh María!, tú no dudaste, sino que creíste, y por eso conseguiste el fruto de la fe. «Bienaventurada tú que has creído». Pero también somos bienaventurados nosotros que hemos oído y creído, pues toda alma que cree, concibe y engendra la palabra de Dios y reconoce sus obras.
Haz, ¡oh María!, que en cada uno de nosotros resida tu alma para glorificar al Señor; que en todos nosotros resida tu espíritu para exultar en Dios. Si corporalmente sólo tú eres la Madre de Cristo, por la fe Cristo es fruto de todos. ¡Oh María!, ayúdame a recibir en mí al Verbo de Dios. (Cfr. San Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.
No hay comentarios:
Publicar un comentario