«Señor, tú eres clemente y misericordioso; tú perdonas todas mis culpas» (SI 103, 8. 3).
El Antiguo Testamento ofrece en David un ejemplo excepcional de magnanimidad hacia los enemigos. Perseguido a muerte por Saúl, una noche se encuentra el joven en el campamento de su adversario; el rey yace dormido, su lanza está allí al lado, todos en derredor duermen. La ocasión es propicia, y su amigo Abisaí le propone matar al rey. Pero David lo impide; tomando la lanza de Saúl huye, y luego se la muestra desde lejos gritando: «Hoy te ha entregado el Señor en mis manos, pero no he querido alzar mi mano contra el ungido del Señor» (1 Sm 26, 23). ¡Tal vez un cristiano no habría hecho otro tanto!
Sin embargo, el acto generoso de David, que constituía una excepción en un tiempo en que regía la ley del talión, es norma inderogable para los seguidores de Cristo. «Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os maltraten» (Lc 6, 27-28). Jesús conoce el corazón humano herido por el pecado; sabe que frente a los insultos, injusticias o violencias se alza prepotente el instinto de venganza; pero con todo presenta el perdón no como un acto heroico reservado a los santos, sino como un sencillo deber de todo cristiano. Esto exige una profunda conversión, un verdadero trastrueque de pensamientos y sentimientos; pero es esto precisamente lo que él pide a sus discípulos. «Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen otro tanto!» (ib 32).
El cristiano no ha de obrar con la mentalidad de los pecadores y de los que no han sido iluminados aún por la luz del Evangelio. Precisamente en el campo de la caridad y del perdón es donde debe distinguirse de ellos. Por eso insiste el Señor con propuestas desconcertantes: «Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra... Da a todo el que te pida...» (ib 29-30). Si no siempre se han de aplicar estas palabras a la letra, tampoco se las puede arrinconar; hay que captar su sentido profundo que es el abstenerse de vengar la ofensa, estar prontos a hacer el bien a cualquiera, dar en lo posible hasta más de lo debido, renunciar al derecho propio antes de contender con el hermano. En resumen, se trata de aquella «justicia mayor» (Mt 5, 20) animada por el amor y que se pierde en el amor, que Jesús vino a enseñar y que él el primero practicó, dando su vida por gente rebelde e ingrata, muriendo por nosotros «cuando éramos aún pecadores» (Rm 5, 8).
El hombre natural hijo de Adán, no es capaz de entender ni de vivir esta doctrina; para serlo, tiene que renacer en Cristo y hacerse en él hombre espiritual. «Del mismo modo -dice San Pablo- que hemos revestido la imagen del hombre terreno -Adán-, debemos también revestir la de Cristo, hombre celestial» (1 Cor 15, 49). Sólo en la gloria llegará esto a su plenitud; pero comienza aquí cuando por el bautismo es vivificado el fiel con la gracia y el Espíritu de Cristo, y así se hace capaz de amar como Cristo ha amado y enseñado a amar.
¡Qué grande es tu paciencia, Dios mío!... Tú
haces nacer y salir el sol sobre los buenos como sobre los malos; bañas la
tierra con tu lluvia, y nadie queda excluido de tus beneficios, desde el
momento que el agua se concede indistintamente a justos e injustos. Te vemos
obrar con una paciencia siempre igual frente a los culpables y a los inocentes,
a las personas que te reconocen y a las que te niegan, a las que saben darte
gracias y a los ingratos... Las ofensas te amargan con frecuencia y aun de
continuo; y, sin embargo, no desahogas tu indignación y esperas, pacientemente
el día señalado para el juicio. Y aunque tienes la venganza en tu mano,
prefieres tener larga paciencia, prefieres en tu
bondad diferir el castigo, esperando que la obstinada malicia del hombre, sufra, si es posible, por fin un cambio... Pues tú mismo dices: «No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (Ez 33, 11). Y también: «Volveos a mí» (Mal 3, 7), «volved al Señor vuestro, Dios, porque él es clemente y compasivo, tardo a la cólera, rico en amor, y se allana ante la desgracia» (Joel 2, 13).
Nosotros alcanzamos la perfección plena sólo
cuando tu paciencia, oh Padre, habita en nosotros, cuando nuestra semejanza
contigo, perdida con el pecado de Adán, se manifiesta y resplandece en nuestras
acciones. (San Cipriano, De bono patientiae, 4-5).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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