«Tus palabras, Señor, son espíritu y vida» (Jn 6, 63).
La Liturgia de hoy pone especialmente de relieve la celebración de la palabra de Dios. La primera lectura presenta la solemne proclamación de la ley divina hecha en Jerusalén delante de todo el pueblo reunido en la plaza, después de la repatriación de Babilonia. La lectura se abre con la «bendición» del sacerdote al que la muchedumbre responde postrándose «rostro en tierra» (Ne 8, 6), y prosigue «desde el alba hasta el mediodía», mientras todos escuchan de pie y en silencio: «los oídos del pueblo estaban atentos» (lb. 3).
Es Interesante el detalle del llanto del pueblo como expresión del arrepentimiento de sus culpas sacadas a luz por la lectura escuchada atentamente; y en fin la proclamación gozosa: «este día está consagrado a nuestro Señor. No estéis tristes; la alegría del Señor es vuestra fortaleza» (ib 10). Brevemente están indicadas todas las disposiciones para escuchar la palabra de Dios: respeto, atención, confrontación de la conducta propia con el texto sagrado, dolor de los pecados, gozo por haber descubierto una vez más la voluntad de Dios expresada en su ley.
El Evangelio presenta otra proclamación de la Palabra, más modesta en su forma exterior, pero en realidad infinitamente más solemne. En la sinagoga de Nazaret Jesús abre el libro de Isaías y lee —cierto que no fortuitamente— el paso relativo a su misión: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Le 4, 18). Sólo él puede leer en primera persona, aplicándola directamente a sí mismo, esa profecía que hasta ahora se había leído con ánimo tenso hacia el misterioso personaje anunciado; sólo él puede decir, concluida la lectura: «Esta lectura que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (ib. 21).
No es el evangelista quien sugiere este acercamiento —Lucas no hace más que referirlo—, sino Cristo mismo. El, que es objeto de la profecía, está presente en persona, lleno del Espíritu Santo, venido para anunciar a los pobres, a los pequeños y a los humildes la salvación. Él es el «cumplimiento» de la palabra leída, él, Palabra eterna del Padre.
Aunque
no con tal inmediatez, Cristo está siempre presente en la Escritura: el Antiguo
Testamento no hace otra cosa que anunciar y preparar su venida, el Nuevo
Testamento atestigua y difunde su mensaje. Quien escucha con espíritu de fe la
palabra sagrada, se encuentra siempre con Jesús de Nazaret, y cada encuentro
señala una nueva etapa en su salvación.
Padre del Unigénito, lleno de bondad y de misericordia, que amas a los hombres..., tú colmas de bendición a cuantos se vuelven a ti. Recibe con agrado nuestra plegaria, danos el conocimiento, la fe, la piedad y la santidad... Nosotros doblamos las rodillas ante ti, oh Padre increado, por tu Hijo único: endereza nuestra mente y hazla pronta a tu servicio; concédenos buscarte y amarte, escrutar y profundizar tus palabras divinas; tiéndenos las manos y álzanos en pie; levántanos, oh Dios de las misericordias; ayúdanos a elevar la mirada, ábrenos los ojos, danos seguridad, haz que no tengamos que sonrojarnos ni experimentar vergüenza ni seamos condenados, destruye el acta de condenación redactada contra nosotros, escribe nuestros nombres en el libro de la vida, cuéntanos en el número de tus profetas y apóstoles, por tu Hijo único Jesucristo. (San Serapión de Antioquía, de Oraciones de los primeros cristianos, 190).
Escucha, oh Padre de Cristo, a quien nada se le oculta, mi plegaria de hoy. Haz sentir a tu siervo el canto maravilloso. Guíe mis pasos en tus caminos, oh Dios nuestro, el que te conoce porque nació de ti: el Cristo, el rey que ha librado a los hombres de todas sus miserias. (San Gregorio Nacianceno, de Oraciones de los primeros cristianos, 248).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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