martes, 4 de abril de 2023

SEMANA SANTA: MARTES SANTO, gloria y traición


«¡Oh Señor!, sé para mí «mi roca de refugio, el alcázar donde me salve»
 (Sal 71, 3).

Tras el confortable descanso en Betania, Jesús vuelve a Jerusalén, donde afronta los últimos agudizados debates con los fariseos y sigue instruyendo al «Hizo de mi boca una espada afilada… me hizo flecha bruñida»; la presentación que el Siervo del Señor hace de sí mismo por medio de Isaías (Is 49, 1-6) puede aplicarse a Cristo altercando y contendiendo con sus adversarios, no porque él sea espada o flecha que quiera destruirlos, ¡él, que ha venido a salvar, no a condenar! (Jn 3, 17), sino porque con libertad divina denuncia sus errores y les reprocha su malicia. Sin embargo, siempre habrá criaturas que, como los fariseos, rechacen el mensaje y el amor de Cristo.

Esta es la causa de las angustias más amargas de su pasión, y en las palabras del profeta puede vislumbrarse una alusión a las mismas: «En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas» (Is 49, 4). Pero la angustia de Cristo va siempre acompañada de la confianza en el Padre, que lo escondió «en la sombra de su mano» y que en él manifestará su gloria (ibid 2-3), compensación infinita a todas las repulsas de los hombres. Dios, en efecto, no abandonará para siempre a las humillaciones o a la muerte a su Hijo amado, sino que lo librará con la resurrección, mostrando de esta manera al mundo la propia gloria y la de su Cristo.

Jesús mismo se expresará en este sentido en la noche de la última cena, inmediatamente después de haber declarado que estaba a punto de ser traicionado: «Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él» (Jn 13, 31). «Ahora» porque la traición introduce a Cristo en la pasión y ésta le introduce en la gloria que el Padre le ha preparado, la cual se convertirá en glorificación del Padre mismo y en salvación de los hombres. La pasión se presenta siempre como camino para la exaltación de Cristo y para la salvación del mundo. También el profeta la había vislumbrado bajo esta luz cuando concluía las alusiones a los padecimientos del Siervo del Señor con esta grandiosa declaración: «Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra» (Is 49, 6).

En el tramo del Evangelio de Juan que la Liturgia propone hoy a la consideración de los fieles, se dan cita las declaraciones más tristes que Jesús haya hecho a los suyos: «Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar... no cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces» (Jn 13, 21. 38). Jesús sabe que le espera la traición, pero su presencia no le insensibiliza; al acercarse la hora, Juan atestigua que Jesús estaba «profundamente conmovido» (ibid 21). Es el estremecimiento de la humanidad del Redentor, que, aun siendo Dios, ama y sufre con corazón de hombre.

Aquella turbación de espíritu despierta un eco especial en Pedro, el apóstol ardiente e impetuoso, que quiere saber inmediatamente quién va a ser el traidor; tal vez para reprocharle su infame proyecto e impedírselo. Y no supone, ni siquiera remotamente, que también él puede quedar atrapado en el lazo de la tentación. Su amor al Maestro es grande y sincero, pero presuntuoso, demasiado seguro de sí mismo; Pedro necesita aprender que nadie puede considerarse mejor que los demás, ni siquiera mejor que los traidores. Y he ahí, que, en esa misma noche, pocas horas después de haber declarado al Señor: «Daré mi vida por ti», experimenta amargamente su debilidad. La experimenta por vez primera en Getsemaní, donde, como los demás, se deja tomar por el sueño mientras Jesús agoniza; la segunda vez, cuando capturan a Jesús y él huye, hecho un puro miedo; la tercera, la más dolorosa, en el patio del palacio de Caifás. Una criada le reconoce como discípulo del Nazareno, y Pedro, vencido por el pánico, niega: «Ni sé ni entiendo lo que quieres decir» (Mc 14, 68); así, por tres veces, es más, la última más expresamente, pues Marcos refiere que «se puso a echar maldiciones y a jurar: No conozco a ese hombre que decís» (ibid 71).

Marcos es el evangelista que más minuciosamente describe la negación de Pedro; es la humilde confesión de la propia deslealtad que el Cabeza de los Apóstoles hace por boca de su discípulo, para que sirva de advertencia a todos los creyentes. Nadie puede considerarse seguro de no caer. Tal vez al cantar el gallo, y, sobre todo, al recibir la mirada de Jesús, que se volvió hacia él y le miró (Lc 22, 61), Pedro recapacitó, y juntamente con la predicación del Maestro le volvieron al alma sus palabras, pronunciadas en aquella misma noche: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). Pedro no tiene ya necesidad de que el Maestro insista; ahora ha comprendido, y «saliendo afuera, lloró amargamente» (Lc 22, 62). ¡Benditas lágrimas de arrepentimiento que lavan y derriten la presunción en humildad!

 

¡Oh Dios de mi alma, qué priesa nos damos a ofenderos y cómo os la dais Vos mayor a perdonarnos! ¿Qué causa hay, Señor, para tan desatinado atrevimiento? ¿Si es el haber ya entendido vuestra gran misericordia y olvidarnos de que es justa vuestra justicia?

«Cercáronme los dolores de la muerte». — ¡Oh, oh, oh, qué grave cosa es el pecado, que bastó para matar a Dios con tantos dolores! ¡Y cuán cercado estáis, mi Dios, de ellos! ¿Adónde podéis ir que no os atormenten? De todas partes os dan heridas los mortales.

¡Oh, ceguedad grande, Dios mío! ¡Oh, qué grande ingratitud, Rey mío! ¡Oh, qué incurable locura, que sirvamos al demonio con lo que nos dais Vos, Dios mío! ¡Que paguemos el gran amor que nos tenéis con amar así a quien os aborrece y ha de aborrecer para siempre! ¡Que la sangre que derramasteis por nosotros, y los azotes y grandes dolores que sufristeis, y los grandes tormentos que pasasteis en lugar de vengar a vuestro Padre Eterno… tomamos por compañeros y amigos a los que así os trataron!…

¡Oh mortales!… ¿Es porque veis a esta Majestad atado y ligado con el amor que nos tiene? ¿Qué más hacían los que le dieron la muerte, sino después de atado darle golpes y heridas?

¡Oh, mi Dios, cómo padecéis por quien tan poco se duele de vuestras penas! (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones, 10, 1; 12, 3, 5).

¡Acuérdate, Jesús mío, qué cara te he costado! ¡Acuérdate, Dios piadoso, que por mí, pecadora, pagaste en el madero de la cruz amarga! ¡Acuérdate, benigno Redentor mío, de lo que he deseado hacer y no de lo que he hecho!…

¡Oh dulce Señor Jesucristo, cuántas veces te he dado la hiel amarga a cambio de la miel que tú me has dado! ¡Cuántos pecados contra tantos dones! ¡Cuántos males contra tantos bienes! ¡Oh cuántas veces, mientras he gozado de tus cosas…, te he ofendido con esas mismas cosas tuyas.

¡Oh cuántas veces, cobrando tu paga, he militado bajo el estandarte del demonio y del mundo! Concédeme, ahora ya, la gracia de devolverte… bien por bien y no mal por bien, gratitud y no ingratitud, y que sienta siempre amargura cuando haga o piense algo que sea contra tu Majestad; y que de aquí en adelante, te devuelva amor por amor, sangre por sangre, vida por vida. (Beata Camila Da Varano, Cartas).


Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

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