«Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel» (Mt 21, 9).
Se abre la Semana Santa con el recuerdo de la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, que se verificó exactamente el domingo antes de la pasión. Jesús, que se había opuesto siempre a toda manifestación pública y que huyó cuando el pueblo quiso proclamarlo rey (Jn 6, 15), hoy se deja llevar en triunfo. Sólo ahora, que está para ser llevado a la muerte, acepta su aclamación pública como Mesías, precisamente porque muriendo en la cruz será, plenísimamente, el Mesías, el Redentor, el Rey y el Vencedor. Acepta ser reconocido como Rey, pero como un Rey con características inconfundibles: humilde y manso, que entra en la ciudad santa montado en un asnillo, que proclamará su realeza sólo ante los tribunales y aceptará que se ponga la inscripción de su título de rey solamente en la cruz.
La entrada jubilosa en Jerusalén constituye el homenaje espontáneo del pueblo a Jesús, que se encamina, a través de la pasión y de la muerte, a la plena manifestación de su Realeza divina. Aquella muchedumbre aclamante no podía abarcar todo el alcance de su gesto, pero la comunidad de los fieles que hoy lo repiten sí puede comprender su profundo sentido. «Tú eres el Rey de Israel y el noble hijo de David. tú, que vienes, Rey bendito, en nombre del Señor… Ellos te aclamaban jubilosamente cuando ibas a morir: nosotros celebramos tu gloria, ¡oh Rey eterno!» (Misal Romano).
La liturgia invita a fijar la mirada en la gloria de Cristo Rey eterno, para que los fieles estén preparados para comprender mejor el valor de su humillante pasión, camino necesario para la exaltación suprema. No se trata, pues, de acompañar a Jesús en el triunfo de una hora, sino de seguirle al Calvario, donde, muriendo en la cruz, triunfará para siempre del pecado y de la muerte. Estos son los sentimientos que la Iglesia expresa cuando, al bendecir los ramos, ora para que el pueblo cristiano complete el rito externo «con devoción profunda, triunfando del enemigo y honrando de todo corazón la misericordiosa obra de salvación» del Señor. No hay un modo más bello de honrar la pasión de Cristo que conformándose a ella para triunfar con Cristo del enemigo, que es el pecado.
La Misa nos introduce plenamente en el tema de la Pasión. La profecía de Isaías y el Salmo responsorial anticipan con precisión impresionante algunos de sus detalles: «Ofrecía la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos» (Is 50, 6). ¿Por qué tanta sumisión? Porque Cristo, bosquejado en el Siervo del Señor descrito por el profeta, está totalmente orientado hacia la voluntad del Padre y con él quiere el sacrificio de sí mismo por la salvación de los hombres: «El Señor Dios me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado ni me he echado atrás» (ibid 5). Por eso le vemos arrastrado a los tribunales y de éstos al Calvario, y allí tendido sobre la cruz: «Me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos» (Sal 22, 17-18). A esto se reduce el Hijo de Dios por un solo y único motivo: el amor; amor al Padre, cuya gloria quiere resarcir, y amor a los hombres, a los que quiere reconciliar con el Padre.
Sólo un amor infinito puede explicar las desconcertantes humillaciones del Hijo de Dios. «Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo» (Flp 2, 6-7). Cristo lleva hasta el límite extremo la renuncia a hacer valer los derechos de su divinidad; no sólo los esconde bajo las apariencias de la naturaleza humana, sino que se despoja de ellos hasta someterse al suplicio de la cruz, hasta exponerse a los más amargos insultos: «A otros ha salvado y él no se puede salvar. ¡El Mesías, el rey de Israel! Baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos» (Mc 15, 31-32).
Al igual que el Evangelista, la Iglesia no vacila en proponer a la consideración de los fieles la pasión de Cristo en toda su cruda realidad, para que quede claro que él, siendo verdadero Dios, es también verdadero hombre, y como tal sufrió; y anonadando en su humanidad atormentada todo vestigio de su naturaleza divina, se hizo hermano de los hombres hasta compartir con ellos la muerte para hacerles partícipes de su divinidad. «Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso, Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»» (Misal Romano). Del máximo anonadamiento se deriva la máxima exaltación; hasta como hombre, Cristo es nombrado Señor de todas las criaturas y ejerce su señorío pacificándolas con Dios, rescatando a los hombres del pecado y comunicándoles su vida divina.
Acrecienta, Señor, la fe de los que en ti esperan y escucha las plegarias de los que a ti acuden, para que quienes alzamos hoy los ramos en honor de Cristo victorioso, permanezcamos en él, dando frutos abundantes. (Misal Romano, Bendición de las palmas).
¡Oh Jesús!, présago de la turba que iba a ir a tu encuentro, montaste en un asnillo y diste ejemplo de admirable humildad entre los aplausos del pueblo, que acudió a recibirte, que cortaba ramas de los árboles y alfombraba el camino con sus mantos. Y mientras las muchedumbres entonaban himnos de alabanza, tú, siempre pronto a la compasión, elevaste el lamento sobre el exterminio de Jerusalén. Levántate ahora, ¡oh sierva del Salvador!, incorpórate al cortejo de las hijas de Sión y ve a ver a tu verdadero rey… Acompaña al Señor del cielo y de la tierra que va sentado sobre las ancas de un potro, síguele siempre con ramos de olivo y de palma, con obras de piedad y con virtudes victoriosas. (San Buenaventura, El madero de la vida, 15).
¡Cuánto nos amaste, Padre bueno, que no
perdonaste a tu único Hijo, entregándolo a los impíos por nosotros! ¡Cuánto nos
amaste! Por nosotros, no hizo él alarde de su categoría de Dios, igual a ti,
sino que tomó la condición de esclavo hasta morir en una cruz, él, que era el
único libre entre los muertos, él, que tenía poder para quitarse la vida,
entregándola libremente, y poder para recuperarla. Por nosotros victorioso y
víctima a tus ojos, y victorioso en cuanto víctima; sacerdote y sacrificio a
tus ojos, y sacerdote en cuanto sacrificio, él nos hizo, de siervos, hijos
tuyos, nació de ti y nos sirvió a nosotros. Con razón se asienta en él
firmemente mi esperanza, porque curarás todas mis enfermedades gracias a él,
que se sienta a tu derecha e intercede por nosotros ante ti. Sin él, caería en
la desesperación. Mis enfermedades, en verdad, son muchas y grandes; pero mayor
y más abundante es tu medicina. (San Agustín, Confesiones, X, 43, 69).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.
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