“Alabad al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal 118, 1).
“Este es el día que hizo el Señor: alegrémonos y regocijémonos en él, ¡aleluya!” (Salmo responsorial) Este es el día más alegre del año, porque “el Señor de la vida había muerto, y ahora triunfante se levanta” (Secuencia). Si Jesús no hubiera resucitado, vana habría sido su encarnación, y su muerte no habría dado la vida a los hombres. “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe” (1 Cr 15, 17), exclama san Pablo. Porque ¿quién puede creer y esperar en un muerto? Pero Cristo no es un muerto, sino uno que vive. “Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado –dijo el ángel a las mujeres- ha resucitado, no está aquí” (Mc 16, 6).
El anuncio de la resurrección produjo en un primer tiempo temor y espanto, de tal manera que las mujeres “huían del monumento… y a nadie dijeron nada, tal era el miedo que tenían” (ib. 8). Pero con ellas, y quizá habiéndolas precedido algún tanto, se encontraba María Magdalena que “viendo quitada la piedra del monumento” corrió en seguida a comunicar la noticia a Pedro y a Juan: “Han tomado al Señor del monumento y no sabemos dónde le han puesto” (Jn 20, 1-2). Los dos van corriendo hacia el sepulcro y entrando en la tumba “ven las fajas allí colocadas y el sudario… envuelto aparte” (ib. 6-7). Es el primer acto de fe de la Iglesia naciente en Cristo resucitado, provocado por la solicitud de una mujer y por la señal de las fajas encontradas en el sepulcro vacío.
Si se hubiera tratado de un robo, ¿quién se hubiera preocupado de desnudar al cadáver y de colocar los lienzos con tanto cuidado? Dios se sirve de cosas sencillas para iluminar a los discípulos que “aún no se habían cuenta de la Escritura, según la cual era preciso que él resucitara de entre los muertos” (ib. 9), ni comprendían todavía lo que Jesús mismo les había predicho acerca de su resurrección. Pedro, cabeza de la Iglesia, y Juan “el otro discípulo a quien Jesús amaba” (ib. 2), tuvieron el mérito de recoger las “señales” del Resucitado: la noticia traída por una mujer, el sepulcro vacío, los lienzos depuestos en él.
Aunque bajo otra forma, las “señales” de la Resurrección se ven todavía presentes en el mundo: la fe heroica, la vida evangélica de tanta gente humilde y escondida; la vitalidad de la Iglesia, que las persecuciones externas y las luchas internas no llegan a debilitar; la Eucaristía, presencia viva de Jesús resucitado que continúa atrayendo hacía sí a los hombres. Toca a cada uno de los hombres vislumbrar y aceptar estas señales, creer como creyeron los Apóstoles y hacer cada vez más firme la propia fe.
La liturgia pascual recuerda en la segunda lectura uno de los discursos más llenos de conmoción de san Pedro sobre la resurrección de Jesús: “Dios le resucitó al tercer día, y le dio manifestarse… a los testigos de antemano elegidos por Dios, a nosotros, que comimos y bebimos con él después de resucitado de entre los muertos” (Hc 10, 40-41). Todavía vibra en estas palabras la emoción del jefe de los apóstoles por los grandes hechos de que ha sido testigo, por la intimidad de que ha gozado con Cristo resucitado, sentándose a la misma mesa y comiendo y bebiendo con él.
La Pascua invita a todos los fieles a una mesa común con Cristo resucitado, en la cual él mismo es la comida y la bebida: “Ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo. Así pues, celebremos la Pascua” (Versículo del Aleluya). Este versículo está tomado de la primera carta a los Corintios, en la cual san Pablo, refiriéndose al rito que mandaba comer el cordero pascual con pan ácimo –sin levadura- exhorta a los cristianos a eliminar “la vieja levadura… de la malicia y la maldad” para celebrar la Pascua “con los ácimos de la pureza y la verdad” (1 Cr 5, 7-8). A la mesa de Cristo, verdadero Cordero inmolado por la salvación de los hombres, tenemos que acercarnos con corazón limpio de todo pecado, con el corazón renovado en la pureza y en la verdad; en otras palabras, con corazón propio de resucitados.
La resurrección del Señor, su “paso” de la muerte a la vida, debe reflejarse en la resurrección de los creyentes, actuada con un “paso” cada vez más radical de las debilidades desde el hombre viejo a la vida nueva en Cristo. Esta resurrección es manifiesta en el anhelo profundo por las cosas del cielo. “Si fuiste resucitados con Cristo –dice el Apóstol- buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Cl 3, 1-2). La necesidad de ocuparse de las realidades terrenas, no debe impedir a los “resucitado con Cristo” el tener el corazón dirigido a las realidades eternas, las únicas definitivas.
Siempre
nos está acechando la tentación de asentarnos en este mundo como si fuera nuestra
única patria. La resurrección del Señor es una fuerte llamada; ella nos
recuerda siempre que estamos en este mundo como acampados provisionalmente y
que estamos en viaje hacia nuestra patria eterna. Cristo ha resucitado para
arrastrar a los hombres a la resurrección y llevarlos adonde él vive
eternamente, haciéndolos partícipes de su gloria.
“Es la pascua, la pascua del Señor… Es la pascua, no figurada, sino real; no es ya la sombra, sino la pascua del Señor en toda verdad.
En verdad, Jesús, tú nos has protegido contra un desastre sin nombre, has extendido tus manos paternales, nos has abrigado bajo tus alas, has derramado la sangre de un Dios sobre la tierra, para sellar la sangrienta alianza, en favor de los hombres que amas. Has alejado las amenazas de la cólera y nos has devuelto la reconciliación de Dios… ¡Oh tú, único entre los únicos, todo en todos, tengan los cielos tu espíritu y tu alma el paraíso, pero que tu sangre pertenezca a la tierra!...
¡Oh pascua de Dios que desciende a la tierra del cielo y que vuelve a subir al cielo de la tierra! ¡Oh gozo universal, honor, festín, delicias, tinieblas de la muerte disipadas: vuelve la vida a todos y se abren las puertas de los cielos! Dios se ha hecho hombre y el hombre se ha hecho Dios…
¡Oh pascua de Dios!, el Dios del cielo, en su liberalidad se ha unido a nosotros en el Espíritu, y la inmensa sala de las bodas se ha llenado de convidados: todos llevan el vestido nupcial, y ninguno es arrojado fuera por no haberlo revestido… Las lámparas de las amas no volverán a apagarse. En todos arde el fuego de la gracia de manera divina, en el cuerpo y en el espíritu, pues lo que arde es el aceite de Cristo.
Te rogamos, Dios soberano, Cristo, Rey del espíritu y la eternidad, que extiendas tus grandes manos sobre tu Iglesia sagrada, y sobre tu pueblo santo que sigue perteneciéndote: defiéndele, guárdale, consérvale, combate, da la batalla por él, somete todos los enemigos a tu poder… Concédenos poder cantar con Moisés el canto triunfal. Pues tuya es la victoria y el poder por los siglos de los siglos”. (San Hipólito de Roma, Himno pascual, en Oraciones de los primeros cristianos, 44).
“¡Oh Cristo resucitado!, contigo tenemos que resucitar también nosotros; tú nos escondiste de la vista de los hombres, y nosotros tenemos que seguirte; volviste al Padre, y tenemos que procurar que nuestra vida esté escondida contigo en Dios. Es deber y privilegio de todos tus discípulos, Señor, ser levantados y transfigurados contigo; es privilegio nuestro vivir en el cielo con nuestros pensamientos, impulsos, aspiraciones, deseos y afectos, aún permaneciendo todavía en la tierra. Enséñanos a buscar las cosas de arriba demostrando con ello que pertenecemos a ti, que nuestro corazón ha resucitado contigo y que contigo y en ti está escondida nuestra vida”. (Cfr. J. H. Newman, Maturità cristiana, pp. 190-194).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.
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