“¡Haznos volver a ti, Señor, y volveremos!” (Lam 5, 21).
Para ordenar la meditación de los textos bíblicos de la liturgia de hoy puede tomarse como punto de arranque la segunda lectura (Rm 13, 8-10): “A nadie le debáis nada, más que amor” (ib 8). Es ésta la gran deuda que cada uno debe apresurarse a saldar; deuda, porque el amor mutuo es exigencia de la naturaleza humana y porque Dios mismo ha querido tutelar esa exigencia con un mandamiento extremadamente importante, síntesis de toda la ley: “el que ama tiene cumplido el resto de la ley” (ib).
Todos los preceptos -negativos o positivos- que regulan las relaciones entre los hombres culminan en el amor. Amor ordenado no sólo al bien material de los hermanos, sino también al espiritual y eterno. Como cada cual quiere para sí la salvación, así está obligado a quererla para los otros; y aun es condición para su misma salvación personal.
Sobre este punto se detiene la primera lectura (Ez 33, 7-9). Dios ha constituido a Ezequiel centinela de su pueblo y le dice: “Si… tú no hablas, poniendo en guardia al malvado, para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre” (ib 8). Es siempre la gran responsabilidad del que tiene cometido semejante al del profeta: pastores del pueblo de Dios, superiores religiosos, padres y madres de familia, educadores. Su salvación está condicionada al celo en guardar su grey, sea grande o pequeña.
Dejar perecer en el pecado a un hijo o a un hermano sin tenderles la mano es una traición, una vileza, un egoísmo de que Dios pedirá estrecha cuenta. El temor a ser rechazado, a perder la popularidad o a ser tachados de intransigencia no justifica el “lavarse las manos” o el “dejar pasar”. El que ama no se da paz mientras no halla el modo de llegar al culpable y amonestarlo con bondad y firmeza. Y si a pesar de tentativas, exhortaciones y súplicas no consigue su intento, no cesará de orar y hacer penitencia para obtenerle la gracia de Dios.
El Evangelio (Mt 18, 15-20) da un paso adelante y extiende este deber a todo fiel que ve a un hermano caer en el pecado. “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano” (ib 15). Ante todo la amonestación debe ser secreta para salvaguardar el buen nombre del culpable. Por desgracia en la práctica acaece con frecuencia lo contrario: se habla y se murmura con otros manifestando lo que estaba oculto, mientras bien pocos tienen la valentía de advertírselo al interesado. ¿De qué sirve hablar sobre la enfermedad, si ninguno cura al enfermo? Hay que preocuparse, más bien, de “salvar” al hermano.
Su pérdida es un daño para él y para la comunidad, y su retorno es “una ganancia” para todos. Por eso, si la corrección privada no tiene éxito, Jesús exhorta a repetirla delante de dos o tres testigos; y, si aun este medio fallase, a informar de ello a la Iglesia. No para denuncia y condena, sino para inducir al culpable a enmendarse y para tutelar el bien común. La Iglesia, en efecto, estando asistida por el Espíritu Santo, tiene luz y poder particulares, y por eso su admonición tiene una eficacia especial; y, en fin, su decisión de “atar o desatar” tiene tal autoridad que es ratificada en el cielo (ib 18).
El
trozo evangélico termina con una exhortación a la plegaria en común. Como los
fieles -uno o dos testigos- deben convenirse para procurar sacar del mal a un
hermano, así también se deben convenir para orar. Basta que dos solos convengan
en lo que pedir a Dios y se reúnan en nombre de Jesús, para que su oración sea
escuchada. Y los será ciertamente si tiene por objeto la enmienda de los
culpables.
“Padre y Señor nuestro, que nos has redimido y adoptado como hijos, mira con bondad a los que tanto amas; y pues creemos en Cristo, concédenos la verdadera libertad y la herencia de los santos”; al igual que la Oración sobre las Ofrendas: “Oh Dios, fuente de la paz y del amor sincero, concédenos glorificarte por estas ofrendas y unirnos fielmente a ti por la participación en esta eucaristía” (Oración Colecta, Misal Romano).
“Dios misericordioso y compasivo, perdona nuestras iniquidades, pecados, faltas y negligencias. No tengas en cuenta todo pecado de tus siervos y siervas, sino purifícanos con la purificación de tu verdad y endereza nuestros pasos en santidad de corazón, para caminar y hacer lo acepto y agradable delante de ti y de nuestros hermanos.
Sí, Señor, muestra tu faz sobre nosotros para el bien en la paz, para ser protegidos por tu poderosa mano, y líbrenos de todo pecado tu brazo excelso, y de cuantos nos aborrecen sin motivo. Danos concordia y paz a nosotros y a todos los que habitan sobre la tierra, como se la diste a nuestros padres que te invocaron santamente en fe y verdad” (San Clemente Romano, Comentario a 1 Corintios, 60).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena,
OCD.
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