“Señor, tú preparas una mesa ante mí” (Sal 22, 5).
La Liturgia de este domingo presenta la salvación bajo la imagen de un banquete preparado por Dios para todos los hombres: “Prepara el Señor de los Ejércitos para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vino de solera… Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos… Aniquilará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros” (Is 25, 6-8 - primera lectura). Festín suntuoso que revela la magnificencia del que lo da y es símbolo de la salvación ofrecida por Dios, pero oculta durante muchos siglos a los pueblos, los cuales la conocerán con la venida del Mesías. La destrucción de la muerte, y del dolor lleva a pensar lógicamente en un futuro allende la vida terrena; se trata de la bienaventuranza eterna anunciada con expresiones idénticas en el Apocalipsis: “Dios enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte” (21, 4).
En el Evangelio del día (Mt 22, 1, 14) el convite de la salvación adquiere una fisonomía nueva, la nupcial. Dios llama a todos los hombres a participar en las bodas de su Hijo con la naturaleza humana, comenzadas con su encarnación y consumadas con su muerte de cruz. «El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados, pero no quisieron ir» (ib 2-3). El rey es Dios, el banquete es la salvación traída por el Hijo de Dios hecho hombre, los siervos son los profetas y apóstoles, los invitados que rehúsan venir o maltratan y dan muerte a los criados son los judíos y todos los que como ellos rechazan a Jesús.
Se verifica una situación semejante a la de la parábola de los viñadores malvados (domingo precedente); sin embargo, hay una diferencia notable. A los viñadores se les exigía algo debido, o sea los frutos de la viña que se les había confiado; aquí, en cambio, nada se exige, sino todo se ofrece; allí se rehusaba lo que tenía que darse en justicia, aquí se rechaza lo que se ofrece con bondad y magnificencia sumas. Es la repulsa al amor de Dios. Es la actitud del hombre convencido de que no necesita de salvación o del que hundido en negocios terrenos considera tiempo perdido pensar en Dios o en la vida eterna. Estos tales van a la ruina, mientras otros son invitados en su lugar.
«La boda está preparada» (ib 8). El Hijo de Dios se ha encarnado y se ofrece en sacrificio por la salvación de la humanidad. Dios por eso continúa renovando su invitación: «Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda» (ib 9). La sala del festín, llena ya de comensales «malos y buenos» (ib 10), representa a la Iglesia abierta a todos los hombres y siempre semejante al campo en que la cizaña crece en medio del grano. Ser invitados y haber entrado en el festín no significa poseer ya la salvación definitiva.
En
efecto, hay un hombre que no lleva traje de boda, y es arrojado «fuera, a las
tinieblas» (ib 13), no precisamente por carecer de traje exterior, sino por no
tener las disposiciones internas necesarias para la salvación. Es el hombre que
pertenece materialmente a la Iglesia, pero no vive en caridad y gracia; su fe
no está acompañada de obras; tiene la apariencia de discípulos de Cristo, pero
en el fondo de su corazón no es de Cristo ni para Cristo. Su pertenencia a la Iglesia
no le servirá de salvación sino de condena: «porque muchos son los llamados y
pocos los escogidos» (ib 14). La parábola no quiere decir que los elegidos sean
pocos de modo absoluto, sino que su número es inferior al de los llamados por
culpa de la ligereza de éstos en responder a la invitación divina.
Dios soberano, te pedimos humildemente que, así como nos alimentas con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, nos hagas participar de su naturaleza divina. (Oración post Comunión, Misal Romano).
Ayúdame, Señor, a dejarme de malas y vanas excusas y a ir a esa cena que nos nutre interiormente. No sea la altanería del, orgullo impedimento para ir al festín, elevándome jactanciosamente, ni una curiosidad ilícita me apegue a la tierra, distanciándome de Dios, ni estorbe la sensualidad a las delicias del corazón.
Haz que yo acuda y me engrose. ¿Quiénes vinieron a la cena, sino los mendigos, los enfermos, los cojos, los ciegos? No vinieron a ella los ricos sanos, es decir, los bien hallados, los listos, los presuntuosos, tanto más sin remedio cuanto más soberbios.
Vendré
como pobre; me invita quien, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de
enriquecer con su pobreza a los pobres. Vendré como enfermo, porque no han
menester médico los sanos sino los que andan mal de salud. Vendré como lisiado
y te diré: «Acomoda mis pies a tus caminos». Vendré como ciego y diré: «Alumbra
mis ojos para que nunca me duerma en la muerte». (San Agustín, Sermón 112, 8).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.
También puede escuchar una síntesis en AUDIO
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