“Oh Dios, mira desde el
cielo, fíjate; ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó” (Sal 79,
15-16).
La parábola de la viña es el tema que domina la liturgia de hoy. Parábola común al Antiguo y al Nuevo Testamento, de que primero el profeta y luego Jesús se sirvieron para hablar del amor de Dios a su pueblo y de la ingratitud de éste. Isaías (5, 1-7; primera lectura) describe la historia de Israel como la historia de la viña del Señor, que él tenía “en fértil collado; la entrecavó, la descantó y plantó de buenas cepas; construyó en medio una talaya y cavó un lagar” (ib 2).
Todo hacía suponer una vendimia óptima; en cambio, la viña “dio agrazones” (ib). La tierra que cultiva el campesino da buenos frutos, pero la viña del Señor no. Dios se vuelve entonces a su pueblo: “sed jueces entre mí y mi viña. ¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho?” (ib 3-4). Al juzgar sobre la viña infructuosa, Israel se está juzgando a sí mismo. Dios lo eligió para pueblo suyo, lo libró de la esclavitud, lo trasplantó a una tierra fértil, lo defendió de los enemigos; y con todo Israel no correspondió a tanto amor.
El Evangelio (Mt 21, 33-43) reasume la metáfora de Isaías y la desarrolla hablando de otros inmensos beneficios hechos por Dios a su pueblo. Le envió repetidas veces “a sus criados”, o sea a los profetas; pero los viñadores, esto es los jefes de Israel a quienes había sido confiada la viña del Señor los maltrataron, apalearon, lapidaron, mataron. En fin, como prueba suprema de su amor, Dios envió a su Hijo divino; pero también, lo agarraron y empujándolo fuera de la viña, le dieron muerte, crucificado “fuera” de los muros de Jerusalén.
La responsabilidad y la ingratitud del pueblo elegido creció enormemente con ello. De ahí las conclusiones preñadas de consecuencias; Isaías había hablado de la destrucción de la viña del Señor, símbolo de las derrotas de Israel y de su deportación al destierro; Jesús, en cambio, anuncia: el propietario “arrendará la viña a otros labradores” (ib 41) y más claramente aún: “Se os quitará el Reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos” (ib 43). Por culpa de su ingratitud Israel fue sustituido por otros pueblos, la sinagoga por la Iglesia. Pero ¿es el nuevo pueblo de Dios más fiel que el antiguo? También para el nuevo valen las dos parábolas de Isaías y de Jesús. Si la viña de la Iglesia no diere los frutos que Dios espera de ella, sufrirá la misma suerte que Israel.
Y esto no se aplica sólo a la Iglesia como cuerpo social, sino a cada uno de sus miembros. Todo bautizado debe ser “viña del Señor” y llevar fruto, ante todo aceptando a Jesús, siguiéndole y viviendo injertados en él “vid verdadera”, fuera de la cual no hay más que muerte. En el Nuevo Testamento, en efecto la “viña del Señor”, no es sólo el pueblo elegido y amado en Cristo, injertado en el que dijo: “Yo soy la vida verdadera, y mi Padre es el viñador… Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ese da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 1-5).
En
esta perspectiva, la segunda lectura (Flp 4, 6-9) puede ser considerada y
meditada como una invitación a recurrir frecuentemente a Dios, a la confianza y
a la gratitud, para el que nos eligió para pueblo suyo y como un compromiso a
llevar abundantes frutos de todo bien: “hermanos, todo lo que es verdadero,
noble, justo, puro, amable, laudable; todo lo que es virtud o mérito tenedlo en
cuenta” (ib 8).
“Señor, tú trajiste de Egipto una vid; arrojaste de aquí a los paganos y la plantaste; ella extendió sus sarmientos hasta el mar y sus brotes llegaban hasta el río. Señor, ¿por qué has derribado su cerca, de modo que puedan saquear tu viña los que pasan, pisotearla los animales salvajes, y las bestias del campo destrozarla?. Señor, Dios de los ejércitos, vuelve tus ojos, mira tu viña y visítala; protege la planta sembrada por tu mano, el renuevo que tú mismo cultivaste. Ya no nos alejaremos de ti; consérvanos la vida; alabaremos tu poder. Restablécenos, Señor, Dios de los ejércitos; míranos con bondad y estaremos a salvo. (Sal 79, 9-10. 15-16. 19-20).
“Oh Dios eterno, si el tiempo que el hombre era árbol de muerte lo trocaste en árbol de vida, injertándote, tú, vida, en el hombre -aunque muchos por sus culpas no se injerten en ti, vida eterna-, puedes ahora de ese modo proveer a la salud de todo el mundo, al cual veo hoy que no se injerta en ti… Oh vida eterna, desconocida de nosotros, criaturas ignorantes. Oh miserable y ciega alma mía, ¿dónde está el clamor, donde están las lágrimas que deberías derramar en la presencia de tu Dios, que continuamente te invita?... Nunca produje yo otra cosa que frutos de muerte, porque no me he injertado en ti.
¿Cuánta luz, cuánta dignidad recibe el alma injertada en ti! ¡Oh desmesurada grandeza! Y ¿de dónde traes, oh árbol, estos frutos de vida, siendo por ti mismo estéril y muerto? Del árbol de la vida; pues si tú no estuvieses injertado en él, ningún fruto podrías producir por tu virtud, porque eres nada.
Oh verdad eterna, amor inestimable, tú nos produjiste frutos de fuego, de amor, de luz y de obediencia pronta, por la cual corriste como enamorado a la oprobiosa muerte de cruz y nos diste estos frutos en virtud del injerto que hiciste de tu cuerpo en el árbol de la cruz. Así, oh Dios eterno, el alma injertada en ti verdaderamente, a nada atiende sino al honor tuyo y a la salud de las almas. Y ella se hace fiel, prudente y paciente.” (Santa Catalina de Siena, Oraciones y Elevaciones, 14).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena,
OCD.
También puede escuchar una síntesis en AUDIO
haciendo clic AQUÍ.
No hay comentarios:
Publicar un comentario