«Señor, que esté yo preparado para, a tu llegada, entrar contigo al banquete de bodas» (Mt 25, 10).
El núcleo de la liturgia de hoy es el grito que se oye a medianoche: «¡Que llega el esposo; salid a recibirlo!» (Mt 25, 6). El Esposo es Cristo; viene de improviso a llamar a su banquete eterno a los creyentes, simbolizados en las diez vírgenes que velan a la espera de ser introducidas en la boda. En esta parábola (ib 1, 13) las relaciones entre Dios y el hombre se presentan -como sucede con frecuencia en el Antiguo Testamento- como relaciones nupciales. El Hijo de Dios, encarnándose, se desposó con la humanidad por esa unión indisoluble que hace de él el Hombre-Dios; consumó luego este desposorio en la cruz, por la que redimió a los hombres y los unió a sí agrupándolos en la Iglesia su esposa mística.
Pero no le basta esto: Cristo quiere celebrar sus desposorios místicos con cada alma consagrada a él por el bautismo. «Os tengo desposados con un solo esposo -escribe San Pablo a los Corintios-, para presentaros cual casta virgen a Cristo» (2 Cr 11, 2). A esta luz la vida del cristiano puede considerarse como un compromiso de fidelidad nupcial a Cristo, fidelidad delicada, presurosa, ardiente e inspirada en un amor que no admite compromisos. La vida transcurrida así es una espera vigilante del Esposo, ocupada en buenas obras, las cuales, según el simbolismo de la parábola, son el aceite que alimenta la lámpara de la fe. Las vírgenes prudentes están bien provistas de él, por lo tanto pueden arrostrar lo prolongado de la vigilia nocturna y encontrarse prontas para el recibimiento del esposo. En cambio, las vírgenes necias, que representan a los cristianos descuidados en el cumplimiento de sus deberes, ven que sus lámparas se apagan sin remedio, llegan luego tarde y llaman inútilmente: «¡Señor, Señor, ábrenos!» (Mt 25, 11).
No basta invocar a Dios para salvarse; se requiere «la fe que actúa por la caridad» (GI 5, 6). Por eso las vírgenes necias tienen que escuchar: «No os conozco» (Mt 25, 12); es la misma respuesta dada a los que han predicado el Evangelio pero no lo han practicado: «Jamás os conocí; alejaos de mí» (Mt 7, 23). Cristo los conoce muy bien a éstos, pero no como ovejas de su grey, porque no escucharon su voz, ni como amigos, porque no guardaron sus mandamientos; por eso los excluye de la intimidad de las bodas eternas. La llegada del esposo a medianoche y con retraso indica que nadie puede saber cuándo abrirá el Señor para él las puertas de la eternidad y justifica la exhortación final: «Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora» (Mt 25, 13).
La primera y segunda lectura giran en torno al Evangelio. La primera (Sb 6, 12-16) es como un preludio, que alaba la búsqueda de la sabiduría que procede de Dios y se ordena a su servicio. «Pensar en ella es prudencia consumada, y quien vela por ella pronto se verá sin afanes» (ib 15). Esta sabiduría hace al hombre prudente, le enseña a no gastar la vida en cosas vanas, sino a emplearla en el servicio y en la espera de Dios. Quien temprano la busca, no se hallará desprevenido a la llegada del Esposo.
La segunda lectura (1 Ts 4, 13-18) concluye el tema con la instrucción de San Pablo a los Tesalonicenses sobre el destino eterno del hombre. Ante la muerte de sus seres queridos, los Tesalonicenses se afligían «como los que no tienen esperanza» (ib 13), porque no sabían aún que los creyentes, habiéndose incorporado a Cristo, están llamados a participar en su gloria. «Pues si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo a los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con él» (ib 14). La fe y la unión a Cristo valen no sólo para esta vida, sino también para la muerte, la resurrección y la glorificación. Esta es la meta luminosa a la que el creyente debe mirar para estar en vela a la espera del Esposo y para ver con serenidad la muerte, que lo introducirá en las bodas eternas donde estará «siempre con el Señor» (ib 17).
Me conservo pura para ti, y con la lámpara encendida te salgo al encuentro, Esposo mío... Vayamos al encuentro del Esposo, con vestiduras blancas, con lámparas... Despertémonos, antes que el Rey atraviese el umbral...
Me he mantenido apartada de la felicidad de los mortales, llena de deliquios, de los placeres de una vida alegre, del amor; en tus brazos que dan la vida, busco refugio, deseo contemplar para siempre tu belleza, ¡oh Beatitud!... He olvidado mi patria porque deseaba tu gracia, oh Verbo; he olvidado los grupos de las doncellas de mi edad, el orgullo de mi madre y de mi raza, porque tú, oh Cristo, eres todo para mí...
Dador de vida eres tú, oh Cristo. Yo te saludo, luz sin ocaso. Acoge este grito. El coro de las vírgenes te invoca, ¡Flor perfecta, Amor, Gozo, Prudencia, Sabiduría, Verbo! (San Metodio de Olimpo, El Convite, XI, 3).
Deseo yo, Señor, contentaros; mas mi contento bien sé que no está en ninguno de los mortales. Siendo esto así, no culparéis a mi deseo. Véisme aquí, Señor; si es necesario vivir para haceros algún servicio, no rehúso todos cuantos trabajos en la tierra me pueden venir...
Miserables
son mis servicios, aunque hiciese muchos a mi Dios. Pues ¿para qué tengo de
estar en esta miserable miseria? Para que se haga la voluntad del Señor. ¿Qué
mayor ganancia, ánima mía? Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá, el día
ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo
hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares,
más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con
gozo y deleite que no puede tener fin. (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones,
XV, 2-3).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena,
OCD.
También puede escuchar una síntesis en AUDIO
haciendo clic AQUÍ.
No hay comentarios:
Publicar un comentario