«Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza..., mi libertador» (SI 17, 2-3).
La Liturgia de la Palabra graba hoy a fuego el gran mandamiento del amor a Dios y al prójimo. La primera lectura (Ex 22, 20-27) reproduce un grupo de leyes referentes a los deberes para con el prójimo necesitado: forasteros, viudas, huérfanos, pobres, deudores. «No... vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto» (ib 20); como si dijese: vosotros que sufristeis las vejaciones de los egipcios, cuidad de no hacer sufrir a los extranjeros que viven entre vosotros. «No explotarás a viudas ni a huérfanos» (ib 21), porque Dios os castigaría con la muerte, «dejando a vuestras mujeres viudas y a vuestros hijos huérfanos» (ib 23). Haciendo un préstamo al pobre, «no serás con él un usurero» (ib 24), y antes que anochezca devolverás el manto que tomaste en prenda.
Dos son los principios que inspiran estas prescripciones: «no hagas a nadie lo que no quieras que te hagan» (Tb 4, 15), y por el contrario: «ama al prójimo como a ti mismo» (Lv 19, 18); y esto no por puro sentimiento humanitario, sino por Dios que tiene cuidado especial de los atribulados, escucha su clamor y es «compasivo» con ellos (Ex 22, 26). También en el Antiguo Testamento se ve el amor al prójimo en su relación con Dios, como respeto a su ley y como reflejo de su amor a los hombres. Pero en el Nuevo todo queda iluminado y perfeccionado por la enseñanza de Jesús, como puede verse en el Evangelio de hoy (Mt 22, 34-40).
Cuando un doctor de la ley le pregunta sobre el mandamiento más importante, el Señor le responde uno tras otro, los mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo. El primero lo toma del Deuteronomio (6, 5): «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza», y el segundo del Levítico (19, 18): «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Se trata, pues, de mandamientos ya conocidos y tenidos al menos por algunos rabinos como los más importantes (Lc 10, 27). Pero lo nuevo está en que Jesús relaciona estos dos preceptos como fundiéndolos en uno y declarando que «estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas» (Mt 22, 40).
Es decir, la voluntad de Dios revelada en toda la Escritura puede condensarse en el doble precepto del amor a Dios y al prójimo. El cristiano no necesita —como el israelita— fatigarse recordando multitud de preceptos, ni investigar para discernir cuáles son los mayores. Basta que se quede con uno, el del amor, con tal que lo entienda y lo viva integralmente como enseñó Jesús. Amar a Dios con todo el corazón significa disponibilidad plena a su querer y entrega incondicional a su servicio; y justamente porque es voluntad de Dios y para dar forma concreta a su servicio, hay que amar al prójimo dándose a él con generosidad. El ejemplo de Jesús lo demuestra claramente: él cumplió la voluntad del Padre poniéndose al servicio de los hombres e inmolándose por la salvación de ellos. Su obra redentora es al mismo tiempo expresión de su amor al Padre y a los hombres.
El
cristiano ha de hacer el mismo camino; no le es posible, por eso, separar el
amor al prójimo del amor a Dios, so pena de reducirlo a una simple forma de
humanismo; ni el amor a Dios del amor al prójimo, so pena de hacer de él un
amor ideal, desencarnado. La síntesis perfecta es la indicada por S. Juan: «Si
alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso;
pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.
Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su
hermano» (1 Jn 4, 20-21).
Dios todopoderoso y eterno, aumenta nuestra fe, esperanza y caridad; y para conseguir tus promesas, concédenos amar tus preceptos. (Misal Romano, Oración Colecta).
Señor, haz que para amarte con todo el corazón me entregue con todas mis fuerzas a observar tu mandamiento, porque II que no ama a su prójimo de veras, desprecia tu mandamiento, y quien desprecia tu mandamiento, te desprecia a ti que eres su autor...
Pero ¿quién de los hombres ha podido o podrá observar tal mandamiento? ¿Quién ha amado nunca a su prójimo como tú, oh Cristo, amaste a tus Apóstoles?... Si no puedo guardar tu paso, haz que al menos siga de lejos tus huellas. Si no soy capaz de amar al prójimo más que a mi mismo —como hiciste tú al morir por la salvación de la humanidad—, concédeme al menos amarlo como a mí mismo, haciendo a los demás lo que quisiera me hiciesen a mí... y guardándome bien de hacerles lo que no quisiera me hiciesen. Haz que ame al prójimo de tal modo que en él te ame a ti; amándolo de este modo, guardaré tu mandamiento. Pues tú mismo quieres ser el resorte de ese amor... Si, por el contrario, amo al prójimo sólo por sí mismo, no será verdadera caridad la mía...
Oh caridad, amor inmenso que abarca cielo y tierra; caridad, amor invencible... Caridad, vínculo indisoluble de amor y de paz... Haz, Señor, que reine entre nosotros esta reina de las virtudes; entonces todos, grandes y pequeños, conocerán ciertamente que somos discípulos tuyos. (B. Olegario, Sermón, 5, 1. 3-6).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.
También puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.
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