domingo, 11 de agosto de 2024

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo B - 19º Domingo del Tiempo Ordinario: “El que come de este pan, vivirá para siempre”

 

«Gustad y ved qué bueno es el Señor; dichoso el que se acoge a él» (SI 33, 9).

Jesús, pan vivo bajado del cielo, ocupa hoy el centro de la Liturgia de la Palabra, toda ella orientada a la Eucaristía. La primera lectura es una introducción muy a propósito (1 Re 19, 4-8): representa la escena de Elías que, huido al desierto para salvarse del furor de la reina Jezabel, se tiende bajo un arbusto y gime: «Basta ya, Señor, quítame la vida, pues yo no valgo más que mis padres» (ib 4). Después de haber luchado hasta lo último para defender el culto del verdadero Dios, el profeta experimenta que es un hombre débil como los demás, y llama a la muerte. Se echa a dormir, pero siente que le despiertan: «Levántate, come» (ib 5. 7); el ángel del Señor le ha puesto al lado una hogaza y agua; a su invitación, se levantó Elías, comió y bebió, y con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches, hasta el Horeb, el monte de Dios» (ib 8).

El abatimiento del profeta refleja la experiencia del que, habiendo realizado grandes empresas -aun apostólicas- y habiendo creído tal vez ser más que los otros, cuando menos piensa se ve por tierra sin fuerza alguna. Es una experiencia preciosa porque pone al hombre en la verdad de su insuficiencia y de su esencial y continua necesidad de Dios, y el alimento divino que restaura a Elías dándole fuerza para resistir la larga travesía hasta el monte santo, es figura transparente de la Eucaristía, viático del cristiano en su camino hacia la eternidad, de que habla el Evangelio de hoy (Jn 6, 41-52), volviendo a tomar el tema del domingo pasado.

Los judíos murmuran porque Jesús ha afirmado que es el pan bajado del cielo. ¿Es que puede el pan tomar figura de hombre? Y aquel hombre, Jesús, ¿no es acaso «el hijo de José», cuyo padre y cuya madre todos conocen? (ib 42). No teniendo ellos fe, no pueden sobrepasar la interpretación material de las palabras del Señor. Por otra parte, la fe es un don. «Nadie puede venir a mí, si no lo trae el Padre que me ha enviado» (ib 44). El Padre trae, pero el hombre tiene que dejarse llevar y enseñar por él: «Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí» (ib 45). El pecado de los judíos continúa siendo el rechazar obstinadamente la palabra de Dios que les llega por medio de Cristo. Cristo es el sacramento del Padre; quien lo rechaza no puede ir al Padre, ni tener la vida eterna; sólo «el que cree tiene la vida eterna» (ib 47). Estremece esta resistencia al Salvador de parte de sus contemporáneos que no menos que sus discípulos han visto sus milagros y escuchado sus enseñanzas.

También hoy está Cristo con su Iglesia, y todos los hombres pueden encontrarlo en la Eucaristía, pero ¿cuántos creen en este «misterio de fe»? No por nada Jesús antes de anunciarlo insiste tanto en la necesidad de la fe. Para el que cree, las palabras del Señor no ofrecen margen de duda: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo» (ib 51). Los hebreos que se alimentaron del maná, murieron; Elías reconfortado con el alimento ofrecido por el ángel, tuvo fuerza para subir al monte santo, donde el Señor se le manifestó en una teofanía misteriosa; el cristiano que come la carne de Cristo «vivirá para siempre» y será admitido a la visión cara a cara de Dios. En esta marcha hacia la visión eterna no está solo, sino unido íntimamente en un solo cuerpo con los hermanos que se alimentan también de la Eucaristía, sacramento de amor y de unidad. De este modo se hace capaz de «vivir en el amor» (Ef 5, 2; segunda lectura), imitando la caridad de Dios que le amó hasta el punto de darle su Unigénito, e imitando la caridad de Cristo, que se dio a él hasta la cruz, para alimentarlo con su carne.

 

Pan dulcísimo, cura el paladar de mi corazón para que experimente la suavidad de tu amor. Sánalo de toda debilidad, para que no guste otra dulzura fuera de ti, ni busque otro amor, ni ame otra belleza. Pan purísimo que encierras, que contienes en ti todo deleite y el sabor de toda suavidad, que siempre nos restauras y nunca te desvirtúas, de ti se nutra mi corazón y de tu dulzura se llene lo íntimo de mi alma. De ti se nutre en plenitud el ángel; nútrase de ti, según su capacidad, el hombre peregrino, para que, fortalecido con tal alimento, no desfallezca por el camino.

Pan santo, Pan vivo..., que has bajado del cielo y das la vida al mundo, ven a mi corazón y límpiame de toda impureza de la carne y del espíritu: entra en mi alma y santifícame interior y exteriormente. Sé tú la continua salvación de mi alma y de mi cuerpo. Aleja de mí a los enemigos que me tienden asechanzas; huyan lejos de la presencia de tu poder, para que fortalecido por ti en lo exterior y en lo Interior, llegue por el sendero recto a tu reino, donde te veremos, no envuelto en el misterio como en esta vida, sino cara a cara... Entonces me saciarás de ti con una saciedad admirable, de modo que no tenga ya hambre ni sed eternamente. (San Anselmo, Orationes, 29).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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