«Alzaré la copa de la salvación, invocando tu nombre» (Salmo 115, 13).
Según la Liturgia renovada, al título del Cuerpo de Cristo añade el de la Sangre. Esto que siempre estuvo implícito -porque donde está el Cuerpo está también la Sangre del Señor y viceversa-, ahora se proclama explícitamente llamando así la atención sobre el aspecto sacrificial de la Eucaristía. Precisamente sobre este aspecto convergen las lecturas bíblicas del día. Del libro del Éxodo (24, 3-8; 1.ª lectura) se lee el texto que describe la estipulación de la Alianza entre Dios e Israel. Moisés reúne al pueblo, construye un altar, manda ofrecer en holocausto unas novillas y derrama luego su sangre, una mitad sobre el altar y la otra mitad sobre el pueblo diciendo: «Esta es la sangre de la alianza que el Señor hace con vosotros, sobre todos estos mandatos» (ib 8). «Estos mandatos» eran las cláusulas propuestas por Dios y leídas con anterioridad al pueblo, referentes al decálogo que Israel se obligaba a observar y a las promesas que Dios mismo se obligaba a cumplir. Este pacto bilateral se estipulaba mediante la sangre de los animales ofrecidos en sacrificio, sangre que derramada sobre el altar y sobre el pueblo indicaba el lazo espiritual que unía a Israel con Dios.
La Antigua Alianza era figura de la Nueva, sellada por Cristo no con «sangre de machos cabríos ni de becerros, sino (con) la suya propia» (2.a lectura: Hb 9, 9, 11-15). Mientras en el Antiguo Testamento los sacrificios eran múltiples y tenían un valor puramente externo y simbólico, en el Nuevo hay un solo sacrificio, ofrecido «una vez para siempre» (ib 12), porque su valor es intrínseco, real e infinito. En él no hay animales degollados, ni multitud de oferentes; víctima y sacerdote se identifican en el Hijo de Dios hecho hombre, que se ofreció a sí mismo «a Dios como sacrificio sin mancha»; y su sangre tiene el poder de purificar «nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto de Dios vivo» (ib 14). No se trata ya de una purificación exterior, sino interior, que transforma al hombre por dentro, lavándolo de los pecados, para que, «vivo» por la gracia y el amor, pueda servir al «Dios vivo». La regeneración del cristiano tiene lugar en el agua bautismal; pero ésta saca su virtud de la sangre de Cristo, porque «sin efusión de sangre no hay remisión» (ib 22).
Pero antes de derramar su sangre en la cruz, Jesús quiso anticipar este don a los discípulos con la institución de la Eucaristía. De ella habla el Evangelio (Mc 14, 12-16. 22-26) por la relación de Marcos, que, aunque más escueto que los otros sinópticos, no omite la referencia explícita a la sangre de la antigua Alianza sustituida definitivamente por la sangre de Cristo. «Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y todos bebieron. Y les dijo: "Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos"» (ib 23-24). Con esto caducan los antiguos sacrificios y entra el nuevo, ofrecido históricamente una sola vez en el Calvario, pero renovado sacramentalmente cada día en la Santa Misa para aplicar sus méritos a los fieles de todos los tiempos y para que todos puedan acercarse y beber de esta sangre como la bebieron los discípulos en la última Cena.
Así
por la Sangre de Cristo la Iglesia vive y crece, los fieles son purificados
continuamente de los pecados, regados por la gracia, robustecidos por el amor y
reunidos en un solo pueblo. El Cuerpo y la Sangre de Cristo son el centro y el
sostén de la vida cristiana. Y como son cuerpo y sangre inmolados, es necesario
que el que se alimenta de ellos participe en la inmolación de Cristo abrazando
con él la cruz, uniéndose con él a la voluntad del Padre y ofreciéndose con
espíritu de sacrificio y expiación a todas las pruebas, trabajos y amarguras de
la vida. De este modo por medio de la Eucaristía el creyente vive el misterio
de la muerte de Cristo y se prepara a participar en su gloria eterna, en una
comunión que no tendrá fin.
Oh sagrado convite, en el que se recibe a Cristo, se perpetúa el recuerdo de su Pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura. Oh, cuán suave es, Señor, tu espíritu, pues para dar a tus hijos una prueba de tu afecto, colmas de bienes a los hambrientos con el suavísimo Pan del cielo. (Santo Tomás de Aquino, Oraciones).
La boca del alma... te gusta dulcemente a ti, oh Verbo; gusta la pureza de la esencia de tu divinidad y de tu humanidad, y llega a tal conocimiento de tu pureza, que lo que antes en sí o en los otros le parecía virtud ahora le parece defecto. Y tomando con la boca los Sacramentos que tienen el vigor de tu Sangre y de tu Pasión, se llega por ese medio a gustar la dulzura de tu Pasión y de tu Sangre derramada. Y sobre todo se la gusta recibiendo el santísimo Sacramento de tu Cuerpo y de tu Sangre, porque en él se halla escondida esa suavidad y dulzura, más que en ningún otro, cuando se lo recibe verdaderamente con pureza y sinceridad. El que quiera gustar tu suavidad y tu dulzura, acérquese a esta Sangre y allí encontrará todo reposo y consuelo. El alma se lavará en tu Sangre, se embellecerá con tu Sangre, se purificará con tu Sangre, se nutrirá con tu Sangre. (Santa María Magdalena de Pazzi, Icolloqui, Op. v 3, p. 90).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
También puede escuchar una síntesis en
AUDIO haciendo clic AQUÍ.
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