domingo, 22 de junio de 2025

INTIMIDAD DIVINA - Ciclo C: Corpus Christi

 

«Que tenga yo hambre de ti, "Pan de vida"» (Jn 6, 48).

La solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo es presentada hoy por la Liturgia en relación con el sacerdocio de Cristo, cuyo don supremo es la Eucaristía: Sacrificio ofrecido al Padre y Banquete servido a los hombres.

La primera lectura (Gn 14, 18-20) recuerda la más antigua figura de Cristo Sacerdote: Melquisedec, rey de Salem y sacerdote «del Dios altísimo» que, en acción de gracias a Dios por la victoria de Abrahán, ofrece un sacrificio de «pan y vino», símbolo de la Eucaristía. Sobre este personaje misterioso del que la Biblia no da indicación alguna ni acerca de su origen ni acerca de su muerte, escribe San Pablo: «sin padre, ni madre, ni genealogía, sin comienzo de días, ni fin de vida, asemejado al Hijo de Dios permanece sacerdote para siempre» (Hb 7, 3). Melquisedec es llamado «sacerdote para siempre» porque de él no se conoce ni el principio ni el fin. Con mayor razón conviene este título a Cristo, cuyo sacerdocio no tiene origen humano sino divino, y por tanto es eterno en el sentido más absoluto. A él le aplica la Iglesia el versículo que se repite hoy en el salmo responsorial: «Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec». En el Nuevo Testamento, acabado el sacerdocio levítico, queda sólo el sacerdocio eterno de Cristo que se prolonga en el tiempo por el sacerdocio católico.

La segunda lectura (1 Cr 11, 23-26) presenta a Cristo Sacerdote en el acto de instituir la Eucaristía, Sacrificio del Nuevo Testamento. La relación es la transmitida por el Apóstol según la tradición «que procede del Señor» (ib 23). Como Melquisedec, Jesús ofreció «pan y vino», pero su bendición realizó el gran milagro: «Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros... Esta copa es la nueva Alianza sellada con mi sangre» (ib 24-25). Ya no es pan, sino verdadero Cuerpo de Cristo; ya no es vino, sino verdadera Sangre. Jesús anticipa en la Eucaristía lo que cumplirá en el Calvario en sus miembros rotos, y anticipándolo lo deja en testamento a los suyos como memorial de su Pasión: «Haced esto... en memoria mía» (ib). Por eso, concluye San Pablo, «cada vez que coméis de este pan y bebéis de la copa, proclamaréis la muerte del Señor hasta que vuelva» (ib 26). No es una «memoria» que se limita a evocar un suceso, ni es una proclamación de solas palabras, porque la Eucaristía hace actualmente presente, aunque en forma sacramental el Sacrificio de la Cruz y el convite de la última Cena. La misma realidad se ofrece a los fieles de todos los tiempos, para que puedan unirse al Sacrificio de Cristo y alimentarse de su Sangre «hasta que venga» (MR).

La Eucaristía como banquete es el argumento tratado por el Evangelio del día bajo la figura transparente de la multiplicación de los panes (Lc 9, 11b-17). No tenemos aquí sólo el lejano simbolismo del pan y del vino ofrecidos por Melquisedec, sino una acción de Jesús que es preludio evidente de la Cena eucarística. Jesús toma los panes, eleva los ojos al cielo, los bendice, los parte y los distribuye; gestos todos que repetirá en el Cenáculo cuando cambie el pan en su cuerpo. Otro detalle llama la atención: los panes se multiplican en sus manos y de éstos pasan a las de los discípulos que los distribuyen a la multitud. Del mismo modo, siempre será él quien realice el milagro eucarístico, aunque se servirá de sus sacerdotes que serán los ministros y como los tesoreros. En fin, «comieron todos y se saciaron» (ib 17). La eucaristía es el convite ofrecido a todos los hombres para saciar su hambre de Dios y de vida eterna. La solemnidad de hoy es una invitación a despertar la fe y el amor a la Eucaristía, para que los fieles se sientan más hambrientos de ella, se acerquen a ella con mayor fervor y sepan excitar esta hambre saludable en sus hermanos indiferentes.

 

En verdad es justo... darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo nuestro Señor, verdadero y único sacerdote. El cual, al instituir el sacrificio de la eterna Alianza, se ofreció a sí mismo como víctima de eterna salvación, y nos mandó perpetuar esta ofrenda en conmemoración suya. Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica. (Misal Romano, Prefacio).

¡Oh nuevo y antiguo misterio! Antiguo por la figura, nuevo por la verdad del Sacramento, en el cual la criatura recibe siempre máxima novedad. Bien sabemos, y por la fe lo vemos con certeza, que ese pan y ese vino consagrados se convierten sustancialmente, por el divino poder, en tu Cuerpo y en tu Sangre, oh Cristo Dios y Hombre, a las palabras que tú ordenaste y que el sacerdote recita en este misterio sagrado...

¡Oh Dios humanado, tú sacias, colmas, rebosas y alegras tus criaturas, sobre todas y más allá de todas ellas, sin modo ni medida... Oh bien no reflexionado, desconocido, no amado, pero encontrado por los que te ansían todo entero y no pueden poseerte totalmente! Haz que yo vaya a tu encuentro, oh sumo Bien, me acerque a tan sublime mesa con reverencia grande, mucha pureza, gran temor e inmenso amor. Que me acerque toda gozosa y adornada, porque vengo a ti que eres el bien de toda gloria, a ti que eres beatitud perfecta y vida eterna, belleza, dulzura, sublimidad, todo amor y suavidad de amor. (Beata Ángela de Foligno, II libro della B. Angela II, p. 192. 194-5).

 

Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,

del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.

 

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