«¡Oh Jesús!, que yo te sirva y te siga; y que donde estés tú, esté también yo» (Jn 12, 26).
A
medida que la Cuaresma camina a su término, la pasión del Señor se acerca y
llena toda la Liturgia. Hoy es Jesús mismo quien habla de ella a través del
Evangelio
de Juan, presentándola como el misterio de su glorificación y de su obediencia a la voluntad del Padre. El discurso viene provocado a requerimiento de algunos griegos, gentiles, deseosos de ver al Señor; su presencia parece sustituir a la de los hebreos, que se han alejado decididamente de él y traman su ruina. Jesús puede ya declararse abiertamente el Salvador de todos los hombres: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Os aseguro, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 23- 24). Su glorificación se realizará a través de la muerte comparada con la muerte del grano de trigo que muere para dar vida a la nueva espiga.
De su muerte, en efecto, nacerá el nuevo pueblo de Dios que acogerá a los griegos y a los hebreos y a hombres de toda raza y país, todos igualmente redimidos por él. Jesús lo sabe, y por eso ve con alegría acercarse la hora de su cruz, pero al mismo tiempo, ante ella, su humanidad experimenta horror: «Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora» (ibid 27). Es un anticipo del gemido de Getsemaní: «Me muero de tristeza» (Mc 14, 34). Estas palabras hacen comprender la cruda realidad de la pasión del Hijo de Dios, el cual, por ser verdadero hombre, saboreó el tormento en toda su plenitud. Pero no se echó atrás ya que había venido al mundo en carne pasible para ofrecérsela al Padre como sacrificio expiatorio: «Por esto he venido, para esta hora» (Jn 12, 27). A la voz del Hijo responde desde el cielo la voz del Padre que confirma la hora de la pasión como hora de glorificación. Precisamente, cuando sea elevado sobre la tierra, en la cruz, Jesús atraerá hacia sí a todos los hombres y al mismo tiempo rendirá al Padre la máxima gloria.
En la carta a los Hebreos san Pablo vuelve sobre este tema describiendo de un modo humanísimo las angustias de Cristo «en los días de su vida mortal», cuando «a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte» (Heb 5, 7); clara alusión al lamento de Getsemaní y al grito del Calvario (Mc 15, 34). El es «Hijo», pero el Padre no le perdona porque le ha «entregado» para la salvación del mundo (Jn 3, 16); y el Hijo acepta voluntariamente la voluntad del Padre «aprendiendo, sufriendo, a obedecer» (Heb 5, 8). Siendo Hijo de Dios, no tenía necesidad alguna de someterse a la muerte ni de obedecer a través del sufrimiento, pero abrazó ambas cosas para convertirse «para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna» (ibid 9). La pasión revela así, del modo más elocuente, la sublimidad del amor del Padre y de Cristo hacia los hombres; y revela también que para ser salvados por aquel que consumó el holocausto de la obediencia en la muerte de cruz, es necesario obedecer negándose a sí mismo.
Por
su extrema consumación, Cristo es el «Sumo Sacerdote» (ibid 10) que reconcilia con
la propia sangre a los hombres con Dios, estipulando de este modo aquella
«nueva alianza» de la que habla Jeremías (31, 1; 1.a lectura). Por medio de
ella, el hombre se renueva en su ser más íntimo; la ley de Dios no es ya una
simple ley externa grabada en tablas de piedra, sino una ley interior escrita
en el corazón por el
amor y con la sangre de Cristo. Por la pasión de Cristo, en efecto, llegaron los días de los que Dios había dicho: «Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones... perdonaré sus crímenes, y no recordaré sus pecados» (ibid 33-34).
“Te damos gracias, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro.
Estamos preparando, en el ayuno y en el arrepentimiento, su paso a la muerte; ante él nos postramos llorando. Porque se acerca el día de nuestra redención, el día de su pasión, cuando él, Salvador y Señor nuestro, entregado por nosotros a los judíos, sufrió el suplicio de la cruz, fue coronado de espinas, fue abofeteado, objeto de múltiples sufrimientos en su carne, para resucitar, por último, en virtud de su mismo poder.
En nuestro deseo de llegar con el corazón enteramente purificado a esos días santos, te suplicamos, ¡oh Dios, Padre nuestro!, que nos laves de todo pecado por amor de su pasión, vistiéndonos con la túnica inconsútil que simboliza la caridad que tú derramas sobre todos. Por medio de la caridad, te preparas, a ti mismo, en nosotros, un sacrificio, y por medio de la abstinencia harás que nos acerquemos a la sagrada Mesa con serenidad, libres de nuestros pecados.
Quiera el Cristo obtenernos todo esto, él, a quien pertenece toda alabanza, todo poder y gloria por los siglos de los siglos”. (Prefacio mozárabe, Liturgia CAL 52).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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