“Jesús, luz del mundo, haz que siguiéndote, no ande yo en tinieblas, sino que tenga la luz de la vida” (Jn 8, 12).
El tema central de la Misa del día es Jesús “luz”, y por comparación con Jesús, el cristiano “hijo de la luz”. “Yo soy la luz del mundo -declara el Señor-, quien me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12); y poco después demuestra prácticamente la realidad de su afirmación dando la vista al ciego de nacimiento. El Señor realiza este milagro sin que se lo pidan, la iniciativa es exclusivamente suya, y lo obra por un fin muy determinado: “Mientras es de día tengo que hacer las obras del que me ha enviado… Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo” (Jn 9, 4-5).
El día luminoso, la luz que ahuyenta las tinieblas del mundo es él, Jesús, y para que los hombres se convenzan de ello, he aquí el milagro. Jesús hace barro con su saliva, se lo unta en los ojos al ciego, y le dice que vaya a lavarse a la piscina de Siloé. El ciego “va, se lava, y vuelve con vista” (ibid 7). El prodigio estrepitoso es sólo el principio de la transformación profunda que Jesús quiere obrar en este hombre. La luz física dada a los ojos apagados es un signo y medio de la luz del espíritu que el Señor le infunde provocando en él un acto de fe: “Crees tú en el Hijo del Hombre?... Creo, Señor. Y se postró ante él” (ibid 35.38).
Todo cambia en la vida del ciego de nacimiento. Adquirir la vista para quien siempre ha vivido en las tinieblas es como volver a nacer, es comenzar una nueva existencia: nuevos conocimientos, nuevas emociones, nuevas presencias. Pero mucho más es lo que acontece en el espíritu de este hombre iluminado por una fe tan viva, que resiste imperturbable a la disputa y a los insultos de los judíos, y hasta al hecho de verse “expulsado” de la sinagoga (ibid 34).
Es el símbolo de la transformación radical que se realiza en el bautizado. “En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor” (Ef 5, 8). Por medio del sacramento, el hombre pasa de las tinieblas del pecado a la luz de la vida en Cristo, de la ceguera espiritual al conocimiento de Dios mediante la fe, la cual ilumina toda la existencia humana, dándole sentidos y orientaciones nuevos. De donde se sigue esta consecuencia: “Caminad como hijos de la luz, toda bondad, justicia y verdad son frutos de la luz” (ibid 8-9). La conducta del cristiano debe dar testimonio del bautismo recibido, debe atestiguar con las obras que Cristo es para él no sólo luz de la mente, sino también “luz de vida”. No son las obras de las tinieblas -el pecado- las que corresponden al bautizado, sino las obras de la luz.
“Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz” (ibid 14). Estas palabras citadas por san Pablo y sacadas, según parece, de un himno bautismal, eran una invitación hecha a los catecúmenos a levantarse del sueño, mejor dicho de la muerte del pecado, para ser iluminados por Cristo. La misma exhortación sigue siendo válida -con mayor razón- también para los bautizados desde hace mucho tiempo; la vida cristiana debe ser para todos, en efecto, una incesante y progresiva purificación de toda sombra de pecado, a fin de abrirse cada vez más a la luz de Cristo.
Precisamente
porque Cristo es la luz del mundo, la vocación del cristiano consiste en
reflejar esa luz y hacerla resplandecer en su propia vida. Esta es la gracia
que la comunidad de los fieles implora hoy en la oración final de la Misa:
“Señor Dios, luz que alumbras a todo hombre que viene a este mundo, ilumina
nuestro espíritu con la claridad de tu gracia, para que nuestros pensamientos
sean dignos de ti y aprendamos a amarte de todo corazón” (Misal Romano, Oración
después de la Comunión).
“¡Oh Cristo Señor nuestro!, te dignaste hacerte hombre para conducir al género humano, peregrino en tinieblas, al esplendor de la fe; y a los que nacieron esclavos del pecado, los hiciste renacer por el bautismo, transformándolos en hijos adoptivos del Padre. Por eso, Señor, todas tus criaturas te adoran cantando un cántico nuevo” (Misal Romano, Prefacio).
“Eres tú, luz eterna, luz de la sabiduría, quien hablando a través de las nubes de la carne dices a los hombres: ‘Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que poseerá la luz de la vida’.
Si sigo la dirección de este sol de la tierra, aunque yo no quiera dejarle, me deja él a mí cuando termina el día, que es su servicio necesario. Mas tú, Señor nuestro Jesucristo, aun mientras traes la nube de la carne no te dejabas ver de todos los hombres, lo regías todo con la potencia de tu sabiduría. Dios mío, tú estás todo en todas partes. Si de ti no me alejo, no te me ocultarás jamás.
¡Oh Señor!, ardo abrasado por el deseo de la luz: en tu presencia están todos mis deseos, y mis gemidos no se te ocultan. ¿Quién ve este deseo, ¡oh Dios mío!, sino tú? ¿A quién pediré Dios sino a Dios? Haz que mi alma ensanche sus deseos, y que, dilatado y hecho cada vez más capaz el interior de mi corazón, trate de llegar a la inteligencia de lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni llegó jamás al corazón del hombre” (Cr. San Agustín, In Ioan, 34, 5-7).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena,
OCD.
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