«Confío en ti, Cristo, que
moriste y resucitaste, y que estás a la diestra del Padre intercediendo por
nosotros» (Rm 8, 34).
La liturgia de este domingo tiene un carácter agudamente pascual al destacar el sacrificio y la glorificación de Jesús. Los primeros pasos se inician, como siempre, en el Viejo Testamento y exactamente en el sacrificio de Abrahán. Por obedecer a Dios, Abrahán a sus setenta y cinco años había tenido la valentía de abandonar tierra, casa, costumbres, todo; ahora, ya cargado de larga ancianidad, aventura su fe hasta el mismo sacrificio de su único hijo: «Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, Isaac; vete... y ofrécelo en holocausto...» (Gn 22, 2). Era éste un precepto doloroso para el corazón de un padre, y no menos terrible para la fe de un hombre que de ninguna manera quiere dudar de su Dios. Isaac es la única esperanza para que se puedan cumplir las promesas divinas; y no obstante esto Abrahán obedece y sigue creyendo que Dios mantendrá la palabra dada. Verdaderamente merece el título de «nuestro padre en la fe» (Plegaria Eucarística I).
Dios no quería la muerte de Isaac, pero sí ciertamente la fe y la obediencia sin discusión de Abrahán. Isaac va a tener un papel singular en la historia de la salvación: anticipar la figura de Jesús, el Hijo único de Dios que un día será sacrificado por la redención del mundo. Lo que Abrahán, por intervención divina, ha dejado sin cumplir, lo cumplirá Dios mismo, «el que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32; 2.a lectura). Isaac que sube al monte llevando sobre sus espaldas la leña del sacrificio y que se deja atar dócilmente sobre el montón de leña, es figura de Cristo que sube al Calvario cargando el leño de la Cruz y sobre aquel madero extiende su cuerpo «ofreciéndose libremente a su pasión» (Plegaria Eucarística II). Así como en Isaac, liberado de la muerte, se cumplieren las promesas divinas, también en Cristo resucitado de la muerte brotan la vida y la salvación para toda la humanidad. Nadie puede dudarlo, porque «Jesús que murió, más aún, que resucitó, está a la diestra de Dios e intercede por nosotros» (Rm 8, 34).
El Evangelio del día (Mc 9, 2-10), presentando a Jesús transfigurado en el monte Tabor, nos ofrece una visión anticipada de la gloria del Señor resucitado y de su poder delante del Padre. Sólo los tres discípulos más íntimos -Pedro, Santiago y Juan- fueron sus testigos privilegiados, los mismos que días más tarde asistirán a la agonía de Getsemaní, como para convencernos que gloria y pasión son dos aspectos inseparables del único misterio que es Cristo. «Y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo» (lb 2-3). Esta comparación es un detalle típico del relato de Marcos que exprime con grande realismo la impresión profunda que los tres y especialmente Pedro sintieron delante del Señor resplandeciente de gloria.
Acostumbrados ellos a verle siempre en su aspecto humano, un hombre más entre los hombres, ahora contemplan su divinidad y descubren el rostro luminoso del Hijo de Dios: «Dios de Dios, Luz de Luz» (Credo). En aquel momento una voz desde el cielo garantiza la verdad de la visión: «Este es mi Hijo amado, escuchadle» (ib 7). Es necesario que los hombres le escuchen para vivir según sus mandamientos; Dios mismo le escucha porque en atención a su sacrificio salvará a todos los hombres. Pero lo divino supera de tal manera todo lo humano que cuando se revela a la creatura la oprime y debilita: los tres discípulos fueron invadidos por el miedo y Pedro, sin saber lo que decía, propone a Jesús hacer tres tiendas allí: «una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (ib 5). No sabía que aquella visión no tenía otro fin que fortalecer su fe y que antes de llegar a la visión eterna era necesario descender del monte con Jesús, oírle hablar aún muchas veces de pasión y seguirle llevando con él la cruz. Esto es lo que significa vivir el misterio pascual de Cristo.
“¡Qué maravillosa es la obediencia de Abrahán! ¡Qué ejemplo nos das, Dios mío en ella!... Tanto más admirable es, en tanto que tu siervo no obra solamente contra la inclinación del corazón... Le mandas que haga lo contrario de lo que parecía justo... Pero él tiene fe en ti, y sabiendo que eres tú quien le habla, obedece, y con razón, pues tú eres esencialmente la justicia y la santidad... ¡Qué unidas están la fe y la obediencia! La fe es el principio de todo bien y la obediencia es su consumación.
¡Que Dios te bendiga, Abrahán! ¡Que Dios te bendiga, Isaac, que tan dulcemente te dejaste atar sobre el altar! ¡Te bendecimos, Dios mío, por los siglos de los siglos, a ti, que haces germinar entre los hombres tales virtudes! El amor consiste en obedecerte, obedecerte con esa prontitud, con esa fe que desgarra el corazón y desconcierta la mente...; el amor es el sacrificio inmediato, absoluto, de lo que más se quiere, a tu voluntad, es decir, a tu gloria... Es lo que tú haces de un modo maravilloso, ¡oh Abrahán!, levantándote de improviso durante la noche para ir a sacrificar a tu propio hijo. Es lo que tú harás, ¡oh Hijo de Dios!, bajando del cielo a la tierra para vivir esta vida y para morir esta muerte... Señor mío y Dios mío, haz que yo también lo haga, según tu santísima voluntad”. (Carlos de Foucauld, Meditaciones sobre el Antiguo Testamento).
“Cristo Señor nuestro, después de anunciar tu muerte a los discípulos, les mostraste en el monte santo el esplendor de tu gloria, para testimoniar de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección”. (Misal Romano, cf. Prefacio).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
También
puede escuchar una síntesis en AUDIO haciendo clic AQUÍ.
No hay comentarios:
Publicar un comentario