«Mi Señor me ayuda, por eso no quedo defraudado» (Is 50, 7).
Una vez más se presenta en la Liturgia dominical la paradoja de la cruz, misterio de dolor y de salvación, de muerte y de vida. Lo introduce la primera lectura (Is 50, 5-9a) con el canto tercero del Siervo de Yahvé, celebración patética pero llena de esperanza de los sufrimientos expiatorios. Dos son las actitudes del Siervo subrayadas por el fragmento de hoy: su espontánea y mansa aceptación del dolor y su abandono confiado en Dios. «Yo no me he rebelado ni me he echado atrás. Ofrecí la espalda a los que me la golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No escondí el rostro a insultos y salivazos» (ib 5-6).
Descripción anticipada e impresionante de la actitud de Jesús, que irá voluntariamente al encuentro de la pasión y de la muerte para estar al mandato del Padre. Pero también es expresión profética de la confianza serena con que afrontará el sufrimiento extremo, porque estará plenamente seguro del auxilio del Padre: «Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido, por eso ofrecí el rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado» (ib 7). Es un preludio del triunfo final, de la resurrección y de la gloria, y además, de la salvación del hombre.
Sobre este fondo la lectura del Evangelio (Mc 8, 27-35) resulta particularmente luminosa. Después de haber provocado el reconocimiento de su mesianidad por parte de sus discípulos, Jesús corrige y completa la idea que los Doce, como todos sus connacionales, tenían de ella. El pueblo judío, en efecto, dando de lado a las profecías del Siervo de Yahvé y basándose únicamente sobre las que representaban al Mesías como libertador y restaurador de Israel, lo imaginaba cumpliendo su misión mediante el triunfo y la gloria. Jesús mismo desdeña esa concepción y anuncia claramente su pasión: «Y empezó a instruirles: "El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho... y ser ejecutado"» (ib 31). Pedro, el que primero y con tanto aplomo había proclamado: «Tú eres el Mesías» (ib 29), es también el primero en reaccionar: «se lo llevó aparte y se puso a increparlo» (ib 32). Precisamente porque reconoce en él al Mesías, el Hijo de Dios vivo, no puede admitir que Jesús deba sucumbir a la persecución y a la muerte. Como verdadero judío se escandaliza él también de la cruz y la considera una necedad, un absurdo.
Pero Jesús no condesciende, antes lo trata como había tratado al tentador en el desierto: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» (ib 33). Palabras duras de las que resulta evidente que toda tentativa de alejar la cruz, de forjarse un cristianismo sin Crucificado y de eliminar el sufrimiento de la propia vida está inspirada por Satanás. Por eso Jesús, después de haber hablado a sus íntimos de la pasión, convoca a la muchedumbre y les anuncia a todos la necesidad de la cruz. «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». Mirad, el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio, la salvará» (ib 34-35). Los apóstoles irán comprendiendo gradualmente esta lección; todos ellos, de un modo u otro, llevarán la cruz y darán su vida por Cristo; y Pedro morirá por amor de él en esa cruz que tanto le había escandalizado.
Una
última reflexión sugerida por la lectura segunda (Sant 2, 14-18), en la que se
dice que la fe sin obras es muerta. Si el cristiano no testimonia su fe en
Cristo aceptando llevar con él la cruz, esa fe es vana.
Hijos de Dios, transformémonos juntos en el Dios Hombre paciente que nos mostró tanto amor que murió por nosotros de modo tan ignominioso, doloroso y amargo. ¡Y sólo por el amor que nos tuvo!
Oh Dios Hombre, haz que sepamos considerar cuán pura y fielmente nos amaste, y sin medida, ofreciéndote enteramente por nuestro amor. Y quieres que esa pureza de amor y fidelidad humildísima te sea de algún modo correspondida por tus hijos. Haznos, pues, constantes para ti que eres fidelísimo.
Oh Dios Hombre, que probaste todos los tormentos, tú nos amaste con amor puro, sincero y fiel y nos diste testimonio clarísimo de él con tu nacimiento, con tu vida y con tu muerte. Mas por nuestra infidelidad olvidamos que naciste pobre, en el dolor y en el desprecio. Y tu muerte, aunque tan miserable y abatida, tan sumamente dolorosa, vilipendiada e ignominiosa, no nos decide a morir continuamente y del todo.
¿Quién de nosotros corresponde a tan fiel y divina fidelidad con una fe, tal vez pequeña, pero viva y continua? Por desgracia, cada cual está siempre pronto a echar a un lado la carga, como si el llevarla no fuese deber estricto. Oh Dios Hombre doliente, que nos fuiste tan fiel, danos serte todos fieles a tí. (Cf. Santa Ángela de Foligno, II libro della B. Angela, II, 125-6).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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