«El que te sigue, Señor, tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12).
Liturgia de luz, de alegría y de fe es la celebrada hoy por la Iglesia. Luz y alegría por la vuelta del pueblo elegido del destierro (1ª lectura: Jr 31, 7-9). Dios se ha acordado del «resto de Israel» que le ha permanecido fiel y él mismo se ha hecho su guía para la repatriación. Vuelven todos, hasta los lisiados y dolientes, hasta los «ciegos y cojos» (ib 8), porque cuando es Dios el que guía, los ciegos quedan iluminados y los cojos caminan sin dificultad. Es una bella figura de la conversión interior de las tinieblas y extravíos del pecado. Superada la ceguera espiritual y el continuo cojear entre el bien y el mal, el hombre, iluminado por la luz divina, puede proceder por el camino recto que lo conduce a Dios. Su retorno es gozoso, como el de Israel. «Los guiaré entre consuelos, los llevaré a torrentes de agua, por un camino llano en el que no tropezarán. Seré un padre para Israel» (ib 9). Así dice el Señor a su pueblo, y así a todo hombre que se convierte en él. Si los primeros pasos del retorno pueden ser penosos y difíciles, Dios, como padre amoroso, sale al encuentro de su criatura, la reconforta con el agua viva de la gracia, la sostiene en la lucha y le facilita el camino.
El Evangelio de hoy (Mc 10, 46-52) reasume ese tema bajo el doble aspecto de la curación y de la conversión a Cristo de un ciego. Jesús sale de Jericó, cuando Bartimeo, que mendiga sentado a la vera del camino, le grita: «Hijo de David, ten compasión de mí» (ib 47). Quieren hacerle callar, pero él grita más, porque, ciego en el cuerpo pero vidente en el espíritu, reconoce en Jesús al Mesías, al «Hijo de David». La fe no le deja callar; está seguro de que encontrará en Jesús la salvación. Y es tal su tensión hacia él, que apenas el Maestro lo llama, arroja el manto, salta en pie y se le pone delante. El Señor le pregunta: «¿Qué quieres que haga por ti?», y él responde: «Maestro, que pueda ver» (ib 51).
Diálogo conciso pero esencial, revelador por una parte de la omnipotencia de Jesús y por otra de la fe del ciego. El encuentro de estas dos fuerzas produce el milagro: «Y al momento recobró la vista» (ib 52). Los ojos apagados del ciego se iluminan y ven a Jesús; verlo y seguirlo es todo uno. A la luz exterior le corresponde otra interior, y Bartimeo resuelve seguir al Señor. Como él, todo cristiano es un «iluminado» por Cristo; la fe le ha abierto los ojos; le ha dado a conocer a Dios y al Hijo de Dios hecho hombre. Pero esta fe ¿es en él lo bastante viva como para comprometerlo seriamente en el servicio de Dios y en el seguimiento de Cristo?
La
segunda lectura (Hb 5, 1-6) trata otro argumento: el sacerdocio y en particular
el sacerdocio de Cristo. Cristo es sumo y eterno Sacerdote por voluntad del
Padre que le ha conferido esta dignidad haciéndolo mediador entre él y los
hombres. No es posible llegar a Dios sin pasar por ese puente que une la tierra
con el cielo, ese camino real que es Jesús el Señor. No es posible vivir en la
fe sin dependencia de él que es «iniciador y consumador de la fe» (Hb 12, 2).
Fuente y alimento de la fe es la palabra de Jesús; ella ilumina al mundo y le
da «la luz de la vida» (Jn 8, 12); es la Eucaristía en la que se ofrece en
manjar tonificante e iluminador su Carne inmolada por la salvación de los
hombres. Toda celebración eucarística es un misterio de fe por el cual el
creyente se encuentra con Jesús Sacerdote y víctima, que lo alimenta y lo
conduce al Padre.
Oh Dios, si ofreces esta luz corpórea a los ojos del cuerpo, ¿no podrás también ofrecer a los corazones limpios aquella luz que permanece siempre en toda su fuerza e integridad, aquella luz indeficiente?...
«En ti está la fuente de la vida y en tu luz veremos la luz»... La fuente aquella es la misma luz; es fuente para el que tiene sed y es luz para el que está ciego. Ábranse los ojos para que vean la luz: ábranse las fauces del corazón para que beban en la fuente. Lo que bebo es lo mismo que lo que veo, es lo mismo que lo que entiendo. Dios mío, eres todo para mí; eres todas las cosas que amo... Eres todo para mí: si tengo hambre, eres mi pan; si tengo sed, eres mi agua; si estoy en oscuridad, eres mi luz, que permanece siempre incorruptible, y si estoy desnudo, serás mi vestido de inmortalidad, cuando todo lo que es corruptible se vista de incorruptibilidad y lo que es mortal se vista de inmortalidad. (San Agustín, In lo 13, 5).
Señor Jesús, pon tus manos en mis ojos, para
que comience a ver no las cosas que se ven, sino las que no se ven. Ábreme los
ojos, para que no se fijen tanto en el presente cuanto en el futuro; haz limpia
la mirada del corazón que contempla a Dios en espíritu. (Orígenes, Plegarias de
los primeros cristianos, 55).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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