«Enséñame, Señor, a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato» (SaImo 89, 12).
Los textos escriturísticos de hoy giran en torno al valor de la sabiduría en oposición a la riqueza como inmensamente preferible a ella. La primera lectura (Sb 7, 7-11) reproduce el elogio de la sabiduría puesto en boca de Salomón, que la pide a Dios sobre todo otro bien. «Supliqué y se me concedió un espíritu de sabiduría. La preferí a los cetros y a los tronos, y en su comparación tuve en nada la riqueza. No le equiparé la piedra más preciosa, porque todo el oro a su lado es un poco de arena» (ib 7-9). La riqueza es un valor puramente terreno y, por tanto, caduco; la sabiduría, en cambio, posee un «resplandor que no tiene ocaso» (ib 10), que permanece eternamente. Es claro que no se trata de la sabiduría humana, sino de la que procede de Dios, irradiación de su sabiduría infinita.
La sabiduría divina se comunica a los hombres por medio de la palabra de Dios que es su vehículo seguro y cuyas prerrogativas presenta la segunda lectura (Hb 4, 12-13). «La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu... Juzga los deseos e intenciones del corazón» (ib 12). El que quiere dejarse guiar por la sabiduría divina, debe meditar la palabra de Dios, debe aceptar que ésta escudriñe su corazón para iluminarlo y purificarlo, para juzgarlo y espolearlo y hacerle desprenderse de todo lo que no está conforme con ella. Es imposible permanecer indiferentes ante la palabra de Dios; ella fuerza al hombre a declararse en pro o en contra y, por ende, a revelarse tal cual es en su interior.
El Evangelio (Mc 10, 17-30) da un paso adelante y presenta la encarnación de la sabiduría, primero en Jesús, Sabiduría del Padre, y luego en sus enseñanzas. Un joven que asegura haber guardado los mandamientos y, por lo tanto, haber vivido sabiamente según la palabra de Dios «desde pequeño» (ib 20), se presenta al Maestro deseoso de hacer más aún. «Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres -así tendrás un tesoro en el cielo-, y luego sígueme» (ib 21). Jesús le propone la sabiduría suprema: renunciar a todos los bienes terrenos para seguirle a él, Sabiduría infinita. No es una obligación, sino una invitación concreta a «estimar en nada la riqueza» en comparación con los bienes eternos y del seguimiento de Cristo. La palabra del Señor penetra en el corazón del joven y lo aboca a una crisis; mas, por desgracia el joven no se pronuncia afirmativamente: «frunció el ceño y se marchó triste, porque era muy rico» (ib). También Jesús parece entristecerse y comenta: ¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!» (ib 23).
Aquí como en otros pasajes del Evangelio, aparece la riqueza como un obstáculo casi insuperable para la salvación. No porque sea en sí misma mala, sino porque el hombre es demasiado proclive a atarse a ella hasta el punto de preferirla a Dios. «Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios» (ib 2, 5). Los discípulos se quedan extrañados; la frase del Maestro parece exagerada; sin embargo, él no la retira. Procura, con todo, infundir confianza. Si para todo hombre, no sólo para los ricos, es difícil salvarse, «Dios lo puede todo» (ib 27). Dios no niega esa gracia a quien la pide con humilde confianza y recurre al auxilio divino para vencer los obstáculos que se le atraviesan. Dichosos los Apóstoles, pues, teniendo poco, no han vacilado en dejarlo todo: casa, redes o tierras, padre y madre, hermanos y hermanas, por Cristo y por el Evangelio.
Supliqué y se me concedió la prudencia, invoqué y vino a mí un espíritu de sabiduría. La preferí a los cetros y a los tronos, y en su comparación tuve en nada la riqueza. No le equiparé la piedra más preciosa, porque todo el oro a su lado es un poco de arena y junto a ella la plata vale lo que el barro. La preferí a la salud y a la belleza, me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Todos los bienes juntos me vinieron con ella, había en sus manos riquezas incontables...
Porque es para los hombres un tesoro inagotable y los que le adquieren se granjean la amistad de Dios. (Sabiduría, 7, 7-11. 14).
¡Oh hermanas mías, que no es nada lo que dejamos, ni es nada cuanto hacemos ni cuanto pudiéremos hacer por un Dios que así se quiere comunicar con un gusano! Y si tenemos esperanza de aun en esta vida gozar de este bien, ¿qué hacemos?, ¿en qué nos detenemos? ¿qué es bastante para que un momento dejemos de buscar a este Señor, como lo hacía la Esposa por barrios y plazas? ¡Oh, que es burlería todo lo del mundo, si no nos llega y ayuda a esto, aunque duraran siempre sus deleites y riquezas y gozos, cuantos se pudieren imaginar, que es todo asco y basura comparado a estos tesoros que se han de gozar sin fin! Ni aun éstos no son nada en comparación de tener por nuestro al Señor de los tesoros del cielo y de la tierra.
¡Oh ceguedad humana! ¿Hasta cuándo, hasta cuándo se quitará esta tierra de nuestros ojos? Por amor de Dios, hermanas, que nos aprovechemos de estas faltas para conocer nuestra miseria y ellas nos den mayor vista, como la dio el lodo del ciego que sanó nuestro Esposo; y así, viéndonos tan imperfectas, crezca más el suplicarle saque bien de nuestras miserias, para en todo contentar a Su Majestad (Santa Teresa de Jesús, Moradas, VI, 4, 10-11).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María Magdalena, OCD.
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