«No temáis; mirad a vuestro Dios, que… os salvará» (Is 35, 4).
La Liturgia de hoy es toda ella un mensaje de esperanza en Dios-Salvador. En un momento de desconcierto general por las tribulaciones del destierro, Isaías (35,4-7a; 1.ª lectura) exhorta a Israel a buscar sólo en Dios la salvación: «Mirad a vuestro Dios, que os salvará» (ib 4). Parece como si el profeta viese ya la salvación presente; en realidad no la ve, pero cree y está seguro de que Dios intervendrá en favor de su pueblo. Isaías contempla la obra salvadora bajo dos aspectos: curaciones milagrosas que devolverán al hombre su integridad física «se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán..., la lengua del mudo cantará» (ib 5-6), y transformación del desierto que se convertirá en un lugar delicioso abundante en agua «han brotado aguas en el desierto» (ib). Todo ello simboliza la transformación profunda que operará Cristo en el hombre y en la misma creación, transformación que se completará al final de los tiempos cuando todo sea renovado perfectamente en él.
El Evangelio (Mc 7, 31-37) presenta la actuación de esas promesas mesiánicas. Las curaciones prodigiosas obradas por Jesús arrancan a la multitud este grito: «Hace oír a los sordos y hablar a los mudos» (ib 37). Tales milagros atestiguan que las profecías no fueron palabras huecas, y al mismo tiempo son «signos» de una obra de salvación más profunda, que mira a renovar al hombre en lo más íntimo. Son «signos» del perdón del pecado, de la gracia, de la vida nueva comunicada por Cristo. En particular, la curación del sordomudo narrada por el Evangelio de hoy ha sido tomada desde los primeros siglos de la Iglesia como símbolo del bautismo, en cuyo rito se repite el gesto de Jesús -el tocar los oídos y la boca-, mientras ora el celebrante: «El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo, escuchar su Palabra y proclamar la fe» (Bautismo de los niños). Librando al hombre del pecado, el bautismo suelta su oído para escuchar la Palabra de Dios y su lengua para confesar y alabar al Señor. Si la sordera, la mudez física y tantas otras enfermedades continúan afligiendo al género humano, el cristiano regenerado en Cristo no es ya sordo espiritualmente, ni mudo, ni ciego o cojo; su espíritu está abierto a la fe, capaz como es de conocer a Dios y de recorrer sus caminos.
La segunda lectura (Sant 2, 1-5) se relaciona con las otras por cuanto propone al cristiano una línea de conducta semejante a la de Dios, que en su obra de salvación no hace distinción de personas, y si alguna preferencia tiene es para los humildes, pobres y necesitados. El Señor «hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos, liberta a los cautivos, abre los ojos al ciego, endereza a los que ya se doblan...» canta el salmo responsorial (SaImo 143), reasumiendo el tema de Isaías y del Evangelio de hoy, e introduciendo el fragmento de Santiago. En este último se lee, en efecto: «Queridos hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe?» (ib).
Imposible
entonces hacer distinciones de trato entre ricos y pobres, potentados y gente
humilde. La comunidad donde tal sucediese no podría llamarse cristiana, pues no
estaría basada en las enseñanzas de Cristo, sino inspirada en la mentalidad del
mundo; y por desgracia no es difícil ser víctima de ese veneno. Con todo -es
bueno recordarlo-, la pobreza material es preciosa por cuanto dispone al hombre
a la pobreza interior, o sea, a reconocer la propia insuficiencia, miseria y debilidad,
y a poner sólo en Dios la esperanza de la salvación. Esos son los pobres que el
Señor quiere hacer «ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que
le aman» (ib 5).
Enséñame, Señor, tu camino, para que siga tu verdad; mantén mi corazón entero en el temor de tu nombre. Te alabaré de todo corazón, Dios mío, daré gloria a tu nombre por siempre, por tu gran piedad para conmigo... Tú, Señor, Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal, mírame, ten compasión de mí. Da fuerza a tu siervo, salva al hijo de tu esclava. (Salmo 85, 11-16).
Oh Dios, tuyo es el poder, tuyo el perdón, tuya la curación, tuya la liberalidad... Vuélvete a mí, que tiemblo de frío en la prisión sin fondo de mi fosa llena de fango, cargado de las cadenas de mis pecados...
Oh Señor, tú que eres siempre bienhechor, luz
en las tinieblas, tesoro de bendición, misericordioso, compasivo, amigo de los
hombres...; tú que haces posible con extrema facilidad lo que es imposible;
fuego que devoras las malezas de los pecados, rayo que abrasas y atraviesas el
universo en un gran
misterio, acuérdate de mí en tu misericordia y
no en tu justicia... Líbrame, pecador que soy del viento, de mi turbación
mortal, para que repose en mí, Señor omnipotente, tu espíritu de paz. (San
Gregorio de Narek, Le Iivre de priéres, 116-8).
Tomado del libro INTIMIDAD DIVINA,
del P. Gabriel de Santa María
Magdalena, OCD.
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